II
Melitta

-Purifícate, extranjero.

—Entraré puro —dijo Demetrios.

Con la extremidad de los cabellos empapada en agua, la joven guardiana de la puerta le mojó primeramente los párpados, luego los labios y los dedos, a fin de santificarle la mirada, así como los besos de su boca y las caricias de sus manos.

Y él se adelantó hacia el bosque de Afrodita.

A través de las ramas oscurecidas percibía al Poniente un sol de púrpura sombría que no deslumbraba ya los ojos. Era la tarde del mismo día en que el encuentro de Khrysís había desorientado su vida.

El alma femenina es de una simplicidad tan grande, que los hombres no pueden creer en ella. En donde sólo hay una línea recta buscan ellos obstinadamente la complejidad de una trama; encuentran el vacío y se pierden. Por esto el alma de Khrysís, clara como la de un niño, le pareció a Demetrios más misteriosa que un problema de metafísica. Después que la extraña mujer le dejó en el muelle, volvióse a su casa como en sueños, imposibilitado de responder a todas las preguntas que le asaltaban. ¿Qué intentaría ella hacer con aquellos tres regalos? No podría usar ni vender un espejo célebre robado, el peine de una mujer o el collar de perlas de la diosa. Con sólo conservarlos se exponía al constante peligro de ser fatalmente descubierta. ¿Por qué los pedía, entonces?, ¿para destruirlos? Demasiado sabía él que las mujeres no gustan el placer del secreto guardado y que los prósperos sucesos sólo desde el día que se saben por todos comienzan a causarles regocijo. ¿Qué adivinación, por otra parte, qué prodigiosa clarividencia le habían inducido a juzgarle capaz de realizar por ella tres hechos tan extraordinarios?

Khrysís, arrebatada de su casa y entregada a su arbitrio con sólo que él lo desease, sería su mujer, su querida o su esclava, conforme a su capricho. Aún tenía la libertad, sencillamente, de acabar con ella, pues a nadie inquietaría la desaparición de una cortesana en un tiempo en que los ciudadanos se hallaban habituados a las muertes violentas, por tantas revoluciones anteriores. Khrysís debía de saberlo, y sin embargo, se atrevía…

A medida que iba pensando en ella, más le agradecía que hubiera variado tan graciosamente el debate de las proposiciones. ¡Cuántas mujeres que valían tanto como ella se le habían ofrecido con torpeza! Y ésta ¿qué pedía? ¡Ni amor, ni oro, ni joyas, sino tres crímenes inverosímiles! ¡Cómo iba interesándole!… Podía él haberle prometido todos los tesoros de Egipto; y ahora comprendía que, de haberlos ella aceptado, no hubiera recibido ni dos óbolos y le habría fastidiado aun antes de poseerla. En cambio, tres crímenes eran una recompensa seguramente inusitada; pero ya que la exigía, digna era esta mujer de recibirla, y se propuso continuar la aventura.

Para no darse tiempo de volver sobre sus firmes resoluciones, fue en el mismo día a casa de Bakkhis, no encontró a nadie, tomó el espejo y se dirigió a los jardines.

¿Debía ir directamente hacia la segunda víctima de Khrysís? Demetrios no lo pensó siquiera. La sacerdotisa Youni, que poseía el famoso peine de marfil, era tan encantadora y tan débil, que temió dejarse conmover si llegaba hasta su lado sin una precaución previa. Por esto tornó sus pasos y marchó a lo largo de la Gran Terraza.

Las cortesanas se hallaban de muestra en sus «salas de exposición», como flores expuestas a la venta. No había menos diversidad en sus actitudes y trajes, que en sus edades, tipos y razas. Las más bellas, según la tradición de Friné, no dejaban descubierto más que el óvalo del rostro y permanecían envueltas hasta los talones en sus cabellos, bajo el largo vestido de fina lana. Otras habían adoptado la moda de los trajes transparentes, que dejaban ver con misterio sus bellezas como a través del agua límpida se ven los musgos verdes en manchas oscuras sobre el fondo. Las que tenían su juventud por único encanto aparecían desnudas hasta la cintura y enarcaban el torso hacia adelante para que se apreciara mejor la dureza de sus pechos; en tanto que las maduras, sabiendo cuánto más pronto envejecen las facciones del rostro femenino que la piel del cuerpo, se mantenían sentadas y enteramente desnudas, sosteniéndose los senos con las manos, y apartaban los muslos entorpecidos, como si les hubiese sido necesario probar que todavía eran mujeres.

Demetrios pasaba por delante de ellas lentamente y no se cansaba de admirarlas.

Jamás le había sucedido ver la desnudez de una mujer sin experimentar una emoción intensa. No comprendía ni el desagrado ante las juventudes ya marchitas, ni la insensibilidad ante las demasiado tiernas. Esta noche, cualquier mujer le hubiera encantado. Con tal que permaneciera silenciosa y no manifestase más ardor que el mínimum que exige la cortesía del lecho, la dispensaba de ser bella. Hasta la hubiera preferido de cuerpo grosero, ya que mientras más se detenía su pensamiento en las formas perfectas, más se alejaba su deseo. Había en la turbación que le causaba el contemplar la belleza viva una sensualidad exclusivamente cerebral, que reducía a la nada su excitación genésica. Recordaba con angustia haber permanecido una hora entera impotente como un viejo al lado de la mujer más admirable que jamás había tenido en sus brazos, y desde aquella noche había aprendido a escoger queridas menos puras.

—Amigo —dijo una voz— ¿no me reconoces?

Volvióse, hizo seña que no, y prosiguió su camino, pues jamás desnudaba dos veces a una misma prostituta. Era el único principio que seguía cuando visitaba los jardines. La mujer que aún no hemos poseído tiene algo de virgen; pero ¿qué buen resultado, qué sorpresa podemos esperar de una segunda cita, que representa casi el matrimonio? Demetrios no se exponía a las desilusiones de la segunda noche. Bastábale la reina Berenice para sus raras veleidades conyugales, y lejos de ella, tenía cuidado de renovar cada noche la cómplice del indispensable adulterio.

—¡Klonarion!

—¡Guathené!

—¡Plango!

—¡Mnais!

—¡Krobylé!

—¡Ioesa!

Gritaban ellas sus nombres al pasar el escultor y algunas agregaban la afirmación de su naturaleza ardiente o la oferta de una práctica anormal. Demetrios seguía andando, e iba, según su costumbre, a tomar una al azar en el rebaño, cuando una chiquilla, vestida enteramente de azul, inclinó la cabeza sobre su hombro, y le dijo con lentitud y sin levantarse:

—¿No hay modo?

Lo imprevisto de la fórmula le hizo sonreír, y se detuvo.

—Ábreme la puerta —dijo—. Te escojo a ti.

La pequeña saltó sobre ambos pies con un movimiento alegre, e hizo sonar dos veces el aldabón fálico. Una vieja esclava acudió a abrir.

—Gorgó —exclamó la chicuela— tengo uno; pronto, vino de Creta, pasteles y dispon la cama.

Y volviéndose hacia Demetrios, agregó:

—¿No necesitas satyrion?

—No —repuso riendo el joven—. ¿Lo tienes preparado?

—Es preciso —contestó la niña— me lo piden más a menudo de lo que te figuras. Ven por aquí; ten cuidado con los escalones, hay uno gastado. Entra en mi pieza, vuelvo en seguida.

El aposento era sencillísimo, como los de las cortesanas novicias; un gran lecho, una segunda cama de reposo, algunos tapices y escasos asientos lo amueblaban insuficientemente. Pero a través de un gran vano abierto se podía ver los jardines, el mar y la doble rada de Alejandría. Demetrios permaneció en pie, mirando la ciudad lejana.

Soles que os ponéis tras de los puertos, glorias incomparables de las ciudades marítimas, calma del cielo, púrpura de las aguas, ¿sobre qué alma ardiente de dolor o de alborozo no arrojáis el silencio? ¿Quién no ha detenido sus pasos, quién no ha sentido su voluptuosidad suspensa y apagado su voz ante vosotros…? Demetrios miraba. Una ola torrencial de llamas parecía salir del sol semihundido en el mar y correr directamente hacia la curva de la playa del bosque de Afrodita. La suntuosa gama de la púrpura invadía el Mediterráneo de un horizonte al otro, en zonas de matices sin transición, del rojo oro al violeta frío. Entre este esplendor del lago Mareótide, la masa blanca de la ciudad se revestía de reflejos cinzolinos. Las orientaciones diversas de sus veinte mil manchas de color, en metamorfosis perpetua, según las fases decrecientes de la radiación occidental. Todo fue rápido como un incendio. En seguida el sol se sumergió casi de súbito y el primer reflujo de la noche hizo flotar sobre la tierra el estremecimiento de una brisa ligera, uniforme y transparente.

—Aquí tienes higos, pasteles, un panal de miel, vino y mujer. Los higos se han de comer de día y la mujer cuando ya no se ve.

Era la pequeña, que entraba riendo. Hizo sentar al joven, se montó a horcajadas en sus rodillas, y llevándose las manos hacia atrás, se aseguró en sus cabellos castaños una rosa que iba a desprendérsele.

Demetrios lanzó, a su pesar, una exclamación de sorpresa. Desnuda por completo estaba ella, y su cuerpecito, libre del hinchado traje, aparecía tan tierno, tan infantil de pecho, tan estrecha de caderas, tan visiblemente impúber, que Demetrios se sintió lleno de piedad, como un jinete que está a punto de echar todo su peso de hombre sobre una potranca demasiado delicada.

—¡Pero tú no eres mujer! —dijo.

—¡Que no soy mujer! ¡Por las diosas!, ¿qué soy, entonces?, ¿un tracio, un mozo de cordel o un viejo filósofo?

—¿Qué edad tienes?

—Diez años y medio. Once años, se puede decir. Nací en los jardines. Mi madre es milesia. Es Pythias, la que apodan «la Cabra». ¿Quieres que la vayan a buscar, si te parezco demasiado pequeña? Su casa no está lejos de la mía.

—¿Has estado en el Didaskalion?

—Todavía estoy en la sexta clase. El año que viene acabaré mis estudios. No será demasiado pronto, como ves.

—¿Te fastidias allí?

—¡Ah!, ¡si supieras cuán descontentadizas son las maestras! ¡Hacen comenzar veinte veces la misma lección…! Cosas enteramente inútiles, que los hombres nunca piden. Y además, se fatiga una por nada; a mí no me gusta eso. Toma un higo; ése no, no está maduro. Te voy a enseñar un nuevo modo de comerlos, mira.

—Lo conozco. Es más largo y no es el mejor. Veo que eres una buena discípula.

—¡Oh! Lo que yo sé lo he aprendido sola. Las maestras pretenden hacer creer que son más fuertes que nosotras. Podrán tener mano, es posible; pero no han inventado nada.

—¿Tienes muchos amantes?

—Todos muy viejos; esto resulta inevitable. ¡Son tan tontos los jóvenes! No les gustan más que las mujeres de cuarenta años. A veces veo pasar a algunos que son tan lindos como Eros, y ¿sabes lo que escojen?, ¡mujeres como hipopótamos! Es para palidecer de vergüenza. Yo espero que no viviré hasta la edad de esas mujeres. Me mortificaría desnudarme, ¡estoy tan contenta, ¿sabes?, tan contenta de ser joven! Los pechos salen siempre demasiado temprano. Me parece que el primer mes que vea correr mi sangre me creeré cercana a la muerte. Déjame darte un beso: me gustas mucho.

El giro de la conversación fue entonces más sincero y más silencioso. Pronto comprendió Demetrios que no debía tomar en consideración sus escrúpulos para con una personita ya tan bien informada.

Ella, por su parte, parecía darse cuenta de que era ciertamente un manjar un tanto insípido para el apetito de un hombre joven, y desconcertaba a su amante prodigándole con actividad prodigiosa furtivos tocamientos, que él no preveía ni le quedaba tiempo de permitir o encaminar, pues no le daban reposo para un abrazo definitivo. El ágil y firme cuerpecito se multiplicaba en torno suyo, se le ofrecía y le rehusaba, se le escurría con ligereza, y, acometiéndole, luchaba. Al fin, se entrelazaron; pero esta media hora resultó sólo un largo juego.

Fue ella la primera en saltar del lecho, se mojó un dedo en la copa de miel y se endulzó los labios. En seguida, haciendo mil esfuerzos para no reír, se inclinó sobre Demetrios y le frotó la boca con la suya. Sus bucles ensortijados le danzaban sobre las mejillas. Sonrióse el joven, y poniéndose de codos, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Melitta. ¿No viste mi nombre sobre la puerta?

—No puse atención.

—Podías haberlo visto en esta pieza. Todos lo han escrito en las paredes. Pronto necesitaré mandarlas pintar de nuevo.

Demetrios alzó la cabeza, y vio cubiertos de inscripciones, efectivamente, los cuatro lienzos.

—¡Vaya! —exclamó—. Es curioso. ¿Se puede leer?

—Si quieres… Yo no tengo secretos.

Y leyó. El nombre de Melitta se hallaba repetido allí varias veces con nombres de varones y dibujos bárbaros. Las frases tiernas, obscenas o cómicas se entrelazaban en curiosos arabescos. Algunos amantes se jactaban de su vigor, otros detallaban los encantos de la cortesanita, o se burlaban de sus buenos camaradas, todo lo cual no ofrecía más interés que el ser un testimonio escrito de la general abyección. Pero al fijarse en el extremo de la pared de la derecha, Demetrios dio un salto.

—¿Quién es?, ¿quién es? ¡Dime!

—¿Pero quién?… ¿qué?… ¿en dónde?… —dijo la niña—. ¿Qué tienes?

—Aquí. Este nombre. ¿Quién ha escrito esto?

Y detuvo el dedo bajo esta doble línea.

—¡Ah! —respondió ella—. Eso, yo, yo misma lo escribí.

—Pero ¿quién es esa Khrysís?

—Mi grande amiga…

—Ya me lo temía yo… No es eso lo que te pregunto, sino qué Khrysís, puesto que hay muchas.

—La mía es la más bella: Khrysís de Galilea.

—¡La conoces!, ¡tú la conoces! ¡Háblame, pues, de ella…! ¿De dónde viene?, ¿en dónde habita?, ¿quién es su amante? ¡Dímelo todo!

Se sentó sobre el lecho de reposo y tomó a la pequeña en sus rodillas.

—¿Estás enamorado, entonces? —dijo ella.

—Poco te importa. Cuéntame todo lo que sepas; tengo absoluta necesidad de saberlo.

—¡Oh! No sé nada. Poca cosa. Ha venido dos veces a mi casa, y has de suponer que no le he pedido informes de su familia. He sido demasiado feliz con tenerla y no he perdido el tiempo en conversaciones.

—¿Cómo está formada?

—Como una mujer hermosa: ¿qué quieres que te diga? ¿He de nombrarte todas las partes de su cuerpo, agregando que todo es bello? Además, ésa sí que es una mujer, una verdadera mujer… Cuando pienso en ella, me vienen al punto deseos de abrazar a alguien.

Y se abrazó al cuello de Demetrios.

—¿No sabes tú nada —añadió él— nada acerca de ella?

—Sé… sé que es de Galilea, que tiene casi veinte años y que habita en el barrio de las Judías, al Oriente de la ciudad, cerca de los jardines. Eso es todo.

—Y de su vida, de sus gustos, ¿nada puedes decirme? Ama a las mujeres, puesto que viene a tu casa; pero ¿es lesbia del todo?

—No, por cierto. La primera noche que pasó aquí había traído un amante, y te juro que no simuló nada. Yo le conozco a una mujer en los ojos cuando es sincera. Pero eso no ha impedido que volviera una vez sola… y me ha prometido una tercera noche…

—¿Tú no le conoces otra amiga en los jardines? ¿A nadie?

—Sí, una mujer de su país, Khimairis; una pobre.

—¿En dónde vive? Es preciso que yo la vea.

—Duerme en el bosque desde hace un año. Ha vendido su casa. Pero conozco su guarida, y te llevaré allá, si lo deseas… Ponme las sandalias, ¿quieres?

Demetrios anudó con rapidez los lazos de correas trenzadas sobre los delgados tobillos de Melitta. Le tendió en seguida el traje corto, que ella se echó sencillamente al brazo, y salieron apresuradamente.

Caminaron largo rato. El parque era inmenso. De trecho en trecho, alguna prostituta debajo de un árbol decía su nombre, entreabría la túnica, y tornaba a acostarse mirándose las manos. Melitta conocía a algunas, que la abrazaban sin conseguir detenerla. Al pasar por delante de un altar derruido, cogió ella de entre las hierbas tres grandes flores y las depositó sobre la piedra.

Aún no estaba oscura la noche. La luz intensa de los días de verano tiene algo de durable que se retarda vagamente en los lentos crepúsculos. Las estrellas, debilitadas y húmedas, un poco más claras que el fondo del cielo, pestañeaban con suave palpitación, y las sombras de las ramas permanecían indecisas.

—¡Toma! —dijo Melitta—. Mamá. Ahí viene mamá.

Una mujer sola, vestida de una muselina triple a rayas azules, avanzaba con tranquilo paso. Tan luego como hubo distinguido a la niña, corrió hacia ella, la alzó en peso, la tomó en sus brazos y la besó con fuerza en las mejillas.

—¡Hijita, amorcito mío! ¿Adónde vas?

—Llevo a uno que quiere ver a Khimairis. ¿Y tú? ¿Andas paseando?

—Korinna ha dado a luz. Fui a su casa y comí cerca de su lecho.

—¿Y qué tuvo? ¿Un niño?

—Dos gemelas, querida mía, color de rosa, como dos muñecas de cera. Puedes ir esta noche, te las mostrará.

—¡Oh! ¡Qué bien! ¡Dos cortesanitas! ¿Cómo se llamarán?

—Panikhis las dos, porque nacieron la víspera de las Afrodisias. Es un presagio divino. Serán hermosas.

Volvió a depositar a la niña en el suelo, y dirigiéndose a Demetrios, dijo:

—¿Qué te ha parecido mi hija? ¿Tengo derecho de enorgullecerme de ella?

—Podéis estar satisfechas la una de la otra… —dijo él con calma.

—Besa a mamá —dijo Melitta.

Él le dio silenciosamente un beso entre los senos. Pythias se lo devolvió en la boca y se separaron.

Demetrios y la chiquilla caminaron aún algunos pasos bajo los árboles, mientras la cortesana se alejaba volviendo la cabeza. Al fin, llegaron, y Melitta dijo:

—Aquí es.

Khimairis estaba encogida sobre el talón izquierdo, en un estrecho espacio cubierto de césped, entre dos árboles y un matorral. Había extendido debajo de ella una especie de andrajo rojo, que era su último vestido durante el día y en el que se tendía desnuda a la hora que pasaban los hombres. Demetrios la contemplaba con interés creciente. Tenía esta mujer el aspecto febril de ciertas morenas enflaquecidas, cuyo cuerpo enjuto parece consumido por un ardor siempre latente. Sus labios fuertes como músculos, su mirada excesiva, sus párpados profundamente lívidos, componían una expresión doble de furor sensual y de agotamiento. La curva de su vientre cóncavo y de sus muslos nervudos se ahuecaba como para recibir. Y como Khimairis lo había vendido todo, hasta sus peines y sus alfileres, hasta las pinzas de depilar, tenía la cabeza revuelta en inexplicable desorden, al par que una pubescencia negra en todo el cuerpo agregaba a su desnudez algo de salvaje, de impúdico y velludo.

Cerca de ella había un gran chivo sobre sus patas rígidas, atado de un árbol con una cadena de oro que en otro tiempo había brillado en cuatro vueltas sobre la garganta de su dueña.

—Khimairis —dijo Melitta—, levántate. Una persona te quiere hablar.

La judía miró, sin moverse.

Demetrios se adelantó.

—¿Conoces a Khrysís? —le preguntó.

—Sí.

—¿La ves a menudo?

—Sí.

—¿Puedes hablarme de ella?

—No.

—¿Cómo no? ¡Cómo! ¿No puedes?

—No.

Melitta estaba estupefacta.

—Háblale de ella —dijo—. Ten confianza. Él la ama, y le desea el bien.

—Veo claramente que la ama —respondió Khimairis—. Si la ama, le desea el mal. Si la ama, yo no hablaré.

Demetrios se estremeció de cólera, pero guardó silencio.

—Dame tu mano —le dijo la judía—. En ella veré si me he engañado.

Cogió la mano izquierda del joven y la volvió hacia la luz de la luna. Melitta se inclinó para ver, aun cuando no sabía leer las misteriosas líneas; pero la atraía la fatalidad que señalaban.

—¿Qué ves? —preguntó Demetrios.

—Veo… ¿puedo decir lo que veo? ¿Me lo agradecerás? ¿Me lo creerás siquiera? Veo primero toda la dicha, pero es en lo pasado. Veo también todo el amor, pero esto se pierde en la sangre…

—¿La mía?

—La de una mujer. Y luego, la sangre de otra mujer. Y luego la tuya, un poco más tarde.

Demetrios se encogió de hombros. Al volverse, alcanzó a ver a Melitta huyendo a todo correr por la calle de árboles.

—Le he dado miedo —agregó Khimairis—. Sin embargo, no es de ella de quien se trata, ni de mí. Deja correr las cosas, puesto que nada es posible detener. Desde antes que nacieras, tu destino era cierto. Vete. No diré más.

Y le soltó la mano.