PRÓLOGO
Negro como la vieja noche, el asteroide gigante atravesó el vacío. Dejando un rastro cósmico, este precursor había llegado lejos. Avanzaba a toda velocidad a través de las vías espaciales, rodeaba los pozos gravitacionales, pasaba soles refulgentes y lunas yermas. Las estrellas muertas eran testigos de su paso, una trayectoria aparentemente aleatoria, pero el destino no tenía nada de aleatorio. Bordeó la atmósfera de una docena de mundos invertidos, causando cataclismos con su potente campo magnético y condenando al olvido a una gran cantidad de razas inferiores que el universo jamás conocería y que, por lo tanto, jamás lamentaría su pérdida.
Era una mole inmensa y retorcida, plagada de riscos y de cráteres hambrientos y poseedora de una aparente conciencia. Unas persistentes estelas de polvo la seguían como unos dedos delicados que intentaban agarrar sus faldones celestiales. Oscuras esquirlas se desprendían de su masa para pasar a un plano todavía más fosco, como dentados cuchillos de noche. Era inexorable, pero cuando la disformidad lo engulló para devolver su forma profana de nuevo a la realidad, su viaje estaba a punto de llegar a su fin. Un mundo se interponía en su camino, rojo e incandescente contra el sombrío lienzo del espacio. Era un mundo de cielos ardientes, de montañas negras como la pez y de desiertos de fuego.
Siglos antes, el camino errático de la Roca Negra había sido establecido. La propia garra del Arquitecto la había puesto en movimiento. Aquellos que podían percibir los grandes conjuros de la galaxia verían como las cuerdas del destino tiraban de ella hacia el mundo rojo, y presagiarían el apocalipsis. Sólo tenían que contemplarla.
La Roca Negra había visto mucho, y había cargado a muchos viajeros sobre sus viejas espaldas a lo largo de los años. El último había sido tenaz, y había tardado en morir, a pesar de exponerse al frío abrazo del vacío. Sistemas enteros habían perecido presas de su destructivo apetito, devorados a su paso como pequeños archipiélagos borrados tras un violento maremoto.
Era el destino. Era la condena.
El mundo rojo se aproximaba ante él, rodeado de una nube piroclástica. Un mundo infernal y ardiente, un horno del universo en el que se forjaban civilizaciones.
Nocturne.