II: HERIDAS MORTALES

II

HERIDAS MORTALES

Tsu’gan no estaba muerto. Rodó sobre su espalda, abrió los ojos para mirar hacia arriba y vio que un cielo dividido le devolvía la mirada. Era negro, cargado de humo y de cenizas. Parecía el cielo nocturno. Las nubes se desplazaban lentamente, como si se pegasen al aire y se negasen a abandonarlo. Una mancha roja, como la sangre seca, apareció en un espacio en la nube como si una mano invisible hubiese abierto una herida en la negrura y la dejara sangrar.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba parcialmente ciego. Algo en su percepción visual no iba bien. Parecía que había disminuido. Le faltaba profundidad y su vista periférica estaba reducida.

Entonces fue consciente de su tormento y Tsu’gan rugió para aliviar las abrasadoras agujas de su rostro. El dolor le proporcionó claridad. De repente fue consciente del lugar y el recuerdo de la batalla llegó hasta él como una marea desconcertante. Recordaba la muralla, la lanza de luz que había golpeado desde los cielos y la onda expansiva que lo había arrasado todo como un tsunami.

Después sólo recordó el fuego y los fríos tentáculos de estar al borde de la muerte.

Nocturne se estaba descomponiendo y él había sido rozado por su hemorragia de vida. Había agujereado su armadura y le había erosionado la hombrera hasta la malla inferior. Fragmentos de su peto habían desaparecido mostrando el metal desnudo que había debajo y una sección entera de la coraza que cubría su espalda también estaba ausente mostrando su piel desnuda por debajo. Ni siquiera la ceramita era protección suficiente contra la sangre de la tierra.

Arrastrándose de rodillas, Tsu’gan sintió que recuperaba sus fuerzas. A tientas, se tocó el rostro. Sintió hueso, no piel ni carne. Al retirar la mano, sus dedos acorazados estaban brillantes de sangre.

«He sobrevivido a lo peor», se dijo a si mismo intentando creerlo.

Mirando a través de la bruma del calor y de su visión borrosa, distinguió las figuras de los Marines Malevolentes abandonando el campo de batalla. Entonces vio que la 3.ª Compañía estaba luchando a través de la brecha con Vel’cona en su centro.

El Jefe de los Bibliotecarios ardía como una antorcha y arrasaba a las hordas de mercenarios y de renegados inferiores con desdeñosa facilidad. No hace mucho, Tsu’gan había formado parte de esa horda. Observó los destrozados restos de su atuendo de traidor y luchó contra el impulso de arrancarse cada maldita placa, y se sintió avergonzado.

Indignado por su autocompasión, apartó los ojos de la armadura prestada y vio como el Capitán Agatone alentaba a los soldados de la muralla. Adrax Agatone era valiente, aunque impasible, pero luchaba con un fuego en su corazón de soldado. Tsu’gan lo había conocido como sargento, un guerrero honorable y directo al que había respetado enormemente.

Junto a él estaba Malicant. El venerable portador del estandarte también había servido a Kadai. Y también estaban lo que quedaba de la Guardia Imperial, los siervos leales del capitán. Durante su servicio a la 3.ª Compañía, Tsu’gan sólo había conocido a dos capitanes y ambos estaban muertos.

Ver a sus antiguos hermanos sabiendo que jamás podría regresar a sus filas era más doloroso que el destrozo de su rostro. En aquellos momentos de despertar, Tsu’gan consideró ofrecerse y someterse a sus espadas. Al menos así moriría en combate a manos de un Nacido del Fuego. Agatone lo haría. Le atravesaría el corazón con su espada, lo que le daría una pizca de honor. Tsu’gan podría abrazar la montaña así.

Pero con eso no conseguiría nada más que su ignominiosa muerte.

Decidió que sobreviviría y que buscaría a los que le habían hecho aquello. Con la claridad de la determinación llegó otra revelación. Se formó lentamente, aletargada por sus heridas, pero inconfundible. El adormecimiento de su cabeza, la sensación de incorporeidad había desaparecido. Tsu’gan, no el grillete mental, volvía a dominar sus actos. Entonces se levantó para tocar la cosa alienígena que colgaba débilmente de su mejilla. La piel a la que estaba aferrada estaba en carne viva, hasta el hueso; la lava la había disuelto, pero también había dañado gravemente el grillete mental. Tsu’gan no vaciló. La vida era dolor. Se lo arrancó del rostro y aguantó lo que vino después con los dientes apretados.

Ya le dolía todo el cuerpo, ¿qué importaba un poco más de dolor?

Con el calor incandescente muriendo como las ascuas de una hoguera tras sus ojos, Tsu’gan observó el objeto alienígena que tenía en la mano temblorosa.

—No es gran cosa —dijo con desdén, con la respiración estancándose en su garganta.

«¡Por el Ojo de Vulkan, era una tortura!»

Tsu’gan aplastó el objeto plateado roto y dejó caer sus restos. «Levántate —se ordenó—. ¡Levántate ahora mismo!»

Le ardían todas las terminaciones nerviosas.

Era una sensación extraña estar en medio de una batalla pero esperando en el ojo de su tormenta. El fuego, cortado y esporádico, el choque de las espadas y los gritos de los asesinados rodeaban la isla de calma de Tsu’gan, pero aquello no duraría. El hecho de pensar que estaba apartado de aquello le mataría con tanta certeza como si cogiese un cuchillo y se lo clavar él mismo. Hacer la guerra, ésa era su naturaleza. Las islas eran engullidas por los crecientes océanos de violencia. Era inevitable, no sólo meramente posible. Necesitaba avanzar.

Tambaleándose al principio, Tsu’gan se puso de pie. Se resbaló una vez en la arena y volvió a caer sobre sus rodillas. Desafiante, volvió a levantarse. El dolor provocado por las heridas de su rostro se había vuelto sordo. Su sistema nervioso aumentado estaba intentando compensar los increíbles daños que había sufrido bombeando endorfinas y adrenalina por su cuerpo para que pudiese continuar funcionando. No podría seguir así de manera indefinida, pero le daría suficiente tiempo como para encontrar a Lorkar y matarle. También estaba la cuestión de Iagon. Había prometido castigar a ese perro y pensaba cumplirlo, pero le había perdido de vista cuando había huido por la muralla. Esa rata podría estar en cualquier parte.

Atrapado en la tierra de nadie entre la horda de Guerreros Dragón y la destrozada muralla de Hesiod en la que los Salamandras estaban llevando a cabo su defensa. Tsu’gan se vio invadido por un último momento de indecisión.

«Soy un Nacido del fuego, éste es mi lugar». Sería fácil proclamar su supervivencia y regresar de las manos del enemigo. «La ciudad donde nací está en llamas y yo debería defenderla, pero he matado a los míos, a mis hermanos». Sería algo triunfal. «La sangre que tengo en mis manos es la suya». Glorioso. «¿Cómo puedo abrazarlos de nuevo con las manos sucias?» Pero al fin y al cabo sería una mentira.

Tsu’gan le dio la espalda a sus hermanos, a su Capítulo a todo lo que siempre había conocido, y empezó a correr para alejarse de la batalla. Regresar al redil de los renegados era inadmisible también, ahora, que había recuperado el dominio de su mente, de modo que siguió una línea oblicua entre la muralla de Hesiod y los renegados que ahora avanzaban.

Por primera vez en su vida, Tsu’gan no estaba seguro del camino que estaba tomando. Era un camino oscuro, de eso era muy consciente, y le había llevado a aquella encrucijada, pero ahora que estaba ahí no sabía cómo actuar.

El ruido sordo de la armadura de un emboscador que intentaba ocultar su acercamiento hizo que Tsu’gan tuviese asuntos de los que ocuparse. Había llegado antes de darse cuenta. Al volverse vio un diminuto destello de fuego sobre el metal en el humo y esquivó el frenético golpe de hoja de Cerbius Iagon.

El filo dentado del cuchillo del traidor rascó su armadura y después atravesó la malla de las secciones erosionadas haciendo brotar la sangre.

Tsu’gan hizo una mueca de dolor, pero agarró el brazo de Iagon en el hueco del suyo propio y le dio la vuelta. El traidor cayó al suelo con el ímpetu de su impulso y se levantó de nuevo rugiendo.

—¡Traidor! —La baba espumosa en su labio desdeñoso le daba aspecto de loco. Era una descripción bastante adecuada. Un chorro de flema colgaba de su barbilla angulosa y caía hasta su gorjal. Ni siquiera se molestó en limpiársela, simplemente la dejó colgando ahí.

Tsu’gan retrocedió. La hoja estirada de Iagon lo mantenía a raya.

—Y me lo dice el que viste los colores de un traidor —respondió—. Eres la deshonra de tus antepasados.

—Siempre tan recto… —dijo Iagon con desdén al tiempo que intentaba golpearle como un cazador que trataba de intimidar a un feroz depredador—. El noble señor de Hesiod que sería rey.

Tsu’gan esquivó el golpe con facilidad. Sólo quería acosarle, no matarle.

—¿Quieres privilegios, Iagon? ¿Es eso?

Iagon golpeó salvajemente esta vez.

—Sólo quiero que sufras y mueras.

—¿Porque nací noble?

Una embestida desesperada obligó a Tsu’gan a hacerse a un lado.

—Tendrás que hacerlo mejor que eso, hermano —masculló consciente de que eran los estimulantes de su cuerpo los que le mantenían en pie.

Iagon se echó a reír. Era un sonido burlón y desagradable.

—¿Hermano? ¿Qué te convierte en mi hermano? —Dijo, levantando su mano augmética formando un puño—: Me sacrifiqué. Maté por ti… —Un terrible hastío atravesó su rostro, una frialdad de espíritu que le había vaciado hasta que sólo quedaba oscuridad en su interior. Sonrió, y era una expresión totalmente repugnante—: Pero ahora también tú tienes las manos manchadas de sangre.

—Al igual que tu señor, estás engañado, Iagon —le dijo Tsu’gan, haciendo caso omiso de los torpes intentos de Iagon de tentarle. Pero procuraba mantener la distancia. Sin las armas que había perdido en la columna de fuego era vulnerable. También sabía que estaba débil. Había una espada sierra medio enterrada en la ceniza cerca de allí, pero no podía alcanzarla sin bajar la guardia—. Has vendido tu alma al Caos, Iagon, y la has vendido muy barata.

—Te diré lo que soy —dijo Iagon, golpeándose el peto con el puño en un acto de petulancia—. Soy un superviviente. Sobreviviré a ti.

Los temblores se estaban intensificando, así como la batalla a su alrededor.

Tsu’gan había aterrizado en un barranco poco profundo, pero podía ver los destellos de los bolters cada vez más próximos conforme los Salamandras y los Guerreros Dragón se acercaban.

—Si vas a matarme, hazlo rápido. Porque una vez que se encuentren —dijo, señalando a las dos líneas de batalla— ni tu ni yo tendremos escapatoria.

Iagon se rió con soma.

—¿Tienes miedo, hermano? ¿Temes no cumplir tu gran destino?

La voz de Tsu’gan era dura como el hierro:

—No conozco el miedo —respondió—, como ningún Marine Espacial auténtico debería conocerlo. —He’stan le habían enseñado aquello en el Arrecife de Volgorrah—: Pero dime, hermano, ¿has experimentado alguna vez lo que se siente? ¿Has sido alguna vez un auténtico Marine Espacial?

Dejando escapar un grito de ira atávica, Iagon se abalanzó contra su antiguo sargento. Mientras golpeaba frenéticamente con su cuchillo, perdió el equilibrio cuando otro terremoto sacudió la tierra.

Tsu’gan corrió hacia él al ver su oportunidad. Sintiendo el mordisco de la hoja dentada en su hombro expuesto, aguantó el dolor y tiró a Iagon al suelo. La fuerza del impulso le llevó lo bastante lejos como para agacharse, y sus dedos se acercaron a la empuñadura de la espada sierra…

Mientras tanto, Iagon se había levantado y estaba a un palmo de distancia de hundirle el cuchillo en el cuello cuando se encontró con una serie de dientes afilados zumbando en su costado.

Agachado, Tsu’gan sostenía con firmeza la espada sierra hacia arriba en un ángulo.

—¿Recuerdas la promesa que te hice cuando Ramlek me estaba clavando los cuchillos? —preguntó—. Dije que iría a por ti y que te dejaría hasta el final…

Usando las dos manos, Tsu’gan cargó contra la ijada de Iagon con tanta fuerza que le cortó las piernas desde el torso de un único golpe furioso.

—Mentí —dijo.

La sangre cubría el destrozado rostro de Iagon y empapaba el desierto conforme el traidor caía partido en dos. Su expresión reflejaba auténtico terror.

* * *

Tsu’gan se marchó. No sentía ningún remordimiento. Aunque podía haberse quedado, tenía a otros que matar. Como un cronogladiador cuyo tiempo corría, Tsu’gan sentía la naturaleza finita del tiempo que le quedaba. Era escaso. Tenía que matar rápidamente. Escupió sobre el cadáver expulsando la última amargura que sentía hacia el guerrero que en su día había considerado de los suyos y fue a por Lorkar.

Como los Ángeles del Emperador, sus campeones y los protectores elegidos de la humanidad, los Marines Espaciales podían soportar increíbles cantidades de dolor antes de expirar por fin. No era fácil matar a uno, y sólo otro Marine Espacial o algunas de las especies alienígenas más peligrosas de la galaxia podían conseguirlo. Iagon lo sabía. Lo sabía porque se lo habían dicho los maestros de su Capítulo, aquellos que de un insignificante humano mortal lo habían transformado en un dios guerrero. Convertirse en tal cosa, aspirar a las filas de los Marines Espaciales y ser tan pregonado era el único acontecimiento importante de la existencia de Iagon. Sólo que no había estado solo en su apoteosis. Había caminado junto a otros dioses guerreros y su sombra era muy larga. Más larga que la suya.

No obstante, si algo poseía Iagon en abundancia era astucia, astucia y ambición. ¡Y qué ambición! Le había llevado a hacer cosas terribles. Si no podía lograr las ventajas del poder y de la preeminencia por sí mismo, haría que otros lo lograsen por él. Permanecería quieto a su sombra, pero al menos estaría más cerca del sol.

Pero a pesar de sus maquinaciones, planeadas con tanto cuidado y ejecutadas a menudo con tan poco temor, estaba acabado. Conforme su sangre vital abandonaba los extremos amputados de su carne, no se sentía inviolable, ni un dios guerrero. Se sentía dolorosamente morral, como si su regénesis se estuviese deshaciendo por las costuras descosidas b mente del genetista.

El castigo formaba parte de ser un Marine Espacial, impartirlo y birlo, pero la distancia entre las dos mitades del cuerpo de Iagon haber sido un golfo.

Se había transformado en una máquina de matar sólo para morir manos de otra mejor.

Conforme su mente se apagaba y las últimas hebras de vida se deshilachaban y se partían, una mota de algo vital se retorció entre sus sentimientos de destino frustrado.

Otra transformación estaba sucediendo en el interior de Iagon, una que revolvió sus tripas hasta que formaron unos tentáculos que obligaron a las dos mitades de su cuerpo a buscarse la una a la otra por la ensangrentada arena ceniza.

Sorprendido y excitado al mismo tiempo, sintió como los órganos se encontraban y volvían a entretejerse. Como un cabestrante unido por una manivela invisible, su torso y su abdomen se unieron lentamente. La piel se juntó con la piel y empezó a fusionarse. La carne se regeneró y las partes masticadas por la vigorosa espada sierra se restauraron.

Las sensaciones que se habían apagado casi hasta el olvido hacía un momento regresaron y le llenaron de una fuerza renovada. Sus piernas recuperaron la sensibilidad y consiguió levantarse. Cerró los puños y vio que la mano augmética había desaparecido, sustituida por otra.

—Es increíble…

Su aliento caliente despedía un olor a sulfuro más potente que el aire viciado de Nocturne. Iagon se sentía… más grande, pero sus dones no acababan en su fuerza y su estatura.

Se volvió ante una señal desconocida y vio a la primera vanguardia de Guerreros Dragón corriendo por el barranco donde Tsu’gan le había matado.

Iagon les observaba por encima del hombro con los brazos a sus costados, inmóvil, no como aliados o enemigos, sino como seres inferiores, y con unos ojos antiguos que no eran del todo suyos.

Cinco Guerreros Dragón, poco más que una partida de exploradores, apuntaban a través de las miras de hierro de sus armas como si sintiesen la antigua malicia en el interior de Iagon. Emanaba por su piel y emitía un olor necrótico que le recordaba a los osarios y la carne desollada. Un coro de atronadores estallidos de bolter y llamaradas en las bocas de las armas cobraron vida cuando los renegados descargaron todo lo que tenían para acabar con él. Durante un ínfimo segundo de duda, Iagon levantó sus armas para protegerse de la fatal granizada.

No hubo una segunda muerte, no hubo trozos de cartílago diseminados por la arena ceniza. Iagon estaba entero, intacto. Observaba con muda fascinación cómo los proyectiles masarreactivos impactaban contra su cuerpo sin causarle ningún daño. Fragmentos de armadura rota saltaban por los aires en una lánguida tormenta de ceramita. Pero su piel no había sufrido ni un solo rasguño.

Los renegados también lo veían.

Tres guerreros que estaban lo bastante cerca como para destriparle, extrajeron sus espadas y se acercaron más. Iagon los despachó con un revés de su brazo.

El impacto golpeó a los tres renegados a la vez y les destrozó las armaduras y los huesos. Lanzados por los aires desaparecieron por encima de la duna en medio de una granizada de picas rotas, eslabones de cadena partidos y chapa fragmentada.

Saltó sobre el cuarto, que se estaba apresurando a recargar su bolter y recibió la descarga de un cartucho entero en el pecho antes de arrancarle la cabeza al guerrero. Al último lo empaló con la mano. Como si de una espada se tratase, atravesó la servoarmadura del renegado como si fuese pergamino y salió por el otro lado con los dos corazones palpitando en la mano.

«¡Menudo poder!»

Los sueños de ascenso de Iagon se estaban cumpliendo. No era exactamente como había imaginado, pero aún así…

—He… gnn… —Cubierto de sangre aumentada genéticamente, se deleitó en su nueva fuerza, pero entonces, como una vela apagada por la brisa, su consciencia se redujo cuando otra presencia se puso al mando—… renacido.

* * *

Engel’saak observaba el desierto en llamas con odio. Había silenciado los gritos de terror de los mortales, los había confinado a un lugar oscuro en el que nunca se veía la luz y donde nadie podía oír. La nave serviría… por ahora.

Durante milenios, el demonio había morado en el éter del abismo, alimentado sólo por su ira y su deseo de venganza. Las visitas al hechicero mortal no eran más que meras distracciones, y su carne poco más que una lente a través de la que Engel’saak podía percibir la raza de los hombres. Era un guardián de la puerta, y el sacrificio de la carne que él había proporcionado la llave. ¡Qué almas de fuego tan pequeñas y brillantes generaban los humanos, y en cuánta abundancia! ¡Cuánto ansiaba alimentarse de ellos de nuevo!

El destierro le había despojado de una forma terrenal. Todavía recordaba el calor incandescente del martillo del guerrero y veía los fuegos de la forja ardiendo en sus ojos. Este mortal no era como los demás, había algo incandescente en él. Deífico. Era la tierra y el fuego encarnados.

Engel’saak le había subestimado. No cometería el mismo error con su progenie inferior.

El demonio era apenas consciente de los gritos de los mortales, sobrecogidos sin duda por su creciente forma. El cambio de la carne se estaba acelerando rápidamente y su voluntad se imponía sobre el poseído. La armadura que lo cubría se resquebrajó y se partió cuando un flujo de plumas estalló desde el interior. Sus piernas se extendieron y se transformaron en unos piñones nudosos que se unían a su alargado cuerpo a través de una membrana carnosa. Después le siguieron los brazos, que se estiraban al tiempo que unas garras brotaban de las puntas de los dedos mortales. Lo último fue el cuello, que se estiró hasta convenirse en una serpiente larga y cubierta de escamas que acababa en una cabeza de ave y reptil al mismo tiempo.

Los mortales no huían. Se estaban preparando para atacar.

Engel’saak lanzó una garra con desgana en la dirección a los guerreros cuando su rudimentaria artillería empezó a golpetear su piel. Al instante cayeron todos al suelo convulsionando conforme una rápida mutación se apoderaba de ellos. En cuestión de instantes eran poco más que montones de masa humeante que temblaba y maullaba conforme sus mentes se rendían al olvido. Otra línea se congregó sobre la duna. Estaban gritando, intentando no mirar a los restos de sus compañeros mortales. Varios se agacharon y dispararon cañonazos que emitían llamaradas de luz traslúcida. Los brillantes rayos quemaban la piel de Engel’saak al tocarla, le hacían daño.

Al bramar su grito de guerra, el demonio obligó a los guerreros a arrodillarse y a agarrarse los yelmos de guerra por el dolor. Un fluido oscuro empezó a brotar por la articulación del cuello al tiempo que caían, uno tras otro.

«Son tan frágiles…»

Engel’saak no se refería sólo a los guerreros muertos, pues no eran los únicos anclados en la carne mortal. Unos surcos de icor corrían por las grietas de su recipiente corpóreo. Otro pensamiento los contuvo y retejió la piel escamosa por todo su cuerpo, pero el demonio sabía que era vulnerable y que aquellas criaturas inferiores le superaban en número.

Estaban llegando más. Podía oler la tentadora esencia de sus almas de fuego a través de sus ondeantes fosas nasales.

«Son demasiados como para cambiarlos de carne».

Lanzó un chorro de fuego corruptor desde su boca con forma de pico y envolvió la cresta de la duna y a los primeros mortales en llegar hasta ella. Sus armaduras no les libraron de quemarse mientras se sacudían y se retorcían sobre la ceniza de sus propios cuerpos inmolados.

El hedor a muerte en la brisa resultaba tonificante. Le resultaba tan familiar que Engel’saak se deleitó en él.

Otros aparecieron a través de las llamas, vagas siluetas que acababan convirtiéndose en guerreros acorazados sólidos. Sus armas alzadas hablaban con furia.

«No es miedo —pensó, saboreándolo con una lengua larga y rugosa—. Es arrogancia».

Aquellos mortales lucharían sin descanso hasta matar al demonio o morir ellos mismos. No podía quedarse, no allí.

Engel’saak echó la cabeza hacia atrás bruscamente al tiempo que profería un grito grave y ululante. Las membranas carnosas de sus extremidades se expandieron y se transformaron en alas…

* * *

Agatone detuvo su matanza para observar a la bestia que acababa de alzarse en el aire desde las filas de renegados.

—¿Has visto eso?

Malicant miraba hacia el cielo. Su estandarte quedó atrapado en la brisa y la imagen de la cabeza de draco se partió.

—Tiene alas, pero no es mucho más grande que un dactílido —dijo. El Hermano Shen’kar, el segundo al mando de Agatone, hablaba mientras lanzaba un chorro con su lanzallamas.

—¿Un monstruo de la arena ceniza que ha salido de una grieta recién abierta en la tierra?

Agatone apenas estaba escuchando.

Desde la llegada de Vel’cona habían hecho grandes progresos a través de la brecha. La carroña de Nihilan había sido numerosa, pero estaba cerca de ser aniquilada. Agatone había conseguido asignarle a los exploradores de la 7.ª Compañía que apuntalasen las defensas y cuidasen de los civiles. Innumerables heridos cubrían las calles y las plazas atestadas esperando que los Salamandras les salvaran.

Agatone recordaba haber levantado a una mujer herida por encima de sus hombros para salvarla de ser aplastada por las masas presas del pánico cuando el cielo se les echó encima. Y lo había hecho a pesar de tener a sus enemigos rodeándole. Como todos los Salamandras. Aquélla era su gente, los humanos cuyas vidas habían jurado proteger.

A Honorius le había atravesado el hombro una espada xenos mientras estaba protegiendo a un niño de una muerte segura. Lok sufrió quemaduras mientras apartaba a un hombre del lanzallamas de un renegado. Habían recibido sus golpes, todos y cada uno de ellos, recibiendo gratitud y cicatrices. Agatone adoraba a su gente. Y le alegró ver que sus hermanos de batalla también lo hacían.

—¡Elevadlos con nuestras hazañas! —había proclamado a la muralla antes de que comenzase el asedio al alcance del oído de los humanos apiñados—. Nuestro valor será un ejemplo para todos. Dará fuerza a nuestra gente y les demostrará lo que significa ser Nacidos del Fuego. ¡Somos el escudo de Vulkan!

La gran aclamación que siguió fue gratificante, pero no eran más que palabras y, como tales, no significaban nada sin actos. Había pasado mucho tiempo desde que la 3.ª Compañía había obtenido la gloria. Él se la devolvería, devolvería el honor a su nombre y la Guardia Inferno, que tanto tiempo llevaba desprestigiada, volvería a la preeminencia.

Aunque rechazaba abiertamente estas cosas, en su día había considerado que la capitanía de la 3.ª Compañía era un cebo envenenado, una condena a sufrir una interminable mala suerte. Ahora creía que era una llamada y que lo único que tenía que hacer para responderla era sobrevivir.

La pérdida del escudo de vacío le estaba preocupando, y los pocos tecnomarines de los que podía prescindir el capitán ya estaban trabajando duro en la reparación del generador de Hesiod. Los intensos temblores, los que sacudían los cimientos, habían dividido la piedra fundamental del Santuario que era lo que más preocupaba a Agatone.

Había experimentado el Tiempo de la Prueba en numerosas ocasiones, pero aquello era diferente, casi apocalíptico, y ahora esa…, esa criatura.

—¿Qué es esa cosa? —dijo, frunciendo el ceño al ver su cuerpo musculoso lleno de escamas, su largo cuello de piel y la inmensa envergadura de sus alas.

Antiguos cuadros de mitología terrana y rumores de las más bajas profundidades del Monte del Fuego Letal le vinieron a la mente.

—Parece…

—Es un drakon —masculló Vel’cona—, o al menos lo parece. —Estaba al lado del capitán y acabó con una partida de piratas galthitas que huían corriendo con un torrente de llama serpenteante. La maloliente carne se coció en sus armaduras, y sus rostros saurios quedaron envueltos en llamas—: También se la conoce con otros nombres…, dragón, draco caído… estragon. Los fernisianos los llaman ormrs o wurms.

La inflexión del Jefe de los Bibliotecarios estaba cargada de un acento rústico que recordaba las campañas que había luchado junto a los Lobos. Siguió la sombra inmensa del monstruo con la mirada hasta que llegó a un grupo de nubes y desapareció. E incluso entonces siguió mirando.

—En la antigüedad, las tribus humanas primitivas lo adoraban y lo temían. Lo llamaban dragón.

Agatone sacudió la cabeza lentamente. A través del comunicador de su yelmo de combate, los guardias de la muralla informaron de que una inmensa fuerza de Guerreros Dragón marchaba por las dunas de ceniza hacia ellos. Había poco tiempo para investigar.

—Se llame como se llame esa bestia se ha deshecho de esos renegados como si fuesen de paja —dijo, mirando a Shen’kar—. ¿Y si procede de las profundidades del planeta, enfurecida por el sacrilegio de Nihilan?

Todas las culturas de la galaxia civilizada tenían sus leyendas de monstruos, y Nocturne más que la mayoría. Los dracos tenían muchos nombres, no sólo aquellos que los Salamandras llevaban grabados con runas en su carne. Estaba el lohikäärme y el tulikärme. El antiguo sok y d serpentino kulebre. Eran bestias antiguas, leyendas de un mundo olvidado, anterior incluso a los tiempos de Vulkan.

—No, su aura es maligna. ¿No percibes su sabor acre en la lengua, hermano? Como a metal oxidado y a putrefacción. Esa cosa no ha salido de la tierra. Es un demonio, y ha venido a acabar con todos nosotros.