I
LA ÚLTIMA RESISTENCIA DE LOS SOLDADOS ROTOS
Ba’ken cayó al suelo por tercera vez. Sus piernas cedían bajo su peso. Al sostenerlo con su cuerpo, Emek casi cae también, pero consiguió apoyar al inmenso sargento contra la pared del pasillo.
—Déjame aquí —dijo con tono áspero. Le costaba respirar y su cuerpo estaba cubierto de un sudor febril. La leve mancha escarlata bajo sus vendajes quirúrgicos se había vuelto más oscura y más húmeda, extendiéndose por todo su torso.
Emek se agachó a su lado, cosa que le hizo sentir un gran dolor, y comprobó los signos vitales de Ba’ken con su escáner biológico.
—Te estás desangrando. Tus células Larraman no pueden regenerarse lo bastante rápido si te sobreesfuerzas así.
—Déjame aquí —repitió. Sus ojos mostraban que estaba perdiendo lucidez. El fuego había menguado en ellos—. Pero antes, asegúrate de que mi bolter está bien sujeto en mi puño.
—Dudo mucho que ni muerto lo soltases. —Emek miró hacia el pasillo oscuro que habían dejado atrás. Ahora, los cazadores tenían su rastro. Daba igual. Eludirlos nunca había sido una opción en realidad, pero esa idea les había hecho llegar hasta allí.
A unos pocos cientos de metros por delante estaba la puerta de acceso a la Cámara del Panteón. Podían hacer una última resistencia.
El sonido del metal volvió a oírse no tan lejano como lo había sido antes.
Echando una última mirada al extremo del pasillo con la pistola bolter apuntando hacia la intersección, Emek bajó su arma y se inclinó para recoger a Ba’ken.
—Ya estamos cerca, Sol. Yo preferiría morir en la Cámara del Panteón a hacerlo aquí fuera en un pasillo cualquiera. ¿Puedes levantarte?
Ba’ken cerró el puño e hizo uso de toda la fuerza de voluntad que le quedaba para levantarse.
Emek hizo una mueca mientras retiraba la mano de la herida de su hermano para ayudarle a levantarse. Estaba empapada de sangre aumentada genéticamente.
—¿Quién iba a decir que tenías tanta sangre en las venas?
—Es mi herencia themiana, somos… —Ba’ken tosió, y algo oscuro y vital en la flema salió expulsado de su cuerpo.
—Un paso y después otro —dijo Emek, guiándoles por los últimos y agonizantes metros que faltaban hasta el templo.
—¿Estás esperando una intervención divina? —preguntó Ba’ken cuando el apotecario lo colocó en la abertura. Estaba cerrada pero no sellada. Algo había quemado el mecanismo. El hedor a sulfuro y a humo inundaba el aire viciado.
—No te muevas —respondió Emek, intentando ser gracioso. Ba’ken apenas podía asentir. El apotecario pulsó la runa de activación de la puerta y ésta se deslizó con el chirrido de protesta de los engranajes.
Una nube de humo negro escapó desde el interior. El apotecario se mantuvo en su sitio mientras ésta lo envolvía, escaneando la oscuridad y peinando con su arma la sala hasta que la nube se dispersó.
No habían daños por incendio en la Cámara del Panteón en sí, aunque estaba claro que una conflagración increíble acababa de extinguirse hacía poco en el templo. El efecto era milagroso y Emek atravesó el umbral indeciso.
Su mirada se dirigió a una antecámara que había al otro extremo de la entrada de la habitación. Allí el humo y el calor latente eran más intensos.
Era una cámara acorazada, escondida tras una de las inmensas estatuas de obsidiana que rodeaban la gran sala. Emek se acercó.
Poco antes de entrar se detuvo: las luces estaban fundidas y no mostraban ninguna intención de revivir. El olor a quemado era mucho más fuerte allí. Aquel lugar había sido el punto de ignición. Llevaba una linterna en el narthecium que extrajo lentamente y pulsó el botón de activación. Un resplandor de luz azul salió del dispositivo manual, veteado en el aire cargado de humo. El interior de la cámara estaba totalmente ennegrecido, la pintura estaba desportillada, la ceramita fundida y el cristal blindado vitrificado. Lo que hubiese causado la devastación debía de haber sido intensamente incandescente.
—Por los Fuegos de Vulkan… —murmuró, inconsciente de lo acertada que era su expresión hasta que vio la silueta en un extremo de la habitación. Tenía la forma de un cuerpo, uno que había llevado una servoarmadura a juzgar por su tamaño y su contorno. Allí, la cámara estaba aún más oscura.
Inmediatamente le vino a la cabeza una de las viejas filosofias de Zen’de: «El fuego nunca muere de verdad. Sólo duerme y espera su momento para reavivarse».
Aquellas palabras, pronunciadas hacía años en el lectorium, sonaban especialmente auténticas en aquel momento.
Emek se acercó a la extraña silueta, se arrodilló y extendió dos dedos para tocar la capa de cenizas de la que estaba formada. Entonces retiró la mano con una leve maldición.
Todavía estaba increíblemente caliente, podía sentirlo incluso a través del guantelete, de modo que el aire del ambiente era frío en comparación. De repente hubo una corriente de aire procedente de alguna parte. La detectó a través de los autosentidos de su yelmo de batalla, un cambio sutil en la calidad y la composición del aire viciado.
Emek alzó la vista y vio una grieta enorme en el techo que daba a un túnel recortado de oscuridad infinita. En los primeros metros se veían las entrañas entre cubiertas y después la cubierta superior y la que estaba sobre ésta. Después sólo había negrura abyecta y absoluta. Un trozo de metal sobrecalentado cayó desde el agujero y aterrizó en su hombrera, chisporroteando antes de enfriarse y solidificarse. Toda la abertura estaba revestida de metal cocido, como si algo extremadamente caliente se hubiese abierto paso ardiendo como un soplete de plasma o un rifle de fusión. El resto de la cámara estaba vacío. O cualquier signo de ocupación había sido reducido por el fuego. Emek regresó junto a Ba’ken.
El hermano sargento seguía consciente, apuntando con el bolter y temblando ligeramente hacia el extremo del pasillo.
—¿Qué has encontrado?
—Un misterio para el que no tengo respuesta. Vamos.
Emek agarró a Ba’ken y empezó a arrastrarlo hacia dentro.
Los chirridos y los gritos llegaron a la sección del pasillo en la que se encontraban los Salamandras anunciando la presencia de los enemigos. Emek frunció el ceño, dejó a su hermano de nuevo en el suelo y le entregó su arma.
—Están demasiado cerca.
—Ya vienen —dijo Ba’ken—. ¿Cuántos disparos me quedan?
Emek lo comprobó.
—No los suficientes. —Después apuntó con su propia pistola bolter en la misma dirección al escuchar los chillidos. Esta vez no habían recurrido a ningún subterfugio. Los eldars oscuros querían que supiesen que les habían encontrado—: Tendremos que hacer nuestra última resistencia aquí.
Una sombra deformada llegó corriendo desde el extremo alejado del largo pasillo. Era enorme, aumentada genéticamente y resoplaba como un toro mutante.
—No son mandrágoras —murmuró Emek.
Entonces llegó otra, y otra. Un algarabía de farfullidos emanaba de la manada sedienta de sangre y un maloliente hedor a putrefacción inundó el aire ya viciado de por sí.
—¿Cuántos calculas que son? —A Ba’ken le costaba mantenerse consciente. Hablaba con los dientes apretados y apenas podía mantener los ojos abiertos.
El espíritu de Emek era beligerante.
—Espero que sean cientos.
Ba’ken sonrió adustamente ante su comentario.
—Siempre he pensado… —dijo, dejando la frase a medias antes de obligarse a continuar—. Siempre he pensado que moriría en la arena. —Su bolter flaqueaba.
—¿No en el campo de batalla?
—Todavía no me ha matado.
—Bien dicho.
Una horda de criaturas grotescas y deformadas avanzaba pesadamente hacia ellos. Eran seres hechos a retazos, amalgamas inmensas de esclavos creados a partir de los desvaríos de sus cirujanos de tortura. Unas púas prominentes sobresalían de su piel curtida, de color rosa sangre y cargadas de unos extraños tubos químicos; arrastraban sus extremidades de músculos hinchados por el suelo, y sus garras de metal chirriaban; sus bocas cosidas gemían y maullaban tras angustiosas máscaras faciales. Entre sus dedos gruesos y carnosos, las bestias portaban cuchillos de carnicero y otros utensilios afilados. Eran pesadillas diseñadas por un sastre sádico, la progenie de laboratorio de los hemónculos de los eldars oscuros.
Ba’ken bufó. Había luchado contra aquellas bestias antes en Geviox.
—Han mandado a su escoria… —Su brazo cayó hasta que el fuego fundido que atravesaba su torrente sanguíneo le hizo levantar el brazo de nuevo. Al sentir aquel impulso jadeó, vivo y alerta—: ¿Qué…?
Emek extrajo un inyector del cuello grueso y musculoso del guerrero, donde las venas eran gruesas, tan gruesas como cables.
—Es una inmensa dosis de adrenalina. Suficiente como para matar a un ser inferior, pero sólo la cantidad justa para mantenerte consciente el tiempo suficiente como para que me ayudes a matar a estos desgraciados.
Al ver a su presa, con las glándulas olfativas agitadas tras sus máscaras de piel, la despreciable horda echó a galopar hacia ellos.
Ba’ken ya estaba apuntando a su primera víctima.
—¿Por qué no lo has hecho antes?
Junto a él, Emek lanzó una descarga contra la criatura que iba a la delantera hasta derribarla.
—Porque dentro de unos minutos sobrecargará tu sistema nervioso y sufrirás un shock anafiláctico. Entonces, tu cuerpo compensará este trauma sumiéndote en un estado de muerte aparente.
—Entonces prepárate para revivirme cuando eso suceda.
Un fuerte tiro de bolter de Ba’ken derribó a otra de las abominaciones. Su cuerpo hinchado se desgarró, con múltiples detonaciones, atravesando a sus hermanos más cercanos con hueso y metralla cuando la cavidad de su pecho explotó.
—Si sigo aquí cuando eso suceda, hermano, tienes mi palabra. —Emek decapitó a una tercera con un tiro en la cabeza que salpicó las paredes a ambos lados de sangre y materia cerebral. Nada les detenía. Los muertos y los heridos quedaban aplastados bajo una estampida de bestias sobremusculadas. No sentían miedo ni dolor, aquellas criaturas grotescas vivían torturadas, no conocían otra cosa. Esto las había vuelto inmunes a preocupaciones tan insignificantes como la supervivencia. Sólo querían infligir sufrimiento a los demás.
—Necesitamos más potencia de fuego… —Ba’ken se levantó. Sin los compensadores instalados en su servoarmadura tuvo que deslizar una corredera alternadora y cambiar a modo automático.
Aquel disparo probablemente agotaría toda su munición de un solo golpe. Con una mano bajo el cañón para sujetarla, apretó el gatillo de su bolter y envolvió el pasillo en una tormenta de proyectiles detonantes. A medio camino a través de la salva, rugió en concierto con su arma y durante unos gloriosos segundos se fundieron en una sola voz, con un solo propósito. Un segundo antes de que los golpes huecos del metal anunciasen que la cámara estaba vacía, levantó el cañón.
—Se ha agotado mi munición.
El arma de Emek también se quedó vacía unos segundos después.
El humo y el olor a sangre coloreaban el aire de un gris rojizo, con una carnicería de cadáveres monstruosos apenas visible al fondo de una nube que se disipaba. Algo seguía moviéndose más allá en el miasma.
—Todavía no está muerto —Ba’ken sonaba un poco sin aliento. Extrajo el martillo de pistón de su espalda y el mango de metal arañó su avambrazo cuando lo alzó en posición—. Recuerdo un tiempo en el que parecía más ligero —añadió con pesar.
Emek extrajo su cuchillo quirúrgico y enfundó la pistola gastada para poder usar su reductor como una daga. La zumbante sierra de huesos sonó alta y beligerante al activarse.
Unas cuantas bestias, suficientes como para superar en número a los Salamandras, habían sobrevivido a la descarga y estaban emergiendo de entre los restos ensangrentados de los muertos.
—Son difíciles de matar —dijo Emek cuando las criaturas avanzaban lenta y pesadamente hacia ellos.
—Nosotros también. —Ba’ken se lanzó de cabeza contra la masa.
El Salamandra lanzó un furioso golpe de espada que habría separado una cabeza del cuerpo antes de llegar al arco de muerte de la bestia para partirle el cráneo deformado. Un golpe descendiente le alcanzó el hombro haciendo brotar un poco de sangre, pero Ba’ken golpeó de nuevo, esta vez destrozando varios de los frascos químicos que parecían suturados a la piel de aquella cosa. Un golpe fuerte en el estómago con la cabeza del martillo de pistón le hundió el torso y acabó con ella.
Emek acabó con una segunda insertándole su cuchillo en la garganta hasta el mango antes de que la bestia pudiese responder. Le cortó la mano con el reductor, atravesando piel, carne y hueso un instante antes de insertar la chirriante hoja en el rostro del monstruo. Murió maullando, escupiendo sangre a través de las lágrimas de su máscara.
A la tercera la mataron juntos. Ba’ken le golpeó en el dorso de la rodilla y la hizo caer antes de que Emek le abriese la garganta y dejase que su vida se derramase sobre el suelo.
Ba’ken recibió un golpe de la última. Su caja torácica crujió de manera audible y salió despedido por el pasillo hasta impactar contra la pared. Todavía cargado de adrenalina, se levantó al instante y esquivó un golpe de cuchillo que podría haberlo abierto desde la ingle hasta el esternón. Varias chispas saltaron cuando la hoja del cuchillo se insertó en la pared al tiempo que Ba’ken se apartaba.
Emek insertó el reductor en la espalda de la bestia, pero la cuchilla no penetró lo suficiente como para alcanzar algún órgano vital. El apotecario empezó a trinchar, abandonando su cuchillo para poder rodear con el brazo el grueso cuello del monstruo. Era como luchar contra un sauroch, su fuerza era increíble.
Aguantó el tiempo suficiente como para que Ba’ken le lanzase varios golpes a dos manos en la clavícula, el antebrazo y, finalmente, la cabeza. Con un resuello prolongado, la bestia se inclinó hacia un lado y murió.
Emek respiraba con dificultad cuando alzó la vista del cadáver.
—Buen trabajo, hermano —jadeó.
Ba’ken estaba a punto de responder cuando dio tres pasos tambaleantes y se desplomó.
Desde las profundidades del pasillo volvió a escucharse el sonido de los chirridos.
—¡Mierda! —Emek se volvió y vio que se acercaban tres monstruos más. El que iba delante le baló con malicia mientras levantaba un dispositivo de aspecto arcano instalado en su muñeca en lugar de una mano.
Por puro instinto, el apotecario se tiró al suelo justo cuando una fuente de ácido xántico salió despedida desde la boca del arma.
El siseo del ácido y el hedor a sulfuro inundó sus sentidos y supo que su armadura se estaba quemando.
Entonces sintió un dolor intenso en su costado izquierdo, no era del ácido, sino de su vieja herida, y se esforzó por levantarse. Consiguió apoyarse sobre una rodilla cuando la sombra del primer monstruo lo engulló y de repente estaba frente a frente con el chorreante cañón de la pistola licuadora.
Por segunda vez en dos horas, Emek se enfrentaba a la muerte. Cerró los ojos sabiendo que había honrado a su primarca y a su Capítulo, pero deseando que su sacrificio salvase a Ba’ken.