IV
Claro de luna

La noche era clara en el exterior y negra en el divino recinto. Cuando con precaución hubo cerrado suavemente la puerta, demasiado sonora, sintió estremecimientos en todo el cuerpo, como si le envolviera la frialdad de las piedras. No se atrevía a alzar los ojos. El negro silencio le llenaba de espanto; la oscuridad se saturaba de lo desconocido; y llevándose una mano a la frente, como quien no quiere despertar por temor de encontrarse vivo, miró al fin.

En medio de un amplio claro de luna, aparecía la diosa, como realmente viva, sobre un pedestal de piedra rosa cargado de tesoros suspendidos. Mostrábase desnuda y sexuada, con el vago tinte de los colores de la mujer. Tenía en una mano su espejo, cuyo mango era un príapo, y con la otra adornaba su belleza con un collar de siete hilos de perlas. Una más gruesa que las demás, oval y argentada, brillaba entre sus dos pechos como una luna creciente entre dos nubes redondas. Y eran las verdaderas perlas santas, nacidas de las gotas de agua que rodaron en la concha de la Anadyomena.

Demetrios se perdió en una adoración inefable. Creyó, en verdad, que Afrodita en persona estaba allí. No reconoció ya su obra, tan profundo era el abismo entre lo que él había sido y lo que era ahora. Tendió hacia adelante los brazos y murmuró las palabras misteriosas con que se invoca a la diosa en las ceremonias frigias.

Sobrenatural, luminosa, impalpable, desnuda y pura, la visión flotaba sobre la piedra, palpitando blandamente. Al fijar los ojos en la diosa, temía él que la caricia de su mirada hiciera evaporarse en el aire esta alucinación ligera. Avanzó poco a poco, hasta tocar con el dedo uno de los pies nacarados de la diosa, cual si quisiera asegurarse de la existencia de la estatua; e incapaz de resistir a la seducción que le atraía, ascendió junto a ella y apoyó sus manos sobre los blancos hombros para contemplarla en los ojos.

Tembló, desfalleció, y acabó por reír de gozo. Recorría con sus manos errantes estos brazos desnudos, oprimía con ellas el talle duro y frío, las deslizaba a lo largo de las piernas, acariciaba el globo del vientre. Con toda su fuerza se tendía sobre esta inmortalidad. Se miró en el espejo, levantó el collar de perlas, lo hizo brillar a la luz de la luna, y volvió amedrentado a colocarlo. Besó la mano replegada, el cuello redondo, la ondulosa garganta, la boca entreabierta del mármol. Luego retrocedió hasta el borde del zócalo, y agarrado a los divinos brazos, contempló con ternura la adorable cabeza inclinada.

Los cabellos habían sido peinados a la usanza oriental y apenas encubrían la frente. Los ojos, entornados, se prolongaban en una inefable sonrisa. Los labios permanecían separados, como desvanecidos por un beso.

Dispuso en silencio los siete hilos de redondas perlas sobre este pecho deslumbrador, y descendió hasta el piso para ver el ídolo de más lejos.

Entonces se le figuró que despertaba. Recordó el objeto de su visita, lo que había pretendido y estado a punto de ejecutar: una acción monstruosa. Sintió que enrojecía hasta las sienes.

Cruzó el recuerdo de Khrysís por su memoria como una aparición grosera. Enumeró todo cuanto había de dudoso en la belleza de la cortesana: los labios gruesos, los cabellos aglomerados, el paso lleno de indolencia. Cómo eran las manos, lo había olvidado; pero se las imaginó anchas, para agregar a la imagen, que rechazaba, un detalle.

Cayó en un estado de ánimo semejante al del hombre a quien sorprende al amanecer su única querida en el lecho de una innoble prostituta, y que no puede explicarse de qué manera llegó a ceder, la víspera, a una tentación de tal naturaleza. No hallaba excusa ni razón plausible. Era evidente que durante un día había sufrido una especie de locura pasajera, de perturbación física, de enfermedad. Considerábase curado, pero aún se sentía ebrio de aturdimiento.

Para volver en sí del todo, se reclinó contra la pared del templo, y estuvo largo rato en pie frente a la estatua. La luz de la luna continuaba descendiendo por la abertura cuadrangular que había en el techo; Afrodita resplandecía, y como los ojos de la diosa quedaban en la sombra, él buscaba su mirada…

… Así transcurrió toda la noche. Fue apareciendo el día, y la estatua tomó sucesivamente la rosada lividez del alba y el dorado reflejo del sol.

Demetrios no pensaba ya. Se había borrado de su memoria la peineta de marfil y el espejo de plata que llevaba entre su túnica, y se entregaba dulcemente a la contemplación serena.

Fuera del templo, una tempestad de gritos de pajarillos silbaba, trinaba, cantaba en el jardín. Oíanse voces de mujeres que parloteaban y reían al pie de los muros. Surgía de la tierra, ya despierta, la agitación de la mañana. Demetrios no sentía dentro de sí más que sensaciones de felicidad.

Bien alto estaba el sol ya y la sombra del techo había cambiado de lugar, cuando percibió un confuso rumor de ligeros pasos rozando los escalones exteriores.

Era, sin duda, un sacrificio que venían a ofrecer a la diosa, alguna procesión de jovencitas que acudían a cumplir sus votos o a pronunciarlos ante la estatua, para el primer día de las Afrodisias.

Demetrios pretendió huir.

El pedestal sagrado se abría por la parte de atrás de un modo sólo conocido por los sacerdotes y el escultor. Allí se colocaba el hierofante para dictarle a un niño, de voz alta y clara, los discursos misteriosos que salían de la estatua el tercer día de la fiesta. Por allí se podía llegar a los jardines. Demetrios penetró en la cavidad secreta y se detuvo junto a las aberturas bordeadas de bronce que taladraban la espesa piedra.

Las dos puertas de oro se abrieron pesadamente. Después entró la procesión.