II: LIBRO DEL FUEGO

II

LIBRO DEL FUEGO

Las profundas cavernas del planeta eran oscuras. Mientras descendía por el abismático cráter, Nihilan giró sus espectros ópticos hasta que encontró un filtro que le proporcionaba la agudeza visual más clara. Aparte de riscos y cenizas había poco que ver, pero los extremos recortados del túnel abierto eran traicioneros. Un arañazo podía hacer un agujero que inutilizase su retrocohete y enviarle al olvido en las fuliginosas profundidades inferiores. El cañón sísmico había abierto una herida en el centro fundido de Nocturne, cerca de su corazón.

Nubes de sulfuro ascendían desde la distante cuenca del cráter, empujadas por las corrientes térmicas del magma. El aire hedía intensamente a quemado, y un olor mordaz invadía la nariz y la garganta de Nihilan a pesar de llevar puesto su yelmo de combate. Aquel olor le traía recuerdos de su entrenamiento como semántico con Pyriel, de los días en los que habían luchado como aliados.

El humo y el calor pasaban en cascada por las lentes retinales de Nihilan interrumpiendo sus recuerdos y dificultando la señal visual. A pesar de la interferencia, había visto una abertura más adelante. Aumentó la intensidad de sus motores dándoles un poco más de potencia. Entonces esperó en silencio entre las sombras, mientras el retrocohete consumía combustible con un dulce zumbido, manteniendo a su portador en el aire y relativamente quieto.

Bajo ellos, a más profundidad, la sangre de la tierra crepitaba y escupía. Las pesadas ráfagas de aire caliente eran más espesas aquí y ascendían desde una fosa rojiza; el humo era tan denso que ocultaba los ríos de magma que ardían en su punto más bajo, reduciéndolos a un resplandor sombrío. Pronto se hincharía y estallaría. El Monte del Fuego Letal se resquebrajaría y se abriría. Ella se desangraría hasta morir y ahogaría el mundo en un fuego infernal.

Nihilan observó la oscuridad un momento más.

Nada se movía. Ningún guardián ni ningún monstruo de las profundidades se oponía a ellos. Tenían vía libre. Todo y todos estaban en la superficie, defendiendo Nocturne. No sabían que su auténtico enemigo estaba ahí abajo, que las cámaras y los bastiones que consideraban que estaban seguros no lo estaban.

Con un rayo tan inmenso, el margen de error con el cañón sísmico era grande, pero aun así seguía siendo toda una hazaña haber dado casi en el punto de incisión preciso que Nihilan necesitaba.

Con los corazones bombeando en su pecho, aumentó la potencia de los motores de nuevo y se deslizó por los pasillos envueltos en sombras hasta el extremo del cráter. Sus siervos le seguían. Ante ellos había una cámara, abierta como con un corte transversal realizado por un bisturí de cirugía. La inmensa puerta artesanal de la cámara estaba partida casi en dos. Un arco fundido donde el rayo lo había atravesado seguía al rojo vivo todavía. La abertura que había quedado atrás era lo bastante ancha como para que los tres Guerreros Dragones entrasen a la vez.

—Estoy temblando, Ramlek —confesó Nihilan a su perro.

—Este lugar apesta a Salamandras —gruñó él.

Thark’n se limitó a asentir mientras los tres atravesaban la sombra de la puerta rota.

Unos braseros tenues, los que no habían sido destruidos con el paso del cañón sísmico, describían un austero altar.

Las danzantes antorchas iluminaban un pedestal de obsidiana. Sobre éste había un libro.

Nihilan aterrizó suavemente en el suelo de la sala del altar. Estaba repleta de grietas y de pequeñas fracturas de presión pero, incluso bajo el inmenso peso de los tres Guerreros Dragones acorazados el suelo parecía bastante sólido. Cuando el hechicero se acercó al pedestal, sus guerreros se quedaron atrás, protegiendo la boca de la cámara. Era como una cueva tallada en el interior de la montaña, con el umbral totalmente plano.

—Nada se mueve —dijo Ramlek, inspeccionando la oscuridad tanto superior como inferior.

Thark’n pasó lentamente su cañón segador a su alrededor y gruñó prácticamente lo mismo.

Nihilan no les escuchaba. Le temblaban las manos, cerca ya de tocar el libro antiguo.

—Vulkan te enterró aquí, ¿verdad? —susurró como si esperase que el objeto le respondiese—. Descubrió algo durante su tiempo en este mundo, algo de las Viejas Costumbres, algo prohibido y proscrito.

Nihilan frunció el ceño bajo la máscara de su yelmo de batalla.

—Un padre celoso protegiendo sus secretos —bufó—, pero yo sé, veo lo que contiene… —Entonces agarró los bordes del libro con sus dedos acorazados y lo levantó con cuidado hacia la luz como si fuese a desmenuzarse en cualquier momento—: Cubierta simple de piel de draco, cerrada con un candado dorado —murmuró—. ¿Quién iba a creer que posees tantas revelaciones… sobre la vida, la resurrección…?

Engel’saak le había hablado de los nigromantes, de los hombres caídos del viejo Nocturne y de sus oscuras artes de la tierra. Sólo un demonio era lo bastante viejo como para recordar esas cosas, pero había estado demasiado dispuesto a divulgar sus secretos para que Nihilan le proporcionase un cuerpo de carne de nuevo. Por la simple promesa, el simple precio, de un recipiente, poseería la manera de devolverle la vida a los muertos.

—Por mi señor —dijo Nihilan con la voz entrecortada—. Por Vai’tan Ushorak.

Su momento de reverencia se vio interrumpido por una brillante bruma de calor que se materializó en la parte trasera del santuario. Nihilan la sintió antes de verla, como si le pinchase los sentidos psíquicos. Una línea irregular de fuego cobró vida y se expandió. Desde sus confines cubiertos de humo, una figura que vestía la servoarmadura azul del Librarius salió hacia la cámara.

Pyriel estaba envuelto en fuego psíquico mientras emergía del portal del infinito. El báculo psíquico que agarraba con el puño crepitaba con poder atrapado.

—¿Has venido solo, hermano? —Nihilan sonaba sorprendido, e incluso se sintió un poco insultado. Todavía tenía el libro en sus manos. El humo emanaba de la armadura del Bibliotecario a borbotones. Él parecía imperturbable.

—De momento.

—Eso ha sido estúpido, muy estúpido, especialmente tras un ritual tan difícil. ¿Has enviado tu cuerpo y tu alma hasta aquí desde Prometeo? —Un fuego cerúleo centelleaba en los ojos de Nihilan—. Pareces cansado.

—¿Ah, sí?

Una columna de fuego blanco salió despedida desde los dedos estirados de Pyriel como una lanza incandescente. Nihilan la bloqueó con la palma de la mano y desvió el rayo hacia Thark’n, que estaba a punto de barrer la sala del altar con su cañón segador. El golpe en el pecho empujó al Guerrero Dragón por el precipicio de la cámara hacia el abismo inferior.

No se escuchó ningún grito, pero probablemente Thark’n hubiese muerto.

—¡Mátalo! —ordenó Nihilan al tiempo que retrocedía para proteger el libro.

Ramlek echó a correr dando golpes con su hacha de combate. Pyriel lanzó al inmenso guerrero a un lado con una columna de fuego que giraba en espiral con las cabezas de unas serpientes que le perseguían y aplastó al Guerrero Dragón contra la pared de la cámara.

Éste intentó levantarse, pero Pyriel le golpeó de nuevo con un martillo ardiente que le resquebrajó la armadura y lo dejó echando humo. Inconsciente, el Guerrero Dragón no volvió a levantarse.

—Estamos solos tú yo, hermano —dijo, volviéndose hacia su némesis. Nihilan tenía su cayado en las manos y estaba describiendo símbolos arcanos en el aire cargado de humo con la punta.

—No lograste vencerme en Scoria. ¿Qué te hace pensar que no vas a morir esta vez?

Los ojos de Pyriel centellearon con una llama azul cerúleo en la penumbra.

—Que sé que ahora no tienes a ese demonio de muleta.

Nihilan se echó a reír, su armadura roja como la sangre iluminada por el ardiente llamamiento que su viejo acólito estaba convocando. Un lazo de fuego envolvió el fuego de Pyriel defendiéndole de una ráfaga de dardos negros.

Los poderes psíquicos se bloqueaban los unos a los otros, pero el Bibliotecario se había dejado algo en la reserva.

—¿Recuerdas mucho de aquellos días, Pyriel? —preguntó Nihilan al tiempo que un rayo de fuego rojo chisporroteaba con impotencia contra el símbolo oscuro que había dibujado en el aire. El sello se convirtió en una boca demoníaca que absorbió el rayo y se tragó la tormenta psíquica entera.

Tenía sangre en la boca. Tras su máscara, Pyriel sintió su sabor que cubría sus dientes apretados. Un sabor a cobre, templado y vital. Eso y las pulsaciones en la parte trasera de su cráneo le indicaban que estaba perdiendo.

Entonces inspiró larga y tranquilizadoramente. Sentía como si sus pulmones estuviesen revestidos de hojas afiladas. Después exhaló, estremeciéndose.

«Por la sangre de Vulkan …» Uno de los dardos negros le había atravesado la armadura. Pyriel la imaginó moviéndose como un parásito por su cuerpo, buscando su corazón. Pero no era real, sólo una manifestación psíquica. Su mente la hacía real. Podía extraerla de la herida como una astilla sólo con hacer uso de su voluntad. Respirando dolorosamente de nuevo, expulsó el dardo de su cuerpo.

Los rigores mentales del duelo le estaban desgastando. Pyriel había sabido al venir aquí, al darse cuenta de lo que Nihilan estaba a punto de hacer, que él era el psíquico en desventaja. Aunque intentase negarlo, el «viaje» desde Prometeo le había debilitado. Incluso con todas sus fuerzas, aquello iba a ser difícil. Nihilan era formidable. Siempre lo había sido, y eso era parte del problema, que Nihilan también lo sabía. No era un renegado enloquecido por una venganza cualquiera, ni ningún señor de la guerra sediento de sangre expulsado del Ojo obsesionado con la matanza. Esas amenazas eran fáciles de responder y de derrotar. La debilidad de hombres tan obvios se podía explotar. Sus «puntos flacos», como los llamaba Pyriel. Todos los oponentes a los que se había enfrentado tenían uno. Nihilan era distinto; él no tenía puntos flacos. Ni siquiera cuando habían entrenado juntos como acólitos de Vel’cona se los había visto. Nihilan era aterradoramente pragmático hasta el punto de ser cruel y, antes que Dak’ir, el psíquico más dotado que Pyriel había conocido jamás. Sus poderes probablemente superasen ya los de Vel’cona y ahí estaba Pyriel enfrentándose a él, solo.

Cada estrategia, cada porción del alquimia psíquica y cada brizna de presciencia llevaban al Bibliotecario a la misma conclusión: iba a morir. Rendirse no formaba parte de su naturaleza.

Incluso en desventaja, tenía que intentarlo.

—Es una lástima que el maestro no te destruyese cuando tuvo la oportunidad —dijo Pyriel.

—Sí, una pena, ¿verdad? No. ¡Fue la debilidad lo que detuvo la mano de Vel’cona, el que me puso el collar inhibidor y me envió a las malditas ruinas de Lycannor! —Nihilan talló una hoja ennegrecida a partir de la materia prima del éter, le dio solidez y empezó a golpear a Pyriel con ella.

Una cadena de fuego envolvió el filo humeante de la hoja de la disformidad, atrapándola, deteniéndola. Para cuando los brillantes eslabones se rompieron, la espada negra se había dispersado en un humo etéreo.

El esfuerzo de la creación casi hizo caer a Pyriel, pero no podía mostrar debilidad ante su enemigo.

—Tú labraste tu propio destino, un Semántico con una ambición superior a sus conocimientos. Se te advirtió del peligro…

—Sólo quería aumentar mi fuerza. El dominio del conocimiento era nuestro credo, por si no lo recuerdas.

—Tus gustos rayaban en lo herético, hermano.

Pyriel estaba llevando a cabo una maniobra dilatoria para intentar recuperar sus fuerzas. Con el furor de sus pensamientos le costaba concentrarse. Esperaba que su voz se hubiese escuchado en el éter y que no hubiese sido devorada por alguna conciencia medio engendrada y hambrienta.

Nihilan sonrió. El gesto era obvio en el timbre de sus palabras.

—Sabía que estabas cansado.

—Lo que me cansa es tu retórica. —Pyriel tenía los huesos hechos polvo, cargados de dolor. Le daban calambres en los músculos mientras el ácido láctico amenazaba con quemarlos desde dentro hacia fuera. Intentó pensar en los mantras que necesitaba para fortalecer su mente, pero no lo consiguió.

«Me estoy debilitando».

Nihilan se paseó por la cámara como un depredador que había atrapado a su presa. Sus ojos no dejaban de mirar al bibliotecario ni por un instante. Tras las ranuras de su yelmo de batalla, Pyriel los veía, entrecerrados.

—¿Estás reuniendo tus fuerzas para hacer algo impresionante, Pyriel? Por cierto, me ha gustado lo del martillo psíquico. No es fácil vencer a Ramlek.

—Ha tenido la muerte que merece un traidor —escupió—, igual que cualquier otro perro rabioso.

Pyriel cruzó el báculo ante su cuerpo en un gesto de defensa mientas observaba cada paso del hechicero.

Le costó todos sus esfuerzos mantenerse recto.

Nihilan inclinó la cabeza mientras consideraba esa respuesta.

—En parte tienes razón al menos —le concedió.

Aburrido de juegos, se puso serio.

—¡Sólo ansiaba sabiduría, y Vel’cona me sancionó por ello! ¡Brutalmente! Me arrebató mi poder y me humilló ante mis hermanos. —El escarnio en su voz creó la impresión de un gesto de desdén en el rostro de Nihilan en la mente de Pyriel—: Hablas del yunque y de cómo todos debemos ser templados por él. Yo sólo veo la herramienta de un desgraciado, una excusa conveniente para justificar la negligencia. Es una aceptación ciega. Si es la voluntad del yunque, que así sea, según decretó Vulkan. —Entonces cerró el puño—. ¡Escupo en Vulkan! —declaró, y blandió el libro—. Éste es su único legado que vale algo, y estaba oculto bajo la tierra y el metal.

—¿Qué hay en esas páginas que estás dispuesto a sacrificar un mundo por conseguirlo? —preguntó Pyriel.

Una calma repentina y alarmante poseyó a Nihilan, como si la verdad que contenía el tomo fuese el único bálsamo para su ira.

—Los medios para invertir la entropía, hermano. —Un destello de fuego iluminó sus ojos tras las lentes retinales de su yelmo de batalla—. Explícate.

La tristeza tiñó la respuesta del hechicero:

—Jamás lo entenderías. —Después guardó el tomo, uniéndolo con la cadena de un penitente muerto a su armadura—: Basta de prevaricación. Me gustaría poder dejarte con vida, hermano, pero los Nacidos del Fuego siguen un camino peligroso que les llevará a la muerte.

—Y tú sigues un camino del demonio, pavimentado hasta la condena. ¿Fueron ésas las palabras del demagogo? ¿Es así como te convirtió en Lycannor?

Nihilan negó con la cabeza. La voz que brotaba de su yelmo de batalla era áspera y llena de malicia de nuevo.

—No… Ushorak me abrió los ojos, pero fue sólo cuando tu querido capitán me quemó la mitad de la cara en las criptas de Moribar cuando realmente vi la luz. Fue entonces cuando me convertí, cuando me uní al Caos.

Los braseros de la sala ardieron con violencia.

—¡Fue entonces cuando supe que mis propios hermanos me habían abandonado y me habían condenado a muerte!

Pyriel rugió impulsado por la ira.

—¡Escupiste en tu Capítulo y lo desprestigiaste con tu arrogancia! ¡Nos avergonzaste a todos! ¡Pero eso va a terminarse ahora! —Golpeando con el extremo de su báculo psíquico en el suelo, Pyriel liberó un furioso anillo de conflagración que creció hasta convertirse en una inmensa muralla de fuego crestada por una veintena de cabezas de draco rugientes.

Nihilan se postró sobre una rodilla. Tenía el báculo cruzado ante su cuerpo como un escudo de protección cuando la llama le alcanzó, impidiendo su flujo y desviándola a un lado. Aguantó la tormenta y se levantó, rielando con la bruma del calor, pero ileso por lo demás.

Entonces se mofó y dejó que la bilis le saliera por la boca:

—¿Es eso lo mejor que sabes hacer?

Nihilan atacó con una mano afilada.

Pyriel describió un escudo psíquico de escamas de draco para repeler el siguiente ataque, pero su dibujo se disipó antes de estar formado del todo. El frío brotaba por su pecho y se extendía a su cuello y sus extremidades. Después sintió un dolor incandescente, concentrado en su plexo solar. Entonces miró abajo.

Una lanza de retorcida energía disforme le había atravesado, extendiéndose desde las garras de Nihilan. De ella sobresalían los rostros torturados de las almas condenadas, y se retorcía como una perforadora infernal traspasando las defensas de Pyriel como si no fuesen nada.

En ese momento se dio cuenta de que no eran nada. Nihilan sólo había estado jugando con él, debatiendo si perdonarle o no la vida. Todo el entrenamiento, las muchas horas que había pasado en meditación psíquica de repente no parecían haber servido de nada. El hechicero podía haber acabado con él en cualquier momento.

—Siempre has sido un nigromante de pacotilla —le dijo Nihilan—, pero te quería, hermano. —Con un golpe agresivo, clavó la lanza de almas todavía más y la luz cerúlea de los ojos de Pyriel se apagó para siempre.