En el sitio abandonado por las tres músicas, Demetrios había quedado solo, apoyado de codos, escuchando el ruido del mar, el crujir lento de los barcos y el rumor del viento bajo el cielo estrellado. Una nubecilla deslumbrante detenida sobre la luna alumbraba toda la ciudad, llenando de suave resplandor el espacio.
Fijó el joven la vista cerca de donde estaba. Las túnicas de las flautistas habían dejado dos surcos de polvo. Recordó sus rostros: eran dos efesias. La mayor le había parecido bonita; pero la más joven carecía de encantos, y como la fealdad le causaba malestar, apartó de sí este pensamiento.
Vio brillar a sus pies un objeto de marfil y lo recogió. Era una tablilla para escribir, de la que pendía un estilo de plata. Casi toda la cera estaba consumida; debían de haber borrado varias veces las palabras trazadas, y la última vez habían grabado en el mismo marfil.
No vio escritas sino estas palabras:
Myrtis ama a Rhodokleia
y no sabía a cuál de las dos mujeres pertenecía esto, ni si la otra era la mujer amada, o bien alguna joven desconocida, abandonada en Efeso. Entonces imaginó un momento ir a alcanzar a las músicas para devolverles lo que quizás era el recuerdo de una muerta adorada; pero no hubiera podido encontrarlas sin trabajo, y como iba desvaneciéndose su interés por ellas, se volvió con pereza y lanzó la tablilla al mar.
Cayó rápidamente, deslizándose como una avecilla blanca, y el chasquido que produjo en el agua distante y negra hizo sentir al joven el silencio profundísimo del puerto.
Apoyado en el parapeto frío, procuró ahuyentar todo pensamiento y se puso a mirar las cosas.
Le inspiraba horror la vida diaria y sólo salía de su casa a la hora en que el tráfico cesa, para regresar cuando el alba atrae a la ciudad pescadores y hortelanos. El placer de no ver en el mundo más que la sombra de la ciudad y la de su propia estatura era para él tan voluptuoso, que no recordaba haber visto el sol de mediodía durante varios meses.
Se hastiaba. La reina era fastidiosa.
Apenas podía comprender esta noche el gozo y el orgullo que le habían invadido tres años antes, cuando la reina, seducida acaso más por el renombre de sus perfecciones que por la fama de su genio, le había hecho comparecer en palacio, y ser anunciado en la puerta de la Tarde con toques de salpinge de plata.
Esta entrada encendía a veces en su memoria uno de esos recuerdos que a fuerza de ser dulces acaban por agriarse poco a poco hasta hacerse intolerables… La reina le había recibido sola en sus habitaciones privadas, que se componían de tres piececitas blandas y sordas a más no poder. Hallábase recostada del lado derecho y como hundida entre bullones de seda verdosa que bañaban de reflejos purpúreos los negros bucles de su cabellera. Cubría su joven cuerpo un vestido atrevidamente calado que había hecho a su propia vista una cortesana de Frigia, y que dejaba descubiertos los veintidós lugares de la piel en donde son irresistibles las caricias, de tal modo que, durante una noche entera y aun agotando los más raros caprichos de una imaginación amorosa, no fuese necesario quitarse este vestido.
Demetrios, arrodillándose respetuosamente, tomó entre sus manos, para besarlo como a objeto precioso y dulce, el piececito desnudo de la reina Berenice.
Levantóse ella al punto.
Con toda sencillez, como una esclava que sirve de modelo, se desembarazó del coselete, de las cintas, del calzoncillo partido; quitóse después las ajorcas de los brazos, las sortijas de los pies, y se irguió con las manos abiertas ante los hombros, alzando la cabeza bajo una capelina de coral que temblaba a lo largo de sus mejillas.
Era hija de un Ptolomeo y de una princesa de Siria que descendía de todos los dioses por su parentesco con Astarté, a la que los griegos llaman Afrodita. Demetrios lo sabía, y también lo muy orgullosa que estaba de su origen olímpico. Por esto no se turbó cuando la soberana le dijo, sin moverse siquiera: «Yo soy Astarté. Toma un mármol y tu cincel, y muéstrame a los hombres de Egipto. Quiero que sea adorada mi imagen».
Demetrios la miró, y adivinando, a no dudarlo, qué sensualidad sencilla y nueva animaba este cuerpo joven, dijo: «Yo soy el primero en adorarla», y la ciñó con sus brazos. La reina no se indignó por tamaño atropello, pero preguntó retrocediendo: «¿Te crees el Adonis para tocar a la diosa?». Él respondió: «Sí». Miróle ella, sonrió un poco, y acabó por decir: «Tienes razón».
Esto fue causa de que el artista se volviese insoportable y sus mejores amigos se alejasen de él. Pero enloqueció en cambio todos los corazones de mujer.
Cuando atravesaba alguna sala del palacio, deteníanse las esclavas, las damas de la corte cesaban de hablar, y las extranjeras mismas se ponían a escucharle, porque el sonido de su voz era una melodía. Si se retiraba a las habitaciones de la reina, aun allí iban a importunarle con pretextos siempre nuevos. Si transitaba por las calles, los pliegues de su túnica se llenaban de tirillas de papiro en las que las transeúntes escribían sus nombres y lastimeras palabras, papiros que él estrujaba sin leerlos, cansado de todo esto. Cuando su obra fue colocada en el templo de Afrodita, invadieron el recinto a toda hora de la noche multitud de adoradoras para leer en la piedra el nombre de Demetrios y consagrar a este dios vivo todas las palomas y todas las rosas.
Pronto estuvo su casa colmada de regalos, que aceptó al principio por negligencia, pero que acabó por rechazar invariablemente cuando comprendió lo que esperaban de él, y que le estaban tratando lo mismo que a una prostituta. Sus mismas esclavas se le ofrecieron, y él las hizo azotar y las vendió a la pequeña mancebía de Rhakotis. Entonces, sus esclavos, sobornados por dádivas, abrieron la puerta a mujeres desconocidas, que al regresar Demetrios encontraba junto a su lecho en tal actitud que no era posible poner en duda sus apasionadas intenciones. Los objetos de su tocador y de su mesa desaparecieron uno tras otro; y más de una mujer de la ciudad tenía una sandalia o un cinturón suyos, una copa en que él había bebido, hasta los huesos de las frutas que comía. Si al andar se le caía una flor, no volvía a encontrarla. Hubieran recogido hasta el polvo aplastado por su calzado.
Aparte de lo peligrosa que iba haciéndose esta persecución, que amenazaba matar en él toda sensibilidad, había llegado a la época de la juventud en que el hombre que piensa cree urgente promediar su vida y no confundir ya las tendencias del espíritu con las necesidades de la carne. La estatua de Afrodita-Astarté fue el sublime pretexto para su conversión moral. Cuanto había de belleza en la reina, cuanto de ideal podía inventarse en las suaves líneas de su cuerpo, hizo Demetrios que surgiera del mármol, y se imaginó desde este día que mujer alguna en la tierra podría alcanzar jamás el nivel de su ensueño. Su estatua se convirtió en el objeto de sus deseos. No adoró ya más que a ella sola, y separó locamente de la carne la idea suprema de la diosa, tanto más inmaterial que si la hubiese asociado a la vida.
Cuando volvió a ver a la reina, la encontró desprovista de todo su anterior encanto. Bastóle aún algún tiempo para engañar sus deseos sin aspiración fija, pero al mismo tiempo la reina difería demasiado de la otra, y se le asemejaba también demasiado. Cuando, agotada, se desprendía de sus brazos para dormirse sin cambiar de sitio, él la miraba como a una intrusa que usurpaba su lecho tomando la semejanza de la mujer amada. Sus brazos eran más esbeltos, su pecho más agudo, sus caderas más estrechas que las de la Verdadera. No tenía entre las ingles aquellos tres pliegues tan delgados como ligeras líneas que él había grabado en el mármol. Acabó por cansarle.
Lo supieron sus adoradoras, y aun cuando continuaba visitándola todos los días, se comprendió que había dejado de amar a Berenice. El asedio fue redoblándose en torno de él, pero no hizo el menor caso. Era de otra naturaleza, en efecto, el cambio que le hacía falta.
Suele ser raro que, entre querida y querida, no tenga un hombre cierto período en el que el libertinaje vulgar le tiente y satisfaga. Así le aconteció a Demetrios. Cuando le repugnaba más que nunca la necesidad de entrar en palacio, se encaminaba por la noche al jardín de las cortesanas sagradas, que circuía por todas partes al templo.
Estas mujeres no le conocían; y como además, tantos amores superfluos las habían cansado, hasta el punto de no dejarles ni un grito ni una lágrima, no perturbaban la satisfacción que él buscaba con aquellos gemidos de gata en celo que le enervaban al estar con la reina.
Su conversación con estas hermosas y tranquilas mujeres era natural y perezosa. El tema versaba sobre los que habían estado antes, sobre el tiempo que haría a la mañana siguiente, o la frescura de la hierba y de la noche. Tampoco le pedían ellas que expusiera sus teorías sobre estatuaria, ni le daban su opinión acerca del Aquiles de Scopas. Si se les ocurría dar las gracias al amante que las había escogido, considerarle buen mozo y decírselo, le quedaba a él, cuando menos, el derecho de no creer en su desinterés.
Así que se apartaba de estos brazos religiosos, ascendía las gradas del templo y se extasiaba delante de la estatua.
La diosa aparecía entre las esbeltas columnas coronadas de volutas jónicas como si estuviese viva sobre su pedestal de piedra color de rosa cargado de tesoros suspendidos. Daba animación a su desnudez y a su sexualidad un vago tinte que imitaba los colores de la mujer. Tenía en una mano su espejo, cuyo mango era un príapo, y con la otra adornaba su belleza con un collar de siete hilos de perlas. Entre sus dos pechos pendía una perla más gruesa que las demás, argentada y oval, que lucía como una luna creciente entre dos nubes redondas.
Demetrios contemplaba a la diosa enternecido, y quería creer, como el pueblo, que aquellas eran las verdaderas perlas santas, formadas de las gotas de agua que habían rodado en la concha de la Anadyomena.
«¡Oh divina Hermana —decía—, oh florida, oh transfigurada! No eres tú ya la jovencilla asiática que me sirvió de indigno modelo. Tú eres su Ideal inmortal, el Alma terrestre de la Astartea que fue progenitora de su raza. Tú brillabas en sus ojos candentes, tú ardías en sus labios sombríos, tú desfallecías en sus manos blandas, tú palpitabas en sus grandes senos, tú te crispabas en sus piernas enlazadoras, hace ya tiempo, antes de que nacieras; y lo que satisface a la hija de un pescador, a ti te postraba, ¡oh diosa!, a ti, madre de los dioses y de los hombres, placer y sufrimiento del mundo. Pero yo te he visto, te he evocado, te he asido, ¡oh maravillosa Citerea!, te he revelado a la tierra. No es a tu imagen, sino a ti misma a quien he dado tu espejo y a quien he cubierto de perlas, como en el día en que naciste del cielo ensangrentado y de la sonrisa espumosa de las aguas, aurora deslumbrante de rocío, aclamada hasta las riberas de Chipre por un cortejo de tritones azules».
Venía de adorarla así, cuando entró en el gran muelle, a la hora que se dispersaba la multitud, y oyó el canto doloroso que gemían las flautistas. Pero esta vez no había cedido a las cortesanas del templo, porque al entrever bajo las ramas una pareja, sintió que le penetraban hasta el alma la repugnancia y el asco.
La dulce serenidad de la noche le invadía poco a poco. Volvió la cara hacia el lado del viento, que había cruzado el mar, y parecía llevar al Egipto el olor de las rosas de Amatonte.
Hermosas formas de mujer comenzaban a bosquejarse en su pensamiento. Le habían pedido para el jardín de la diosa un grupo de las tres Xárites enlazadas. Pero a su juventud le repugnaba copiar lo convencional, e imaginaba unir en un mismo árbol los tres movimientos graciosos de la mujer. Dos de las Gracias estarían vestidas, con un abanico la una, y entornando los párpados al soplo de las plumas movidas; la otra, danzando bajo los pliegues de su túnica. La tercera estaría desnuda, detrás de sus hermanas, y con los brazos alzados se retorcería sobre la nuca la masa espesa de sus cabellos.
Otros muchos proyectos germinaban en su pensamiento, tales como atar a las rocas del Faro una Andrómeda de mármol negro delante del monstruo horripilante del mar; encerrar el ágora de Brouchion entre los cuatro caballos del sol levante, como por Pegasos irritados, y ¡con qué fruición exultaba a la idea naciente de un Zagreus aterrorizado a la aproximación de los Titanes! ¡Ah!, ¡cómo estaba reconquistado por toda la belleza!, ¡cómo se arrancaba al amor!, ¡cómo «separaba de la carne la idea suprema de la diosa»!, ¡cómo se sentía libre, en fin…!
Pero al volver la cara hacia los muelles, vio brillar a lo lejos el velo amarillo de una mujer que caminaba.