II: SALVADOR O DESTRUCTOR

II

SALVADOR O DESTRUCTOR

«Ardiendo sin cesar. La llama era incandescente, como una supernova encarnada en un huésped humano. Había aniquilado las naves de metal de la noche eterna como si no fuesen nada, menos que nada. Como una espada de fuego, las había atravesado y las había lanzado al vacío. Era infinita como un océano, interminable como el tiempo. Era la llama y su poder era ilimitado. Todos arderían, todo se convertiría en cenizas antes de que se agotase su ira».

Dak’ir sólo era parcialmente consciente de sí mismo. Una parte considerable de él había cedido al fuego que invadía su cuerpo.

«Debo de estar anclado», pensó mientras luchaba por canalizar las rugientes energías psíquicas en su interior. Más de un centenar de conciencias se aglutinaban en su interior. Sus ánimas y sus recuerdos le estaban alimentando. Sabía que él no era ninguna Llama Desatada, fuera lo que fuese eso. No era ninguna reliquia encarnada. Era un conducto.

En el trono de Scoria, Gravius se había aferrado a las psiques de sus antiguos hermanos y eso le había llevado a la locura, le había quemado desde dentro hacia fuera. Pero Gravius no era psíquico, su mente no estaba preparada para la carga del legado a la que la había sometido. Él sólo había sido un recipiente, un medio para contener ese poder hasta que llegase el huésped adecuado. Dak’ir era el Ferro Ignis, la Espada de Fuego, y había emergido de las cenizas de la guerra para aniquilar a los enemigos de Nocturne.

Esta bestia de la oscuridad más oscura, esta criatura del infierno contra la que luchaba en los cielos ensangrentados era preeminente entre ellos.

Cargó contra él y le dejó profundos arañazos en su armadura de fuego mientras luchaban. Dak’ir portaba una espada ardiente, era literalmente una lengua de fuego afilado solidificada e incandescente por medio de su voluntad psíquica. Embistió con ella a la bestia, haciendo caso omiso de los daños que estaba sufriendo bajo sus garras. Sólo cuando ésta le mordió el hombro con sus largas y serpentinas fauces, Dak’ir gritó.

La golpeó con un guantelete en llamas, agrietándole las escamas y rasgándole la carne. Los golpes de martillo que habrían aplastado tanques de batalla llovían contra el demonio. Con su brazo espada bien preparado, Dak’ir la golpeó en el cuello, insertó sus dedos cargados de fuego en él y continuó hundiéndolos hasta que la bestia gritó de dolor. Herida, se retiró. Unas gotas de lava fundida sangraron desde la armadura de Dak’ir cuando la criatura lo liberó y cauterizaron y sellaron su hombro herido.

Estaba luchando contra él, luchando contra la llama que los llevaría a ambos al Monte del Fuego Letal. Demasiado tarde, el monstruo fue consciente del peligro que corría. Sintió el calor del volcán más grande y más viejo de Nocturne. En combate, volaron hasta la cima de la montaña atravesando densos bancos de nubes piroclásticas y emergiendo a través de secos nubarrones de rayos secos y escarlata. El sulfuro inundaba la brisa, tan denso y tan corrosivo que incluso las escamas antinaturales del demonio empezaron a ennegrecerse.

La bestia se resistía, pero la llama era más fuerte. Dak’ir dejó que tomase otra hebra de su voluntad y de su consciencia con el fin de llevar al demonio hasta el borde de la caldera del Fuego Letal.

—Dak’ir —dijo—, por favor…, hermano.

Reconocía esa voz. Era su hermano, pero un hermano traidor y lejano. Al parpadear tenía un Salamandra entre sus manos, un guerrero de su Capítulo y sangre.

—Iagon. —Dak’ir no reconoció la resonancia en su respuesta al principio; le llevó un momento darse cuenta de que era él quien había hablado. La palabra crepitó como si ella también estuviese en llamas. Volutas de humo escaparon de sus labios separados.

—Sálvame, hermano. Siempre fuiste el más compasivo, Dak’ir. Sabía que debía de haberte seguido, confiaba en ti. Me han traicionado, me han llevado a este trato con el demonio, pero tú puedes redimirme. Tú puedes…

Despiadados, unos ojos ardientes miraban al demonio Iagon cuando Dak’ir se dio cuenta de la artimaña.

—Sigues siendo la misma serpiente, sigues siendo el mismo traidor —dijo—. Arderás en el infierno por todo lo que has hecho, monstruo.

La desesperación dio al demonio un último impulso de fuerza. La boca suplicante de Iagon se transformó en una sonrisa dilatada. Cuando se abrió, reveló los dientes del dragón y lanzó fuego negro contra Dak’ir. Por un momento se vio envuelto en él. Cegado, asfixiándose con los gases de la disformidad, y con la mente inundada de imágenes de mundos en llamas, Dak’ir embistió y confió en su instinto.

Un grito desgarrado brotó de la garganta del demonio, el auténtico nombre de la criatura.

Dak’ir lo articuló en voz alta, la palabra era impronunciable en cualquier lengua mortal, pero salió de sus labios con tanta facilidad como con la que respiraba. El fuego negro cedió y se redujo a la nada. La espada ardiente en la mano de Dak’ir se había transformado en una lanza que atravesó el vientre estriado del demonio y le atravesó el corazón.

Después cayó, mostrando todavía la forma de Iagon, y Dak’ir cayó con ella por el borde del cráter hacia el corazón ardiente de Nocturne.

El demonio fue devorado, la vengativa lava consumió su forma física.

Dak’ir sintió que su fuerza y su voluntad se esfumaban. Había caído a gran profundidad hacia la sangre de vida de la montaña. Tenía que levantarse. El fuego de la muerte intentaba tirar de él, tragarse la llama. Le estaba chupando la fuerza que le había hecho ser capaz de despedazar naves espaciales. Con las últimas que le quedaban, escaló. Todos sus esfuerzos se centraban en escapar del interminable mar de lava. Como una espada renacida en el fuego de la forja, Dak’ir atravesó la superficie de la caldera. Cegado, debilitado por la batalla, se elevó a los cielos de manera errante. Demasiado débil como para permanecer en el aire, cayó en picado como un corneta en el Desierto de Pira y abrió un gran surco en la tierra.

Cuando Dak’ir abrió los ojos de nuevo, estaba boca arriba y mirando al cielo sangriento. No sabía cuánto tiempo había estado allí tumbado. El fuego que le había invadido estaba apagándose. Sólo quedaban encendidas unas cuantas ascuas. Su tiempo como conducto de esa fuerza que le había dominado estaba llegando a su fin.

—Salvador o destructor —dijo con voz áspera a través de unos labios agrietados y ennegrecidos por el fuego. Su armadura emitía una bruma de calor, parcialmente fundida por la influencia de la llama. Crujía mientras se enfriaba, un sonido adusto que hizo que Dak’ir pensase en sus huesos.

El demonio estaba muerto, había vuelto al Ojo.

Los ejércitos de Nocturne habían vencido. Todas las profecías catastrofistas, la visión que había tenido durante la cremación. Nada de eso había sucedido. Estaba vivo, y su mundo también.

—Salvador… —decidió.

Dak’ir estaba a punto de levantarse cuando sintió una ola de calor en su interior. Un núcleo ardiente de algo que había creído extinguido se reavivó de repente. A pesar de sus heridas, se esforzó por ponerse de pie. En la distancia, los soldados enemigos se estaban retirando de una fuerza de Dracos de Fuego. Las cañoneras empezaban a elevarse en el aire. Incluso desde tan lejos veía como sus hermanos Salamandras reforzaban las murallas de Hesiod. Una Thunderhawk ennegrecida descendió a una de las plataformas de aterrizaje de la ciudad.

Después miró al mar, al desierto interminable, a las montañas y se imaginó los otros Santuarios. Los gritos de victoria estarían llenando sus bocas, estarían cantando canciones y derramando lágrimas de tristeza y de alivio. La vida, a pesar de todo, continuaría en aquel mundo infernal.

A menos que…

Dak’ir intentó dominar la llama, someterla a su control, pero ahora era superior a él.

«Tengo que morir —se dio cuenta. Tenía que cortar el conducto desde la fuente. Él era la fuente—. Tengo que morir».

La espada ardiente había desaparecido y Dak’ir no podía hacer que se manifestase de nuevo. No llevaba ninguna otra arma, de modo que no podía caer bajo su propia espada. Quiso gritar incluso cuando el fuego a su alrededor empezó a germinar. Primero aparecería en las puntas de sus dedos, después envolvería todo su cuerpo, después arrasaría el desierto, y ardería con tanta intensidad que la arena se transformaría en cristal. El fuego se extendería, más destructivo que una carga atómica. Ardería y consumiría, engullendo las ciudades hasta que lo único que quedase fuesen cenizas.

—No puedo detenerlo… —La idea resultaba fría en extremo contraste con el calor, y aterradora. Mientras observaba sus puños cubiertos de fuego, Dak’ir ni siquiera estaba seguro de querer detenerlo.

—Entonces lo haré yo.

El primer golpe que recibió en la espalda puso a Dak’ir de rodillas. Gruñó e intentó encontrar a su atacante, pero un segundo golpe hizo que se doblase hacia delante. Cargó a ciegas y golpeó algo duro que cayó de espaldas. Una vez de pie de nuevo, Dak’ir vio el rostro de su enemigo.

—Yo venceré al fuego que tienes dentro —dijo el guerrero cubierto de cicatrices que vestía la armadura de un renegado con el labio inferior arrugado en un gesto de gruñido—, igneano.

Tsu’gan avanzó hacia Dak’ir con los dientes de su espada sierra rotando a toda velocidad. Golpeó a Dak’ir en el pecho, le abrió una profunda muesca en la armadura y después le golpeó una vez más en la hombrera.

Impelida por su necesidad de sobrevivir, la espada ardiente empezó a materializarse en la mano de Dak’ir, pero Tsu’gan le golpeó de nuevo y el arma se transformó en humo. El golpe debería haberle matado, pero sólo había logrado abrirle una grieta en la armadura.

—Estás intentando reunir fuerzas para quemarnos a todos en el infierno —espetó Tsu’gan al tiempo que le propinaba a Dak’ir un puñetazo en la mandíbula.

Dak’ir se tambaleó pero detuvo la espada sierra con su avambrazo y dejó que los dientes mordiesen y echasen chispas contra la chapa de batalla. Después golpeó a Tsu’gan en el torso y lo empujó hacia atrás. Unos óvalos ardientes donde Dak’ir había colocado los dedos ennegrecieron la armadura de Tsu’gan.

—Tenía entendido que habías perecido en la disformidad —dijo Dak’ir—. Sabía que no podía ser cierto. Sentía que seguías vivo.

—Estoy muerto. Sólo he vuelto para matarte.

—Seguimos siendo hermanos, Tsu’gan.

—Tú no eres mi hermano, igneano —espetó, y después bajó la voz un momento—. Ninguno de vosotros lo sois ya. Como acabo de decir, estoy muerto.

—¿Cómo me has encontrado? —Aunque intentaba ocultarlo, a Dak’ir le estaba costando mantener a la llama a raya. En su imaginación, sus dedos mantenían cerradas las puertas de la inundación, pero estaban cediendo.

Tsu’gan sonrió, o al menos la mitad de su rostro lo hizo. La otra estaba demasiado quemada como para formar una expresión.

—Estaba siguiendo a otra presa cuando vi tu estela de fuego en el cielo. Sabía que debías de ser tú —dijo con desdén—, el de la profecía, la condena o la salvación de Nocturne. Para mí, igneano, siempre fuiste sólo una aberración.

—Eres tú quien viste la armadura de un renegado.

—Así es —dijo Tsu’gan con un aire de melancolía mientras blandía la espada sierra—, y la usaré para acabar contigo. —Entonces lanzó un golpe con el arma para liberar algo de tensión en su muñeca—. Ahora descúbrete el cuello ante la hoja y acabaré con esto pronto. Siempre te he detestado, Hazon, pero has matado a esa abominación del abismo que Nihilan trajo consigo. No entiendo cómo, pero lo has hecho y también has hecho pedazos a la flota de ese desgraciado. Por eso voy a concederte una muerte digna, pero debes morir —dijo, y señaló la arena que tenía ante sus pies—. Y ahora arrodíllate.

—Zek, yo…

—Arrodíllate. Y hazlo deprisa.

Dak’ir asintió, pero no se arrodilló. En lugar de hacerlo, agarró a Tsu’gan de la garganta.

—Soy la llama —dijo con una voz resonante que se parecía a la suya propia mientras la piel bajo sus dedos acorazados empezaba a arder. Tsu’gan gritó.

—Todo debe arder. Incluso tú, hermano.

Tsu’gan le miró a los ojos y más de cuatro décadas de resentimiento brotaron de sus ojos mientras graznó a través de sus dientes apretados:

—No será hoy, igneano… —E insertó la espada sierra que todavía zumbaba en la grieta que había abierto antes en la armadura de Dak’ir, insertándosela en el cuerpo hasta la empuñadura.

Dak’ir lanzó un grito ahogado y aflojó los dedos.

Tsu’gan soltó la espada sierra dejándola clavada y encendida. Después cayó de rodillas agarrándose la garganta destrozada pero decidido a ver como Dak’ir se tambaleaba.

El recipiente de la llama, su conducto psíquico, se había quebrado. El fuego escapaba de la grave herida y brotaba de los ojos y la boca de Dak’ir a raudales. En llamas, quemándose por dentro y por fuera, echó la cabeza hacia atrás y gritó.

La llamarada de luz ardiente que salió de él fue más brillante que un sol muriente.

Tsu’gan no se molestó en defenderse. No serviría de nada. Cerró los ojos, pensó en el Capitán Kadai y dejó que la onda expansiva le arrollase.

* * *

Val’in estaba en la muralla con Exor atendiendo al Maestro Prebian cuando vio la explosión en el desierto. Parecía una bola de fuego, ardiendo y expandiéndose rápidamente hasta que se plegó bajo su propia masa y se disipó.

Por debajo de ellos, los Salamandras y los ciudadanos de Hesiod también la habían visto. Hombro con hombro, tanto los Nacidos del Fuego como los humanos se detuvieron a presenciar el acontecimiento. Ninguno de ellos sabía lo que había sucedido. Pocos reconocían los nombres de Zek Tsu’gan y de Hazon Dak’ir. Nunca sabrían el sacrificio que se había hecho y el legado que había dado lugar a ello.

Exor estaba trabajando con un botiquín de campo, curando las heridas de Prebian, cuando la llamarada le hizo alzar la mirada.

—En el hombre de Vulkan, ¿qué diablos es eso? —preguntó. Val’in no podía apartar la mirada.

—Victoria y muerte, hermano.

—¿Es el final?

—No. El Círculo de Fuego nunca termina.