Tenía una belleza especial. Parecían dos masas de oro sus cabellos, y como eran demasiado abundantes, pasaban a entrambos lados de la frente en dos profundas ondas cargadas de sombra, que sepultaban las orejas y se retorcían en siete vueltas sobre la nuca. La nariz era delicada, con aletas expresivas, palpitantes a veces, sobre una boca pintada y carnosa, de comisuras curvas y móviles. El sinuoso perfil de cuerpo ondulaba a cada paso, animándose con el balanceo de los pechos libres y el vaivén de las hermosas caderas, sobre las que se movía el talle.
Cuando sólo estuvo a diez pasos del joven, dirigió la mirada hacia él. Demetrios se estremeció. Eran unos ojos extraordinarios; azules, pero oscuros y brillantes a la vez, húmedos, desfallecidos, lacrimosos y ardientes, casi cerrados bajo el peso de las pestañas y de los párpados. Miraban estos ojos como las sirenas cantan. Quien recibía su luz quedaba invenciblemente aprisionado. Lo sabía ella muy bien, y usaba con sabiduría de sus efectos; pero confiaba más aún en su indiferencia afectada contra aquel hombre a quien tanto amor sincero no había logrado conmover verdaderamente.
Los navegantes que han recorrido los mares purpúreos de más allá del Ganges, cuentan que han visto bajo aquellas aguas rocas que son de piedra imán. Cuando pasan junto a ellas los bajeles, clavos y herrajes se precipitan hacia el peñasco submarino para adherírsele por siempre, y lo que fue una rápida nave, una morada, un ser viviente, se convierte en una flotilla de tablas que dispersa el viento y sacuden las olas. Así Demetrios se perdía en sí mismo ante los dos grandes ojos atrayentes y se le escapaban las fuerzas.
Pasó ella muy cerca, inclinados los párpados.
De buena gana hubiera él gritado de impaciencia. Se crisparon sus puños, temió que le faltara suficiente dominio sobre sí, ya que era preciso hablarla. Y la abordó, sin embargo, con las palabras de costumbre, diciéndole:
—Yo te saludo.
—También yo te saludo —respondió la que pasaba.
Demetrios prosiguió:
—¿A dónde vas tan poco apresurada?
—A mi casa.
—¿Sola?
—Enteramente sola.
E hizo ademán de continuar su marcha.
Entonces pensó Demetrios que se habría equivocado juzgándola cortesana. Desde hacía algún tiempo, las mujeres de los magistrados y de los funcionarios se vestían y ataviaban a semejanza de las prostitutas. Debía de ser una persona honrosamente conocida, y sin ironía, agregó a su pregunta:
—¿A casa de tu esposo?
Echóse a reír ella, apoyándose hacia atrás con ambas manos.
—No tengo esposo esta noche.
Demetrios se mordió los labios y se aventuró a decir, casi tímido:
—No lo busques. Has venido demasiado tarde; ya no hay nadie.
—¿Quién te ha dicho que ando buscando? Sola me paseo y no busco a nadie.
—En tal caso, ¿de dónde vuelves? Porque no te habrás puesto tantas joyas para ti misma, y ese velo de seda…
—¿Había de salir desnuda o vestida de lana, como una esclava? Yo no me adorno sino para mi propio gusto. Me agrada saber que soy bella, y al andar me veo los dedos para conocer todas mis sortijas.
—Debieras llevar un espejo en la mano y no mirarte más que los ojos, que no nacieron en Alejandría, por cierto. Eres judía, lo reconozco en tu voz, que es más dulce que la nuestra.
—No, no soy judía, soy galilea.
—¿Cómo te llamas, Myriam o Noemí?
—Mi nombre es siriaco, no te lo diré. Es un nombre real que no se lleva aquí. Mis amigos me llaman Khrysís, cumplimiento que bien hubieras podido dirigirme.
Demetrios le puso una mano sobre el brazo.
—¡Oh, no, no! —dijo ella con acento burlón—. Es demasiado tarde para estas bromas. Déjame volver pronto a mi casa. Va a hacer tres horas que me levanté, y estoy muerta de fatiga.
E inclinándose un poco, se tomó un pie con la mano, diciendo:
—Mira cómo me lastiman las correhuelas; me las apretaron demasiado. Si no las desato pronto, me quedará señal en el pie; y luego, ¡qué dirán cuando me lo besen!… Déjame. ¡Ah, qué pena! Si lo hubiera sabido, no me habría parado. Mi velo amarillo está todo arrugado en el talle: mira.
Demetrios se pasó la mano por la frente, y luego, con el tono desenfadado del hombre que se digna escoger, murmuró:
—Indícame el camino.
—¡Pero si no quiero! —repuso Khrysís con asombro—. Ni siquiera me preguntas si es mi gusto. «¡Indícame el camino!». ¡Y cómo lo dices! ¿Me tomas por una prostituta del porneion, que se echa de espaldas por tres óbolos, sin fijarse en quién la tiene? ¿Sabes, al menos, si soy libre? ¿Conoces la cuenta de mis citas? ¿Me has seguido en mis paseos? ¿Te has fijado en las puertas que se abren para mí? ¿Has contado los hombres que se creen amados por Khrysís? «¡Indícame el camino!». Pues no te lo indicaré, aunque me lo ruegues. ¡Quédate aquí o vete, pero no a mi casa!
—No sabes quién soy yo…
—¿Tú? ¡Vamos! Tú eres Demetrios de Sais; tú has hecho la estatua de mi diosa; tú eres el amante de mi reina y el señor de mi ciudad. Pero para mí no eres más que un hermoso esclavo, porque me has visto y porque me amas.
Y aproximándose a él, prosiguió con voz acariciadora:
—Sí, tú me amas. ¡Oh! No hables. Sé lo que vas a decirme: que no amas a nadie, que eres amado. Tú eres el Querido, el Predilecto, el Ídolo. Tú te has negado a Glykera, que se había negado a los Antiokhos. Demonassa la lesbia, que había jurado morir virgen, fue a acostarse en tu lecho durante tu sueño, y te hubiera gozado a la fuerza si tus esclavos nubios no la hubiesen puesto, desnuda como estaba, en la puerta. Kallistion la renombrada, desesperándose de no estar junto a ti, compró la casa que está frente a la tuya, y se presenta por las mañanas en el hueco de la ventana tan poco velada como Artemisa en el baño. ¿Crees que ignoro todo eso? Entre cortesanas se cuenta todo. La noche misma que llegaste a Alejandría me hablaron de ti, y no ha transcurrido un solo día desde entonces sin que me hayan repetido tu nombre. Cosas sé de ti que tú mismo has olvidado o que no sabes todavía. La pobrecilla Phyllis se colgó anteayer de la barra de tu puerta, ¿no es cierto…? Y la moda se propaga. Lydé hizo lo que Phyllis; la vi esta noche al pasar, ya amoratada, pero en sus mejillas aún no se habían secado sus lágrimas. ¿No sabes quién era Lydé? Una niña, una cortesana de quince años, que su madre vendió el mes pasado a un armador de Samos que pasaba una noche en Alejandría, antes de remontar el río hasta Tebas. Ella venía a verme, y yo le daba consejos, pues no sabía nada de nada, ni siquiera jugar a los dados. A menudo la recibía en mi lecho, porque cuando no tenía amante no hallaba ella dónde dormir. ¡Y te amaba! ¡Si la hubieras visto tomarme sobre ella, llamándome con tu nombre!… Quería escribirte, ¿comprendes?… pero yo le dije que no valía la pena…
Demetrios la miraba sin oírla.
—Sí, todo esto es igual, ¿verdad? —continuó Khrysís—. No la amabas. A quien amas es a mí. Ni siquiera has escuchado lo que acabo de decirte; no me repetirías una sola palabra, estoy segura. Estás ocupadísimo en saber cómo están formados mis párpados, cuán buena debe ser mi boca y cuán suave mi cabellera. ¡Ah!, ¡cuántos otros lo saben! Todos, todos los que me han querido han satisfecho su deseo encima de mí; hombres maduros, jóvenes, viejos, niños, mujeres y jovencitas. A nadie me he negado. ¿Lo oyes? Desde hace siete años, Demetrios, no he dormido sola más que tres noches; ¡cuenta ahora los amantes que resultan! Dos mil quinientos: tal vez más, porque no hablo de los de día. El año pasado bailé desnuda en presencia de veinte mil espectadores, y sé que tú no estabas entre ellos. ¿Crees que me oculto? ¡Ah!, ¿para qué? Todas las mujeres me han visto en el baño y todos los hombres en la cama. Sólo que tú no me verás nunca. ¡Te rechazo, te rechazo! ¡De lo que soy, de lo que siento, de mi belleza, de mi amor, jamás, jamás has de saber nada! ¡Eres un hombre abominable, fatuo, cruel, insensible y cobarde! Yo no comprendo por qué ninguna de nosotras ha tenido bastante odio para mataros al uno sobre la otra; a ti primero, y a tu reina en seguida.
Demetrios la asió tranquilamente de los brazos, y sin responder una palabra, la dobló hacia atrás con violencia.
Ella tuvo un momento angustioso; pero apretó las rodillas, apretó los codos, se echó atrás de espaldas, y dijo en voz baja:
—¡Ah!, ¡yo no temo esto, Demetrios! Tú no me poseerás nunca por violencia, aun cuando fuese yo débil como una virgen enamorada y tú vigoroso como un Atlante. Tú no quieres solamente tu placer, sino el mío sobre todo. Quieres verme también, verme toda entera, porque me crees bella, y lo soy, en efecto. Además, la luna alumbra menos que mis doce blandones de cera. Aquí estamos casi a oscuras. Y tampoco se acostumbra desnudarse en el muelle. No me podría volver a vestir, créeme, sin tener a mi esclava. Déjame erguirme, me lastimas los brazos.
Callaron algunos instantes, y Demetrios dijo:
—Acabemos, Khrysís. Bien sabes que no te forzaré, pero deja que te siga. Por orgullosa que seas, no ceder a Demetrios es una gloria que te costaría cara.
Khrysís continuaba callando.
Él agregó con más dulzura:
—¿Qué temes?
—Tú estás habituado al amor de las otras; ¿pero sabes lo que hay que darle a una cortesana que no ama?
Él se impacientó.
—No exijo que me ames —dijo—; estoy cansado de que me amen, no quiero ser amado. Pido que te abandones, y te daré por esto el oro del mundo. Lo tengo en Egipto.
—Yo lo tengo en mis cabellos, y estoy cansada de oro; no quiero oro, no quiero más que tres cosas. ¿Me las darás?
Demetrios, sospechando que iba a pedirle lo imposible, la miró ansiosamente.
Pero ella comenzó a sonreír, y dijo con voz lenta:
—Quiero un espejo de plata para mirarme los ojos en mis ojos.
—Lo tendrás. ¿Qué más quieres? Di pronto.
—Quiero una peineta de marfil cincelado para hundirla en mi cabellera, como una red en el agua bajo la luz del sol.
—¿Y después?
—¿Me darás mi peineta?
—Sí. Acaba.
—Quiero un collar de perlas que esparcir sobre mi pecho cuando te baile, en mi habitación, las danzas nupciales de mi país.
Demetrios, arqueando las cejas, dijo:
—¿Es todo?
—¿Me darás mi collar?
—El que te plazca.
Tomó ella entonces una voz muy tierna.
—¿El que me plazca? ¡Ah! Esto es justamente lo que quería pedirte. ¿Me dejarás que escoja mis regalos?
—Entendido.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
—¿Qué juramento haces?
—Díctamelo.
—Por la Afrodita que has esculpido.
—Hago el juramento por la Afrodita. Pero ¿a qué viene tal preocupación?
—Vamos… No estaba tranquila… Ahora ya lo estoy.
La joven alzó la cabeza.
—Ya escogí los regalos.
Demetrios, nuevamente inquieto, preguntó:
—¿Tan pronto?
—Sí… ¿Te figuras que he de aceptar cualquier espejo de plata, comprado a un comerciante de Esmirna o a una cortesana desconocida? El que yo quiero es el de mi amiga Bakkhis, que me quitó un amante la semana pasada y se ha burlado de mí malignamente en una orgía que tuvo con Tryfera, Musarión y algunos mozalbetes tontos, que me lo contaron todo. Es un espejo que aprecia ella en mucho, porque perteneció a Rhodopis, la que fue esclava en compañía de Esopo, y que rescató el hermano de Sappho. Rhodopis fue, como sabes cortesana muy célebre. Su espejo es magnífico. Dicen que Sappho se miró en él, y por esto Bakkhis lo estima en tanto. Nada de más precioso tiene en el mundo. Pero yo sé en dónde lo encontrarás: me lo dijo, estando ebria, una noche… Se halla bajo la tercera piedra del altar… Allí es donde lo deja todas las tardes cuando sale al ponerse el sol. A esa hora entra mañana en su casa, y nada temas: sale con sus esclavas.
—¡Qué locura! —exclamó Demetrios—. ¿Quieres que yo robe?
—¿Acaso no me amas? Yo creía que me amabas. Y además, ¿no has jurado? Yo creía que habías jurado. Si me engañé, no hablemos más.
Comprendió que ella le perdía, pero se dejó arrastrar sin lucha, casi de buen grado.
—Haré lo que dices —respondió.
—¡Oh!, bien sé que lo harás; pero vacilas primero. Comprendo que vaciles. No es un regalo vulgar; no se lo pediría a un filósofo. Te lo pido a ti. Bien sé que me lo darás.
Jugó ella un instante con las plumas de pavo de su redondo abanico y exclamó de pronto:
—¡Ah…! No quiero tampoco una peineta de marfil cualquiera, comprada a un vendedor de la ciudad. Me has dicho que puedo escoger, ¿no es cierto? Pues bien, quiero… quiero la peineta de marfil cincelado que lleva en los cabellos la mujer del gran sacerdote. Es mucho más preciosa que el espejo de Rhodopis. Era de una reina de Egipto que vivió hace largo, larguísimo tiempo, y cuyo nombre es tan difícil que no sé pronunciarlo. Su marfil es antiquísimo también, y amarillo como si lo hubiesen dorado. Tiene cincelada a una joven que pasa por un pantano de lotos más altos que ella, andando de puntillas para no mojarse… Es una peineta verdaderamente hermosa… Me regocija que me la des… También guardo ciertos agravios contra la que lo posee. El mes pasado le ofrecí a Afrodita un velo azul, y al día siguiente lo vi en la cabeza de esa mujer. No puedo perdonarle tanto apresuramiento, y su peineta me vengará de mi velo.
—¿Y cómo la obtendré? —preguntó Demetrios.
—¡Ah! Será algo más difícil. Es egipcia, como sabes, y no se hace sus doscientas trenzas sino una vez al año, como todas las mujeres de su raza. Pero yo deseo la peineta mañana. La matarás para quitársela. Me has jurado.
Le hizo un mohín a Demetrios, que miraba al suelo, y acabó diciendo, apresuradamente:
—Ya elegí también mi collar. Quiero el de siete hilos de perlas que está en el cuello de la Afrodita.
Demetrios dio un salto.
—¡Ah!, ¡esto es demasiado! ¡No has de reírte más de mí! ¡Nada, óyelo bien, nada; ni el espejo, ni la peineta, ni el collar, nada…!
Pero ella, cerrándole la boca con la mano, prosiguió con voz zalamera:
—No digas eso. Bien sabes, y yo estoy muy segura, que me lo darás. Tendré los tres regalos… Irás a mi casa mañana, y pasado mañana, si quieres, y todas las noches. Te esperaré con el traje que tú prefieras, ataviada como tú gustes, peinada a tu placer, dispuesta a tu menor capricho. Si no buscas más que ternura, te prodigaré mis caricias como a un niño. Si deseas voluptuosidades raras, me someteré a las más dolorosas; y si amas el silencio, callaré… Cuando quieras que cante verás, ¡oh, bienamado!, cómo sé yo canciones de todos los países. Las sé dulces como el murmullo de las fuentes, y otras terribles como el fragor del rayo. Las sé tan ingenuas y tan frescas, que podría una niña cantarlas a su madre; y sé de las que no se cantarían ni en Lámpsakos, de las que ruborizarían a Elefantis, y algunas que sólo me atrevería a cantar en voz muy baja. Las noches que tú quieras que baile, bailaré hasta el amanecer, y bailaré vestida con mi larga túnica de cola, o bajo un velo transparente, o con calzones partidos y un coselete con dos aberturas por donde salgan mis pechos. ¿Pero no te había prometido bailar desnuda? Pues bailaré desnuda si más te agrada, desnuda y peinada con flores, o desnuda con los cabellos al aire y pintada como una imagen divina. Sé balancear las manos, enarcar los brazos, agitar el pecho, remover el vientre, crispar la grupa, ¡ya verás! Bailo sobre la punta de los pies o acostada en los tapices. Sé todas las danzas de Afrodita, las que se bailan delante de Urania y las que se bailan ante Astarté. Sé las que nadie se atreve a bailar… Te danzaré todos los amores… Cuando todo haya acabado, recomenzará todo, ¡ya verás! La reina es más rica que yo, pero no hay en todo su palacio ninguna alcoba que aventaje a la mía para el amor. No te digo lo que hallarás allí: hay mil cosas que son incomparables para que de ellas pueda yo darte una idea, y otras demasiado extrañas para que yo sepa las palabras con que poder nombrártelas. Pero ¿sabes lo que vas a ver que sobrepuja a todo lo demás? Verás a Khrysís, a quien amas y a quien no conoces todavía. Sí, no has visto más que mi cara, pero no sabes hasta dónde llega mi belleza. ¡Ah!, ¡ah!… ¡qué sorpresas te aguardan!… ¡Ah!, ¡cómo jugarás con mis pezones, cómo doblarás en tu brazo mi cintura, cómo temblarás oprimido entre mis rodillas, cómo desfallecerás sobre mi cuerpo movible! ¡Y cómo te sabrá mi boca y mis besos…!
Demetrios lanzó sobre ella una mirada de extravío.
La joven prosiguió con ternura:
—¡Cómo! ¿No consientes en darme un espejo de plata, insignificante y viejo, cuando tendrás en cambio toda mi cabellera como una selva de oro entre las manos?
Demetrios quiso tocarla… Ella retrocedió y dijo:
—¡Mañana!
—Lo tendrás —murmuró él.
—¿Y no puedes obtener para mí una peineta de marfil que me gusta, cuando tendrás mis dos brazos, como dos ramas ebúrneas, en torno de tu cuello?
Él trató de acariciarlos… Ella, retirándolos, repitió:
—¡Mañana!
—Te lo daré —dijo él muy quedo.
—¡Ah!, ¡lo sabía! —gritó la cortesana—. ¡Y también me darás el collar de siete hilos de perlas que está en el cuello de Afrodita, y por él te venderé todo mi cuerpo, que es como una concha de nácar entreabierta, y depositaré más besos en tu boca que perlas tiene el mar!
Demetrios, suplicante, le tendió la cabeza… Ella esforzó vivamente la mirada y prestó sus lujuriosos labios…
Cuando él abrió los ojos, la joven estaba ya lejos. Una ligera sombra más pálida corría en pos de su flotante velo.
Demetrios regresó distraídamente hacia la ciudad, inclinando la frente bajo el peso de una inexpresable vergüenza.