I
ROTO POR EL YUNQUE
Unos hilos de irrealidad finos como los de las telarañas se rompían ante Vel’cona mientras atravesaba el ardiente portal del infinito hacia la cámara. Un abatido Pyriel caía postrado de rodillas cuando llegó. El agujero que tenía en el pecho abierto por la lanza de la disformidad era mortal. Él mismo había entrenado al acólito, había visto algo grande en él y la promesa de legado. Nada de eso sucedería jamás. Nihilan se había encargado de ello.
El hechicero Guerrero Dragón reaccionó inmediatamente ante la presencia del Jefe de los Bibliotecarios y descargó una tormenta de oscuridad. Seguidamente, Vel’cona creó una rápida defensa de símbolos de protección descritos en el aire con su báculo psíquico, pero era demasiado tarde para detener la descarga letal invocada.
—El infierno ha llegado para ti, maestro —rugió Nihilan.
Vel’cona apenas oyó la provocación por encima del terrible tumulto de la nube. Unas voces inhumanas, graves y guturales, ahogaban todo pensamiento y toda razón. Sentía su voluntad maligna presionando contra él tan tangible como cualquier espada.
Había seres revolviéndose en la oscuridad. Vel’cona los sentía deslizándose contra su armadura como pálidos tentáculos de conciencia que dejaban marcas de quemadura en la ceramita. El horror habitaba en aquella nube y quería arrebatarle la carne, los huesos y el alma.
Tras inclinar la cabeza, Vel’cona cerró los ojos mientras intentaba mantenerse centrado. La fuerza mental, la fuerza de voluntad era todo lo que poseía un psíquico. Era lo que le había mantenido vivo contra los depredadores de la disformidad, contra el propio conducto a través del cual canalizaba su poder. Vel’cona había pasado muchas horas, largos años, de hecho, realizando una meditación psíquica, aprendiendo a manipular y a interpretar los caprichos de la disformidad, canalizando y afinando sus poderes. Necesitaba cada segundo de esa dedicación a sus artes durante esos momentos en los que el horror negro se cernía sobre él.
Vel’cona se postró sobre una de sus rodillas conforme los tentáculos enroscados azotaban y se retiró a un núcleo fundido en su interior donde se encontraba su fortaleza, su refugio contra las fuerzas oscuras. La había forjado con sus propias manos psíquicas, y la había desarrollado y nutrido. El dolor le hizo sacudirse con espasmos recordándole lo apremiante de la realidad. La amenaza de la impureza lo mantenía despierto. Nada debía perturbar su serenidad. Una baliza de luz brillaba en su ojo mental. Al principio era sólo un parpadeo, pero fue volviéndose más rápida hasta convertirse en una rugiente pira. Vel’cona volvió a levantarse, envuelto en una armadura de fuego. Allá donde le tocaba, la nube infernal prendía en llamas. Su miríada de conciencias chillaba mientras se calcinaba y se transformaba en restos insignificantes que ardían como el pergamino antes de ser reducido a cenizas.
Conforme emergía de la oscuridad que se disipaba, Vel’cona lanzó un arco de relámpago desde su palma que golpeó a Nihilan en el hombro. El Jefe de los Bibliotecarios expulsó un segundo golpe que le agrietó el peto, y después un tercero que aporreó al Guerrero Dragón mientras intentaba levantarse.
Nihilan bloqueó un tercer rayo en su báculo usándolo como si fuese un pararrayos. Estaba a medio camino de levantarse cuando Vel’cona cerró un puño para partir el suelo bajo sus pies. Hundiéndose entre las grietas, Nihilan escupió una llama infernal perversa que el Jefe de los Bibliotecarios repelió fácilmente con un gesto de desdén.
—Débil, hechicero.
—Como lo era tu aprendiz.
El cuerpo de Pyriel yacía inerte en el suelo de la cámara, sin sangre y quieto. Durante la distracción momentánea, Nihilan invocó una lanza de oscuridad que le arrancaría el alma del cuerpo a su viejo maestro y dejaría su carcasa pudriéndose después.
Vel’cona lanzó una lanza propia, una línea de fuego que se enfrentó a la negrura del hechizo disforme de Nihilan y la detuvo.
El fuego se enfrentó a la sombra. Los conjuros psíquicos rivales se expandían conforme los iban alimentando de energía sus portadores hasta convertirse en un horizonte de sucesos en miniatura que poco a poco fue inundando la cámara y todo lo que había en ella.
Entre la bullente ciénaga de energía disforme, Vel’cona diseñó su avatar como un draco rugiente cubierto de escamas y con colmillos, mientras que Nihilan diseñó un dragón, una bestia alada roja como la sangre y cubierta de viejas cicatrices. Los monstruos se enfrentaban, embistiendo y arañando con sus garras, arrancando trozos de escama y de carne con los colmillos, dando forma física a la batalla mental.
Poco a poco, el draco empezó a imponer su dominio. Aumentó de tamaño, incluso cuando el dragón empezó a menguar.
—Pyriel no morirá sin ser vengando —prometió Vel’cona mientras su monstruoso avatar le mordía el cuello al otro y le arrancaba la cabeza. La fuente de sangre se transformó en motas de energía disforme que se disiparon en una violenta explosión que lanzó a Nihilan despedido por la cámara.
Vel’cona oyó como la columna vertebral del hechicero se partía al impactar contra algo duro y rígido. En los confines más extremos de la cámara, oculto por una sombra, había un yunque. A Vel’cona le impactó pensar que, a pesar del tiempo que había pasado en aquella cámara, jamás había visto el yunque antes. Era viejo y estaba cubierto de óxido. Había algo antiguo y ligeramente anacrónico en él. Era la herramienta de un herrero, pero una que llevaba muchos años, milenios incluso, sin utilizarse. Nihilan se había roto contra él.
Pero no estaba muerto. Todavía.
El fuego cerúleo en los ojos de Vel’cona se redujo a unas leves ascuas. Sabiendo que era un error, dejó su báculo psíquico a un lado. Nihilan estaba partido en dos, lejos de algo que intentaba alcanzar.
—Voy a ahogarte con mis propias manos por esto —le aseguró Vel’cona—. No será una muerte rápida.
No era su báculo lo que el hechicero quería coger. Una onda expansiva de fuego golpeó a Vel’cona. Como si un tanque le hubiese golpeado en la ijada, el Jefe de los Bibliotecarios salió despedido por la cámara. A pesar del dolor, se levantó unos segundos después de aterrizar.
Ramlek estaba gravemente quemado, con la armadura hecha pedazos pero, no obstante, estaba sanando. La carne arrugada se retejía y se alisaba, los cortes ensangrentados se sellaban solos como si un hilo invisible los estuviese suturando y sus huesos se recolocaban con un crujido audible. En unos momentos estuvo entero y vivo otra vez.
—Un truco impresionante —le concedió Vel’cona.
El perro renegado le fulminó con la mirada.
—¡Muerte a los Salamandras! —rugió, y lanzó un chorro de fuego por la boca.
Vel’cona se cobijó tras su capa de escamas de draco y dejó que las llamas le envolviesen. Tras soportar la peor parte de la conflagración de Ramlek, se quitó la capa preparado para matarlos a ambos, pero halló la cámara vacía. Sus enemigos habían desaparecido y se habían llevado el libro con ellos.
Tras dejar que el arco de energía que estaba formando se desvaneciese, estaba a punto de centrar sus poderes en alcanzarles cuando escuchó la voz ahogada de Pyriel.
—Maestro…
Por increíble que fuese, seguía con vida. Tuvo que aguantarle la cabeza para evitar que golpease el suelo.
—Estoy aquí. Tranquilo, hermano.
—Lo siento, mi… señor.
Al epistolario le costaba pronunciar cada palabra. Había aguantado hasta ahora, pero el fuego le estaba llamando y pronto le consumiría.
—¿El qué? —preguntó Vel’cona.
Había una sima abierta en el torso de Pyriel desde donde la lanza de almas le había destripado. Aunque el fuego infernal había cauterizado la herida, la había dejado negra de impureza y había destruido la mayoría de sus órganos. Lo único que le había mantenido con vida hasta ahora había sido su voluntad. Sin ningún apotecario a mano, aquél era el final del legado de Pyriel, y Vel’cona sentía un inmenso cargo de conciencia.
—Por desafiarte en el consejo, por… intentar a matar a Nihilan yo solo.
—Nos ha superado a todos al final, hermano, pero no tienes por qué disculparte conmigo. Tu fuerza de voluntad siempre ha sido tu mejor cualidad.
—Tal vez…, qué irónico que sea eso lo que me ha llevado a la muerte.
—Tal vez, pero eso no me consuela.
—¿Has acabado con él, señor?
La expresión de Vel’cona se ensombreció.
—No. Nihilan ha escapado con el libro, una de nuestras reliquias más sagradas.
—Pretende resucitar a Ushorak con… la tradición proscrita que contienen sus páginas.
—Debería haberlo previsto. —Vel’cona miró hacia la oscuridad como buscando una respuesta en lo más profundo de su ser, pero no hallaba ninguna—. Mi mente se centraba únicamente en la profecía. Estaba ciego, Pyriel, y lo lamento mucho.
No hubo respuesta.
—¿Hermano, has oído…? —Vel’cona bajó la mirada pero Pyriel ya estaba muerto. Entonces dejó escapar un largo y compungido suspiro—. Te llevaré hasta la montaña yo mismo.
La cámara estaba devastada y el templo del libro sagrado profanado, aunque eso ahora ya daba igual. Al menos Nihilan había pagado una especie de precio. El yunque lo había roto, lo había…
Vel’cona no lo encontró. Buscó en la oscuridad pero la cámara estaba vacía, tal y como lo había estado la primera vez que entró. El yunque, si es que realmente había estado ahí, había desaparecido.
* * *
Cuando Agatone encontró al Señor del Capítulo apoyado contra el vientre del Prometeano siniestrado se apresuró a pedir refuerzos.
El humo había empezado a disiparse por fin, y un sol brillante y rojizo brillaba enfurecido sobre ellos desde un cielo opresivo. Para Agatone era la vista más hermosa que había contemplado jamás.
—El sol prometeano… —dejó escapar mientras descendía a la cuenca, y lo tomó como un presagio de Vulkan.
El fuego de bolter estallaba esporádico desde combates distantes mientras los guerreros de la 3.ª Compañía aseguraban el emplazamiento. Más allá tenían lugar los últimos estertores de una campaña más grande que se estaba venciendo. La noticia de la destrucción del Acechador del Infierno y la derrota de la flota enemiga, así como la de la ausencia repentina de su general había llegado hasta los soldados en tierra.
Aparte del Astartes Traidor que seguía luchando obstinadamente, el resto estaban casi en retirada.
Los informes llegaban rápidamente a través de la red de comunicaciones. Los capitanes Mulcebar y Drakgaar habían establecido contacto. Heliosa y Aethonion estaban seguras; la escasa fuerza enemiga que había Regado hasta sus fronteras carecía de apoyo y fue aplastada rápidamente. Las unidades de reserva de las compañías estaban de camino a Hesiod para ayudar a liquidar cualquier formación enemiga recalcitrante que aún siguiese allí.
Las cañoneras, escuadrones de ellas, estaban aterrizando en el Desierto de Pira. Directos desde la victoriosa batalla en el vacío, los Dracos de Fuego se estaban desplegando con fuerza e impidiendo la retirada de los Guerreros Dragó. El enemigo moriría aplastado entre el martillo y el yunque. La guerra no había terminado, pero los Salamandras poseían la ventaja táctica y numérica. Sin duda, era sólo una cuestión de tiempo.
—¡Está aquí! —gritó Agatone, corriendo junto a Tu’Shan—. ¿Puedes caminar, mi señor? —preguntó sin preámbulos. Tu’Shan asintió. Estaba débil y hablaba entre dientes.
—Tsu’gan —dijo—, ¿le habéis visto?
Agatone estaba intentando evaluar las heridas de su Señor del Capítulo. Tenía la pierna derecha terriblemente aplastada además de otra herida en el hombro y en el torso. Sin un apotecario no sabía hasta qué punto sería grave.
—No he visto a nadie marcharse de esta cuenca, mi señor —respondió.
Mahicant y Shen’kar, supervivientes de la Guardia Inferno de Agatone, estaban cerca y se mantenían alerta vigilando. Se habían encontrado con algunos renegados de camino a donde habían hallado a Tu’Shan.
—Estamos listos para la extracción —crepitó la voz de Honorios a través del comunicador.
Agatone apartó la mirada del Señor del Capítulo un momento mostrando su perfil mientras se llevaba un dedo acorazado a un auricular en el oído.
—Contacta con el Hermano Hek’em y envía a la Dragón de Fuego a esta posición inmediatamente. Nuestro Señor del Capítulo está herido.
—En el nombre de Vulkan, hermano capitán.
Agatone cortó la comunicación.
—Estaba aquí —dijo Tu’Shan—. Tsu’gan —aclaró— me ha salvado la vida.
Tras bajar su bolter, Agatone ayudó a Tu’Shan a levantarse sosteniéndole en su lado herido como si fuese una muleta.
—Yo no he visto ninguna señal —reiteró el capitán—. Tenemos que llevarte de regreso a la ciudad y después al apotecarión de Prometeo.
Tu’Shan apenas estaba lúcido. Seguía perdiendo y recuperando la consciencia, lo que aumentaba la preocupación de Agatone.
—Me llevarás a Hesiod, donde permaneceré hasta que hayamos ganado esta guerra.
—No es seguro, mi señor. Debemos…
—¿Acaso no soy tu Señor del Capítulo? —le cortó Tu’Shan, aunque su ira se desvanecía a causa de sus heridas.
Agatone asintió a regañadientes.
—A Hesiod entonces, bajo mi protección. Hay médicos humanos en la ciudad. No están tan versados en la fisiología de los Marines Espaciales como los médicos de Prometeo, pero algo es algo.
Tu’Shan se dispuso a protestar, pero Agatone se anticipó con una refutación:
—Esto no vamos a discutirlo.
Esta vez fue el Señor del Capítulo el que asintió y cedió. Habían llegado al borde de la cuenca y salían cojeando de ella hacia el terreno más alto cuando dos escuadras de la 3.ª Compañía formaron un cordón de protección a su alrededor.
Shen’kar estaba colocando una baliza para la Thunderhawk cuando una sombra atravesó el sol. Era alada y con los bordes recortados y exudaba un terrible hedor a carne podrida. Con las tripas revueltas, Agatone dejó al Señor del Capítulo en el suelo y agachado con su bolter apuntó al cielo.
—¡Bolters arriba! —gritó.
Las dos escuadras que formaban el cordón, así como Shen’kar y Malicant, siguieron el ejemplo del capitán.
El aire se tomó quieto y denso, el estandarte de la compañía no era más que un trozo de tela sin vida que pendía del poste de su portador.
—Es la criatura, el drakon. —Malicant empleó la palabra que Vel’cona usaba para llamar a la bestia—. La he sentido.
—Yo también —murmuró Shen’kar. El lanzallamas del veterano serviría de poco contra un objetivo aéreo, de modo que se concentró en actuar como observador para sus hermanos. Varios guerreros de la escuadra murmuraron más o menos lo mismo.
Incluso a pesar de planear muy por encima de ellos, la presencia de la criatura era palpable.
—¿No acabamos de lanzar un ataque orbital contra esa cosa? —preguntó Malicant. Todos habían visto el rayo magnésico desde el campo de batalla principal.
Shen’kar asintió mientras observaba el cielo cargado de humo en busca de alguna señal.
—Estad preparados —les dijo Agatone—. Quédate detrás de mí, mi señor.
Aquella cosa era un demonio. Nadia la había descrito así, pero Agatone sabía lo suficiente sobre aquellas criaturas como para reconocer una cuando la tenía delante. Y era un demonio antiguo Venerable. Sabía que no podría matarla, ni siquiera con escuadras de la 3.ª Compañía y con sus adheridos.
Tu’Shan se había quedado inconsciente tras alcanzar sus límites de resistencia. Vulnerable de repente, Agatone y sus hombres tendrían que proteger la vida del Señor del Capítulo.
Era lo único que importaba.
Habían pasado de una victoria inminente a un peligro extremo en tan sólo unos latidos. Ninguna guerra se ganaba realmente hasta que el último enemigo era aniquilado. Éste, la criatura que acechaba en los cielos, eclipsaba a todos los demás. Su sombra pasó otra vez, ahora más cerca. Volaba en círculos.
—¿Hek’em? —Agatone se dirigió al piloto de la Dragón de Fuego e intentó mantener la voz lo más tranquila posible.
—Estamos entrando, capitán —respondió brevemente.
—Date prisa. No estamos solos aquí. Y vigila los cielos, hermano.
El ruido estático acompañó la respuesta inmediata de Hek’em:
—La veo, capitán, planeando con las alas extendidas. —Hubo otra pausa corta mientras el piloto se dirigía a su tripulación—. ¡Nos ha visto! ¡Vamos a disparar!
—No, hermano. ¡Eludidla! —Agatone buscaba en los cielos desesperado, pero sabía que no podía hacer nada por Hek’em desde el suelo.
El enlace de comunicación seguía abierto. Unos gritos sordos y el leve ladrido del fuego de bolter pesado inundaban el sonido de fondo.
Agatone escuchaba. El pitido de las sirenas de advertencia se abrió paso de repente eclipsando los demás ruidos que se escuchaban a través del comunicador. La Dragón de Fuego estaba en apuros.
—Por la sangre de Vulkan… —llegó la respuesta cortada de Hek’em, que estaba concentrado sólo en no morir—. Hay… Veo algo… fuego. Capitán, veo fuego.
—¿De qué diablos está hablando? —preguntó Shen’kar, que también estaba escuchando.
De repente, el cielo se vio envuelto en llamas como si todo el aire de la atmósfera superior se hubiese convertido en fuego. Era un fuego rugiente, incandescente…, devastador.
La sensación en las tripas de Agatone desapareció y se transformó en fascinación y en un deseo de arrodillarse para rogar.
Unos momentos después se escucharon los reactores descendientes de una cañonera Thunderhawk conforme la Dragón de Fuego realizaba su aterrizaje en la llanura. Estaba quemada. Las puntas de las alas y el fuselaje estaban negros. Las marcas de garras arañaban el compartimento de los soldados, pero seguía funcionando. La placa del glacis se abrió con un silbido de presión liberada y Hek’em se levantó en su posición de piloto en la cabina de mando.
—Subidlo a bordo —dijo. Su tono era apremiante y sin ceremonia.
Agatone no le cuestionó. Se volvió hacia Shen’kar mientras volvía a levantar al Señor del Capítulo inconsciente sobre su hombro.
—Ayúdame, hermano.
Shen’kar le sujetó del otro brazo y entre ambos medio arrastraron a Tu’Shan hasta la rampa de embarque de la Dragón de Fuego.
Agatone utilizó el comunicador para hablar con Hek’em.
—Estamos a bordo, hermano. Cierra la rampa y llévanos al aire.
Los turbopropulsores eclipsaron la respuesta afirmativa del piloto. La rampa de embarque todavía estaba recogiéndose cuando la Thunderhawk salió disparada hacia arriba. A través del agujero que se iba cerrando lentamente, Agatone veía el cielo. Era un océano de fuego, bullente y ardiente a unos pocos metros por encima de ellos. Entonces vio algo que atravesaba sus olas como una flecha. Portaba una pesada carga, un ser monstruoso con las alas extendidas incapaz de resistirse a la furia de la ola de fuego que la arrastraba hacia la montaña. Aquella lanza de fuego que Agatone veía se parecía mucho a un hombre.
—¿Habéis visto eso? —preguntó Shen’kar cuando la rampa se cerró y los sumió brevemente en la oscuridad.
Unas luces escarlata se encendieron mientras Agatone respondía.
—Sí, pero no me preguntes lo que era, hermano, porque no tengo palabras para ello. Ninguna en absoluto.