II
SIN SALIDA
Lyythe se estaba acercando a la fuente de dolor y de tortura que había detectado en la brisa. Había encontrado algunos restos por el camino, esclavos acurrucados que apenas merecían sus esfuerzos. Sus vidas habían sido cortas y su resistencia limitada. Obtuvo poco sustento con sus muertes; su hambre exigía más. Lyythe sentía la presencia de La Sedienta. Podrían ser imaginaciones suyas, pero no estaba en posición de probar esa teoría.
La hemóncula continuó avanzando.
Algo olía más fuerte por delante, era un ligero temblor de dolor y remordimiento. Era débil, pero se iba volviendo cada vez más intenso y no debía de estar lejos. Aquella sensación parecía un poco más sustanciosa que los esclavos. Tal vez uno de sus guardias acorazados estuviese gravemente herido y estuviese arrastrándose para buscar ayuda. Lyythe sonrió tirando de las suturas de su rostro a retazos.
Eso sería perfecto.
* * *
He’stan vio caer a uno de los Dracos de Fuego que habían escalado. Su hermano golpeó el suelo con fuerza, como un cometa, herido pero no muerto. Adaptándose al ataque sorpresa, el resto aguantaba. Praetor incluso seguía avanzando lentamente. Los disparos rebotaban contra su escudo al tiempo que casquetes gastados repiqueteaban contra la armadura de He’stan como una lluvia de latón. Una tercera fuerza les había tendido una emboscada. Mientras corría alrededor del pesado Triturador de Almas, vio como las lentes retinales de más traidores brillaban maléficamente en la oscuridad superior.
—«Cuando la tormenta se cierne sobre nosotros, debemos mantener encendido el fuego purificador para hacer desaparecer las sombras».
La letanía le había mantenido con fuerza en muchas ocasiones durante el largo aislamiento de la Búsqueda, y era sólo ahora, mientras luchaba por su vida y las vidas de sus hermanos, codo con codo con su Capítulo, cuando He’stan se daba cuenta del precio que había pagado por Los Nueve. Lo habían convertido en un recluso, aislado del vínculo de hermandad. Disfrutaba de aquello, de ver la línea reforjada en batalla como Vulkan siempre les había enseñado. Si tenían que morir, al menos morirían juntos.
Necesitaba la lanza que todavía estaba alojada en el lomo de la bestia. Desde allí podría insertada en el corazón negro del Triturador de Almas y acabar con el demonio, pero sólo si lograba llegar hasta ella.
He’stan había perdido la cuenta de los monstruos que había asesinado. La Búsqueda le había llevado hasta los confines más alejados de la galaxia.
Había estado en lugares que no se encontraban en los mapas y se había enfrentado a seres que desafiaban la razón. Esta bestia no era diferente. Pero durante aquellas batallas sólo había necesitado pensar en sí mismo, y no en sus hermanos. La estela de muertos y heridos empezaba a notarse en los Dracos de Fuego. Aquellos que podían se habían retirado a la periferia de la arena octogonal y estaban luchando contra los emboscadores traidores; el resto intentaba vencer a la bestia con martillos y espadas. He’stan observaba un alma valiente era estampada contra la pared, mientras otra moría aplastada al intentar serrarle una de las patas al Triturador de Almas.
Al igual que Praetor, lamentaba todas las muertes y todas las bajas profundamente. Desde Volgorrah y ahora con el asalto al Acechador del Infierno, sentía un gran apego por los Dracos de Fuego. La conexión que había perdido con el Capítulo hacía tanto tiempo la había recuperado gracias a ellos. Era un eslabón en peligro de romperse.
—¡Retiraos y ayudad a vuestros hermanos! —gritó por el comunicador. Usando su pinza, la bestia se había arrancado la lanza y la había tirado. Ésta repiqueteó sonoramente en el suelo y se quedó allí, esperando. Vulkan He’stan la vio a través de las patas pesadas y mecanizadas del monstruo—: ¡Lucharé contra esta bestia yo solo! —se dijo a sí mismo. Después lanzó un chorro de fuego contra el estómago del Triturador de Almas. El ardiente prometio abrasó el torso de la criatura que retrocedió del tacto purificador del fuego como un inmenso arácnido. Esto le proporcionó al Padre Forjador justo la oportunidad que necesitaba. Disparado entre las extremidades delanteras levantadas de la bestia, salió corriendo hasta el otro lado y agarró la lanza justo cuando el monstruo empezaba a volverse.
Iracundo, el Triturador de Almas descargó una tormenta de proyectiles desde un arma instalada en la carne del brazo de la pinza.
La granizada impactó contra un Exterminador y obligó a varios más a arrodillarse.
—¡Aquí! —gritó He’stan. Se golpeó el pecho y levantó la Lanza de Vulkan para que la bestia pudiese verla—. ¡Aquí tienes a tu presa! ¡Enfréntate a mí, demonio!
—Peregrino…
Por lo visto, aquella cosa de las profundidades del infierno tenía voz.
Y no sólo eso, sino que parecía saber quién estaba ante él y lo que representaba.
—Vaya, eres un buen perro, ¿verdad? —respondió He’stan.
Un chorro de fuego de la disformidad que salió despedido de la boca del Triturador de Almas obligó a He’stan a echarse a un lado para no morir inmolado. Apenas tuvo tiempo de levantarse cuando un segundo estallido envolvió el suelo tras él. El metal chillaba y escupía mientras se deformaba bajo la terrible influencia del fuego disforme.
He’stan siguió corriendo. Le vinieron vagos recuerdos del acorralamiento del sauroch macho gigante de la Llanura Arridiana. Cargando contra la pata de la bestia provocó una cadena de chispas que cayeron desde la herida donde un aceite icoroso chorreaba como sangre negra. El Triturador de Almas chirrió y cargó contra el Padre Forjador con su espada.
—¿Duele, verdad? —Había evitado el golpe de espada infernal por los pelos. Un residuo perverso burbujeó contra la chapa de su armadura como si fuera ácido.
La bestia cargó de nuevo. He’stan no tuvo tiempo de evitar el golpe, de modo que tuvo que enfrentarse a él con la sagrada punta con forma de archa de la lanza. El golpe contenía tanta potencia que He’stan se tambaleó pero se mantuvo en el sitio.
La fuerza bruta del Triturador de Almas era increíble.
He’stan agarró el mango de la lanza con ambas manos aunque seguía clavado en una rodilla. El monstruo sabía que estaba cada vez más débil. Se acercó mostrando sus afilados colmillos y abriendo la boca al límite lanzó una última llama disforme.
—Peregrino… —dijo, arrastrando las palabras con furia.
—Vulkan… —rogó He’stan, y esperó que el primarca le estuviese escuchando.
* * *
Lyythe siguió un rastro de carnicería hasta una cámara estrecha que había en las entrañas de la nave. Calculaba que estaba cerca de la proa. No muy lejos, por encima de ella, escuchaba los sonidos de una furiosa batalla que estaba teniendo lugar. Sentía que las paredes de hierro exudaban dolor residual y sufrimiento, que llegaban hasta ella como el hedor a sangre de un cadáver, pero su presa estaba por delante. Había una línea oscura de algo húmedo y vital en medio de toda aquella ruina. No necesitaba a ningún cirujano torturador para saber de qué sustancia se trataba y qué aquello.
«Heridos».
Lyythe tembló de excitación con sólo pensarlo. Se daría un atracón con aquel bocado de sufrimiento.
No obstante, se calmó a sí misma, igual todavía tenía que luchar un poca.
Lyythe hurgó en los confines de sus estrechas prendas de piel y extrajo un guante con forma de garra. Era duro como el cuero, pero estaba compuesto de trozos de piel y cosido con tendones. Con el guantelete de carne, la hemóncula se sintió más audaz y avanzó hacia la silueta que acababa de ver tirada en el pasillo que tenía delante.
Silenciosa como un espectro, Lyythe llegó a unos metros de su presa. Ya estaba bebiendo de su dolor palpable cuando el sonido de algo pesado y metálico que se insertaba en su sitio la alarmó.
La voz que le habló desde la oscuridad era antigua y estaba cargada de flema.
—Te he oído venir desde la distancia —dijo, y disparó la carga de su arma.
La hemóncula chilló mientras el proyectil de alta velocidad y reactivo a la masa se dirigía hacia ella. Sólo gracias al diseño de su vestimenta pudo evitar la salva, que iluminó el pasillo en blanco y negro.
No era una presa, sino un cazador como ella.
Estaba de pie.
No estaba herido, al menos no de gravedad.
Estaba disparando de nuevo. Huyendo frenéticamente, la hemóncula puso distancia entre ellos, pero la sombra era pertinaz. Lyythe oía sus monstruosas pisadas mientras la seguía. De repente, el guantelete de carne parecía terriblemente inapropiado para sus necesidades.
Ante una muerte casi inminente, Lyythe no tenía más elección que arriesgarse a provocar la ira de su señor, quien quiera que fuese. Agarró el objeto piramidal que An’scur le había dado y activó apresuradamente las runas. Cuando el último símbolo se colocó en su lugar y una luz oscura emergió desde el interior del dispositivo, emanando desde sus articulaciones, Lyythe empezó a pensar que había cometido un error.
An’scur no iba a estar en deuda con un hemónculo. La habían abandonado. Y aún más que eso, la habían condenado a morir ejecutada.
Cuando la luz oscura quemó las despreciables manos de Lyythe hasta convertirlas en garras esqueléticas, disfrutó de un momento trágico y final de dolor absoluto antes de que la mina de vacío oculta estallase y su alma cayese a los pies de demonios carroñeros.
* * *
Un temblor recorrió el suelo con tanta fuerza que separó a He’stan y el demonio. Liberado de la terrible presión a la que había estado sometido, el Padre Forjador retrocedió de las embestidas letales del Triturador de Almas.
—Hay algo que deberías saber sobre mí, demonio… —He’stan giró la Lanza de Vulkan hasta que la punta estuvo hacia abajo y tuvo el mango preparado para un revés. Entonces levantó el arma forjada por el primarca y la apoyó sobre su hombro—: Nunca fallo dos veces.
Como una lengua de llama purificadora, la espada reliquia surcó el aire y atravesó el corazón del Triturador de Almas. Fue un lanzamiento de una fuerza y una precisión incomparables, un golpe letal lo bastante poderoso como para matar a un demonio. Sin poder creerlo, la bestia se echó hacia atrás, alejándose del imperioso Padre Forjador. Se tambaleó sobre sus extremidades mecánicas sacudiéndose como una horrible araña en sus últimos estertores.
—¡Acabad con ella! —gritó He’stan a los Dracos de Fuego.
Una masa de puños sierra y de martillos de trueno que esperaban ansiosos aplastaron a la vil creación y la enviaron de regreso al abismo hasta que no quedó nada de ella más que partes de maquinaria rotas y un residuo icoroso.
Halknarr y sus guerreros habían sido vengados, pero aquello no había terminado. He’stan miró por el acceso. Un intercambio de fuego brutal estaba teniendo lugar entre los Dracos de fuego en el suelo y detenidos en las paredes y los Exterminadores de los Guerreros Dragón que les atacaban a ambos.
* * *
Praetor estaba cerca. Casi había llegado a la malla que había al final del acceso y estaba a punto de abrirla con una carga cuando una segunda ola de figuras acorazadas apareció en la cumbre. Un cañón segador escupió desde el grupo en sombras y golpeó al sargento veterano en el pecho que cayó rodando hacia abajo.
Antes de estrellarse contra el suelo, Praetor sabía que todo había terminado. Nihilan les había superado en estrategia y en armas antes incluso de que hubiesen abordado el Acechador del Infierno. Había dejado a sus mejores guerreros a bordo. El hechicero incluso había liberado a un monstruo para mermar las filas de los Dracos de Fuego. El hermano sargento había perdido a muchos hombres. La idea de que les había guiado a su perdición le entumecía y apenas sintió el impacto al golpear contra d suelo, abollándolo.
Agarrándolos con tenacidad en su momento de muerte, Praetor se aferró a su escudo y a su martillo. La carga se alejó errante en la oscuridad, perdida e inútil. En las paredes, los Dracos de Fuego estaban siendo abatidos. La gran cantidad de friego les dejaba poca elección: retirarse y vivir o defender y morir. Según el credo de los Salamandras, eran indómitos e inflexibles, pero también eran pragmáticos.
Las armas plagaban lo alto del acceso y atravesaban la malla mientras descargaban fuego contra la 1.ª Compañía. Las armas más pesadas se unieron a la granizada de los bolters acoplados. A través de la fracturada resolución de sus lentes retinales, Praetor reconoció las reveladoras bocas de cañones segadores y de lanzallamas pesados. El fuego oscuro y humeante arrasó los restos de la malla y transformó la base del acceso en una caldera.
A través de una visión borrosa por el calor y los daños que sufridos en su yelmo de batalla, Praetor apenas vio a He’stan emergiendo de las llamas. Su manto de Salamandra lo hacía casi ignífugo. El sargento intentó ponerse de pie por segunda vez.
Cuando el fuego comenzó a extinguirse, los segadores comenzaron a disparar. El ladrido de proyectiles pesados se transformó en un rugido. Los estallidos de plasma y de armas de fusión llegaron tras la tormenta de munición inundando el aire de calor actínico.
—Estoy a tu lado, hermano —gritó He’stan por encima del crescendo letal.
Praetor se agachó tras su escudo mientras se llevaba la mano a su bolter de asalto anclado magnéticamente.
—Lo que le has hecho a ese monstruo… —dijo, esforzándose por que se le oyese por encima del clamor de la tormenta. Ningún Marine Espacial corriente habría sobrevivido tanto en semejante batalla. Incluso los Exterminadores se verían puestos a prueba—. Jamás había visto semejante valentía.
—Entonces, todos moriremos como héroes —respondió He’stan.
—Lo siento, mi señor.
—¿El qué, hermano?
—Por firmar tú sentencia de muerte con esta misión.
Praetor deslizó el extremo del cañón del bolter de asalto hacia una esquina del escudo y empezó a disparar.
Ahora ya no había Dracos de Fuego en la pared. Todos los que podían disparar lo estaban haciendo mientras el resto se habían retirado al pasillo para evitar que tos Exterminadores Traidores llegasen desde esa dirección. Por los informes a través del comunicador, Praetor supo que estaban rodeados y que se habían quedado sin opciones.
No había escapatoria.
—Debes llamarme hermano, Herculon Praetor —dijo el Padre Forjador—, o Vulkan, que es mi nombre.
—Lo siento, señ… Vulkan.
—No es un final, Praetor —dijo He’stan—, pues el Círculo de Fuego nunca termina.
Praetor asintió.
—Entonces me alegro de estar aquí luchando a tu lado.
—Yo también, hermano, yo también.
La tormenta se intensificó. Muchos de los Dracos de Fuego ya habían caído. Contra una potencia de fuego tan intensa los que quedaban con vida no durarían mucho más.
Nor’hak estaba sobre uno de los pórticos, riendo sonoramente mientras descargaba muerte sobre sus odiados enemigos.
—¡Morid, morid, morid! —repetía como un mantra ni elegante ni inspirador. Sólo quería matar. Era el único momento en el que los temblores habían cesado, cuando algún combustible corrupto que llenaba sus venas se había detenido. A través de las recortadas ranuras de visión de su yelmo de batalla acolmíllado, observaba como un Draco de Fuego se sacudía tras una llamarada que había emergido de la boca de su cañón. Los casquillos gastados salían despedidos de las armas a una velocidad desorbitada Nor’hak no levantaba el dedo del gatillo ni por un instante.
Entonces se echó a reír de nuevo, emitiendo un sonido terrible y resonante cargado de malicia.
«Detenles, Nor’hak, eso es todo lo que necesito que hagas». Ésas habían sido las palabras de Nihilan cuando le había puesto a cargo del Acechador del Infierno. No a Ramlek, el perro, sino a él, a Nor’hak.
«Hazlo y morirán en esta nave. Todos ellos, incluido el peregrino», había dicho Nihilan.
—Y lo haré con mis propias manos —dijo, cogiendo un cartucho nuevo con un guantelete tembloroso. Quería detenerlos. Quería clavarle un cuchillo al peregrino en el corazón mientras éste seguía gritando.
Nor’hak estaba considerando descender cuando un calor abrasador se manifestó en lo alto. Sus autosentidos se trastornaron con las lecturas de temperatura, e incapaz de detener aquella descarga maníaca, no vio como el techo abovedado se encendía en un rojo brillante y la línea ardiente recorría los kilómetros de metal.