VI
La rosa de Khrysís

Era una procesión blanca, y azul, y amarilla, y rosa y verde.

Avanzaban treinta cortesanas, llevando canastillas de flores, nevadas palomas de pies rojos, velos de azul más delicado y preciosos ornamentos.

Un viejo sacerdote de blanca barba, cubierto hasta alrededor de la cabeza con una tela cruda y rígida, caminaba al frente del cortejo y guiaba hacia el altar de piedra la fila de devotas inclinadas.

Cantaban, y su canto se arrastraba como el mar, gemía como el viento del Sur, suspiraba como una boca apasionada. Llevaban las dos primeras unas arpas que sostenían con la mano izquierda y se encorvaban por delante como hoces de frágil madera.

Una de ellas se adelantó y dijo:

—Tryfera, ¡oh amada Cypris!, te ofrezco este velo azul que ha tejido con sus propias manos, a fin de que prosigas siéndole propicia.

Y otra:

—Musarión deposita a tus pies, ¡oh diosa de la hermosa corona!, estas guirnaldas de alelíes y este ramillete de narcisos marchitos. Los ha llevado a la orgía y ha invocado tu nombre al sentir la embriaguez de sus perfumes. ¡Oh, Victoriosa, acoge estos despojos del amor!

Y otra más:

—En ofrenda a ti, Cytherea de oro, Timo consagra este brazalete en forma de espiral. Que puedas enrollar la venganza en la garganta de quien tú sabes, como esta serpiente de plata se enrollaba en sus brazos desnudos.

Myrtokleia y Rhodis avanzaron, cogidas de la mano:

—Aquí tienes dos palomas de Esmirna, de alas blancas como las caricias y pies rojos como los besos. ¡Oh noble diosa de Amatonta, acéptalas de nuestras manos unidas, si es vedad que el blando Adonis no te basta sólo y que un abrazo mucho más dulce retarda en ocasiones tu sueño!

Siguió una cortesana muy joven:

—Afrodita Peribasia, recibe mi virginidad con esta túnica manchada de sangre. Soy Pannykhus de Pharos; desde anoche me he consagrado a ti.

Y otra:

—Dorothea te conjura, ¡oh bondadosa Epistrophia!, a que alejes de su espíritu el deseo que le ha infundido Eros o a que inflames al fin para ella los ojos de aquel que se le niega, y te ofrece esta rama de mirto porque es el árbol que prefieres.

Y otra:

—Sobre tu altar, ¡oh Paphia!, Kallistion deposita sesenta dracmas de plata, resto de cuatro minas que ha recibido de Kleomenes. Dale un amante más generoso todavía si te parece digna esta ofrenda.

Ya no quedaba frente al ídolo más que una niña ruborosa que se había colocado al final. No llevaba en la mano más que una pequeña corona de flores silvestres, y el sacerdote la despreciaba por tan mezquina ofrenda.

Dijo la niña:

—Yo no soy bastante rica para darte monedas de plata, ¡oh brillante olímpica! Por lo demás, ¿qué cosa podría darte que tú no poseyeras? He aquí unas flores amarillas y verdes, entretejidas en forma de corona para tus pies. Y ahora…

Deshizo los dos lazos de su túnica, quedando desnuda cuando la tela se deslizó.

—… Aquí me tienes toda entera, ¡oh amada diosa! Desearía entrar en tus jardines y morir siendo cortesana de tu templo. Juro no ambicionar más que el amor; juro que amar será mi único anhelo, y renuncio al mundo y me consagro a ti.

Entonces la cubrió el sacerdote de perfumes y envolvió su desnudez con el velo tejido por Tryfera. Las dos salieron juntas de la nave por la puerta de los jardines.

Parecía haber terminado la procesión y se disponían las demás cortesanas a retirarse, cuando se presentó otra mujer en el umbral.

Nada llevaba en la mano, y hubiérase creído que no iba a ofrecer más que su propia belleza. Parecían sus cabellos dos olas de oro, dos profundas olas llenas de sombra, que ocultaban las orejas y se torcían sobre la nuca. Era delicada su nariz, con alillas expresivas y palpitantes a veces, sobre una boca gruesa y pintada, de curvas y movedizas comisuras. La suave línea del cuerpo ondulaba a cada uno de sus pasos, y se animaba con el vaivén de las caderas o el balanceo de los pechos sueltos, bajo los cuales se doblaba el talle. Tenía ojos extraordinarios, azules, pero a la vez oscuros y fúlgidos, cambiantes como piedras lunares y semidormidos bajo las tendidas pestañas. Miraban estos ojos como las sirenas cantan…

El sacerdote, vuelto hacia ella, esperaba que hablase.

Y dijo ella:

—Khrysís te suplica, ¡oh Khryseia! Acepta los débiles dones que deposita a tus pies. Escucha, acoge, ama y consuela a la que vive de acuerdo con tu ejemplo y para el culto de tu nombre.

Tendió a la diosa sus manos resplandecientes de sortijas y se inclinó, apretando las piernas.

Volvió a comenzar el canto vago, y el murmullo de las arpas ascendió hacia la diosa con el humo rápido del incienso quemado por el sacerdote en un pebetero crepitante.

Se irguió ella lentamente y presentó un espejo de bronce que le colgaba del cinturón.

—A ti —dijo ella—, Astarté de la Noche, que juntas las manos y los labios y cuyo símbolo es semejante a la huella de las corzas sobre la tierra pálida de Siria. Khrysís te consagra su espejo. Él ha visto las ojeras de sus párpados, el fulgor de sus ojos después de la sacudida amorosa, los cabellos pegados en las sienes por el sudor de tus luchas, ¡oh combatiente de las manos encarnizadas, que confunden los cuerpos y las bocas!

El sacerdote depositó el espejo a los pies de la estatua. Khrysís arrancó de su áurea cabellera una larga peineta de cobre rojo, metal planetario de la diosa.

—A ti —dijo—, Anadyomena, que naciste de la sangrienta aurora y de la espumosa sonrisa del mar; a ti, desnudez que chorrea perlas, que anudas tu empapada cabellera con cintas de algas verdes, Khrysís consagra su peineta, que se ha hundido en sus cabellos revueltos por tus movimientos ¡oh furiosa Adoniana jadeante!, que ahondas las curvas de las cinturas y crispas las rodillas tirantes.

Dio la peineta al anciano e inclinó la cabeza a la derecha para quitarse su collar de esmeraldas.

—A ti —tornó a decir— ¡oh Hetaira!, que disipas el rubor de las doncellas avergonzadas y aconsejas la risa impúdica; a ti, por quien ponemos a la venta el amor que fluye de nuestras entrañas, Khrysís consagra su collar. Con él le pagó un amante cuyo nombre ignora, y cada esmeralda es un beso en el cual por un instante has palpitado.

Se inclinó por última vez y más largamente, entregó el collar en manos del sacerdote y dio un paso para alejarse. El sacerdote la detuvo.

—¿Qué le pides a la diosa por estas valiosas ofrendas?

Ella sonrió moviendo la cabeza, y dijo:

—Nada le pido.

Pasó a lo largo de las que formaban la procesión, hurtó una rosa de una canastilla y se la puso en la boca al salir.

Una tras otra fueron siguiendo la demás mujeres, y cerróse la puerta sobre el templo vacío.

Demetrios quedó solo, oculto en el pedestal de bronce.

No había perdido de toda esta escena ni un ademán ni una palabra, y cuando todo hubo terminado, permaneció largo tiempo sin moverse, suavemente atormentado, apasionado, irresoluto.

Bien curado se creía de su locura de la víspera, y no había imaginado que pudiera en lo sucesivo cosa alguna arrojarle por segunda vez dentro de la sombra ardiente de aquella desconocida.

Pero no había contado con ella.

¡Oh mujeres, mujeres! ¡Si queréis ser amadas, mostraos, apareced, estad presentes…! La emoción que sintió él cuando entró la cortesana fue tan compleja y poderosa, que ya no quiso pensar en combatirla con un impulso de la voluntad. Demetrios se hallaba ligado como un esclavo bárbaro a un carro de triunfo. Era ilusorio querer escapar. La joven, sin saberlo y de un modo natural, había puesto la mano encima de él.

Habíala él visto llegar desde muy lejos, pues vestía la misma tela amarilla que llevaba en el muelle. Caminaba con pasos lentos y flexibles, ondulando las caderas con molicie, y se había dirigido recta hacia él, como si adivinara que estaba allí tras de la piedra.

Desde el primer instante comprendió él que volvería a caer a los pies de la cortesana. Cuando ésta se quitó del cinturón el espejo de pulido bronce, miróse un momento en él antes de entregarlo al sacerdote y le brillaron los ojos de un modo estupendo. Cuando, para tomar la peineta de cobre, posó la mano sobre sus cabellos con el brazo doblado, según la actitud de las Gracias, toda la hermosa línea de su cuerpo se desarrolló bajo la tela, y el sol abrillantó en su axila un rocío de sudor luminoso y menudo. Por último, cuando, para levantar y soltarse el collar de pesadas esmeraldas, separó la seda plegada que le cubría el pecho hasta el dulce lugar lleno de sombra, en donde sólo es posible deslizar un ramillete, se sintió Demetrios presa de un loco frenesí por apoyar allí los labios y desgarrar el vestido… Pero Khrysís había comenzado a hablar.

Habló, y cada una de sus palabras fue un sufrimiento para él. De propósito parecía insistir y recrearse en la prostitución de este vaso de belleza que era ella misma, blanco cual la misma estatua y lleno de un oro que manaba en cabellera. Jactábase de tener abierta la puerta de la ociosidad de los que pasaban, de abandonar la contemplación de su cuerpo a los indignos y encomendar a las chiquillas inhábiles el encenderle las mejillas. Gloriábase de la venal fatiga de sus ojos, de sus labios alquilados de noche, de sus cabellos entregados a manos brutales, de su divinidad trabajada.

El exceso mismo de las facilidades que inducían a abordarla arrastraba hacia ella a Demetrios, resuelto a tomarla para sí solo y cerrar la puerta a los otros. Tan cierto es que una mujer no logra seducir plenamente sino cuando da ocasión a los celos.

De esta suerte, al regresar Khrysís a la ciudad, después de cederle a la diosa su collar verde a cambio del otro, llevaba una voluntad humana en su boca, como la rosa robada cuyo talle iba mordiendo.

Demetrios aguardó a estar solo en el recinto, y en seguida salió de su escondite.

Miró con turbación a la estatua, temiendo todavía tener que luchar consigo mismo. Pero era incapaz de sentir por dos veces, en un breve intervalo, una emoción violenta, y quedó asombrosamente tranquilo y sin remordimiento prematuro.

Indiferente y reposado, subió junto a la estatua, levantó sobre la nuca inclinada de la diosa el collar de verdaderas perlas de la Anadyomena, y lo deslizó dentro de sus propios vestidos.