II: VESTIDO DE NEGRO

II

VESTIDO DE NEGRO

Justo antes de que Emek hallase su fin, la sombra de algo muy oscuro y muy rápido apareció en su reducida visión periférica. La bestia chilló cuando el cañón de la pistola se partió y salpicó su brazo y su torso de un ácido intestinal que devoraba la carne. Se tambaleó, con su piel deshaciéndose como la cera de una vela al instante, después cayó formando una masa con sus propias vísceras semidigeridas.

Emek se levantó en el instante en el que el segundo monstruo moría. Con una hoja de hueso clavada en la yugular por detrás que salpicó el suelo de sangre arterial. El arma se extrajo un segundo después para rebanarle el cuello a aquella cosa. El apotecario vio como su cabeza rebotaba sobre el suelo húmedo con un golpe sordo antes de detenerse.

La última perdió el antebrazo y después la mayor parte de sus vísceras cuando la figura de las sombras le abrió el abdomen y derramó todo lo que había dentro. Después recibió un segundo golpe desde el cadáver ya enfriándose de la segunda que le atravesó la garganta mientras gritaba, cortándole la laringe y el esófago.

Zartath se había montado en el monstruo mientras éste moría, sentado a horcajadas sobre su musculoso pecho e insertándole la mano libre en el pectoral hasta que la criatura cayó al suelo. La cubierta de metal aún resonaba de su caída cuando se desmontó y se acercó al apotecario.

El Dragón Negro estaba cubierto de sangre y cicatrices.

Aquellas heridas de guerra no habían sido producidas por el ritual de escarificación practicado por los Salamandras. Tenía muchas, toda una colonia de heridas que exponían su violento pasado. Su piel estaba pálida por haber estado encerrado en el Arrecife de Volgorrah durante seis años. Incluso sin los aumentos de su servoarmadura, había matado a los tres monstruos como si fuesen niños.

Emek retrocedió un paso, intentando evaluar la actitud de aquel feroz guerrero. Entonces le vino a la cabeza una palabra que había empleado para describir a la criatura.

«Bestia».

—¿Está muerto? —dijo Zartath, señalando el cuerpo boca arriba de Ba’ken.

Emek no le quitaba los ojos de encima al Dragón negro, del mismo modo en que nunca bajaba la guardia en presencia de ninguna criatura salvaje.

—Todavía no. Está en un estado de muerte aparente. Eso le mantendrá con vida, pero necesito llevarle al apotecarión. —Emek intentó no mostrarse reacio a la sangrienta destrucción causada por el Dragón Negro. Había luchado con Lobos Espaciales menos sanguinarios—: ¿Para qué has vuelto?

—Para vengarme. Por mis hermanos fallecidos en el Valle Afilado. Para matar a los espectros del crepúsculo. —Zartath siempre era así de directo. Sólo conocía una dirección: hacia delante. Mostró sus dientes como agujas. Se había mordido la mejilla durante la matanza y estaban cubiertos de sangre oscura. Sus ojos eran grandes y feroces—: No lo he hecho para salvarte el pescuezo, rebanador de carne.

—Aún así, tienes mi agradecimiento —dijo Emek, inclinando la cabeza.

Estaba a punto de levantarse cuando sintió un terrible dolor en el vientre. No era de sus heridas, era otra cosa. Apenas podía moverse y se llevó la mano al punto del estómago desde el que emanaba el dolor. Sus dedos acorazados se cubrieron de sangre.

—En el nombre de Vul… —dijo, y cayó hacia delante contra el Dragón de Fuego al tiempo que un chorro de sangre salía despedido desde su pecho. También cubrió el interior de su yelmo de batalla al escupirla desde la boca, llenándolo de un hedor a cobre.

—Gah… —Las palabras no se materializaban. Le pesaba la lengua, que se movía como una gruesa babosa rosa en su boca inútil. Al golpear el suelo se dio cuenta de que Zartath se había apartado. En alguna parte escuchó al Dragón Negro gritar, pero era un sonido distante y resonante. No podía determinar el lugar exacto. Una niebla nubló su visión. Sintió frío, y después vio la capa de escacha sobre sus hombreras y supo lo que le había matado.

Durante la batalla anterior, uno de ellos debía de haber escapado. Les estaba observando, esperando a que bajase la guardia.

* * *

Cuando la última gota de sangre salió de su cuerpo destrozado, Emek se alegró de haber recuperado su honor y de haber muerto como un Marine Espacial.

Skethe dejó al semiguerrero desangrándose mientras se concentraba en la bestia que seguía de pie, todavía letal. Era rápida y parecía haber sentido al mandrágora a pesar de que estaba cubierto en una piel de sombra y no podía ser visto.

El grande aún estaba vivo. Le había visto caer con poco interés. Una de las muchas toxinas que poseía harían volver en sí al inmenso mon’keigh más adelante retorciéndolo de dolor. Skethe saborearía aquello. Las criaturas grotescas de Lyythe no habían logrado saciarse de carne, de modo que sería él quien se beneficiase con sus muertes en su lugar. Agotados, los guerreros creados genéticamente eran presa fácil. Excepto aquel último. El que poseía cuchillos de hueso que sobresalían de su piel no era tan fácil de matar.

Skethe clavó su espada, y el viciado residuo del filo acarició la armadura del guerrero feroz, pero no la atravesó. Éste se había apartado y había lanzado su propio golpe, un golpe que apenas logró esquivar.

El demonio nocturno se disolvió entre las sombras, avanzando mucho más rápido que lo que la vista podía percibir, y se retiró de nuevo a la oscuridad del pasillo. Aparentemente poseído, el guerrero feroz fue tras él, escupiendo maldiciones y golpeando con unas cuchillas de hueso gemelas. Skethe lanzó una descarga de escarcha desde sus fauces dilatadas con la esperanza de congelar a la criatura y después engullir su cuerpo petrificado todavía con vida, pero el guerrero la atravesó y cargó con las espadas extendidas.

Skethe se deslizó hacia un lado, pero recibió un corte en las costillas. Absorbió el fortificante dolor antes de volver para dar el golpe final, pero su oponente había desaparecido. Había esquivado su corte y estaba de nuevo de pie, con las espadas preparadas para otro asalto.

—Maldita bestia —maldijo en su lenguaje afilado.

La criatura masculló algo en respuesta, musitando las palabras de algún destino al que deseaba someter a aquel demonio.

Skethe se permitió una sonrisa burlona y estaba a punto de destripar al descarado mon’keigh cuando una voz se formó en su mente. Era sólo una palabra, pronunciada por aquel al que rendía lealtad. Había sabido que aquello iba a suceder, que sería allí donde tendría lugar.

«Ahora», había dicho simplemente.

* * *

Zartath tomó aliento. Habían pasado varios minutos desde que se había dejado los pulmones en un frenesí contra la sombra. Pero había desaparecido. Su hedor, tan penetrante, tan obvio, se había evaporado como la oscuridad de la que estaba compuesto y le había dejado solo.

El rebanador de carne estaba muerto. Yacía boca abajo en un charco de su propia sangre. La sombra lo había abierto en canal. A pesar de su beligerancia hacia el apotecario, Zartath había querido matar a la criatura por ello, vengarse de alguna manera. Todavía había espectros del crepúsculo en la estación espacial. No necesitaría ir lejos para encontrarlos de nuevo. Era cierto que el apotecario estaba muerto, pero el otro no. Éste era un hermano; había luchado con él y con Kor’be en el Valle Afilado y había matado a los cazadores.

De repente, el Dragón negro se encontró en una intersección con más de un camino. Conocía la ruta de regreso al apotecarión, pero tenía que ir por los pasillos vacíos y no por las vías ocultas que había utilizado para escapar en primer lugar. Regresar significaría renunciar a su sed de violencia; Kor’be y sus hermanos asesinados no serían vengados. Pero dejar que el inmenso guerrero muriese solo…

Zartath vio la entrada al templo. Sintió la santidad de aquel lugar sólo al estar cerca de él.

—Luchaste valientemente, rebanador de carne —le dijo a Emek mientras le daba la vuelta para ponerlo boca arriba y procedía a arrastrarlo hacia la Cámara del Panteón—, mucho más de lo que te creía capaz.

Tras dejar a Emek en el suelo, cruzó los brazos del apotecario sobre su pecho para ocultar la herida y que pareciese que estaba descansando. Después de cerrar la puerta, Zartath se dirigió hacia Ba’ken.

—No mueras, hermano de espada —gruñó mientras se cargaba al enorme guerrero sobre la espalda—, o toda esta voluntad será para nada.

Mascullando una maldición a cada paso que daba, Zartath se dirigió al apotecarión.

* * *

Oyó al de negro antes de verlo. An’scur estaba dejando que las máquinas de carne de la nave corrupta de Nihilan se llevasen la peor parte de la furia enemiga antes de cometer el asesinato. Pero la presencia del de negro lo había cambiado todo. Era el asesino de Helspereth, la criatura inferior que la había sometido y humillado en su propio coliseo.

El arconte se había dicho a sí mismo que no sentía nada por la bruja, que su muerte era algo que le intrigaba en lugar de hacerle desesperar, pero aún así… Quería sangre, para estar empatados y por haber asesinado a su concubina favorita. Desde la muerte de Helspereth ninguna del aquelarre podía sustituirla. An’scur había acabado con muchas desde entonces; sus huesos blanqueados cubrían los pies de su trono como un mausoleo, y sus gritos eran como un réquiem dedicado a ella.

Desenvainó su espada con un leve roce de metal maldito sin darse cuenta de que la estaba blandiendo.

—Quiero su cabeza —silbó al sibarita que tenía a su lado.

La mano cuchilla asintió lentamente, con los ojos brillando de anticipación homicida tras su máscara infernal de carne y piel.

La mano de An’scur en el hombro del sibarita le giró la cabeza.

—Pero lo haré yo —le advirtió el arconte—. Ábreme el camino hasta su cuello y mi bracamarte le cortará su asquerosa cabeza de los hombros.

La mano cuchilla asintió de nuevo y extrajo su inmensa archa.

* * *

En un acto de pura fuerza, Argos levantó a un servidor corrupto del suelo y lo estampó contra el duro suelo. La sangre y el aceite se derramaron de su cráneo roto formando un charco pegajoso. Después lo aplastó con la bota destrozándole el pecho antes de que el monstruo pudiese levantarse. Otro disparó un bolter pesado, pero una brillante llamarada de energía actínica detuvo la salva antes de que pudiese alcanzarle.

Elysius estaba protegido por su rosarius y había intercedido entre el servidor y el Salamandra. La criatura estaba casi a quemarropa, de modo que sólo tuvo que dar un golpe para romperle el brazo armado. Una ráfaga de disparos y de partes mecánicas rotas radió desde el impacto como un tiro de metralleta conforme el capellán avanzaba dando órdenes a sus hermanos de batalla:

—¡Avanzad, por el primarca! —gritaba—. ¡Purgad esta mancha de nuestras salas!

—¡En el nombre de Vulkan, hermano! —dijo Argos, al tiempo que calcinaba a un segundo servidor con un chorro de plasma.

El capellán asintió y aplastó a una manada de máquinas de carne corruptas con su puño de combate. Los cuerpos cibernéticos rotos eran descartados a un lado como basura desperdigada ante una tormenta. Lanzó otro golpe descendiente con su crozius y separó la carne del metal.

Argos le partió la cabeza a uno con las manos. Aumentado por sus sistemas cibernéticos y su servoarmadura, la fuerza del Señor de la Forja era increíble. La necesitarían. Los artilleros centinelas habían hecho todo lo que habían podido. Los Rapiers y los Tarantula estaban ahora en silencio, bien porque habían sido destruidos o bien porque se habían agotado sus cartuchos.

Lo que quedaba de la 4.ª Compañía estaba ofreciendo una seria resistencia, con el fuerte apoyo de los hombres de armas, y estaban reduciendo a la monstruosa horda de servidores.

Los Marines Espaciales estaban destrozando a los autómatas, reduciendo a pedazos lo que quedaba de la tripulación de la Archimedes Rex.

Elysius sabía que aquello no era más que el principio. Los eldars oscuros esperaban al otro lado. Era imposible que los xenos se metieran entre los servidores enloquecidos por el virus y los Salamandras. Seguramente no lucharían hasta…

Una figura ágil que saltó desde la multitud de la batalla evitó la conclusión de ese pensamiento. Elysius conocía a aquel guerrero. Era el arconte, el que había intentando matarles a todos en el Arrecife de Volgorrah. Era An’scur.

Con un breve estallido de torva energía, el arconte eldar oscuro liquidó a un servidor que se habían puesto en su camino. Un segundo y un tercero cayeron en una rápida sucesión después, partidos por la cintura y el cuello respectivamente. Los golpes eran estilosos pero económicos, no gastaba más fuerza ni energía de la necesaria.

Elysius vio al arconte como lo que era en realidad en aquel momento: un asesino.

El capellán también se dio cuenta de por qué el señor de los eldars oscuros había entrado en la refriega. Quería sangre, su sangre. La bruja guerrera había sido su mascota favorita al fin y al cabo.

El guardaespaldas que An’scur llevaba con él abrió en canal a un servidor cuyos protocolos de defensa se habían invertido y había empezado a atacar a los xenos. No era el único.

Varios de los autómatas corruptos empezaron a cambiar, reconociendo una amenaza entre los suyos. De repente, lo que había sido carne de cañón para intentar desgastar la ira de los Salamandras se estaba volviendo contra sus aliados xenos. Una batalla a tres bandas se inició en el pasillo, las máquinas de carne estaban en el centro.

—¡Mon’keigh! —gritó el arconte, al tiempo que decapitaba a un servidor y se subía sobre su cadáver para apuntar con su espada.

Elysius giró el hombro y después la muñeca; el crozius dejó una cicatriz de relámpago irregular a su paso.

—Cuando quieras, xenos —masculló.

Un servidor se acercó a él, pero el guardaespaldas intervino, lo atravesó con una archa inmensa y después se sacudió las dos mitades del cuerpo de la hoja.

An’scur bajó de su espeluznante percha y se dirigió lentamente hacia el capellán que le esperaba. Un estallido de fuego bolter rebotó en la hoja del arconte como si fuera un insecto.

Un hermano de batalla que había avanzado por el pasillo avanzó hacia él blandiendo una archa pero, una vez más, el guardaespaldas intervino. La lucha fue breve y sangrienta. Acabó con un Salamandra partido desde el cuello hasta la cintura. El guerrero se desplomó con una mano sobre el pecho para intentar mantenerlo unido y disparando su bolter con la otra. Cuando su cabeza cayó rodando desde sus hombros, la desesperada salva cesó.

Aunque le dolía ver cómo uno de sus hermanos era despachado con tanta crueldad, Elysius se mantuvo totalmente inmóvil mientras el guardaespaldas avanzaba hacia él. Sus ojos se entrecerraron tras su máscara de calavera mientras observaba los movimientos del guerrero y seguía los golpes del archa letal.

Un grito del arconte detuvo al guardaespaldas, y éste bajó su arma inmediatamente en un gesto de sumisión.

An’scur no estaba más que a unas espadas de distancia. Sus ojos almendrados centelleaban mientras miraba a Elysius.

—Es todo mío —dijo, y las palabras salían de sus labios como cuchillos dentados.

Haría sufrir inmensamente a aquel ser inferior, le humillaría tanto que se montaría sobre sus hombros bestiales. Les haría ver a aquellos monos sin pelo la estupidez que habían cometido oponiéndose a las razas más antiguas de la galaxia. An’scur se bañaría en su sangre primitiva.

—¡Sibarita!

La mano cuchilla reconoció el tono de mando y empezó a retirarse.

—Quédate cerca —silbó An’scur mientras se dirigía al guerrero. Una leve inclinación de la cabeza de la mano cuchilla indicó que le había entendido.

Entonces se centró en su oponente.

El de negro era enorme. Una de sus manos acababa en un puño inmenso que emanaba crepitantes oleadas actínicas, mientras que en la otra agarraba un báculo dedicado a algún dios insignificante. Las marcas de muertes caracterizaban su armadura. Sus ojos rojos como el fuego brillaban desde detrás de su máscara de hueso y su mirada era dura e inflexible como la roca.

Como si estuviesen en el centro de una vorágine, la batalla continuaba rugiendo a su alrededor. Fuera por el honor o por el simple instinto de supervivencia, nadie atravesaba el cordón creado por los dos combatientes.

An’scur sonreía con indulgencia tras su yelmo con rostro de demonio. Acabaría con aquella criatura; lo cortaría apéndice por apéndice, pieza por pieza, y cada golpe sangriento se lo dedicaría a la asesinada Helspereth.

—Vas a desear no haberla matada, simio —susurró, y entonces atacó.

Aquellas palabras no significaban nada para Elysius, pero sabía lo que presagiaban.

El primer golpe llegó rápido, casi demasiado deprisa como para verlo. El instinto hizo que el capellán se apartase de su letal camino, pero sintió un corte en su armadura. Se volvió para responder, pero fue demasiado lento. Un golpe demasiado alto de su puño de combate acabó abriendo un agujero en el suelo mientras el arconte se hacía a un lado. Elysius consiguió pararlo que siguió, una cadena de extrañas llamas que salió despedida hacia delante con el impacto del mango de su crozius.

Golpeó con el puño de combate de nuevo, pero sólo consiguió aplastar a uno de los últimos servidores supervivientes y convertirlo en pulpa. Crepitando con violencia, el campo de su rosarius le libró de un golpe letal.

El hecho de igualar la técnica del arconte no estaba funcionando. El eldar oscuro era más rápido y más hábil, sin embargo, Elysius tenía el volumen y la fuerza de su lado. Confiando en que su fe le protegiese, arremetió hacia el xenos dejándole vía libre para atacar.

An’scur sintió el crujido del metal conforme su armadura se hundía hacia dentro. Como un toro, el de negro se había abalanzado contra él. El dolor atravesó todo su cuerpo, caliente como el azogue. Una cuchilla que llevaba en el avambrazo se deslizó de su armadura cuando An’scur retorció la muñeca y golpeó con ella la espalda del mon’keigh mientras éste le empujaba por el pasillo. Cuando cayó al suelo, sintió que algo se le rompía en la espalda, probablemente una costilla, pero el de negro estaba sangrando. Utilizando el dolor, An’scur se puso de pie y lanzó una oleada de golpes con su bracamarte contra una especie de escudo de energía que el de negro mantenía mediante sus incesantes murmullos. No obstante, el último golpe atravesó sus defensas y se hundió bien en su hombrera.

Lanzando un grito desesperado, el mon’keigh cayó postrado de rodillas. An’scur sonrió a través de unos dientes ensangrentados.

«Ahora ya eres mío».

An’scur estaba saboreando aquello. Llevaba a cabo su sinfonía de dolor con auténtica devoción, y cada corte era una nota perfecta, cada réplica era un estribillo exquisito. Y eso sería su perdición.

—Deberías haberme matado —dijo Elysius a pesar del extremo dolor que atravesaba su cuerpo—. Quizás es que no puedes. —La burla no era típica de él. El capellán necesitó toda su determinación para permanecer consciente. Había una especie de veneno en el archa del arconte, una especie de oscuro elixir que estaba intensificando el dolor.

Apretando los dientes, Elysius hizo caso omiso de él, esquivó otro ataque, pero consiguió que la hoja mortal del arconte se quedase enganchada en el mango de su crozius. Tirando del eldar oscuro hacia él, balanceó su puño de combate con el mismo movimiento y lanzó un golpe lateral. Un oponente menos ágil habría muerto destrozado, pero el arconte tan sólo se quedó aturdido y se tambaleó hacia atrás. La oscura sangre alienígena escapaba por debajo de su yelmo de batalla.

Elysius contuvo una sonrisa feroz. Le había herido.

—Como iba diciendo…

Aquel teatro no estaba bien. No era como An’scur se lo había imaginado. No tenía que haber acabado así. El de negro tenía que morir en sus manos y después se llevaría su cabeza como trofeo y la profanaría a su regreso al Arrecife de Volgorrah. La colocaría sobre una pica cuando sus esclavos lo elevasen a Alto Commorragh y se le otorgase todo el prestigio que merecía, cuando una provincia rezagada de la telaraña ya no era de su dominio.

El crepitante puño había golpeado con fuerza, más fuerte de lo que aparentaba.

«Es mejor dejar que el enemigo crea que eres fuerte cuando no lo eres».

Se suponía que iba a ser más fácil. ¿Por qué era éste tan testarudo?

An’scur no dejó que aquellas dudas le preocupasen durante mucho tiempo. La venganza podía ser obtenida por medio de otros. No había sobrevivido tanto tiempo sin haber dejado que otros se manchasen las manos de vez en cuando por él. An’scur era pragmático además de ser un maldito sanguinario.

Entonces señaló al simio herido que estaba, incluso ahora, intentando permanecer de pie.

«Es tan irritantemente tenaz…»

—Sibarita… —La mano cuchilla se levantó de donde estaba agachada—, mátalo por mí.

—Como desees, amo…

Había algo en su voz, algo en el tono y en el timbre que hizo que An’scur se volviese. Antes había estado oculto, modificado de algún modo. Conforme un velo se levantaba cruelmente, el arconte se dio cuenta de que nunca había mirado a su esclavo a los ojos, nunca se había dignado a hacerlo. De haberlo hecho, habría descubierto a un traidor que le lanzaba dagas con la mirada.

El sibarita se había quitado su máscara de carne, y el rostro de otro se reveló bajo ésta.

An’scur estaba tan impactado que casi falla en bloquear el primer ataque de la mano cuchilla.

—Mainakor…

Las hojas se entrelazaron, el archa contra el bracamarte. Un draconte que había creído muerto y olvidado le miraba desde el otro lado del acero que chocaba entre ellos.

—¿Sorprendido de verme?

Mientras que An’scur estaba irritado y pálido, Malnakor tenía un aspecto vivo y sedoso. Su rostro era perfecto, casi de muñeca, como una escultura esculpida en ámbar.

—Tu problema es que nunca te preocupas por la ayuda. —Con un gruñido furioso, Mainakor se liberó del punto muerto. Una parada rápida y doble, primero a la izquierda y después a la derecha, con el archa moviéndose como un péndulo en sus manos como fulero, negó dos golpes de An’scur.

—¿Fue Lyythe? —preguntó—. Esa zorra hemóncula cosechará las recompensas de su traición.

Intercambiaron una serie de golpes cegadoramente rápidos, pero no consiguieron nada ninguno de los dos.

Mainakor se echó a reír en un breve descanso.

—Por supuesto que fue Lyythe, y sinceramente dudo que tengas la oportunidad de llevar a cabo ninguna insignificante venganza.

—Eso ya lo veremos. —An’scur dio un paso atrás, echando chispas. Después señaló al mon’keigh que estaba lo bastante herido como para no levantarse todavía—: ¿Es que no ves que estoy en medio de algo importante aquí, gusano?

—Como lo estaba yo con Helspereth cuando tú intentaste destruirme.

An’scur cargó. El golpe con dos manos fue tan fuerte que partió el archa por la mitad.

Mainakor retrocedió ante la furia del arconte y se tambaleó. Usaba los dos trozos rotos del mango de manera ambidiestra pero se veía obligado a defenderse.

—No eres rival para mí, escoria —le dijo An’scur.

—Por eso… —dijo, arremetiendo y descubriendo su costado para atacar deliberadamente— he traído ayuda.

An’scur se dio cuenta demasiado tarde de que estaba acabado; intentó demasiado tarde retirarse del golpe mortal que partiría al draconte insolente en dos y derramaría sus entrañas por el suelo. An’scur sintió como unas gélidas cuchillas que sólo podían pertenecer a un mandrágora atravesaban su carne. Su armadura se partió como el humo ante ellos, la sangre ardía a causa de un veneno especialmente diseñado para hacerle sufrir al máximo, especialmente diseñado para él.

El arconte se desplomó. El bracamarte se le cayó de los dedos sin vida conforme su cuerpo empezaba a vitrificarse de manera inexplicable.

—No… —la voz que escapaba de unos labios que se cristalizaban lentamente era débil y extrañamente resonante.

La escarcha cubrió todo su cuerpo, inundando sus venas y transformando su carne.

Una sombra apareció en su visión periférica y vio a Skethe observando su larga muerte con hambre. Traicionado por el demonio nocturno y traicionado por Lyythe. An’scur maldijo sus tratos con el hechicero y la ambición que le había llevado cegado hasta un nido de víboras pacientes.

Con una última sacudida de respiración congelada, An’scur se transformó por completo en hielo. Usando el extremo afilado de la archa, Malnakor lo hizo pedazos.

A Elysius no le interesaban lo más mínimo las disputas internas de los Xenos, pero reconocía un golpe de Estado cuando veía uno. Se puso de pie y clavó la cabeza de su crozius en la espalda de la criatura de piel de sombra. Estaba tan centrada en absorber los últimos vestigios de sufrimiento de An’scur que no había advertido el peligro hasta que su columna estuvo destrozada. Elysius alimentó el arma con una sacudida de energía y acabó con él.

—Aún sigo aquí, señor de pacotilla —rugió, pisando el cadáver espasmódico del mandrágora.

Apretando y soltando su puño de combate, el capellán avanzó.

El draconte, ahora arconte, Malnakor retrocedió. Skethe estaba muerta cuando hacía un momento había sido una aliada servicial. Al menos, eso significaba que no tendría que ocuparse de su muerte después.

Matar mandrágoras conllevaba toda clase de peligros. Sus soldados recién adquiridos superaban en número a los mon’keigh, pero el enemigo no mostraba signos de capitulación, ni siquiera los inferiores. Los guerreros cabalistas eran suyos ahora, así como los íncubos a bordo del Extasis Eterno. Si no regresaba pronto a la nave, la transición al liderazgo podría resultar contenciosa. Mainakor cerró la mano alrededor de un objeto pequeño y ovoide unido a su armadura. No era más grande que un guijarro de un azabache infinito cuya superficie estaba repleta de dunas desconcertantes. Con la simple manipulación de los selectos símbolos de la superficie activó el portal de la telaraña y un gran golfo de oscuridad cobró vida tras él.

—Regresad a la nave —ordenó a sus guerreros, que estaba derribando a las últimas máquinas de carne al tiempo que se retiraban de la batalla—. An’scur ha sido derrotado y yo estoy ocupando su lugar.

Hubo un breve momento de resistencia, pero se pasó rápido. Dejando atrás a sus muertos y heridos, los eldars oscuros se retiraron al turbio vacío de la telaraña que daba al Éxtasis Eterno.

—Tu momento llegará de nuevo —le dijo al mon’keigh de armadura negra. De momento, Malnakor conservaría lo que tenía, regresaría al Arrecife de Volgorrah y descubriría cómo iba a manejar el poder que acababa de tomar a la fuerza.

El guerrero de rostro de calavera le miró con los ojos como ascuas ardientes, pero no se movió para intervenir. Todos los gigantes acorazados defendieron la línea y le vieron marchar junto a su cábala.

Su juicio tendría que esperar.

En una tempestad de viento misterioso, el portal de la telaraña desapareció y el silencio regresó a Prometeo.

La calma persistió hasta que el Capellán Elysius alzó su crozius.

—¡Gloria a Vulkan! —bramó, y las salas resonaron con el grito del triunfo—. ¡Gloria a Vulkan! —gritó de nuevo, regocijándose en el momento. Incluso los hombres de armas y los supervivientes de la cubierta del hangar siete respondieron al grito.

Aunque la mayoría de los Salamandras había sobrevivido al asalto, había muchos muertos entre el contingente humano, y un número mayor de heridos.

Un siervo de trabajo estaba de rodillas intentando devolverle la vida a un camarada caído, pero no sirvió de nada. El hombre de armas había muerto escupiendo sangre.

—Tanta muerte… —murmuró el siervo.

Elysius le miró.

—Es un precio elevado —dijo—, pero teníamos que pagarlo. Honra su sacrificio cuando lamentes su pérdida y ten por seguro que ocupará un lugar cerca de la mano del Emperador.

El siervo de trabajo alzó la mirada y el capellán le reconoció de inmediato. No era un nativo de Nocturne, pero había luchado como si defendiese su tierra natal. Unos ojos viejos devolvían la mirada a Elysius, pero desde un cuerpo que no estaba en su mejor forma. Se atendía un corte en el hombro, y una parte de su uniforme estaba manchada con su sangre, pero no flaqueaba.

—Sonnar Illiad —se dirigió a él el capellán—. Te recuerdo. Te debo un agradecimiento.

—¿Por qué, mi señor?

—Por mostrarme de nuevo el alcance del valor humano.

Aquél era un hombre que había pasado su vida como un luchador por la libertad en el mundo condenado de Scoria. Gracias a Illiad y a sus hombres, las reliquias que se llevaron los Salamandras aún seguían allí para poder ser rescatadas. Elysius nunca lo había olvidado.

—Tu ejemplo nos eleva a todos, señor —respondió Sonnar Illiad, inclinando la cabeza.

—Reúne a los heridos. Los que puedan caminar que lo hagan. Todos los demás tendrán que ser transportados. —Después hizo un gesto a dos de la 4.ª Compañía que saludaron ante la llamada del capellán—: Escoltad a estos héroes de Prometeo al apotecarión. Todos serán recordados este día.

Cuando el par de Salamandras se disponían a ayudar a Sonnar lijad, Elysius sintió que una mano fuerte sobre su brazo.

—Hombro con hombro, el primarca nos ha hecho fuertes, tan fuertes como cualquier montaña —dijo Argos.

El capellán miró por el pasillo hacia las puertas de la Sala del Draco.

—Al final estuvo muy igualado.

Argos asintió lentamente.

—La santidad de la Cámara de T’kell aún se mantiene. —Después desvió la mirada desde la puerta barroca que daba a la sala reliquia y miró al capellán a los ojos—: Luchar a tu lado de nuevo me ha traído recuerdos de Ulisinar.

—¿Tanto tiempo ha pasado?

—Espada con espada, sí.

Elysius se quitó el yelmo de batalla. Quería mirar a su hermano a los ojos, al menos al orgánico que aún conservaba. Bajo el metal, los cables y los sistemas cibernéticos, Elysius todavía podía ver las cicatrices causadas por el bioácido.

—Jamás se repetirá, no así. Hice que perdieras tu rostro ese día.

—Y el Dios Máquina creyó adecuado bendecirme con otro. No lo echo de menos.

Los guerreros chocaron los antebrazos renovando en silencio viejos juramentos que se habían hecho el uno al otro cuando apenas eran exploradores.

Elysius todavía podía sentir el dolor de sus heridas con intensidad, pero el trabajo aún no había terminado. Todas las salas de Prometeo tenían que limpiarse de enemigos rezagados. Los eldars oscuros se habían adentrado mucho y no debía quedar ni rastro de su presencia. Su expresión se tomó severa al pensar en las demás batallas que aún seguían librándose. Durante varias horas no supieron nada de Nocturne ni del Capitán Dac’tyr.

—Espero que el Dios Emperador y Vulkan ayuden a nuestros díscolos hermanos. Necesitarán sus bendiciones antes de que esto haya terminado.