I: HACIA LAS ENTRAÑAS DEL INFIERNO

I

HACIA LAS ENTRAÑAS DEL INFIERNO

Lyythe sabía que la habían abandonado. Cómo An’scur había averiguado su pacto con el aspirante draconte era un misterio para ella. Era una hemóncula, la hemóncula que había pasado de ser chatarra de Kravez a una cirujana de tortura preeminente en el Arrecife de Volgorrah. Desde la muerte de su maestro, Lyythe había sido la única y merecía respeto. No merecía que la dejasen a la entera disposición de aquellos perros.

—No soy ninguna asalariada —había dicho cuando la habían llevado a las catacumbas a esperar el regreso del hechicero. Sus custodios no habían respondido. Se habían limitado a llevarla a los niveles más inferiores de la nave y la habían dejado allí. Aquello no era nada apropiado. Incluso An’scur lo sabía. Lyythe no era una mano cuchilla como el sibarita, su posición en la cábala era pregonada.

Sentada en la sucia celda, se sentía insignificante. O mejor dicho, Lyythe se sentía casi una víctima. Abusar de un hemónculo, aunque fuese un novato, y revelar a través de ella algunos de los misterios arcanos de los eldars oscuros… Los altos señores de Commorita no lo aprobarían.

Lyythe se preguntó brevemente, como lo había hecho varias veces durante las últimas horas, cómo planeaba el arconte comprar su silencio una vez que estuviese de nuevo a bordo del Extasis Eterno. Antes de entregarla a los mon’keigh, An’scur le había entregado un dispositivo. Era un portal a la telaraña, pero uno pequeño, apenas lo bastante grande para su estructura ágil y desfigurada. Tenía la forma de una pirámide barroca minúscula. Las runas en cada uno de sus lados tenían que manipularse de una manera concreta para activar el portal. Estaba tentada a usarla ahora para escapar de aquella cruda y fea nave hasta sus laboratorios en el Éxtasis.

An’scur la mataría si lo hacía.

O peor, la encerraría en una mazmorra secreta hasta que el hambre de su alma desgastase su cuerpo ya de por sí espantoso, hasta que se transformase en cenizas para que La Sedienta saciase su lengua de demonio con ella.

Pensar en ese destino le dio hambre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había disfrutado del sufrimiento de los demás. Incluso ahora, su carne de pergamino, su piel de retazos unidos, se estaba pelando y agrietando. Tenía sed de almas. Algo le aguijoneó la psique, justo entre sus ojos, y supo con un creciente temor exactamente lo que era.

Aunque le habían dicho que esperase, su guardia se había marchado y los pasillos de hierro de la nave estaban vacíos. Guardándose de nuevo la minúscula pirámide en su sucio delantal de piel, Lyythe se levantó y salió de su celda. Aquella nave estaba atiborrada de sufrimiento, podía sentirlo en el aire. Atraída por los aullidos de los condenados activó el campo de sombra y se deslizó como un espectro hacia la oscuridad. Sabía que en algún lugar no muy lejano habría un esclavo del que podría alimentarse.

Las entrañas del Acechador del Infierno eran como un laberinto. El aire era denso y viciado, cargado con el olor a cobre de la sangre de miles de esclavos sacrificados. La ceniza manchada embarraba las armaduras y obstruía los filtros de los respiradores. Era frío y húmedo, escaso y claustrofóbico. Las cubiertas de artillería daban a una red de pasillos serrados revestidos de rojo con el visceral fuego de los braseros.

* * *

Tras atravesar la puerta del mamparo, Praetor había desenganchado su martillo de trueno y su escudo de tormenta. Los estrechos confines exigían el uso de armas estrechas y letales. Dirigía el paso mirando a través de las lentes retinales por encima del borde del escudo mientras los Dracos de Fuego marchaban sonoramente tras él. Según el plano proporcionado por el tecnomarine de la misión, no estaban lejos de la cámara del arma.

Una barricada de escombros y de mamparos que ni siquiera las armas de fusión y los puños sierra podían atravesar impedía que los Dracos de Fuego tomasen una ruta más directa hacia el cañón sísmico. Enormes secciones de la nave, partes de su superestructura real, habían sido demolidas o levantadas para impedirles el paso. Un conducto de acceso que aparentemente habían pasado por alto había llevado a los Exterminadores hasta el laberinto de pasillos de mantenimiento que ahora estaban atravesando.

Aparte de los gritos intermitentes de los condenados que se oían a través de los conductos de ventilación del suelo que llevaban a las catacumbas y las mazmorras del Acechador del Infierno, no habían encontrado resistencia en el camino. Donde quiera que hubiesen ido los supervisores y sus hordas, no era allí.

—¿Por qué tengo la sensación de que nos están guiando como a un rebaño? —preguntó Persephion a través del comunicador.

—Porque así es —respondió Praetor con voz cortante—. Estad preparados.

Vulkan He’stan se detuvo justo a su lado. El Padre Forjador escaneó las sombras, cada hornacina, cada recoveco, como si algo estuviese a punto de pasar en cualquier momento.

Su espera no se prolongó.

A través de una combinación de sus autosentidos y sus instintos bien dirigidos, Praetor detectó la bomba trampa unos segundos vitales antes de que estallase.

—¡Al suelo! —rugió al tiempo que se agachaba y se protegía la cabeza con el hombro tras su escudo de tormenta.

Los demás Dracos de Fuego respondieron al instante, agachándose tras él, con el blindaje de los hombros más pesado hacia la amenaza mientras la metralla ardiente los bañaba como una ola abrasadora.

La intención de la trampa era distraer, no herirles o matarles. Lo que les mataría sería lo que vino después.

—Contactos enemigos —dijo Persephion por el comunicador.

Unas siluetas con servoarmaduras aparecieron de la oscuridad teñida de rojo. Un segundo después, una gran cantidad de destellos de disparos estallaron desde sus bolters, ahuyentando las sombras y revelando a los renegados con su panoplia completa.

—Guerreros Dragón —aclaró otro Draco de Fuego por encima del ruido de los proyectiles reactivos a la masa que granizaba sobre sus Armaduras Tácticas Dreadnought.

—¡Disparad! ¡Disparad! —ordenó Praetor, levantando su arma para lanzar una descarga pesada—. ¡Apuntad y eliminad! ¡Muerte a los traidores!

Un rayo de plasma impactó contra la calavera de su escudo y le hizo balancearse. Los servos protestaron en la parte de la armadura que cubría su pierna, no obstante cargó contra la tormenta de proyectiles que estaban desatando los renegados.

—¡Infierno y fuego! —bramó.

Un estallido de prometio sobrecalentado del lanzallamas pesado de Vo’kar rugió a través del atestado pasillo y calcinó a la escuadra delantera de los Guerreros Dragón.

Praetor y He’stan estuvieron entre ellos rápidamente. Como un sauroch macho, el sargento veterano derribó al artillero de plasma al suelo antes de que tuviera la oportunidad de disparar por segunda vez. Caminando hacia delante abatió a un guerrero envuelto en llamas con su martillo de trueno, machacando la ceramita y aplastándole el hombro y el cuello. Un golpe de escudo que dio contra el suelo también decapitó al que acababa de derribar.

Fragmentos del combate más amplio a través de sus lentes retinales revelaron cómo He’stan atravesaba a un guerrero al descargar el Guantelete de la Forja contra otra escuadra que estaba preparando su artillería pesada.

El Hermano Or’vo recibió un rayo de cañón láser en el pecho que le derribó. Una sucesión de bolters de asalto derribaron a su asesino poco después.

Praetor mataba a destajo usando su fuerza y su agresividad para obligar a los renegados a abandonar su posición. Su martillo se movía casi de manera automática, reaccionando a la amenaza más cercana despachándola antes de encontrar otra. Luchaba como un antiguo cruzado, golpeando con su escudo y aniquilando con su martillo. Los dientes de las espadas sierras se encontraban con el mango de adamantio del martillo y empezaban a escupir chispas. Praetor golpeó a su atacante con el codo, destrozándole la nariz y rompiendo el punto muerto. Un puñetazo de la cabeza de su martillo le aplastó el esternón a un renegado. Un golpe del borde de su escudo hizo el resto. Los nombres de los caídos, los Dracos de Fuego que había perdido dirigiendo a la 1.ª Compañía, salían de sus labios mientras mataba.

—Nu’mean y Hrydor —entonó, aplastándole la ijada a un guerrero con un golpe duro—, Kohlogh y Gathimu —otro cayó con el cráneo y el yelmo partidos—, Tsu’gan y Halknarr —ahora asfixió a un tercero con su guantelete, dejando que su martillo de trueno colgase de un cordón atado alrededor de su cintura.

No era suficiente. Nunca sería suficiente.

—¡Castigo y muerte! —gritó Praetor una y otra vez hasta que los pasillos resonaron con su voz—. ¡En el nombre de Vulkan!

El fuego sostenido casi la eclipsaba, pero la última parte se escuchó amplificada a través del sistema de voz de su yelmo.

Los Astartes traidores eran luchadores duros. En su día habían sido Marines Espaciales leales y poseían todo ese entrenamiento, todos sus aumentos genéticos, y los habían combinado con la manía del Caos. Aquellos guerreros eran seres transformados. Incluso encerrado en su servoarmadura, Praetor sentía la reptante mancha de la Ruina que corría por sus venas. Con ganchos y puntas, cargados de cadenas y pedazos de escamas encarnadas, con cuernos y hediendo a ceniza sulfúrica, los Guerreros Dragón eran pesadillas vestidas de negro y rojo venidas del infierno.

Pero contra los Exterminadores se veían superados en número.

Los muertos renegados pronto sobrepasaron el número de los de la. Compañía de Praetor. De manera subconsciente, comprobó el plano dispuesto en su lente retinal derecha cuando una cascada de datos de combate descendió en la otra. Se estaban acercando.

Según el plano, había un conducto de ventilación grande más adelante. Una especie de cámara de refrigeración que les llevaría hasta la proa de la nave y al cañón sísmico.

Pasaron otros tres minutos más de lucha intensa en el pasillo antes de que Praetor lograse entrar en la cámara de refrigeración.

—¡Aseguradla y desplegaos! —ordenó. La sala era inmensa, una cámara octogonal provista de unas inmensas hélices giratorias que empujaban el aire helado a una red de generadores que había mucho más arriba. A medio camino por el largo túnel, unos surtidores industriales expulsaban chorros de nitrógeno líquido a la atmósfera manufacturada. Al contacto con el aire, los chorros se evaporaban y cubrían las secciones inferiores de los generadores con una escarcha química.

Praetor sólo podía pensar en una cosa que requiriese unos métodos tan excesivos para enfriarla. Por encima de ellos estaba el arma del apocalipsis. Sólo tenían que trepar por el conducto de ventilación para llegar hasta ella. Entre todos, los Dracos de Fuego tenían suficientes cargas como para inutilizar un acorazado. Si se acercaban lo suficiente como para dirigirlas contra el cañón sísmico, lograrían silenciarlo para siempre.

Los extremos de la cámara octogonal eran planos y estaban hechos de metal. Había tal vez algo más de cien metros hasta la malla que había debajo de la cámara superior. Si se abrían camino quemándola, lograrían tener un vector de asalto despejado hacia el cañón. Una serie de accesos auxiliares con puertas salían desde la columna principal, pero estaban todos cerrados. Anclando magnéticamente sus botas a las paredes podrían alcanzar la parte alta. Praetor encontraba la audacia de aquel acto atractiva.

Igual se le había pegado de Halknarr. Tras apartar al viejo veterano de sus pensamientos, señaló a tres de los sargentos de escuadra: Kabok, Festar’on y Vorpang. Una constante tormenta de fuego de bolter azotaba la entrada para mantener a raya a los Guerreros Dragón.

—Los artilleros de armas pesadas y los oficiales se quedarán aquí en el nivel del suelo —les dijo—. Necesito a tres soldados de asalto cargados con explosivos de cada una de vuestras escuadras. —Praetor echó hacia atrás la cabeza todo lo que pudo y señaló el acceso superior—: Yo les guiaré a través de esa malla y después hacia la cámara de artillería situada en la proa de la nave. —Al erguir la cabeza de nuevo se encontró con la mirada de los tres sargentos que le escuchaban—: Si el primarca está con nosotros, destruiremos el cañón sísmico y nos reuniremos con nuestras fuerzas en el punto de inserción. En el nombre de Vulkan.

Todos los sargentos asintieron y se golpearon el peto con el guantelete que cubría sus puños, lo que produjo un resonante golpe de metal antes de dirigirse a reunir a los equipos de demolición.

Praetor estaba volviendo a comprobar las bombas de fusión que había asegurado en su equipamiento cuando vio que He’stan estaba agachado en medio de la cámara, con la Lanza de Vulkan sobre su regazo.

—¿Qué estás haciendo, Padre Forjador? —preguntó.

He’stan mantuvo la cabeza inclinada. Estaba completamente quieto.

—Preparándome para las pruebas —dijo.

Praetor estaba desconcertado.

—Los traidores del pasillo no atravesaran nuestras líneas, los tenemos bloqueados.

—No me refiero a ellos… —dijo He’stan, alzando la vista al acceso.

El sonido de algo pesado y voluminoso avanzando lentamente por uno de los túneles auxiliares resonó a través de las paredes.

—¿De verdad creías que iban a dejarnos llegar hasta aquí y destruir lo que queríamos sin una oposición importante?

La extraña acústica hacía que fuese difícil saber de dónde procedía el sonido.

Praetor sólo podía relacionarlo con un arrastre pesado que provenía de todas las direcciones a la vez.

Levantó su martillo de trueno y escaneó el alcance superior del acceso. Su voz se ensombreció.

—Nihilan sabía que vendríamos. Sabía que iríamos a por el cañón.

He’stan se estaba levantando.

—Los pactos que ha establecido con los demonios y sus señores le han concedido una previsión que ninguno de nosotros podría haber vaticinado. —El Padre Forjador sostenía la lanza con la punta hacia abajo, lista para llevársela al hombro y lanzarla—: Prepara tus armas, sargento.

La mirada de Praetor no flaqueó.

—Estoy preparado.

No estaba solo. Tras una orden sub-vocal, los Dracos de Fuego que no estaban defendiendo la entrada de la cámara dirigieron sus bolters de asalto hacia arriba.

Con un chirrido de metal atravesado, un lado del acceso se rasgó y una criatura emergida de las profundidades del propio Ojo salió arrastrándose.

La asquerosa criatura hedía a pura hechicería disforme. El aire a su alrededor estaba compuesto de un miasma crepitante que rielaba como la bruma del calor. Era inmensa, posiblemente del tamaño de un Land Raider, tal vez mayor. La mitad inferior de su cuerpo consistía en seis extremidades insectoides diseñadas por algún tecnosacerdote desquiciado. Las partes mecanizadas se fundían de manera nefasta con la carne del demonio donde se unían el abdomen y el torso. En esta parte era roja como el fuego y su sangre, sinuosa y excesivamente musculada. Se asemejaba a un centauro demoníaco, sólo que más horrible, un ingenio fundido con la esencia física de un demonio de la disformidad. Un rugido metálico y ululante emergió de su boca cubierta de dientes como espinas. Unos conductos que sobresalían de su lomo expulsaban humo infernal en sintonía empática con su ira tangible.

Praetor frunció el ceño y luchó contra la repulsión que sentía en el estómago ante la mera presencia de la criatura. Ése era el monstruo que había matado a Halknarr y a los demás, la bestia sobre la que el viejo veterano había intentado advertirles. Entonces apuntó con su martillo de trueno como si estuviese señalando con el dedo torcido de la mismísima muerte.

—¡Matadla!

Un crescendo de fuego de bolter estallaba mientras los Dracos de Fuego intentaban aniquilar al monstruo antes de que éste llegase al suelo y empezase a emprenderla con ellos.

Los proyectiles parecían arrugarse contra su piel como si golpeasen una barrera que les arrebatara toda su potencia. Era como lluvia golpeando contra el cristal e igual de efectiva.

—¡Usad vuestras espadas y martillos! —gritó He’stan, lanzando la Lanza de Vulkan mientras la criatura monstruosa descendía. Después corrió hacia el extremo exterior de la cámara al tiempo que la máquina demoníaca caía a toda velocidad y aplastaba a uno de los Dracos de Fuego bajo su masa. Balaba con furia, intentando en vano extraerse la lanza que le quemaba su piel cubierta de runas grabadas.

He’stan lanzó una descarga con su bolter de asalto. Como el resto del atuendo del Padre Forjador, aquélla no era un arma corriente. Estaba bendecida por la mano de Vulkan y diseñada para golpear a los habitantes de los reinos infernales eternos.

—Es una criatura de la Forja de Almas —dijo. Los proyectiles sagrados de su primera salva detonaron vivamente contra el torso demoníaco del monstruo. Las heridas eran blancas contra su carne roja infernal y ardían con una llama justa, pero apenas lograron detener, y mucho menos matar, a aquella abominación.

—Es un Triturador de Almas —le dijo He’stan— y voy a poner a prueba su nombre.

Aunque los Dracos de Fuego la rodeaban y la golpeaban con martillos y espadas, el Triturador de Almas estaba lejos de verse superado. La bestia cargó, partiendo a un guerrero en dos antes de alcanzar a otro con una horrible garra mecanizada y destriparlo. Fuertes descargas tronaron desde un cañón instalado en uno de sus brazos que acabaron con otro miembro de la indomable 1.ª Compañía.

Praetor lanzó un grito de angustia al ver como sus hermanos morían de una manera tan gratuita. Se hizo a un lado justo cuando otro Draco de Fuego recibía unos disparos y se estampaba contra la pared del acceso.

—¿Esta bestia estaba a bordo de la nave del traidor?

El sargento no lograba entender cómo habría podido Nihilan domar a semejante monstruosidad. Se puso cara a cara con ella y defendió su terreno, un mortal ante un ingenio infernal demoníaco. El Triturador de Almas se alzó sobre Praetor, empequeñeciendo al noble señor Salamandra que blandía su martillo como una amenaza.

—¿Ves esto? Voy a usarlo para hacerte puré.

Los nombres de los caídos salieron de sus labios como un mantra antes de rugir un desafío:

—¡Vuelve al vacío, bestia infernal!

El Triturador de Almas bramó. Una ráfaga de aire fétido salió despedida desde sus fauces al tiempo que descendía con una hoja brillante e incandescente. Susurros demoníacos recorrían el filo del arma como el vapor, prometiendo tortura y destrucción.

Praetor cargó para enfrentarse a ella, pero algo pesado que le golpeó a gran velocidad lo tiró al suelo alejándolo de cualquier daño. La hoja demoníaca mordió el suelo y lo hizo pedazos con las torvas energías que emanaban de la espada.

He’stan le ayudó a levantarse de nuevo. El Padre Forjador era inmensamente fuerte, pero si había conseguido levantar al sargento tumbado boca abajo del suelo era sólo gracias a los suspensores de la Armadura Táctica Dreadnought que llevaba. Después señaló.

—Tu destino está ahí arriba, debes destruir el cañón —dijo He’stan—. El mío está aquí, con la bestia.

No tenía sentido protestar, el Padre Forjador tenía razón. Praetor asintió y fue a reunirse con los equipos de demolición.

—Que todos los incendiarios vengan conmigo —ordenó por el comunicador—. ¡Ascendamos, hermanos!

Lanzó una breve mirada de nuevo a He’stan. En su visión periférica también vio que el Triturador de Almas había conseguido liberar su espada.

—Mantén a esa cosa ocupada todo el tiempo que puedas —le dijo. He’stan ya estaba corriendo hacia ella, gritando órdenes cortas a los demás Dracos de Fuego para que le rodearan.

—Pretendo matarla, hermano sargento.

La bestia era inmensa, pero la cámara también lo era.

Mientras He’stan la entretenía, Praetor pudo empezar a escalar relativamente tranquilo. Los anclajes magnéticos eran potentes y se adherían a las paredes de metal con un fuerte sonido metálico, pero sus botas se mantenían en su sitio. A pesar de ser una distancia corta era una marcha lenta, y cada paso debía darse con precisión y cuidado. Para cuando llegaron a medio camino por la vertical, Praetor empezó a sentir la presión. Sólo podía escuchar fragmentos de la batalla inferior mediante el comunicador. Después se centró en el camino que tenía por delante, en ascender, y ordenó a sus guerreros que hiciesen lo mismo.

Habían recorrido poco más de cincuenta metros cuando tres escotillas auxiliares más se abrieron. Esta vez recibieron una ráfaga de liberación de presión y una estrecha plataforma se extendió desde la entrada que se había creado.

Unas figuras inmensas avanzaban lenta y pesadamente desde la oscuridad hacia estas puertas reforzadas. Vestían armaduras rojas y negras y sus yelmos estaban astados. A pesar de los arañazos de las garras de criaturas que era mejor consignar a las pesadillas y el hedor de la sangre seca, el diseño de su armadura se asemejaba bastante a la de los Dracos de Fuego.

Exterminadores traidores.

Todos al unísono, reían al tiempo que una ráfaga de fuego iba directa hacia Praetor y sus hermanos.

—¡Defendeos! —gritó. No pudo alcanzar su bolter de asalto anclado magnéticamente, de modo que levantó su escudo de tormenta y soportó la salva.