II: NACIDO DEL FUEGO

II

NACIDO DEL FUEGO

Pyriel abrió los ojos y descubrió que seguía vivo. El calor radiaba de su armadura y llegaba hasta sus extremidades, a pesar del escudo psíquico que había levantado. Le costaba estirar el cuerpo y ponerse de pie. Se sentía como si se hubiese fundido, como si tuviese un enorme peso encima del que no podía deshacerse. Le llevó unos segundos darse cuenta de que estaba respirando a través de los filtros internos de su yelmo de batalla. Todo el oxígeno de la cámara había ardido. El aire era espeso a causa de la bruma del calor. Era mareante y denso, como si estuviese desplazándose a través de un medio líquido.

Fugis estaba agachado a su lado en una posición fetal. Pyriel estiró la mano y después volvió a guardarla al darse cuenta de que probablemente sus guanteletes quemarían al apotecario.

—Aguanta, hermano —murmuró. La lengua también le pesaba, y sus labios se negaban a funcionar.

Fugis se estaba asfixiando.

Tambaleándose, con el ácido láctico de las articulaciones de sus rodillas actuando como golpes de espada a cada paso, Pyriel llegó hasta la pared y presionó la runa para abrir la puerta.

—¡Elysius…! —gritó con voz ronca.

La cámara no se abría. Los engranajes protestaban. El viejo mecanismo aullaba y gruñía por el castigo que había sufrido. Todavía lento y esforzándose por mantenerse en pie, Pyriel exclamó de nuevo:

—¡Elysius!

Fugis se estaba asfixiando.

Un crepitante escudo de energía se disolvió alrededor del capellán arrodillado; se levantó y alimentó de energía su crozius.

—¡Apártate! —ordenó, golpeando con la maza y formando un arco ardiente. El primer golpe hizo una abolladura, pero la puerta no cedía. Elysius cogió el báculo de energía con las dos manos y golpeó de nuevo. Esta vez logró abrir una grieta. Era lo bastante ancha como para meter los dedos. Por si acaso, golpeó por tercera vez y abrió la grieta un poco más para poder hacer mejor palanca.

—¡Ahora ayúdame, hermano! —dijo.

Juntos tiraron de la puerta de la cámara, Pyriel agachado y Elysius de pie, uno a cada lado. Poco a poco, las dos mitades de la entrada se separaron y el calor empezó a disminuir.

Elysius agarró a Pyriel del gorjal y se lo acercó a la cara. Su rostro era una máscara de ira, pero la llama no le había hecho ningún daño.

—¿Qué era eso? ¿Qué es lo que hemos hecho?

El bibliotecario estaba demasiado fascinado como para responder. Se esforzaba por hallar lucidez, pero no recordaba nada después de que la conflagración les hubiese engullido.

—Fuego… —murmuró—, sólo había fuego…

Elysius le golpeó con el dorso de su guantelete con fuerza suficiente como para enviarlo medio metro por el suelo. Implacable, el capellán avanzó hacia él.

—¡Recobra la compostura! Ahora estás abrumado, pero pasará. —En un rincón de la cámara, el cuerpo quieto de Dak’ir estaba tirado de costado, inmóvil—: Necesito saber qué es lo que he autorizado.

Pyriel estaba volviendo en sí, pero le estaba llevando su tiempo. Miraba con incredulidad al capellán.

—¿Cómo estás?

Elysius levantó su rosarius.

—La fe me protege.

Había algo obsesivo en sus ojos desorbitados.

—¡Pyriel, respóndeme! ¿Qué hemos desatado?

El bibliotecario se dirigió al rincón de la cámara. El metal estaba quemado y ennegrecido. Reducida a unas pocas piezas desperdigadas, la antigua armadura de Scoria ya no existía.

—Dak’ir…

Fugis se había arrastrado hasta la figura boca abajo del semántico y estaba intentando comprobar sus signos vitales.

—¿Apotecario? —le llamó Elysius desde el otro lado de la habitación. Fugis se levantó hasta quedar arrodillado junto a Dak’ir.

—Ni siquiera está caliente —murmuró.

Elysius dejó a Pyriel farfullando mientras intentaba recuperarse de la tormenta psíquica.

—Nuestro bibliotecario está ausente por ahora.

El vapor emanaba de la piel de apotecario.

A diferencia de los demás, él no llevaba puesta ninguna servoarmadura, y aún así había sobrevivido. Por lo visto no había regresado del desierto sólo para transmitir un mensaje.

Le temblaban los dedos. Fugis advirtió la mirada de preocupación del capellán.

—Sólo tiene algunos daños neuronales y está en estado de shock. No es nada.

Con cuidado, giró a Dak’ir para ponerlo boca arriba. No era tarea fácil, ya que llevaba puesta su armadura completa y Elysius tuvo que ayudarle. Entonces, Fugis se agachó y se inclinó sobre el pecho de Dak’ir.

Tras abrirle el gorjal, el apotecario colocó dos dedos en el cuello del semántico.

—Ayúdame con esto —le dijo a Elysius. Juntos le desengancharon el peto y se lo quitaron.

Fugis se inclinó de nuevo y negó con la cabeza.

—¿En qué nos hemos equivocado? —preguntó el capellán—. ¿Qué parte de la profecía malentendimos?

—¡Ninguna! —respondió el apotecario con brusquedad—. Todo está como tiene que ser.

Elysius estiró el brazo y señaló el cuerpo:

—¡No es ninguna Espada de Fuego, hermano!

Arrodillándose de nuevo, Fugis dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo.

—Tienes razón —suspiró.

Postrado junto al cuerpo, el apotecario parecía abatido.

En la entrada a la cámara, Pyriel se había levantado y se reunió con ellos. Su expresión era adusta mientras miraba a Dak’ir.

—¿Está muerto? —preguntó con voz ronca.

Fugis asintió. Su semblante estaba tenso, afilado como una espada.

—Nuestro hermano ha caído.

—Por nuestra propia mano. —La voz grave del capellán estaba cargada de acusación. Se colocó el yelmo y le dio la espalda al cuerpo sin vida de Dak’ir—. Esto se ha acabado. Nos dirigiremos a Hesiod de inmediato y rogaremos a Vulkan que todavía quede algo de Nocturne que podamos salvar.

Después salió de la cámara con el crozius agarrado con fuerza en su guantelete.

Pyriel ayudó a Fugis a levantarse.

El apotecario miró al bibliotecario a los ojos. Su rostro reflejaba una mezcla de ira y negación.

—No debería haber sido así. Las señales…

Después siguió a Elysius en silencio y dejó a Pyriel a solas con Dak’ir. Éste se postró sobre una de sus rodillas.

El semántico tenía los ojos abiertos pero sin luz. Sus orbes rojas no albergaban ni una chispa de vida.

—Lo siento mucho, hermano —dijo, cerrándole los párpados para que pareciese que simplemente estaba descansando.

No había tiempo para ritos ni ceremonias. Tendrían que esperar. Tumbado en la cámara acorazada de la Cámara del Panteón, el cuerpo de Dak’ir estaba tan seguro como en cualquier otra parte de Prometeo.

Pyriel se levantó y halló algo de determinación.

—Te he fallado, Dak’ir, pero no fallaré a mi Capítulo ni a mi gente.

No se lo había dicho a los demás porque ya habían tenido suficiente con las visiones y los presagios. Pero mientras el fuego eterno ardía a su alrededor, lo había visto. El bibliotecario sabía adónde tenía que ir y qué debía hacer.

Haciendo uso de las energías psíquicas latentes todavía presentes en la sala, Pyriel abrió un portal del infinito y desapareció.

Fugis se dio la vuelta a mirar a la cámara cuando escuchó el misterioso viento de translocación.

—Pyriel ya no está con nosotros —le dijo a Elysius.

El capellán no se volvió. Se dirigían a la armería, para recoger su puño de combate y una armadura para el apotecario. Sin ningún siervo ni sacerdotes marcadores que les asistiesen tenían que darse prisa.

Atravesaron el arco sagrado que daba a la Cámara del Panteón y sellaron la puerta tras ellos. Al otro lado del umbral, el efecto que inhibía las comunicaciones desapareció. El comunicador cobró vida en el yelmo de batalla de Elysius. El hangar siete había sido invadido. Había xenos en la estación.

—Ha ido a enfrentarse con su destino —respondió a Fugis—. Como todos nosotros.