Venía lentamente, inclinando la cabeza sobre un hombro, por el desierto muelle, que bañaba la claridad de la luna. Delante de sus pasos temblaba una sombra pequeña y movediza.
Demetrios la miraba avanzar.
Surcaban pliegues diagonales lo poco que de su cuerpo se veía a través del tejido ligero; uno de los codos resaltaba por bajo la túnica ajustada, y con el otro brazo, que había dejado descubierto, llevaba recogida la larga cola para evitar que arrastrase por el polvo.
Reconoció él por las joyas que era una cortesana, y para ahorrarse su saludo, atravesó rápidamente el muelle.
No quería mirarla. Voluntariamente ocupó su pensamiento en el gran boceto de Zagreus. Pero a pesar de esto, sus ojos se volvieron hacia la que pasaba.
Entonces vio que no se detenía, que en nada se preocupaba de él, que ni siquiera afectaba mirar al mar, ni alzarse por delante el velo, ni fingirse absorta en sus reflexiones. Paseábase sola simplemente y no buscaba allí más que la frescura del viento, la soledad, el abandono, la leve vibración del silencio.
Demetrios, inmóvil, no apartó de ella la mirada, abismándose en una emoción de singular asombro.
Continuaba ella andando con su indolente abandono, como una lejana sombra amarilla, precedida por la ligera sombra negra.
Hasta él llegaba el débil crujir del calzado en la arena del muelle.
Marchó la cortesana hasta la isla del Faro y subió a las rocas.
De pronto, y como si de largo tiempo atrás la hubiese amado, corrió Demetrios en pos de la desconocida, detúvose luego, volvió sobre sus pasos, tembló, indignóse contra sí mismo, trató de abandonar el muelle. Pero como jamás había empleado su voluntad sino para complacer su propio capricho, cuando llegó el momento de emplear esa voluntad en el sostén de su carácter y la ordenación de su vida, sintió que la impotencia le dominaba, reteniéndole en el sitio mismo en que posaba sus pies.
No pudiendo ya apartar su pensamiento de esta mujer, buscó excusas de la preocupación que con tal viveza acababa de ofuscarle, y supuso que un sentimiento puramente estético le inducía a admirar a la paseante, que sería sin duda el modelo soñado para la Gracia con abanico que proyectaba esbozar al día siguiente.
A poco, todos sus pensamientos se confundieron inesperadamente y afluyó a su imaginación una multitud de ansiosas interrogaciones acerca de esta mujer de amarillo ropaje.
¿Qué hacía en la isla a semejante hora de la noche? ¿Por qué y para quién salía tan tarde? ¿Por qué no se había aproximado? Le había visto, ciertamente, cuando él atravesó el muelle. ¿Por qué, pues, sin dirigirle un saludo, había ella proseguido su marcha? Corría el rumor de que ciertas mujeres gustaban de bañarse en el mar durante las horas frescas que preceden al alba; pero en el Faro, donde el agua era demasiado profunda, nadie se bañaba. ¿Y no era además inverosímil que una mujer se cubriera así de joyas para ir al baño?… ¿Qué la llevaba, entonces, tan lejos de Rhakotia? ¿Una cita, quizá? ¿Algún joven libertino, curioso de variedad, que tomaba un instante por lecho las grandes rocas pulidas por las olas?
Demetrios quiso convencerse; pero ya volvía la joven, con su mismo paso tranquilo y muelle, plenamente alumbrado el rostro por la lenta claridad lunar y barriendo el polvo del parapeto con la extremidad de su abanico.