El alba oscura se elevó sobre el mar, bañando todas las cosas de un tinte lila. La fogata cubierta de llamaradas, encendida en la torre del Faro, se extinguió al mismo tiempo que la luna. Fugitivos vislumbres amarillos aparecieron sobre las ondas violeta, como rostros de sirena bajo cabelleras color de malva. Y repentinamente surgió el día.
El muelle estaba desierto; la ciudad muerta. Era el momento de la claridad taciturna que precede a la primera aurora, alumbra el sueño del mundo y provoca los ensueños nerviosos de la mañana.
Nada existía, más que el silencio.
Las largas naves alineadas cerca de los muelles, como pájaros dormidos, dejaban colgar en el agua sus remos paralelos. La perspectiva de las calles se dibujaba con líneas arquitecturales, que ni un carro, ni un caballo, ni un esclavo turbaban.
Alejandría semejaba una vasta soledad, la apariencia de una ciudad antigua abandonada muchos siglos antes.
De pronto tembló en el pavimento un ligero rumor de pasos, y aparecieron dos jóvenes, la una vestida de amarillo y la otra de azul.
Ambas ceñían el cinturón de las vírgenes, que les rodeaba las caderas y se adhería hasta muy bajo de sus vientres juveniles. Eran la cantora de la noche anterior y una de las flautistas.
La segunda era más joven y más bonita que su amiga. Sus ojos, tan pálidos como el azul de su traje, semiahogados bajo los párpados, sonreían débilmente. Las dos delgadas flautas le colgaban a la espalda, pendientes de un hombro por un nudo de flores. En torno de sus redondas piernas ondulaba bajo la ligera tela una doble guirnalda de iris, detenida sobre los tobillos por dos periscelios de plata.
La más joven dijo:
—Myrtokleia, no te entristezcas porque perdiste nuestras tabletas. ¿Podrías olvidar jamás que el amor de Rhodis es tuyo, o imaginas, ingrata, que hubieras alguna vez leído sola esa línea escrita por mi mano? ¿Soy yo acaso una de esas malas amigas que se graban en la uña el nombre de la hermana de leche, y van a unirse con otra cuando la uña ha crecido hasta renovarse? ¿Necesitas un recuerdo de mí, teniéndome entera y viva? Entro apenas en la edad en que las jóvenes se casan, y no tenía, sin embargo, la mitad de mis años el día en que por primera vez te vi. Bien te acuerdas: fue en un baño. Nuestras madres nos tenían por bajo los brazos balanceándonos la una hacia la otra. Jugamos largo rato sobre el mármol antes de ponernos los vestidos. Desde entonces no volvimos a separarnos, y cinco años después, nos amamos.
Myrtokleia respondió:
—Hay otro primer día, Rhodis, bien lo sabes: aquel en que escribiste tres palabras sobre mis tabletas entrelazando nuestros nombres. Ése fue el primero, y ya no volverá; pero ¡qué importa! Cada día es nuevo para mí, y cuando despiertas al caer de la tarde me parece que no te he visto nunca. Se me figura que no eres niña, sino ninfa pequeña de la Arcadia que ha abandonado las selvas porque Febo secó su fuente. Tu cuerpo es flexible como rama de olivo, tibia tu piel como el agua en verano, el iris se enreda en tus piernas y llevas la flor de loto como Astarté una breva abierta. ¿En qué bosque poblado de inmortales se durmió tu madre antes de tu dichoso nacimiento, y qué egipán indiscreto, o qué dios de qué divino río la poseyó en la hierba? Cuando hayamos abandonado este terrible suelo africano, me conducirás hasta tu fuente, más allá de Psofis y de Feneo, a las vastas selvas umbrosas donde se ve sobre la tierra blanda la doble huella de los sátiros mezclada a los ligeros pasos de las ninfas. Allí buscarás una roca pulida para escribir en la piedra lo que sobre cera me escribiste: las tres palabras que son nuestra alegría. ¡Escucha, escucha Rhodis! ¡Por el cinturón de Afrodita en que se hallan bordados todos los deseos, te juro que no los hay ya para mí, puesto que eres superior a mis sueños! ¡Por el cuerno de Amaltea, de donde manan todos los bienes del mundo, me es indiferente el mundo, puesto que tú eres el único bien que en él he encontrado! Cuando te miro y me veo después, no comprendo por qué me amas. Son rubios tus cabellos como espigas de trigo y los míos son negros como pelos de chivo. Tu piel es blanca como el queso de los pastores y la mía tostada como la arena de las playas. Florido y tierno es tu pecho como el naranjo en otoño; el mío enjuto y estéril como el pino en las rocas. Si mi rostro se ha embellecido, es a fuerza de amarte. ¡Oh, Rhodis!, tú lo sabes: mi virginidad singular es semejante a los labios de Pan comiendo un retoño de mirto; la tuya es rosada y tan linda como la boca de un niño. No sé por qué me amas; pero si un día dejaras de amarme, si, como tu hermana Théano, que toca la flauta junto a ti, te quedaras a dormir alguna vez en las casas a que nos llaman, ni el pensamiento me vendría entonces de dormir sola en nuestro lecho, sino que a tu regreso me encontrarías ahorcada con mi cinturón.
Tan cruel y loca era para Rhodis esta idea, que se le llenaron sus grandes ojos de lágrimas y sonrisas. Puso el pie sobre un poste y continuó.
—Me molestan las flores entre las piernas. Suéltamelas, Myrto adorada; ya no he de bailar más por esta noche.
La cantora experimentó viva sensación de asco.
—¡Oh! Es verdad; me había olvidado ya de esos hombres y de esas mujeres. A las dos os obligaron a bailar, a ti con este vestido de Kos, que es transparente como el agua, y a tu hermana desnuda contigo. De no haberte defendido yo, te habrían tomado como a una prostituta, como tomaron a tu hermana delante de nosotras, en la misma pieza… ¡Oh, qué abominación! ¿Oías sus gritos y sus quejas? ¡Cuán doloroso es el amor del hombre!
Púsose de rodillas a los pies de Rhodis y desprendió las dos guirnaldas primero, y luego las tres flores colocadas más alto, besando el lugar que cada una ocupaba. Cuando se puso en pie, colgósele del cuello la pequeña y le dijo, desfalleciendo bajo su boca:
—¡Myrto, no es posible que estés celosa de todos esos libertinos! ¿Qué te importa que me hayan visto? Théano les basta y yo se la he dejado. No me entregaré a ellos, Myrto querida: no estés celosa.
—¡Celosa…! Sí, lo estoy de todo lo que se te aproxima. Para que tus ropas no te cubran a ti sola, me las pongo cuando tú las dejas; para que las flores de tus cabellos no queden amándote, las entrego a las cortesanas pobres para que las marchiten en la orgía. Jamás te he dado nada, a fin de que nada te posea. Siento miedo de todo lo que tocas y aborrezco todo lo que miras. Quisiera pasar toda mi vida entre los muros de una cárcel donde sólo estuviéramos tú y yo, y unirme a ti tan profundamente, ocultarte tan bien entre mis brazos, que ninguna mirada sospechase que allí estabas. Quisiera ser la fruta que comes, el perfume que más te gusta, el sueño que entra bajo tus párpados, el amor que te crispa los miembros. Tengo celos hasta de la felicidad que te doy, y sin embargo, quisiera darte hasta la que de ti me viene. De todo estoy celosa; pero no me inquieto de tus queridas de una noche cuando me ayudan a satisfacer tus deseos de chiquilla, y en cuanto a los amantes, bien sé que nunca has de ser de ellos, bien sé que no podrías amar al hombre, al hombre intermitente y brutal.
Rhodis exclamó sinceramente:
—Antes sacrificaría mi virginidad, como Nausithoe, al dios Príapo que adoran en Thasos. Pero no esta mañana, querida mía. He bailado mucho, estoy muy fatigada. Quisiera estar de vuelta durmiendo sobre tu brazo.
Y sonriendo continuó:
—Tendremos que decirle a Théano que nuestro lecho no es ya para ella, y le pondremos otro a la derecha de la puerta. No podría abrazarla ya después de lo que vi esta noche. Myrto, ¡es verdaderamente horroroso! ¿Es posible que se ame así? ¿A eso llaman ellos amor?
—A eso.
—Se engañan, Myrto. No saben…
Myrtokleia la cogió en sus brazos, y las dos callaron juntas. El viento les entremezclaba los cabellos.