III
Escrúpulos

«La sangre de una mujer. Luego la sangre de otra mujer. Luego la tuya, pero un poco más tarde».

Demetrios se repetía estas palabras al andar, y por más que hacía, le apesadumbraba la creencia en ellas. Jamás había fiado en los oráculos sacados del cuerpo de las víctimas o del movimiento de los planetas. Tales afinidades le parecían demasiado problemáticas. Pero las líneas complejas de la mano tienen por sí solas un aspecto de horóscopo exclusivamente individual, que él miraba con cierta inquietud.

Por esto la predicción de la quiromántica se le grabó en la mente.

Se escudriñó a su vez la palma de la mano izquierda, donde su vida se hallaba resumida en signos secretos e imborrables.

Vio primeramente, en la prominencia, una especie de media luna regular, cuyas extremidades se dirigían hacia el nacimiento de los dedos. Abajo, una línea cuádruple, nudosa y rosada, se ahuecaba, mostrando en dos sitios unos puntos muy rojos. Otra línea, más delgada, descendía paralela al principio y en seguida se torcía bruscamente hacia el puño. Una tercera línea, por último, corta y clara, contorneaba la base del pulgar, el cual se hallaba enteramente cubierto de unas rayitas finísimas. Vio todo esto; pero no pudiendo descifrar el oculto símbolo, se pasó la mano por los ojos y dirigió sus meditaciones a otra cosa.

Khrysís, Khrysís, Khrysís. Este nombre latía en él como la pulsación de la fiebre. Satisfacerla, conquistarla, aprisionarla en sus brazos, huir con ella lejos, a Siria, a Grecia, a Roma, no importaba dónde, con tal que fuese en un rincón en que él no tuviese queridas ni ella amantes. ¡Esto había que hacer, e inmediatamente, inmediatamente!

De los tres regalos que ella había pedido, el primero estaba ya conquistado. Faltaban los otros dos: la peineta y el collar.

«La peineta primero», pensó él.

Y apresuró el paso.

Todos los días, después de ponerse el sol, se sentaba la mujer del gran sacerdote en un banco de mármol, de espaldas al bosque, asiento desde el que se dominaba todo el mar. No lo ignoraba Demetrios, pues esta mujer, como tantas otras, había estado enamorada de él, y le había dicho una vez que, cuando la desease, allí podría encontrarla. Hacia este lugar se encaminó, por consiguiente.

Allí estaba, en efecto; pero ella no le vio adelantarse. Encontrábase sentada, cerrados los ojos, reclinado el cuerpo sobre el respaldo y los brazos abandonados.

Era egipcia, y se llamaba Touni. Tenía puesta una ligera túnica de púrpura viva, sin broches ni cinturón, con dos estrellas negras por únicos bordados, para señalar las puntas de los pechos. La fina tela, plegada a plancha en menudos pliegues, se le detenía en los contornos delicados de las rodillas, y unos pequeños borceguíes de piel azul enguantaban sus pies breves y abultados. Era atezado su color, muy gruesos sus labios, sus hombros muy finos, y su talle, esbelto y flexible, parecía fatigado por el peso del opulento pecho. Dormía con la boca entreabierta y soñaba dulcemente.

Demetrios se inclinó sobre ella sin hacer ruido. Respiró algún tiempo el olor exótico de sus cabellos. Después, sacándole uno de los dos largos alfileres de oro que brillaban más arriba de las orejas, lo hundió rápidamente bajo la teta izquierda.

Sin embargo, aquella mujer le hubiera dado su peineta y hasta su cabellera, por amor.

Si no se la pidió, fue por escrúpulos: Khrysís había exigido con toda claridad un crimen y no esa joya antigua retenida en los cabellos de una joven. Por eso creyó que su deber era consentir esta efusión de sangre.

Pudo reflexionar también que los juramentos hechos a las mujeres durante los arrebatos amorosos pueden olvidarse en los intervalos, sin que se menoscabe gran cosa el valor moral del amante que los ha prestado, y que si alguna vez podía parecer excusable este involuntario olvido, era de seguro en circunstancias en que ocupaba un lugar en la balanza la vida de una mujer inocente por completo. Pero Demetrios no admitió la validez de semejante razonamiento. Juzgaba la aventura que perseguía extremadamente curiosa para privarla de incidentes violentos. Temió el tener que lamentarse más tarde de haber borrado de la intriga una escena corta, pero necesaria, para la belleza del conjunto. A menudo, con sólo un desfallecimiento virtuoso, quedaría reducida una tragedia a la insignificancia de la existencia normal. «La muerte de Casandra —dijo él para sí— no constituye un hecho indispensable al desarrollo del Agamenón, pero si no se efectuara, toda la Orestia se resentiría».

He aquí por qué, después de cortar la cabellera de Touni, guardó en sus vestidos la peineta de marfil historiada, y sin reflexionar más en lo hecho, emprendió el tercero de los trabajos que le había encomendado Khrysís: el robo del collar de Afrodita.

No había que pensar siquiera en penetrar en el templo por la puerta principal. Las doce hermafroditas que custodiaban este paso hubieran seguramente dejado entrar a Demetrios, a pesar de la prohibición que impedía hacer esto a todo profano en ausencia de los sacerdotes. Pero consideró inútil probar tan cándidamente su futura culpabilidad, puesto que había una entrada secreta que conducía al santuario.

Demetrios se dirigió a un desierto paraje del bosque, en donde se hallaba la necrópolis de los grandes sacerdotes de la diosa. Contó las primeras tumbas, hizo girar la puerta de la séptima y la cerró tras de él.

Con gran dificultad, a causa de lo pesado de la piedra, levantó una losa funeraria, bajo la cual se hundía una escalera de mármol, y descendió grada por grada.

Sabía que podían darse sesenta pasos en línea recta, y que luego era necesario seguir el muro a tientas para no chocar contra la escalera subterránea del templo.

La excesiva frescura de la tierra profunda lo calmó poco a poco.

Breves instantes después, llegó al término.

Ascendió y abrió.