I
Los jardines de la diosa

El templo de Afrodita Astarté levantábase fuera de las puertas de la ciudad, en un inmenso parque lleno de flores y de sombra, donde el agua del Nilo, traída por siete acueductos, conservaba en todas las estaciones una prodigiosa vegetación.

Este florido bosque a la orilla del mar, estos arroyos profundos, estos lagos y sombrosas praderas, los había creado en el desierto más de dos siglos antes el primero de los Ptolomeos. Con el tiempo, los sicomoros plantados por orden suya se hicieron gigantescos. Bajo la influencia de las aguas fecundas, los céspedes se convirtieron en praderas; las fuentes se ensancharon hasta ser estanques; de un parque había hecho la Naturaleza una comarca fértil.

Los jardines eran más que un valle, más que un país, más que una patria; eran un mundo completo cerrados por límites de piedra y regidos por una diosa, alma y centro de este universo. Todo en derredor se elevaba una terraza anular de ochenta estadios de longitud y treinta y dos pies de altura, que no era una muralla, sino una ciudad colosal, compuesta de mil cuatrocientas casas. Un número igual de cortesanas habitaba esta ciudad santa, y sólo en su recinto se contaban mujeres de setenta pueblos diferentes.

El plano de las casas sagradas era uniforme y como sigue: la puerta, de cobre rojo —metal consagrado a la diosa— tenía, a guisa de eslabón, un falo, que golpeaba sobre una contraaldaba en relieve representando la imagen del sexo femenino. Debajo hallábase grabado el nombre de la cortesana con las iniciales de la frase usual.

A uno y otro lado de la puerta se abrían dos piezas a manera de tiendas, es decir, sin pared por la parte de los jardines. La de la derecha, llamada «sala de exhibición», era donde, sobre una alta cátedra, se sentaba la cortesana a la hora que solían presentarse los hombres; y la de la izquierda estaba a disposición de los amantes que preferían pasar la noche al aire libre, sin tener para ello que tenderse en la hierba.

Abierta la puerta, llegábase por un corredor a un espacioso patio enlosado de mármol, en cuyo centro había un estanque ovalado. Un peristilo rodeaba con su sombra esta gran mancha de luz, protegiendo bajo una zona de frescura la entrada de los siete aposentos de la casa. En el fondo se elevaba el altar, que era de granito rosado.

Todas estas mujeres traían de su país un pequeño ídolo de la diosa, que, colocado en el altar doméstico, adoraba cada una en su lengua, sin llegar nunca a comprenderse mutuamente. Eran los nombres religiosos de su voluptuosidad divinizada, Lakhmi, Aschtohoreth, Venus, Ischtar, Freia, Mylitta, Kypris. Venerábanla algunas bajo la forma simbólica de un guijarro color de sangre, una piedra cónica o un gran caracol erizado de espinas. Colocaban las más, sobre un zócalo de madera verde, una tosca estatuilla de brazos enjutos, pesados senos y caderas exageradas, que se señalaba con una mano el vientre rizado en delta. A los pies le ponían una rama de mirto, regaban el altar de hojas de rosa y quemaban un granito de incienso por cada voto cumplido. La diosa era confidente de todas sus penas, testigo de todos sus trabajos, causa supuesta de todos sus placeres; y cuando ellas morían, les depositaban la estatua en el frágil y pequeño ataúd, como guardiana de sus sepulturas.

Las más bellas de estas mujeres eran las originarias de los reinos asiáticos. Los navíos que llevaban a Alejandría presentes de los tributarios o de los aliados desembarcaban todos los años, juntamente con los fardos y odres, cien vírgenes escogidas por los sacerdotes para el servicio del jardín sagrado. Y llegaban misienses y judías, frigias y cretenses, hijas de Ecbatana y de Babilonia, de las riberas del golfo de las Perlas y de las orillas religiosas del Ganges. Las unas eran blancas de piel, con rostros de medalla y pechos inflexibles; las otras, morenas como la tierra bajo la lluvia, usaban anillos de oro que les taladraban la nariz y sacudían sobre sus hombros cortas y oscuras cabelleras.

Aún las había de más lejos: pequeñas mujeres diminutas y lentas, cuya lengua nadie sabía, y que eran semejantes a monos amarillos. Sus ojos se alargaban hacia las sienes; sus cabellos negros y lacios ofrecían extraños peinados. Éstas no dejaban en toda la vida de mostrarse tímidas como animales perdidos. Conocían los movimientos del amor, pero apartaban su boca de los besos. Entre dos pasajeras uniones, se las veía ponerse a jugar unas con otras, sentadas sobre sus piececitos, y divertirse puerilmente.

En una pradera solitaria, vivían como un rebaño las blondas y sonrosadas hijas del Norte, acostadas sobre la hierba. Eran sármatas de triple trenza, de piernas robustas y hombros cuadrados, que se fabricaban coronas con ramas de árbol y luchaban cuerpo a cuerpo para divertirse; escitas chatas, tetonas, velludas, que sólo se ayuntaban poniéndose en postura de bestia; teutonas gigantescas, que aterraban a los egipcios con sus cabellos pálidos como los de los viejos y sus carnes más flojas que las de los niños; galas de pelo rojo como las vacas, que reían sin motivo; jóvenes celtas de ojos verdemar, que jamás se presentaban desnudas.

En otro sitio se agrupaban durante el día las íberas de morenos pechos. Tenían pesadas cabelleras que se peinaban con esmero y vientres nervudos que nunca depilaban. Su piel firme y sus abultadas grupas eran muy del gusto de los alejandrinos, que las buscaban como bailarinas lo mismo que como queridas.

Bajo la amplia sombra de las palmeras habitaban las hijas del África; las númidas veladas de blanco, las cartaginesas vestidas de gasas negras, y las negras envueltas en telas multicolores.

Eran mil cuatrocientas.

Cuando una mujer entraba allí, no volvía a salir hasta el primer día de su vejez. Cedía al templo la mitad de sus ganancias y con el resto debía proveer a sus comidas y perfumes.

No eran esclavas, y cada una de ellas poseía verdaderamente una de las casas de la terraza. Pero como no todas eran igualmente buscadas, a menudo lograban las más felices comprar las casas vecinas, que eran vendidas por las que las habitaban, para no enflaquecer de hambre. Estas últimas transportaban al parque su estatuilla obscena y buscaban para altar alguna piedra plana en cualquier rincón, del que ya no apartaban. Los comerciantes pobres estaban enterados, y de preferencia, iban en busca de las que dormían así a la intemperie y sobre el musgo al pie de sus santuarios. Pero aun estos parroquianos faltaban a veces, y las infelices unían entonces su miseria, de dos en dos, con apasionados compañerismos que llegaban a convertirse en amores casi conyugales, en parejas que todo se lo dividían, hasta el guiñapo de lana más insignificante, y que consolaban sus largas castidades con alternativas complacencias.

Las que carecían de amiga se ofrecían como esclavas voluntarias a sus compañeras más solicitadas. Les estaba prohibido a éstas tener más de doce de esas pobres mujeres a su servicio; pero citábase a veintidós cortesanas que alcanzaban el máximum y se habían escogido entre todas las razas una servidumbre abigarrada.

Si al azar de los amantes concebían algún hijo, lo educaban dentro del recinto del templo en la contemplación de la forma perfecta y en el servicio de la divinidad. Si era una hija lo que daban a luz, la niña nacía para la diosa. El primer día de su vida celebraban su matrimonio simbólico con Dionysos, y la desfloraba el hierofante con un cuchillito de oro, porque la virginidad desagradaba a la Afrodita. Más tarde, entraba en el Didaskalion, gran monumento-escuela situado detrás del templo, donde las jóvenes aprendían en siete clases la teoría y el método de todas las artes eróticas: la mirada, el abrazo, los movimientos del cuerpo, las complicaciones de la caricia y los procedimientos secretos de la mordedura, del glotismo y del beso. La alumna escogía libremente el día de su primera experiencia, porque el deseo es una orden de la diosa que no se debe contrariar. Le daban ese mismo día una de las casas de la terraza, y algunas de esas niñas, que no eran núbiles siquiera, se contaban entre las más infatigables y más a menudo apetecidas.

El interior del Didaskalion, las siete clases, el teatrito y el peristilo del patio estaban adornados con noventa y dos frescos que resumían la enseñanza del amor, obra en que había empleado toda su vida un hombre: Kleokhares de Alejandría, discípulo e hijo natural de Apeles, que al acabarlos expiró. Recientemente, la reina Berenice, que se interesaba mucho por la célebre escuela, donde enviaba a sus propias hermanas, había encomendado a Demetrios una serie de grupos de mármol que completasen esta decoración. Pero hasta entonces, sólo uno se había colocado en la clase infantil.

Al fin de cada año efectuábase en presencia de todas las cortesanas reunidas un gran concurso, que excitaba en esta multitud de mujeres extraordinaria emulación, ya que los doce premios otorgados daban derecho a la más alta gloria que pudiesen soñar: la entrada al Kotytteion.

De tantos misterios estaba rodeado este monumento, que hoy es imposible dar de él una descripción detallada. Sabemos sólo que se hallaba comprendido en el peribolo y que tenía la forma de un triángulo, cuya base era un templo de la diosa Kotytto, en nombre de la cual se consumaban espantosas orgías poco conocidas. Se componían las otras dos alas del monumento de dieciocho casas, habitadas por treinta y seis cortesanas, tan solicitadas por los amantes ricos, que no se daban por menos de dos minas… Eran las Baptas de Alejandría. Una vez al mes, durante el plenilunio, se reunían dentro del recinto amurallado del templo, enloquecidas por bebidas afrodisíacas y ceñidas de falos canónicos. La más antigua de las treinta y seis debía tomar una dosis mortal del terrible filtro erotógeno, y la certidumbre de su próxima muerte la impelía a probar sin espanto todas las peligrosas voluptuosidades que hacían retroceder a las vivas. Sudorosa y echando espumarajos, se convertía en centro y modelo de la orgía arremolinada, y entre prolongados aullidos, gritos, lágrimas y danzas, las demás mujeres desnudas la abrazaban, empapaban sus propias cabelleras en el sudor que corría de ella, se frotaban contra su piel candente y provocaban nuevos ardores con el espasmo sin interrupción de esta furiosa agonía. Tres años vivían así dichas mujeres, y al final del mes trigésimo sexto llegaban al término de su embriaguez final.

También atendían las mujeres otros santuarios, menos venerados, en honor de las demás advocaciones de la multiforme Afrodita. Había consagrado a Uraniana un altar que recibía los castos votos de las cortesanas sentimentales; otro a Apostrophia, que hacía olvidar los amores desafortunados; otro a Khryseia, que atraía a los amantes ricos; otro a Genetyllis, que protegía a las jóvenes encinta; otro a Koliada, que aprobaba las pasiones groseras, pues todo lo que al amor se refería apiadaba a la diosa. Pero los altares particulares sólo tenían eficacia y virtud para los deseos moderados, así es que su servicio era diario, cotidianos sus favores y familiar su comercio. En ellos depositaban simples flores las suplicantes satisfechas, mientras que las descontentas los profanaban con sus excrementos. Pero como no estaban consagrados ni los vigilaban los sacerdotes, la profanación era irreprensible.

Muy distinta era la disciplina del templo.

El templo, el gran templo de la Grande Diosa, el lugar más santo de todo el Egipto, el inviolable Astarteion, era un colosal edificio de trescientos treinta y seis pies de longitud, elevado sobre diecisiete gradas en lo alto de los jardines. Custodiaban sus puertas de oro doce hierodulas hermafroditas, símbolo de los dos objetos del amor y de las doce horas de la noche.

La entrada no estaba vuelta hacia el Oriente, sino en dirección de Pafos, es decir, hacia el Noroeste. Jamás penetraban, pues, directamente los rayos del sol en el santuario de la Gran Inmortal nocturna. Sostenían el arquitrabe ochenta y seis columnas, teñidas de púrpura hasta la mitad, y toda la parte superior surgía de estas vestiduras rojas con una blancura inefable, como torsos de mujeres en pie.

Entre el epistilo y la coronis desarrollaba el largo zoóforo su ornamentación bestial, erótica, y fabulosa. Veíanse allí centauras montadas por garañones, cabras acosadas por sátiros flacos, vírgenes violadas por toros monstruosos, náyades cubiertas por ciervos, bacantes amadas por tigres, leonas cabalgadas por grifos. La gran multitud de los seres copulaba así, empujada por la irresistible pasión divina. El macho se tendía, la hembra se abría, y en la fusión de las fuentes creadoras despertaba el primer estremecimiento de la vida. La multitud de oscuras parejas se apartaba a veces al ocaso alrededor de alguna escena inmortal: Europa inclinada, soportando el bello animal olímpico; Leda guiando al robusto cisne entre sus tiernos muslos abiertos. Más lejos, la insaciable sirena agotaba a Glaukos espirante; el dios Pas gozaba, en pie, a una hamadríaga destrenzada; la Esfinge alzaba su grupa al nivel del caballo Pegaso, y en la extremidad del friso, el escultor mismo se había representado delante de Afrodita, modelando al natural, en blanda cera, los repliegues del kteis perfecto de la diosa, como si todo su ideal de belleza, de placer y de virtud se hubiera refugiado, desde largo tiempo antes, en esta flor de carne preciosa y frágil.