Acostada sobre el pecho, los codos hacia adelante, separadas las piernas y la mejilla apoyada en una mano, picaba con un largo alfiler de oro simétricos agujeritos en un almohadón de lino verde.
Desde que había despertado, dos horas después del mediodía, fatigadísima de haber dormido demasiado, había permanecido sola en el revuelto lecho, cubierta únicamente de un lado por una vasta ola de cabellos.
Esta cabellera era deslumbrante y densa, suave al tacto como una piel preciosa, más larga que una ala, dócil, abundosa, animada, caliente. Cubría la mitad de la espalda, se extendía bajo el desnudo vientre, brillaba todavía hasta muy cerca de las rodillas, en bucles abultados y compactos. La joven estaba semienvuelta con este toisón precioso, cuyos reflejos dorados parecían casi metálicos y la habían hecho llamar Khrysís por las cortesanas de Alejandría.
No eran los cabellos lisos de las siriacas de la corte, ni los cabellos teñidos de las asiáticas, ni los cabellos castaños o negros de las hijas de Egipto. Eran los de una raza aria, los de las galileas de más allá de los arenales.
Khrysís. Ella amaba este nombre. Los jóvenes que venían a verla la llamaban Krysé, como a Afrodita, en los versos que depositaban por la mañana en su puerta con guirnaldas de rosas. No creía en Afrodita, pero le agradaba que la comparasen con la diosa, y algunas veces iba al templo para dar a ésta, como a una amiga, botes de perfumes y velos azules.
Había nacido a orillas del lago de Genezareth, en un país de sombra y sol, invadido por los laureles rosas. Su madre salía de noche al camino de Ierushalaim a esperar los viajeros y comerciantes, y se entregaba a ellos sobre la hierba, en medio del silencio campestre. Era una mujer muy amada en Galilea. Los sacerdotes no evitaban su puerta, pues era caritativa y piadosa; pagaba siempre los corderos del sacrificio; la bendición del Eterno se extendía sobre su casa. Así, cuando estuvo encinta, como su embarazo provocaba escándalo —pues no tenía marido— un hombre, que era célebre por poseer el don de profecía, anunció que iba a nacer de ella una niña que algún día llevaría al cuello «la riqueza y la fe de un pueblo». No comprendió bien la madre cómo podría suceder esto, pero dio a la niña el nombre de Sarah, es decir, PRINCESA en lengua hebrea. Y así se acalló la murmuración.
Khrysís ignoró siempre esto, pues el adivino había dicho a su madre cuán peligroso es revelar a las gentes las profecías que les conciernen. Nada sabía de su porvenir; y por lo mismo, pensaba en él con frecuencia.
Acordábase poco de su infancia y no le gustaba hablar de ella. La única impresión clara que guardaba de dicha época era el miedo y el aburrimiento que le causaba diariamente la ansiosa vigilancia de su madre, que, llegada la hora de salir al camino, la encerraba sola en la habitación por interminables horas.
Recordaba también la ventana redonda por donde veía las aguas del lago, los campos azulados, el cielo transparente, el aire ligero del país de Galil. La casa estaba rodeada de linos rosados y de tamariscos. Los espinosos alcaparros erguían al azar sus cabezas verdes sobre la bruma fina de las gramíneas. Las muchachas se bañaban en un limpio arroyuelo, donde se hallaban caracoles rojos bajo los laureles en flor; y había flores a flor de agua, y flores en toda la pradera, y grandes lirios sobre las montañas.
Tenía doce años cuando se escapó siguiendo a una partida de jóvenes jinetes que iban a Tiro como vendedores de marfil, y a quienes abordó junto a una cisterna. Adornaban sus caballos de larga cola con abigarradas gualdrapas. Recordaba bien cómo la subieron, pálida de gozo, sobre sus cabalgaduras, y cómo se detuvieron, por segunda vez, durante la noche, una noche tan clara que no se veía una estrella.
La entrada en Tiro no la había olvidado tampoco. Ella iba a la cabeza, sobre las canastas de un caballo de carga, reteniéndose a puño cogida de la crin, y dejando colgar orgullosamente las pantorrillas desnudas, para que viesen las mujeres de la ciudad que tenía sangre seca a lo largo de las piernas. Aquella misma noche salieron para Egipto, y siguió a los vendedores de marfil hasta el mercado de Alejandría.
Fue aquí, en una casita blanca, de terraza y columnillas, donde la dejaron dos meses después, con su espejo de bronce, sus tapices, sus cojines nuevos y una bella esclava hindú que sabía peinar cortesanas. Otros vendedores vinieron la noche misma, y otros el día siguiente.
Como habitaba en el barrio del extremo Oriente, que los jóvenes griegos de Brouchion desdeñaban frecuentar, no conoció en mucho tiempo, como su madre, más que a viajeros y traficantes. Nunca tornaba a ver a sus amantes pasajeros; sabía darse placer con ellos y desecharlos pronto antes de amarlos. Con todo, había inspirado ella pasiones interminables. Se vio a dueños de caravanas vender a vil precio sus mercancías, a fin de permanecer donde ella estaba, y arruinarse en pocas noches. Con la fortuna de estos hombres había comprado joyas, cojines de cama, perfumes raros, vestidos a flores y cuatro esclavas.
Había llegado a comprender muchas lenguas extranjeras, y sabía cuentos de todos los países. Los asirios le habían referido los amores de Duzi y de Ishtar; los fenicios, los de Ashthoreth y de Adoni. Jóvenes griegas de las Islas le habían contado la leyenda de Iphis, enseñándole extrañas caricias, que al principio la habían sorprendido y encantado finalmente, a tal punto, que no podía ya pasarse todo un día sin ellas. Sabía también los amores de Atalanta y cómo, a su ejemplo, las flautistas, vírgenes aún, agotaban a los hombres más robustos. En fin, su esclava hindú, pacientemente, durante siete años le había enseñado hasta en los últimos detalles el arte complejo y voluptuoso de las cortesanas de Palibothra.
Porque el amor es un arte, como la música. Da emociones del mismo orden, tan delicadas, tan vibrantes, a veces más intensas quizás. Y Khrysís, que conocía todos sus ritmos y sutilezas, se estimaba, con razón, mayor artista que la misma Plango, que era, no obstante, música del templo.
Siete años vivió así, sin soñar en una vida más feliz ni más diversa que la suya. Pero poco antes de los veinte, cuando pasó de joven a mujer y vio delineársele bajo los senos el primer pliegue encantador de la madurez que nace, viniéronle de repente ambiciones.
Y una mañana, al despertar después de mediodía, fatigadísima de haber dormido demasiado, volvióse de pechos transversalmente en la cama, separó los pies, apoyó en una mano su mejilla, y con un largo alfiler de oro taladró agujeritos simétricos en un almohadón de lino verde.
Reflexionaba profundamente.
Primero fueron cuatro puntitos que formaban un cuadrado, y otro punto en medio. Luego otros cuatro puntos para formar otro cuadrado más grande. En seguida, probó a trazar un círculo… Pero era un poco difícil. Entonces, picó puntos al acaso y comenzó a gritar:
—¡Dyalá! ¡Dyalá!
Dyalá era su esclava hindú, que se llamaba Dyalantashchandrachapala, lo cual quiere decir: «Móvil-como-la-imagen-de-la-luna-sobre-el-agua». Khrysís era demasiado perezosa para decir el nombre entero.
Acudió la esclava y se detuvo cerca de la puerta, sin cerrarla del todo.
—Dyalá, ¿quién vino ayer?
—¿No lo sabes tú?
—No; ni le he mirado. ¿Tenía buen aspecto? Creo que permanecí todo el tiempo dormida; estaba fatigadísima. De nada me acuerdo. ¿A qué hora se fue? ¿Esta mañana temprano?
—Al amanecer; y dijo…
—¿Cuánto dejó? ¿Mucho? No, no me lo digas; me es igual. ¿Qué ha dicho? ¿Nadie ha venido después? ¿Volverá? Dame mis brazaletes.
La esclava trajo un cofrecito, pero Khrysís no lo miró, y alzando el brazo lo más que pudo:
—¡Ah, Dyalá! —dijo— ¡ah, Dyalá!… Quisiera aventuras extraordinarias.
—Todo es extraordinario —dijo Dyalá— y nada lo es. Los días se parecen.
—No. Antiguamente no era así. En todos los países del mundo han descendido los dioses a la tierra y han amado a mujeres mortales. ¡Ah! ¿Sobre qué lechos hay que esperarlos? ¿En qué bosques es preciso buscar a los que son un poco más que hombres? ¿Qué plegarias se deben decir para que vengan los que puedan enseñarme algo o me hagan olvidarlo todo? Y si los dioses no quieren bajar ya, si han muerto o son demasiado viejos, ¿moriré yo, Dyalá, sin haber visto un hombre que dé a mi existencia acontecimientos trágicos?
Volvióse de espaldas y se retorció los dedos entrelazándolos.
—Se me figura que, que si alguien me adorase, ¡tendría yo tanto gozo en hacerle sufrir hasta que muriera de dolor! Los que vienen a mi casa no son dignos de llorar. Y es culpa mía también. Yo los llamo, ¿cómo pueden amarme?
—Hoy, ¿cuál brazalete?
—Me los pondré todos. Pero déjame, no necesito de nadie. Vete a los escalones de la puerta, y si alguien viene, dile que estoy con mi amante, un esclavo negro que yo pago… Ve.
—¿No saldrás hoy?
—Sí. Saldré sola. Me vestiré sola. No volveré. ¡Vete, vete!
Dejó caer una pierna sobre la alfombra y se estiró hasta ponerse en pie. Dyalá había salido en silencio.
Caminó muy lentamente por la pieza, con las manos cruzadas sobre la nuca, abandonándose a la voluptuosidad de aplicar contra las losas sus pies desnudos, en los que se helaba el sudor. Después entró en el baño.
Mirarse a través del agua le causaba placer. Se veía como una gran concha de nácar abierta sobre una roca. Su piel aparecía tersa y perfecta; las líneas de las piernas se prolongaban en una línea azul; su talle era más esbelto; no reconocía ya sus manos. Adquiría tal ligereza su cuerpo, que con dos dedos se levantaba, dejándose flotar un poco, y luego volvía a caer muellemente sobre el mármol, bajo una leve ondulación del agua, que la hería en el mentón, mientras el líquido le llenaba las orejas con la incitación de un beso.
A la hora del baño era cuando Khrysís comenzaba a adorarse. Todas las partes de su cuerpo, una tras otra, iban siendo objeto de su tierna admiración y motivo de sus caricias. Con sus cabellos y sus senos hacía mil encantadores juegos. A veces, hasta concedía allí mismo una satisfacción más eficaz a sus perpetuos deseos, y ningún lugar de reposo se le ofrecía más propicio a la lentitud minuciosa de esta consolación delicada.
Declinaba la tarde. Se alzó en la piscina, salió del agua y se encaminó hacia la puerta. El rastro de sus pies brillaba en la piedra. Tambaleando y como extenuada, abrió de par en par la puerta y se detuvo, tendido el brazo sobre el pestillo. Entró en seguida, y cerca de su lecho, en pie y mojada, dijo a la esclava:
—Enjúgame.
La malabaresa tomó una gran esponja en su mano, y la pasó por los suaves cabellos de oro de Khrysís, que, empapados, chorreaban agua. Los secó, los esparció, los agitó delicadamente, y sumergiendo la esponja en una jarra de aceite, acarició con ella a su ama hasta el cuello, antes de frotarla con una tela rugosa que le hizo enrojecer la piel suavizada.
Khrysís se hundió en un sillón de mármol, estremeciéndose con la frescura del contacto, y murmuró:
—Péiname.
A la luz horizontal de la tarde, la cabellera, aún húmeda y pesada, brilló como un aguacero alumbrado por el sol. La esclava la tomó a puñados y la torció. Hízola enroscar sobre sí misma, cual si fuese una gran serpiente de metal que taladraban como flechas los rectos alfileres de oro, y la envolvió alrededor con un listón verde tres veces cruzado, a fin de realzar sus reflejos con la seda. Khrysís tenía cerca un espejo de cobre pulido. Miraba distraídamente las oscuras manos de la esclava moviéndose entre los profusos cabellos, redondear las guedejas, recoger los mechones rebeldes y esculpir la cabellera como un rhytón de arcilla retorcida. Cuando todo estuvo hecho, púsose de rodillas Dyalá enfrente de su ama y le rasuró con esmero el pubis saliente, a fin de que la joven tuviera ante los ojos de sus amantes la desnudez perfecta de una estatua.
Khrysís, poniéndose más seria, dijo en voz baja:
—Píntame.
Una cajita de palo de rosa, procedente de la isla Dioskorida, contenía afeites de todos colores. Con un pincel de pelos de camello tomó la esclava un poco de pasta negra, que depositó en las hermosas pestañas corvas y largas, para que los ojos pareciesen más azules. Dos rasgos atrevidos de lápiz negro los dilataron, los enternecieron; un polvo azulino plúmbeo los párpados; dos manchas de bermellón encendido avivaron los lagrimales. Era preciso, para fijar los cosméticos, ungir de cerato fresco el rostro y el pecho. Con una pluma de suaves barbas que humedeció en la cerusa, Dyalá pintó regueros blancos a lo largo de los brazos y en el cuello; con un pincelito henchido de carmín ensangrentó la boca y tocó la punta de los pechos. Sus dedos, que habían extendido en las mejillas una nube ligera de polvo rojo, marcaron a la altura de los costados los tres pliegues profundos del talle, y en la grupa redonda dos hoyuelos a veces movedizos. Por último, con un pulidor de cuero teñido de rosa coloreó vagamente los codos y avivó las diez uñas. El tocado había terminado.
Entonces, Khrysís sonrió y dijo a la hindú:
—Cántame.
Manteníase sentada y arqueándose en su sillón de mármol. Tras de su frente, los alfileres lanzaban una irradiación de oro. Las manos aplicadas sobre el pecho, esparcían entre los hombros el rojo collar de sus pintadas uñas, y los blancos pies se juntaban sobre la piedra.
Dyalá, acurrucada junto al muro, recordó los cantos amorosos de la India.
—Khrysís…
Cantaba con voz monótona.
—Khrysís, son tus cabellos como enjambre de abejas detenido sobre un árbol. El viento cálido del Sur los penetra, con el rocío de las luchas del amor y el húmedo perfume de las flores de la noche.
La joven alternó, con voz más dulce y lenta:
—Mis cabellos son como río sin fin en la llanura, por donde, inflamada, se desliza la tarde.
Y una después de otra, fueron cantando así:
—Tus ojos son como lirios de aguas azules y sin tallos, inmóviles sobre estanques.
—Mis ojos están a la sombra de mis pestañas, como lagos profundos bajo ramas negras.
—Tus labios son dos flores delicadas donde cayó la sangre de una corza.
—Mis labios son los bordes de una herida abrasadora.
—Tu lengua es el puñal sangriento que hizo la herida de tu boca.
—Mi lengua está incrustada de preciosas piedras. Se halla roja de mirar mis labios.
—Tus brazos son redondos como dos colmillos de marfil, y tus axilas son dos bocas.
—Mis brazos son largos como dos tallos de lirio, de donde penden mis dedos como cinco pétalos.
—Tus muslos son dos trompas de elefantes blancos, que llevan tus pies como dos flores rojas.
—Mis pies son dos hojas de nenúfar sobre el agua; mis muslos dos hinchados botones de nenúfar.
—Tus senos son dos escudos de plata cuyas puntas se han empapado en sangre.
—Mis pechos son la luna y el reflejo de la luna sobre el agua.
—Tu ombligo es un pozo profundo en un desierto de rosada arena, y tu empeine un tierno cabrito acostado en el seno de su madre.
—Mi ombligo es una perla redonda sobre una copa invertida, y mi regazo es la claridad creciente de Phoebe bajo los bosques.
Quedaron en silencio… La esclava levantó las manos y se encorvó.
La cortesana prosiguió diciendo:
—Es como una flor purpúrea, llena de miel y de perfumes.
»Es como una hidra de mar, viviente y blanda, abierta por la noche.
»Es la gruta húmeda, el albergue siempre abrigado, el Asilo en que descansa el hombre de caminar hacia la muerte.
La prosternada murmuró, muy bajo:
—Es horripilante. Es la cara de Medusa.
Khrysís posó el pie sobre la nuca de la esclava y dijo estremeciéndose:
—Dyalá…
Poco a poco había llegado la noche; pero la luna estaba tan luminosa, que la habitación iba llenándose de claridad azul.
Khrysís, desnuda, contemplaba su cuerpo, en el que los reflejos permanecían inmóviles y en el que caían negrísimas las sombras.
Alzóse bruscamente.
—Dyalá, ¿en qué pensamos? Ya es de noche y aún no he salido. No habrá ya en el heptastadio más que marineros dormidos. Dime, Dyalá, ¿estoy bella? Dime, Dyalá, ¿estoy más bella que nunca esta noche? ¿Sabes que soy la mujer más hermosa de Alejandría? ¿No es verdad que me seguirá como un perro todo el que pase dentro de poco ante la mirada oblicua de mis ojos? ¿No es verdad que haré de él lo que me plazca, hasta un esclavo, si tal es mi capricho, y que del primero que encuentre puedo esperar la más vil obediencia? Vísteme, Dyalá.
Enrolláronse en torno de sus brazos dos serpientes de plata. Fijáronse a sus pies las suelas de unas sandalias, que se sostenían en sus piernas morenas por medio de correhuelas entrecruzadas. Se sujetó ella misma bajo el cálido vientre un cinturón de jovencita, que se inclinaba de lo alto de la región lumbar siguiendo la concavidad de las ingles. Púsose en las orejas grandes anillos circulares, sortijas y sellos en los dedos, y al cuello tres collares de falos de oro cincelados por las hierodulas de Pafos.
Se contempló algún tiempo, desnuda como estaba entre sus joyas, y sacando del cofre donde la había guardado una vasta tela transparente de lino amarillo, se la envolvió a su alrededor, cubriéndose con ella hasta los pies. Pliegues diagonales surcaban lo poco que de su cuerpo se veía a través del tejido ligerísimo. Resaltaba uno de los codos bajo la túnica apretada, y con el otro brazo, que dejó descubierto, llevaba la larga cola recogida, para evitar que arrastrase por el polvo.
Tomó en su mano el abanico de plumas, y salió con indolente paso.
De pie en los peldaños del umbral y apoyada la mano contra el blanco muro, Dyalá vio alejarse a la cortesana.
Marchaba lentamente, a lo largo de las casas, por la calle desierta bañada de claridad lunar. Detrás de sus pasos palpitaba una sombra pequeña y movediza.