II
En el muelle de Alejandría

En el muelle de Alejandría cantaba en pie una cantora. A su lado estaban dos flautistas, sentadas sobre el parapeto blanco.

I

Los sátiros han perseguido en los bosques

los pies ligeros de las oréadas.

Han acosado a las ninfas hasta las montañas,

asustándolas con sus sombríos ojos;

asen sus cabelleras semejantes a alas;

toman a la carrera sus pechos de virgen,

y hacen corvarse sus torsos calientes, volteándolos

sobre el musgo verde y humedecido.

Y los hermosos cuerpos, los cuerpos semidivinos,

se estiran de dolor y placer

Eros hace gritar en vuestros labios, ¡oh mujeres!

el Deseo doloroso y dulce.

Las flautistas repitieron:

—¡Eros!

—¡Eros!

Y gimieron con sus dobles cálamos.

II

Kibele ha perseguido en la llanura

a Attys, tan hermoso como Apolo.

Eros había herido el corazón de ella por él,

¡oh totoí!, pero no el de él por ella.

Para ser amado ¡dios cruel!, ¡malvado Eros!

te vales muchas veces del odio

A través de los prados y de las campiñas,

la Kibele da caza a Attys.

Y como ella adora al desdeñoso,

ha hecho penetrar en sus venas

el gran soplo frío, el soplo de la muerte.

¡Oh Deseo doloroso y dulce!

—¡Eros!

—¡Eros!

Quejas agudas brotaron de las flautas.

III

El pie-de-Cabra persiguiendo va hasta el río

a la Syriux, hija de la fuente.

Eros el pálido, que ama el sabor de las lágrimas,

la besa al vuelo una y otra mejilla;

y la sombra leve de la virgen ahogada

ha hecho estremecer las cañas sobre las aguas;

pero Eros posee al mundo y a los dioses,

hasta posee a la misma Muerte.

Y sobre la tumba acuática cosechó para nosotras

todas las cañas, y de ellas hizo una flauta

Es un alma muerta la que llora aquí ¡oh mujeres!

el Deseo doloroso y dulce.

Mientras las flautas prolongaban el lento canto del último verso, la cantora tendía la mano a los transeúntes que formaban corro en torno de ella, y recogió cuatro óbolos, que se guardó en su calzado.

Poco a poco iba deslizándose la multitud innumerable, curiosa de sí misma y mirándose pasar. El ruido de los pasos y de las voces apagaba el del mar. Los marineros, encorvando la espalda, atraían las embarcaciones hacia el muelle. Pasaban las vendedoras de frutas llevando en brazos sus repletos canastillos. Los mendigos tendían la mano temblorosa. Trotaban los asnos, cargados de odres llenos, bajo la vara de los borriqueros. Pero por ser la hora de la puesta del sol, más numerosa que la multitud activa, cubría el muelle la multitud desocupada. De trecho en trecho se formaban grupos, entre los que vagaban las mujeres. Oíase nombrar las siluetas conocidas. Los jóvenes miraban a los filósofos, que a su vez contemplaban a las cortesanas.

Eran éstas de todas las clases y condiciones, desde las más célebres, vestidas de ligeras sedas y calzadas de piel dorada, hasta las más miserables, que caminaban descalzas. En belleza no eran inferiores las pobres a las otras, pero sí menos afortunadas, y la atención de los sabios se dirigía preferentemente hacia las que no alteraban su gracia natural con el artificio de los cinturones ni la embarazaban con joyas. Por ser la víspera de las Afrodisias, gozaban estas mujeres de absoluta licencia para elegir el vestido que mejor les sentase, y aun algunas de las más jóvenes se habían atrevido a no llevar ninguno. A nadie, sin embargo, chocaba su desnudez, pues ninguna de ellas se hubiese expuesto al sol en todos sus detalles, si uno solo hubiera resaltado con el menor defecto que se prestase a las burlas de las mujeres casadas.

—¡Tryfera! ¡Tryfera!

Y una joven cortesana de aspecto jovial atropelló a algunos transeúntes para reunirse a una amiga entrevista.

—¡Tryfera!, ¿estáis invitada?

—¿Adónde, Seso?

—A casa de Bakkhis.

—Aún no. ¿Da una comida?

—¿Comida? Un banquete, querida. El segundo día de la fiesta dará libertad a la más bella de sus esclavas, a Afrodisia.

—Al fin ha acabado por comprender que sólo iban ya a su casa por su criada.

—Creo que no ha comprendido nada. No es más que un capricho del viejo Kheres, el armador del muelle. Ha querido comprar la muchacha en diez minas, pero Bakkhis no aceptó. Veinte minas, y las rehusó también.

—¡Qué locura!

—¿Qué quieres? Su ambición es tener una esclava liberta. Por lo demás, ha tenido razón en regatear. Kheres dará treinta y cinco minas, y por este precio se libertará la esclava.

—¿Treinta y cinco minas? ¡Tres mil quinientos dracmas! ¡Tres mil quinientos dracmas por una negra!

—Es hija de blanco.

—Pero su madre es negra.

—Bakkhis declaró que no la daría a otro precio; y tan enamorado está el viejo Kheres, que ha consentido.

—¿Y está invitado al menos?

—¡No! Afrodisia será servida en el banquete como último manjar, después de la fruta. Cada invitado gozará de ella según su gusto, y hasta el día siguiente no la entregarán a Kheres. Pero mucho me temo que la fatiguen…

—No la compadezcas: con el viejo, tiempo le queda para descansar. Le conozco, Seso. Le he tenido a dormir.

Rieron ambas de Kheres y se cumplimentaron en seguida.

—Bonito vestido, Tares —dijo Seso—. ¿Lo has hecho bordar en tu casa?

El traje de Tryfera consistía en una delgada tela glauca enteramente recamada de grandes iris. Un carbunclo montado en oro la retenía, plegándola en huso, sobre el hombro izquierdo. Caía oblicua entre los dos pechos, dejando desnudo todo el lado derecho del cuerpo hasta el cinturón de metal, en tanto que una abertura estrecha, que se entreabría y tornaba a cerrarse a cada paso, revelaba la blancura de la pierna.

—¡Seso! —dijo otra voz—. Seso y Tryfera, venid si no tenéis qué hacer. Voy al muro Cerámico para buscar mi nombre escrito.

—¡Musarión!, ¿de dónde vienes, pequeña?

—Del Faro. No hay nadie allá.

—¿Qué dices? ¡Si está tan lleno que basta echar el anzuelo!

—No son de mi gusto esos pescados. Por eso voy al muro. Venid.

Seso contó de nuevo en el camino el proyectado banquete de Bakkhis.

—¡Ah!, ¡en casa de Bakkhis! —prorrumpió Musarión—. ¿Te acuerdas, Tryfera, de todo lo que en la última comida se dijo de Khrysís?

—No hay que repetirlo. Seso es su amiga.

Musarión se mordió los labios; pero Seso mostró inquietud.

—¿Qué?, ¿qué se dijo?

—¡Oh! Hablillas.

—Ya pueden murmurar —exclamó Seso—. Nosotras tres no valemos lo que ella. El día que se proponga dejar su barrio y exhibirse en Brouchion, más de uno de nuestros amantes no volverá a vernos.

—¡Oh! ¡Oh!

—Ciertamente. Yo haría locuras con esa mujer. No la hay más bella en esta ciudad, podéis creerlo.

Las tres jóvenes habían llegado frente al muro Cerámico. Sucedíanse de un extremo a otro, en la inmensa pared blanca, las inscripciones negras. Cuando un amante deseaba solicitar a una cortesana, bastábale escribir allí su nombre y el de ella con el precio que se proponía dar. Si el hombre y el dinero eran tenidos en estima, la mujer quedaba de pie bajo el anuncio, en espera de que el autor volviese.

—¡Mira, Seso! —dijo riendo Tryfera—. ¿Quién es el chocarrero que ha escrito esto?

Y leyeron en gruesas letras:

Bakkhis

Thersites

2 óbolos

—No se debía permitir que se burlen así de las mujeres. Si yo fuera el rhymarco, habría hecho ya una investigación.

Pero más adelante se detuvo Seso frente a una inscripción más seria.

Seso de Knidos

Timón, hijo de Lysias

1 mina

La joven palideció ligeramente.

—Me quedo —dijo.

Y se apoyó de espaldas contra el muro, ante las envidiosas miradas de las que pasaban.

A los pocos pasos encontró Musarión una oferta aceptable, aunque no tan generosa, y Tryfera volvió sola al muelle.

Como había avanzado la hora, la multitud era menos compacta. Sin embargo, las tres músicas continuaban cantando y tocando la flauta.

Al reparar en un desconocido, cuyo vientre y traje eran un tanto ridículos, Tryfera le golpeó el hombro.

—¡Hola, padrecito! Apuesto a que no eres alejandrino, ¿eh?

—En efecto, hija —respondió el buen hombre—. Lo has adivinado. Aquí me tienes, sorprendido de la ciudad y de las gentes.

—¿Eres de Bubastis?

—No; de Kabasa. He venido a vender granos y regreso mañana, más rico de cincuenta y dos minas. ¡Gracias sean dadas a los dioses, el año ha sido bueno!

Tryfera sintió un súbito interés por el comerciante.

—Hija mía —agregó él con timidez—, puedes darme un gran gusto. No quisiera volver a Kabasa sin poder contar a mi mujer y a mis tres hijas que he visto a los hombres célebres. ¿Conoces tú hombres célebres?

—Algunos —repuso ella sonriendo.

—Nómbramelos, entonces, si pasan por aquí. Estoy seguro de que he encontrado desde hace dos días en las calles a los filósofos más ilustres y a los funcionarios más poderosos, y me desespera no conocerlos.

—Quedarás satisfecho. He ahí a Naukrates.

—¿Qué es Naukrates?

—Filósofo.

—¿Y qué enseña?

—Que se debe callar.

—¡Por Zeus!, esta doctrina no exige gran genio. No me agrada ese filósofo.

—Ahí viene Frasilas.

—¿Quién es Frasilas?

—Un necio.

—Entonces, ¿por qué le nombras?

—Porque hay quienes le tienen por eminente.

—¿Y qué dice?

—Lo dice todo sonriendo, cosa que le permite hacer pasar sus errores como voluntarios y sus vulgaridades como agudezas. La ventaja es grande, y la gente se ha dejado engañar.

—Esto pasa de raya para mí, no lo entiendo bien. Por lo demás, en el rostro de ese Frasilas se descubre la hipocresía.

—Mira ahí a Filodemos.

—¿El estratega?

—No; un poeta latino que escribe en griego.

—Pequeña, ése es un enemigo. Más valía no haberlo visto.

Advirtióse entonces un movimiento en toda la multitud, y un murmullo general pronunció el mismo nombre: «Demetrios… Demetrios».

Tryfera subió sobre un poste y dijo a su vez al comerciante:

—Demetrios… He aquí a Demetrios. Tú, que querías ver hombres célebres…

—¿Demetrios?, ¿el amante de la reina? ¿Es posible?

—Sí; tienes suerte. No sale jamás. Desde que estoy en Alejandría, ésta es la primera vez que le veo en el muelle.

—¿En dónde está?

—Es aquel que se inclina para ver el puerto.

—Hay dos que se inclinan.

—El del vestido azul.

—No le veo bien. Nos da la espalda.

—Es el escultor ¿sabes?, a quien la reina se dio por modelo cuando esculpió la Afrodita del templo.

—Se cuenta que es el amante real, que es el dueño de Egipto.

—Es hermoso como Apolo.

—¡Ah! Se ha vuelto. ¡Qué satisfecho estoy de haber venido! Diré que le he visto. ¡Tanto me habían contado de él…! Parece que no ha habido mujer que se le resista. Ha tenido muchas aventuras, ¿no es cierto? ¿Cómo se explica que las ignore la reina?

—La reina las conoce como nosotros. Lo ama demasiado para hablarle de eso. Teme que se vuelva a Rodas, al lado de Ferekrates. Es tan poderoso como ella, y es ella quien le ha buscado.

—No parece muy dichoso. ¿Por qué tendrá ese aspecto tan triste? Creo que yo sería feliz en su lugar. Quisiera ser él, aun cuando sólo fuese por una noche…

Habíase puesto el sol. Las mujeres contemplaban a este hombre, que era la ilusión de todas ellas, y él no parecía darse cuenta de la curiosidad que inspiraba, permaneciendo de codos en el parapeto, escuchando a las flautistas.

Al cerrar la noche retiráronse las demás mujeres en pequeños grupos hacia Alejandría, y el rebaño de hombres las siguió. Pero todas, al andar, volvían la vista hacia el mismo Demetrios. La última que pasó le arrojó con indolencia y riendo una flor amarilla.

El silencio invadió los muelles.