II: FUEGO CONTRA HIELO

II

FUEGO CONTRA HIELO

Cojear por el pasillo era doloroso e incómodo. Los músculos que se habían atrofiado parcialmente por la falta de uso le ardían y enviaban cuchilladas de dolor por el cuerpo semidestrozado de Emek. El sudor empapaba su frente bajo su yelmo de batalla.

«¡Sudor! ¡Por Vulkan!»

Ba’ken había tenido razón cuando se mofaba de él por todo el tiempo que llevaba sin entrenar. No estaba en forma, ni física ni mentalmente. Emek miró por encima de su hombro derecho…

«Todavía nada…» y maldijo de nuevo su decisión de ir tras el Dragón Negro. Había sido precipitada, estúpida y obstinada. Y también podría resultar ser fatal. Más allá de los confines del apotecarión, donde se encontraba ahora, la criatura que acechaba en los pasillos solitarios de Prometeo le tenía atrapado.

La escarcha que se formaba en sus hombreras le advirtió de la presencia del cazador. Congelaba las articulaciones y las hacía crujir cuando movía los brazos. Al menos llevaba puesta una armadura. Se había equipado en cuanto la estación espacial había sido golpeada, antes de saber incluso el alcance de los daños o la naturaleza del ataque. Una pistola bolter con una carga completa descansaba en su funda. La había dejado olvidada en la mesa del consultorio con sus prisas por ir tras Zartath.

En ese momento, la única amenaza que había era la de un paciente que había escapado. Armándose podría haber alentado al Dragón Negro a la violencia. Pero un momento no es más que un pequeño espacio de tiempo, que puede cambiar en el siguiente A veces de manera fatal.

Llevaba su guantelete reductor y un cuchillo mondador quirúrgico. No era mucho, especialmente dada su situación actual. En su armadura iba incluido un kit médico narthecium. Contenía varios artículos: geles coagulantes, contrasépticos, pulverizadores de osificación rápida, un escáner biológico, ampollas químicas con nitrógeno líquido y ampollas de anestesia.

Con un grado y una concentración mucho más elevada que la de los compuestos humanos, su kit médico estaba diseñado para prolongar y conservar la vida; ninguno de ellos resultaba especialmente útil en el arte de matar.

Cadorian, uno de sus médicos, contactó con él a través del comunicador del yelmo cuando algunas de las comunicaciones de Prometeus se restablecieron. El hangar siete informaba de que había sido invadida por hostiles. La naturaleza de los enemigos era xenos, clasificados como eldars oscuros. Durante su ejercicio como parte del apotecarión, Emek había investigado de manera extensiva la miríada de razas alienígenas que plagaban la humanidad y conocía la criatura que le estaba acosando: era una criatura espectral, un infiltrado letal que había atravesado los frágiles cordones establecidos por el Maestro Argos y se había adentrado en la estación. Oliendo la sangre, y siguiendo el prospecto de una víctima fácil y rápida, había ido a por él.

Los xenotaxidermistas clasificarían a la criatura como un mandrágora. Cubierto por sombras, podía aparecer casi a voluntad y sin advertencia previa, excepto por la escarcha.

Emek no se había alejado demasiado de los límites del apotecarión, pero lo suficiente como para tener que buscar una ruta alternativa de vuelta a la seguridad de sus confines. Allí tenía sistemas augures y dispositivos visores de espectros que podrían detectar al mandrágora. También tenía a su disposición un grupo de servidores de batalla que podían encargarse de su ejecución, o al menos disuadirla o retrasarla.

En los pasillos abandonados de la estación espacial no tenía nada más que a sí mismo. Un tullido sin bolter ni espada que se lamía las esperanzas perdidas tendría que bastar. Seguía siendo un Marine Espacial, arruinado, pero seguía siendo uno de los hijos de Vulkan. Si la muerte era su destino, Emek estaba decidido a no ponérselo fácil.

El apotecario hurgó en la poca determinación que le quedaba al llegar al siguiente empalme.

El golpe del meteoro había dejado su marca. Un largo pasillo se extendía ante él envuelto en una oscura penumbra. A medio camino, parte del techo se había hundido y una confusión de tuberías rotas y de cables salía desde la cubierta superior como unos intestinos derramados. El vapor manaba suavemente de un conducto de calefacción destrozado en un chorro blanco y gaseoso. Unos pequeños fuegos parpadeaban en la distancia.

Era uno de los pasillos de acceso que daban al apotecarión. Al menos estaba cerca.

En el techo, unas tiras de luz que temblaban cobraron vida y bañaron el pasillo de un monocromo cegador, se apagaron y volvieron a encenderse con una vibración. Tiras destrozadas de plastek de aislamiento pendían en velos mugrientos y traslúcidos, removidas por los viciados depuradora de aire, mientras que en el suelo, las placas de cubierta estaban rotas y exponían fosas abiertas que daban al nivel de mantenimiento entre cubiertas.

Sin miedo pero con cautela, Emek se llevó la mano al cuchillo quirúrgico que llevaba en la funda de la pantorrilla. Sus ojos no dejaron de mirar hacia delante. Sus sentidos estaban alerta a cualquier sonido, a cualquier señal.

—Sé que estás aquí —dijo a la oscuridad sin esperar respuesta, y avanzó por el pasillo.

—Apotecario —se escuchó a Cadorian decir de repente por el comunicador.

—¡Shh! —chistó Emek.

En la escasa luz de emergencia, el mandrágora podía estar en cualquier parte, esperando en cualquier recoveco. El apotecario se agachó para ofrecer un objetivo más pequeño.

—No estoy solo. Los infiltrados enemigos han llegado hasta el pasillo de acceso. Date prisa y habla en voz baja.

—Lo siento, pero debo informarte de que el Maestro Argos es consciente de tu situación y ha enviado soldados en tu ayuda.

—¡Negativo! —respondió Emek con brusquedad—. No sé cuántos me acechan. Ni siquiera lo he visto todavía, médico.

Sus ojos recorrieron a toda velocidad el pasillo al escuchar un sonido repentino, pero sólo era una válvula de presión reventada.

—Es demasiado peligroso. Dile a Argos que defienda la línea para que no tenga que enfrentarme a más descarriados. Encontraré mi propia ruta de regreso al apotecarión sin ayuda.

Hubo una breve pausa mientras Cadorian lo asimilaba todo.

—¿Apotecario?

Emek se estaba esforzando mucho por ser paciente, pero su respuesta sonó cortante:

—¿Qué?

—Tu arma está en la mesa del consultorio. Estás desarmado. La ayuda no está lejos, puedo…

—¿Ha pasado algo durante mi ausencia, siervo? ¿Me han sustituido y no soy consciente del hecho de que mi autoridad ya no tiene ningún peso?

—No, apot…

—Entonces haz lo que te ordeno. Sé que estoy desarmado. Tengo todas las armas que necesito. Tú mantén a los heridos con vida el tiempo suficiente como para que yo los salve a mi regreso.

Cadorian sonaba contrariado:

—¿Y si no regresas?

Emek cortó la comunicación. Estaba ahí, en el pasillo con él.

—Entonces tendrás una visita diferente —murmuró para sí, esperando que el médico tuviese todas las armas posibles apuntando a la puerta del apotecarión.

El reductor era un instrumento perforador instalado en su guantelete. Era ruidoso, pero lo bastante afilado como para atravesar el hueso ossmodula endurecido. No era un arma práctica, pero sí efectiva si se utilizaba de cerca. No serviría de nada con la criatura de las sombras.

Todavía quedaba la posibilidad de que no hubiese visto a Emek. Por si acaso, no quería arriesgarse, de modo que extrajo el cuchillo quirúrgico. El sonido que hizo al deslizarse por la funda sonó alto en la oscuridad. Era una hoja ancha y dentada forjada con acero monomolecular que podía cortar la endurecida piel de un Marine Espacial con facilidad. Emek esperaba que tuviese los mismos efectos gloriosos con un mandrágora.

—Vamos…

Hizo una mueca de dolor al intentar levantarse. Agacharse era fácil. Con la pierna dañada, lo difícil era ponerse en pie de nuevo. El dolor hizo que volviese a centrarse, le mantuvo alerta de la sombra que avanzaba hacia él, que parecía estar en desacuerdo con la luz.

Todos los resplandores blanco magnesio veían como la sombra se reducía a la nada, deteniendo su progreso conforme la criatura buscaba el refugio y la anonimidad de la oscuridad, donde las tiras de luz no alcanzaban. Cuando las sombras volvían, la criatura regresaba con ellas, avanzando lenta y silenciosamente hacia su presa.

La víctima estaba cerca. Yulgir llevaba un rato siguiéndola, saboreando la caza, siguiendo los movimientos del mon’keigh alrededor de los lúgubres túneles de la cruda estructura. Su hastío era cáustico, pero también saboreaba la desesperación y el dolor que emanaban del cuerpo de la presa.

«Un tentempié antes del festín», pensaba Yulgir.

Ahora estaba frente a él en el pasillo, con el gigante acorazado en verde, un último acto de desafío antes de concluir la caza. No sería fácil, lo cual sólo aumentaba la anticipación del mandrágora. Éstos no sentían miedo, pero tenían otras grietas en sus defensas que se podían explotar. Como la arrogancia, por ejemplo. Lucharía con él a descubierto. Tales criaturas merecían ese honor. También duraban más al ser torturadas.

Yulgir tenía hambre.

En los muñones en las muñecas del mandrágora emergieron unas cuchillas. Eran retorcidas y brillantes como hueso radiactivo.

Se daría un atracón con aquella criatura, le extraería hasta la última pizca de dolor.

Tal vez le robaría su último aliento y lo guardaría en la eternidad como un trofeo.

«Mmm… delicioso…»

Había llegado el momento de dejar que el mon’keigh le viese.

Una figura salió de entre las sombras y se materializó ante los ojos de Emek. Su piel como el aceite reflejaba la imagen del apotecario. Era un reflejo grotesco, retorcido por la fluidez resplandeciente de la forma exterior del mandrágora. Su cabello era del color del alabastro, lacio y del grosor del hilo de telaraña, y lo tenía por debajo de los hombros. Había símbolos brillantes en su carne, runas maléficas que dañaban la vista y prometían un infierno de sufrimiento eterno.

Un hombre mortal huiría al ver semejante abominación. Sin duda, su temple se mediría en la defensa de su terreno. Emek sólo quería matarla. Una sonrisa partió su semirostro destrozado al recordar lo que significaba ser Adeptus Astartes.

Una capa de escarcha que transformó la sonrisa de Emek en un gesto de dolor, reptó por su armadura de nuevo, intensa y paralizadora incluso a través de la ceramita. Era como si el brazo se le estuviese vitrificando bajo el gélido efecto. Su pierna dañada y su costado izquierdo ya le ponían en bastante desventaja, no necesitaba otra.

—Uno de tu asquerosa especie ya intentó matarme antes, y como puedes ver, monstruo, todavía sigo medio vivo. Es todo lo que necesito para matarte.

Emek cargó y atacó.

«Lento, demasiado lento», se reprendió a sí mismo cuando la hoja falló por cierta distancia.

Aunque, ¿de verdad había fallado? El mandrágora parecía desvanecerse alrededor del ataque, de manera que realmente atravesaba el cuchillo quirúrgico. El apotecario se volvió rápidamente, activó el reductor y lo utilizó como una daga apuñaladora. Tras tres embestidas inefectivas, Emek no estaba ni cerca de golpearle, y menos aún de darle un golpe letal.

—¡Pelea! —rugió, liberando una frustración contenida.

El corte en su torso fue rápido y provocó un borrón de luz verde ácido que trajo consigo un estallido de intenso dolor.

El resplandor de la tira de luz parecía ligeramente más oscuro que antes, como si la presencia del mandrágora lo absorbiese de algún modo.

Emek atacó de nuevo, pero como el aceite, el mandrágora escurrió el golpe, negándolo.

Sabía que estaba jugando con él, pero también sabía que era un error jugar con cosas peligrosas; tenían la costumbre de responder y, tullido o no, Emek seguía siendo una cosa muy peligrosa.

Como un espectro formándose de entre la niebla, el mandrágora apareció de nuevo. Un golpe descendiente de sus cuchillas brillantes cortaron el antebrazo del apotecario y éste soltó el cuchillo fingiendo estar herido. Tenía sólo el tiempo suficiente para coger una ampolla de su kit narthecium. En el collar había instalado un atomizador que Emek disparó como si fuese un arma. Los contenidos líquidos salieron disparados en una fina pulverización y se evaporaron instantáneamente al contacto con el aire en un gas blanco translúcido que después se cristalizó.

El mandrágora chilló y retrocedió cuando el compuesto de nitrógeno líquido reaccionó con su piel. Partes de su cuerpo empezaron a congelarse y lo anclaron en la realidad mientras buscaba el socorro de su reino de sombras.

Emek arremetió con el reductor y, esta vez, atravesó la carne alienígena, abriendo una fea herida que partió uno de los sellos del cuerpo del mandrágora. Lo hundió todavía más, buscando los órganos vitales, soportando la terrible agonía de la criatura.

—¿Ves esa oscuridad que se acerca? —rugió—. ¡Pues es para ti, xenos!

Tras insertar el reductor hasta atravesar la espalda del mandrágora, Emek tiró hacia arriba y le traspasó el hombro.

Había un auténtico terror en aquellos ojos en su día despiadados, el conocimiento de que algo todavía más atroz que el monstruo de piel de sombra venía a reclamarle.

Emek no sabía lo que le esperaba al mandrágora al otro lado del velo, pero le satisfacía inmensamente su sufrimiento. La criatura se desvaneció en cenizas y dejó el hedor de los lugares muertos, fríos y húmedos, dejando atrás un grito ululante que persistió cuando él se hubo marchado.

No estaba sola.

Pero sus lentos instintos se dieron cuenta demasiado tarde, condenándole. Emek se volvió, pero el compañero del mandrágora muerto ya estaba sobre él con los cuchillos dispuestos a hundirse en su carne.

—¡Vulkan! —Quería que aquélla fuese la última palabra que saliese de sus labios moribundos.

Una estruendosa respuesta, intensificada en el estrecho pasillo, le ensordeció, y el mandrágora desapareció en una confusión de carne, hueso y tiras de sombra. No tuvo tiempo de gritar, sólo de morir.

Cuando el espectro desapareció de su vista, Emek vio a su salvador.

—No podías haber sido más oportuno, hermano.

—Saturnino como siempre. —Ba’ken, atendiendo su costado y cojeando a causa de una herida, bajó su bolter. Había disparado con una mano y el humo todavía salía de la boca del arma.

—Toma… —El inmenso hermano sargento le lanzó al apotecario su pistolera y su arma, que Emek cogió con su mano libre—: Vas a necesitar esto.

—¿Para qué, si tengo al poderoso Helfist para protegerme? —dijo, abrochándose el arma a la armadura.

—No deberías habértela dejado, has sido… gnn. —Ba’ken se tambaleó y se habría caído de no ser por la pared. Se apoyó usando el bolter como muleta mientras Emek cojeaba hacia él.

—Eres un estúpido, Ba’ken —dijo el apotecario, rodeando con su brazo la espalda del sargento y sujetándolo por debajo de su hombro. No llevaba puestas las hombreras ni la coraza, lo que significaba que tampoco llevaba el generador de energía. Los servidores médicos se los habían quitado durante la operación. Todavía llevaba las grebas de las piernas, las botas y los avambrazos, pero eso no suponía realmente ninguna protección.

También se había colgado un bolter y su martillo de pistón alrededor del torso con unas correas gruesas.

—Y tú casi parecías un Marine Espacial matando a esa cosa.

Ambos empezaron a tambalearse por el pasillo juntos.

Emek gruñó con desdén.

—Míranos, el tullido y el inválido herido. ¡Ja! Limpiaremos Prometeo de los eldars oscuros nosotros solos.

—Ojalá… —Ba’ken hizo una mueca de dolor al sentir una punzada repentina. La sangre manchaba ligeramente los vendajes que envolvían su torso—: Esperemos que no nos encontremos ninguna más hasta que hayamos vuelto al apotecarión.

—Ésa sería una quimera bastante agradable, hermano.

—Veo que aún conservas tu fatalismo —le respondió Ba’ken. Emek no se dejó provocar por la pulla.

—Sólo soy realista. A bordo de la Proteica viví todo el realismo que puedas imaginar. —El apotecario se mostró afligido al recordar aquella funesta misión—: Cuando los tentáculos eléctricos de un psíquico alienígena malvado destruyan la mitad de tu cuerpo y sobrevivas, intenta no volverte fatalista.

Una breve pausa acentuó la repentina tensión.

El apotecario suavizó el tono:

—Pero tenías razón. Algunas cicatrices son más profundas que otras, y no siempre se ven.

—Somos hermanos, Emek, y mis hombros son lo bastante anchos como para soportar algo más que mis propias cargas.

El apotecario estaba a punto de hacer otro comentario cortante, pero se limitó a asentir. A pesar del peligro en el que ambos se encontraban, sus ánimos se relajaron.

—Deberíamos hacer esto más a menudo —dijo Ba’ken mientras cojeaban por el pasillo semiiluminado.

—¿El qué? ¿Morir juntos? Creo que eso sólo pasa una vez en la vida.

Ba’ken se echó a reír con ganas. La acción le dolía como los ardientes infiernos de Themis, pero merecía la pena. Emek levantó la mano e interrumpió su diversión de golpe. El bolter del sargento ya estaba apuntando por el siguiente pasillo.

Allí acechaban las sombras, moviéndose a contraluz. Había otros signos también: voces distantes de naturaleza alienígena y el leve chirrido de las espadas rozando el metal.

—Por ahí no —dijo el apotecario.

—De acuerdo.

Habían llegado a un cruce y tenían que tomar una ruta oblicua hacia el apotecarión que les hacía adentrarse más en el corazón de la estación espacial.

—No vamos a conseguir llegar a tus dependencias, hermano —dijo Ba’ken.

—La brecha en las barricadas del hangar siete debe de ser peor de lo que imaginaba.

—¿Barricadas?

—Nos han invadido. Mientras Tu’Shan y el Capítulo luchan por la supervivencia de Nocturne en el planeta, lo que queda de los Nacidos del Fuego debe evitar que los cuchillos xenos destripen Prometeo. —Emek tenía la mirada fija en el camino que no habían tomado—: La Cámara del Panteón no está muy lejos. Iremos hacia allí.

El templo sagrado era un punto nodal en la estación espacial. Podían utilizarlo como un medio para evitar el cruce ocupado por el enemigo. Ba’ken asintió.

—Tú también tenías razón, hermano —dijo mientras se retiraban—. Aún no me había curado del todo. Debería haber esperado.

—Da igual, Sol. Ahora estamos aquí. Lo único que importa en este momento es sobrevivir. Vigila nuestras espaldas, yo iré delante.

Peinando la oscuridad con sus bolters, los Salamandras heridos se dirigieron a la Cámara del Panteón.

—Nos encontrarán, hermano.

—Entonces será mejor que estemos preparados cuando lo hagan.

Tras ellos, el sonido del metal rascando el metal se intensificó.

* * *

Fugis se había ido. No fue una despedida especialmente calurosa. El pragmatismo superó al sentimiento. Sus años en el desierto había alejado al ex apotecario de sus hermanos, como un hermano que regresa de una terrible guerra pero ha cambiado y ya no es la persona que era. Así es como Elysius le veía ahora, como alguien a quien no reconocía y con quien no sintonizaba, un extraño con un aspecto familiar. Sus actos para enviar a Dak’ir a su perdición sólo agriaron todavía más la reunión.

Fugis había tomado la última nave hasta la superficie, una cañonera maltrecha que necesitaba reparación. No había pilotos, estaban todos ocupados en la guerra en el vacío, de modo que tomó él mismo el mando y salió de Prometeo con los motores a todo gas. El atracadero estaba lejos del hangar siete, adonde el capellán se había dirigido.

Mientras corría por el pasillo vacío, las parpadeantes tiras de luz revelaban su camino e iluminaban sus pensamientos.

La muerte de Dak’ir había sido un fuerte golpe para el ex apotecario. Había creído absolutamente en la señal que se le había manifestado en su Paseo Ardiente. Verla refutada de una manera tan cruel hasta el punto en el que otro Salamandra había muerto por su causa había herido su determinación.

Elysius sabía que no podía dejarse vencer por la consternación, y hurgó profundamente en su pozo de fe. Ahora la necesitaría; como todos los demás. Abajo, en Nocturne, contaban con bastantes héroes.

Ahí arriba, en el frío y la oscuridad era donde más se necesitaba la llama de su antorcha.

—«Y, calcinándolos, haré desparecer a los herejes de mi vista, y el alienígena será reducido en mi justo fuego. —La letanía se le escapó de la boca, alimentó su resolución y le preparó para las pruebas que estaban por llegar—. Soy la llama y ésta reside en mi puño cerrado. De modo que estoy armado para la guerra, soy un brasero que purgará la oscuridad que nos invada».

El sonido de la batalla se aproximaba. Cuando el capellán empezó a correr, se fue intensificando.

—«Es ruina y es furia. Mi corazón está al rojo vivo, incandescente como la sangre de la tierra. ¡Consúmelos! ¡Redúcelos a cenizas y a humo!»

El hangar siete aún estaba relativamente lejos, pero el sonido de los disparos se oía cerca. Los defensores se habían visto obligados a retroceder, sus filas se estaban retirando. El crozius que blandía en su puño cubierto por una cota de malla de hierro se encendió.

—«La mácula se limpiará, su perfidia desaparecerá de entre estas paredes. Pues yo soy la llama, y ésta reside en mi puño cerrado. ¡Yo soy la llama y su conflagración arrasará a los nacidos en el infierno!»

Salió en medio de un intenso tiroteo. Los disparos alienígenas y venenosos impactaban contra el campo del rosarius que el capellán había dispuesto a su alrededor. Como insectos ciegos golpeando el cristal blindado, los mordaces proyectiles de los traqueteantes rifles de los eldars oscuros caían sin vida sobre sus pies acorazados.

Resistió el impulso de agacharse para ofrecer un objetivo más pequeño, pero en lugar de hacerlo confió en su atuendo de fe, y permaneció de pie.

—¡Odiad a los alienígenas con toda la rabia que tengáis en vuestras nobles venas! —exclamó con voz estentórea. Los Salamandras de la 4.ª Compañía que no habían sido destinados a la guerra del vacío redoblaron sus esfuerzos al escuchar el dogma de Elysius—. ¡Purgadlos de aquí y limpiad la sala de Vulkan de su mancha!

Había humanos entre el pelotón que observaron al Capellán abiertamente impresionados cuando éste se dirigió al pleno núcleo del tiroteo.

—¡Hacedles retroceder! —les instó—. ¡Tomad lo que es vuestro derramando su sangre y apagando su respiración!

En su oído, el comunicador cobró vida.

—Me alegra tenerte con nosotros, viejo amigo.

Elysius vio la enorme figura del Maestro Argos en la barricada principal. Tenían escudos automáticos, un poco por encima de la altura de la cintura. Había varios emplazamientos Tarantula y Rapier instalados en la defensa también. Otro tecnomarine, al que Elysius reconocía como el Hermano Draedius, estaba agachado tras una barrera en la tercera fila manipulando los mecanismos de manera remota.

Los sonoros ladridos del fuego automático escupían hacia una chillona horda de alienígenas de ágiles extremidades que vestían armaduras segmenradas del color de una gran magulladura. Sus salvas en respuesta eran más débiles, pero estaban desgastando bien la descarga de los Marines Espaciales.

Elysius llegó hasta Argos y se agachó por fin.

A una distancia tan corta, el tiroteo resultaba casi ensordecedor mientras hablaban por el comunicador.

—Quedan otros quinientos metros de escudos que puedo activar por este pasillo ventral —dijo el Señor de la Forja—. Al otro lado está una de las Salas del Draco, la Cámara de T’kell.

—El templo de acoplamiento del Cáliz de Fuego.

Elysius le había entendido de inmediato. La poderosa nave forja a la que se refería era uno de los artefactos de Vulkan, restituida al Capítulo en una era antigua. Sin ella, la capacidad de los Salamandras de crear armaduras artesanales y armas se vería inmensamente reducida. Y no sólo eso, sino que su destrucción supondría un golpe en la moral que les afectaría para siempre.

—Entre otras reliquias, como el Martillo de Nocturne —añadió Argos—. Debemos conservarlas aquí y no ceder más terreno.

Mirando a las hordas de xenos, sus filas cada vez más numerosas y los guerreros de élite esperando para atacar tras la morralla, usando la munición de los cañones instalados, Elysius vio el yunque. Oyó el sonido del martillo contra el metal y supo que le estaba llamando.

Se volvió de nuevo hacia Argos y vio la herida que tenía abierta en la cabeza.

Hacía tiempo, cuando apenas eran exploradores, él y Argos habían servido bajo el mando del Capitán Kadai. En Ulisinar, el Señor de la Forja había perdido gran parte de su rostro quemado por el bioácido alienígena. Elysius se sentía culpable por su extremo deseo de gloria. Aquello les había cambiado a ambos y sus caminos se separaron: uno al Mechanicus, y el otro al Reclusiam. Mientras que Argos se había reconciliado con aquel hecho hacía mucho tiempo, muchas décadas habían tenido que pasar para que Elysius lo hiciera. Aunque aún deseaba haber actuado de manera diferente.

—Estaba infectado —dijo el Maestro de la Forja— y necesitaba cortarlo desde la fuente —añadió, golpeteándose el cráneo.

Esto provocó un montón de preguntas en la mente del capellán, pero el sonido de los soldados pesados que avanzaban hacia ellos tras la morralla de xenos anuló su necesidad de respuestas.

Los guerreros, vestidos con sus armaduras, se apartaron para dejar que los refuerzos pasaran. Pero aquéllos no eran eldars oscuros, ni ninguna criatura condenada a servirles. Los servidores, terribles mutaciones cargadas de armas instaladas, se pusieron a tiro. Las primeras filas acabaron destrozadas bajo las descargas; los trozos de carne mojada y de partes maquinaria hechas añicos golpeaban la cubierta en una percusión de los golpeteos y golpes sordos.

Argos estaba de pie con el bolter disparando.

—En la Archimedes Rex —explicó— he ordenado que las escotillas sellasen, pero deben de haberlas abierto desde dentro.

El cañón de un misil tomó forma rugiendo en el brazo de uno de los servidores que había sobrevivido a la descarga automática. Una ráfaga de aire y el fuego de los propulsores anunciaron el estallido de una pequeña artillería que hizo pedazos una de las Tarantulas y fragmentó la forma de la barricada unos segundos después.

Unos disparos sólidos sonaron tras las explosiones. El humo seguía inundando el pasillo en una nube densa cuando el fuego láser empezó a atravesarla.

Los hombres de armas cayeron rápidamente conforme sus defensas se deshacían por la repentina granizada de fuego pesado. Los pocos Salamandras que defendían el pasillo con Argos avanzaron para cubrir sus estaciones, pero era imposible romper la línea.

Elysius se puso de pie.

—No podemos contenerlos aquí mucho más tiempo —dijo, y levantó su crozius arcanum en alto.

—¡En el nombre del Señor Vulkan! —rugió a sus hermanos. Un coro de espadas sierra se activó.

—¡A los fuegos de la batalla…!

—¡HACIA EL YUNQUE DE LA GUERRA! —bramaron todos al unísono.

Saltando sobre las barricadas, los Salamandras cargaron contra el enemigo.