I: UNA LANZA LANZADA

I

UNA LANZA LANZADA

Nocturne gritaba. La tierra se agrietaba y, como una bestia con el costado atravesado por la lanza del cazador, su sangre se derramaba. En las entrañas más profundas del planeta, el lamento de los viejos dracos quedaba ahogado por el sonido de las placas tectónicas rompiéndose y chirriando.

Presagiadas por los ríos de lava que surcaban las llanuras como arterias de fuego, una cabalgata de terremotos azotó la superficie de Nocturne. El Monte del Fuego letal bramaba y escupía una inmensa nube piroclástica que hizo del día la noche en cuestión de segundos. El aire plagado de ceniza tan roja como el mundo luchaba por librarse de ella, agitándose y chillando con el dolor de sus heridas.

Unos rayos escarlata dividían el cielo cargado de humo; el profundo brillo de la lava de las cadenas montañosas en erupción era como un firmamento de estrellas ámbar incandescentes en la negrura. Los truenos descargaban beligerantes salvas que anunciaban fatalidad y el fin de todas las cosas.

Las simas se abrían en las tierras más allá de las Ciudades Santuario. Campamentos enteros, donde colocaban sus tiendas los nómadas, los dominios subterráneos de los cavernícolas se extinguieron en unos instantes. Aquellos que no murieron asfixiados por las cenizas ardieron por un calor intenso; los pocos que sobrevivieron a esas pruebas fueron tragados por la tierra abierta o perecieron ahogados en la lava infernal.

Una irregular línea en el suelo llegó hasta la muralla de entrada de Hesiod, lo bastante gruesa como para devorar una cañonera entera sin tocar sus laterales. Primero golpeó el escudo de vacío, que resplandeció durante unos segundos con valiente resistencia antes de ceder y caer. Entonces siguió rugiendo, golpeó la muralla y se afiló los dientes escarpados en la piedra fundamental de Nocturne. Era uno de los cimientos del planeta, uno de los siete lugares descubiertos por los antiguos chamanes y donde los reyes tribales habían fundado los Santuarios que más adelante se convertirían en ciudades bastión.

Una fisura ascendió por la oscura obsidiana de la frontera de Hesiod. Después se convirtió en una grieta que se ensanchaba a cada segundo que pasaba, separando las defensas de la ciudad como si fueran de arcilla.

Cuando la muralla de entrada se dividió, los guerreros que la ocupaban cayeron precipitados hacia el patio inferior como una lluvia acorazada, y seguían luchando mientras lo hacían. Los cuerpos golpearon el suelo como si fueran proyectiles de morteros provocando una descarga de carne y metal donde la artillería gruñía y sangraba y moría finalmente.

La grieta sólo se detuvo al llegar al umbral del bastión del Capítulo, pero para entonces ya había provocado una auténtica carnicería. Como un dique roto, Hesiod estaba abierta y las crueles aguas que esperaban en el exterior entraron en él con toda su furia.

Un viento abrasador llegó tras la onda expansiva y azotó la llanura de ceniza.

Val’in oyó el grito de las bestias alienígenas, desprotegidas sin sus detestables armaduras, y sabía que muchas habían muerto. Todavía le escocía la sangre a causa del aire sulfúrico, y sólo sus aumentos genéticos evitaban que se ahogase con él.

Todavía estaba en la muralla, aunque ahora un inmenso agujero bostezaba entre él y sus hermanos. Le llevó un tiempo darse cuenta de que estaba boca abajo. El joven sintió que una mano fuerte le agarraba del antebrazo y le ayudaba a levantarse.

—¡El Maestro Prebian ha caído! ¡Levántate! —Exor estaba ensangrentado pero vivo.

Vagamente al principio pero cada vez con más claridad, Val’in recordó haber gritado cuando el maestro fue apuñalado. Había acudido a su ayuda cuando una lanza de luz le había golpeado.

—¿Dónde está, hermano? —El humo y la bruma del calor dificultaban su vista.

Exor hizo un gesto hacia el miasma gris. En un momento en el que el aire se despejó momentáneamente, Val’in vio la figura desplomada del Maestro Prebian. Estaba tumbado de costado, inmóvil, con un charco de sangre oscura a su alrededor.

—¿Y su asesino? —Val’in había encontrado su espada de combate entre los restos y ya estaba en movimiento, con la cabeza agachada.

En lo alto, algunos tiros de bolter y disparos sólidos seguían sonando.

—No sabemos si está muerto. —Exor corría a su lado portando su lanzagranadas.

En algún lugar entre la confusión, Val’in había perdido su bolter y estaba decidido a luchar sin él. De todos modos prefería el combate cuerpo a cuerpo. Necesitaba darlo todo de sí contra los renegados aturdidos que emergían a través de la niebla.

Ellos no habían visto el cuerpo boca debajo de Prebian. Estaba parcialmente cubierto de escombros y oculto por el humo. Los traidores se tambaleaban, claramente heridos, y la onda expansiva les había dejado en peores condiciones que a los dos Exploradores.

Pero ninguno de ellos era el traidor que Val’in había visto apuñalar a su maestro en la ijada. Ese perro había huido.

Uno señaló, con un chorro de sangre exudando de su gorjal sellado. Habían visto a los exploradores.

Val’in sonrió adustamente. Eso era bueno.

Levantando sus hojas dentadas, los renegados fueron a la carga.

Un estallido de pistola bolter hizo saltar un trozo de muralla rota cerca de Exor, lo que le obligó a ponerse a cubierto, pero el arma se había vaciado y fue desechada. Val’in se había adelantado, corriendo para poder situarse entre el enemigo y el cuerpo tirado de Prebian que, por increíble que pareciera, seguía con vida. Si alguno de los renegados lo veía, acabarían con él.

Algo más se removía a un palmo de distancia del maestro. Era una espada sierra, una espada adornada que Val’in había visto en el generador de energía de Prebian. Era su arma. Tras envainar el gladius, Val’in llegó hasta el cuerpo del maestro y cogió su espada. Era difícil de blandir, pero el espíritu máquina era fuerte y vigoroso. Ansiaba vengar a su portador, y nada más que la sangre del traidor aplacaría su sed.

Murmurando letanías de corte, Val’in alzó la zumbante hoja y se preparó para enfrentarse al enemigo. La movía lentamente, pues era muy pesada, como un maestro de espadas pero sin su elegancia.

—¡En el nombre de Vulkan!

Los renegados se echaron a reír en sus armaduras maltratadas. De cerca, algunas de las placas parecían estar fundidas con su piel. El que tenía una herida en la garganta parecía que su yelmo formara parte de su rostro burlón.

Pronto dejarían de reír.

Val’in saltó por encima de una pequeña grieta en las almenas, con la espada sierra baja y agarrada con las dos manos. Era tan pesada que pensó que iba a dañarse los brazos.

Dejó que el primer renegado fuese hasta él. Era un ataque vago, demasiado confiado e indulgente. Sin disciplina. Val’in logró esquivarle y siguió corriendo. Usando su impulso, saltó sobre un trozo de roca que sobresalía, eludiendo el corte salvaje en la pierna por parte del segundo renegado. Al descender, Val’in embistió con la espada sierra al guerrero con el gorjal dañado y se la insertó en el cuello hasta la empuñadura.

Después lo soltó y rodó para colocarse tras el renegado que se asfixiaba, cuyo interior se estaba convirtiendo en serrín. El otro había girado y volvía hacia él.

Sin un arma con la que defenderse, herido o no, el renegado le mataría.

Una granada estalló contra la ijada del guerrero y le hizo caer por el borde de la muralla, donde desapareció en la oscuridad inferior.

Val’in vio a Exor que emergía de cubierto y le extendió la mano en agradecimiento. Exor se golpeó el pecho como saludaban los guerreros y fue hacia Prebian.

—Está vivo —dijo cuando Val’in se unió a él.

Su respiración era costosa y el pulso de su cuello irregular.

Val’in maldijo por lo bajo.

—Por ahora —dijo. Después miró a su alrededor a través del humo que empezaba a disiparse—. Estamos lejos de nuestros aliados.

Los daños en la muralla les habían aislado del resto de la batalla, como supervivientes náufragos en una isla de roca que sobresalía de un agitado océano gris.

Exor golpeó el peto del caparazón de Vál’in.

—En el nombre de Vulkan —dijo mientras asentía impresionado. Val’in frunció el ceño.

—Ese movimiento —explicó Exor—, el ataque al cuello. Nunca había visto a nadie hacer eso antes. ¿Cómo lo has hecho?

Val’in sacudió la cabeza.

—No lo sé. Mis instintos se han apoderado de mí. La espada parecía… casi más ligera.

En lo alto hubo una explosión, pero la metralla que caía de ella fue absorbida por lo que quedaba de las defensas de la muralla.

Exor se agachó apresurado.

—¿Qué hacemos?

Más allá de las murallas, el fuego lo estaba engullendo todo.

Todo se había convertido en un mar de lava. La tierra agujereada se abría y sangraba. A través de las nubes de humo, Val’in creyó ver una nave descendiendo. No se parecía a nada que hubiese visto antes y se dirigía hacia el Monte del Fuego Letal y hacia la inmensa columna de ceniza que ascendía desde sus dañadas profundidades.

Cuando respondió, lo hizo de una manera distraída:

—Vendrán más. Nos quedaremos aquí a proteger al maestro. No, definitivamente no era una nave que hubiese visto antes.

Era antigua, algo que el Señor del Arsenal le había descrito una vez en el lectorium.

No estaba seguro, pero recordaba el nombre que su profesor había utilizado.

«Stormbird».

El número de guerreros de Lorkar se había reducido de manera considerable. Algunos de sus cuerpos aún yacían en los restos de la muralla destrozada, aplastados, con unas heridas de las que ni siquiera los Marines Espaciales podían recuperarse. Otros habían muerto asesinados en la sangrienta lucha que había precedido a aquella destrucción.

Se tambaleó como pudo hasta Iagon, cubriéndose la garganta con el guantelete que le protegía la mano mientras que el traidor estaba sólo medio consciente tras la caída.

—¡Gusano! —rugió, apretándose el cuello—. ¿Sabías que tenía un arma así? —Después le arrancó el yelmo de batalla, rompiendo los cierres—: La usaba para matar a los suyos. Tú también estabas en el radio de esa onda expansiva.

Iagon agarraba desesperadamente los dedos acorazados de Lorkar.

Se había sacado un cuchillo dentado del cinturón, pero Lorkar vio la hoja, le agarró la muñeca y se la retorció hasta rompérsela.

—No soy ningún estúpido inexperto al que puedas apuñalar por la espalda —rugió, y lo lanzó al suelo.

Iagon agarró el arma más cercana, una pistola bolter de cañón corto, y disparó a Lorkar en la cara.

El sargento de los Marines Malevolentes gritó agarrándose la cara mientras Iagon huía.

—Deja que se vaya —dijo mientras veía como el traidor cobarde desaparecía entre el humo. La mayor parte del campo de batalla fuera de Hesiod estaba cubierto de un manto de humo negro que asfixiaba los cuerpos, así como los gritos.

También envolvía una inmensa brecha en la pared donde los batallones de la retaguardia estaban gritando pata entrar. Los Salamandras la defendían con tenacidad, y Lorkar veía chorros de fuego y el estallidos de los bolters esporádicos en la oscuridad interior. Estaban defendiéndola, pero el peso de la marea acabaría obligándoles a retroceder si la cosa no cambiaba.

La brisa apestaba intensamente a sangre, y el aire sulfúrico no lograba enmascarar el hedor a putrefacción.

Lorkar era ajeno a todo ello mientras él y sus hombres avanzaban contra la marea. Habían conquistado la muralla tenía otra presa en mente. Al menos eso es lo que las voces le decían. El mayor objeto de preocupación eran los canales de lava que estallaban por el campo de batalla. En el breve espacio de tiempo desde que habían sido lanzados desde las almenas, había visto como un escuadrón de tanques era devorado por el magma y como regimientos enteros eran diezmados a causa del viento ácido.

Una marca de quemadura manchaba su máscara donde la descarga de Iagon le había alcanzado, la única señal de daño que había sufrido hasta ahora. Era un tiro certero que abollaba su armadura y que dolía como un demonio, pero poco más.

Sus guerreros, los que quedaban, apuntaron con sus bolters.

Una breve tregua había descendido en el extremo lejano de la muralla. En el patio de Hesiod se seguía luchando con obstinación, pero a Lorkar no le interesaba aquello. Lo que le interesaba era el hecho de que los Salamandras no cederían una de sus grandes ciudades sin oponer más resistencia. Sin duda, los esfuerzos estarían de camino.

—Prismáticos —se dirigió al Hermano Vathek.

Agachándose donde el humo era menos denso, miró a través de los magnoculares a los distantes arrecifes de ceniza. Una nube de polvo se acercaba atravesando los senderos de lava. Lorkar incrementó el aumento.

—Vehículos blindados pesados —masculló con voz crispada al ver los tanques.

Al instante giró el dial al máximo y vio quién estaba dirigiendo la columna.

Bajo el dañado yelmo de combate, una horrible sonrisa dividió su rostro cubierto de cicatrices.

—Tu’Shan.

Escuchando el vago sonido de los motores a través del caos, dirigió la vista hacia arriba.

La sonrisa se transformó en un ceño fruncido al ver la lejana nave de desembarco con los colores de los Guerreros Dragón.

—Maldito…

—Señor…

Varthek señalaba a las hordas de Guerreros Dragón que se estaban retirando por las llanuras de ceniza.

—En el nombre del Trono, ¿adónde diablos se dirige esa escoria?

Varios batallones de renegados estaban embarcando en las cañoneras y se dirigían de regreso a la atmósfera superior. Sólo se habían desplegado para exponer su fuerza e impulsar a la carne de cañón.

Lorkar entrecerró los ojos mientras miraba de nuevo a la distante nave de desembarco que descendía en las montañas.

—Necesitabas que mirasen para otro lado, ¿verdad? ¿Qué es lo que hay ahí abajo? —murmuró.

Por lo visto, Nihilan les había traicionado a todos.

Cuando le devolvió los prismáticos a Vathek, Lorkar se había puesto de pie.

Quedaban dieciséis de sus hombres, entre ellos Harkane con su Rapier de orugas y Tsu’gan. Lorkar hizo una mueca de disgusto al reconocer a aquel superviviente en particular.

Estaba de rodillas y parecía sufrir una neurosis de guerra. Lorkar se agachó para hablarle al oído.

—He visto que abrías a los tuyos como si estuvieses cortando carne el matadero, hermano.

Después colocó la boca de su bolter contra el metal plateado que tenía instalado en la cara.

—Esa cosa está impidiendo que seas honesto, ¿verdad? Me sorprende que el hechicero te entregase a mí tan fácilmente. Pensaba que te querría para él. Aún así —dijo, señalando la carnicería que estaba teniendo lugar al otro lado de la muralla—, ahora que has metido la mano en esto no podrás volver a tu Capítulo.

Un nervio latió en la mejilla de Tsu’gan. Sus ojos ardían al mirar a Lorkac El sargento le dio unas palmaditas en el hombro.

—Pero nosotros te haremos un Malevolente.

Un viento extraño que azotaba desde la brecha hizo que Lorkar se diese la vuelta. Unos relámpagos estallaban en el aire presagiando…

—Pero ¿qué c…?

… una explosión de luz cobró vida en el interior de la muralla. Duró sólo unos instantes, pero era lo bastante brillante y violenta como para sobrecargar la pantalla retinal del Marine Malevolente. Al mirar al intenso fantasma del resplandor vio una silueta borrosa que salía de la tormenta psíquica como un díscolo viajero que regresaba tras un largo viaje.

Vestía una ceramita azul cubierta de símbolos arcanos. Un manto de escamas de draco ondeaba tras él y unos relámpagos cerúleos inundaban sus ojos con furia. En un puño cerrado blandía un cayado con cabeza de calavera.

Lorkar hizo una mueca de desdén.

—Brujo. —Después dio un brinco al ver que las primeras filas de la chusma de Nihilan salía despedida hacia atrás a causa del fuego del Bibliotecario. Avanzó hacia la boca de la brecha, arrojando fuego y muerte desde las puntas de sus dedos como si simplemente estuviese respirando. Los infelices que no llevaban ninguna armadura que les protegiera ardieron, con las manos, la ropa y la piel abrasada en un terrible infierno.

Lorkar retrocedía conforme el Bibliotecario seguía adelante, con el resto de defensores avanzando a su paso, luchando contra cualquier renegado que hubiese sobrevivido a las llamas.

Bajo sus pies, la tierra empezó a temblar y a agrietarse. La lava emanaba a la superficie formando pequeños riachuelos al principio y después brotando como fuentes desde el centro fundido del planeta.

—¡Hemos acabado aquí! —rugió a sus hombres, y después miró a Tsu’gan—: Levántalo. Viene con nosotros.

Vathek y Morgak enfundaron sus bolters y acudieron a levantar al que en su día había sido Salamandra cuando una columna de fuego salió despedida de la tierra y se llevó a Tsu’gan con ella. Una segunda columna surgió inmediatamente después de la primera, quemando la armadura de Vathek y provocando que una maldición brotara de sus labios. Después llegaron una tercera y una cuarta. Morgak fue inmolado por la quinta. Lo calcinó dentro de su armadura y fundió el metal hasta llegar a su cuerpo tembloroso. La lengua del guerrero se le quemó antes de que pudiera gritar.

Las columnas de fuego se elevaban en el aire por toda la llanura de ceniza a través de las grietas, impelidas por la voluntad psíquica del bibliotecario y el trastorno del equilibrio tectónico de Nocturne. Estallando como géiseres, inundaban el cielo de humo y llamas y escupían inundaciones de lava.

Lorkar pensó en volver a por Tsu’gan. El antiguo Salamandra era una figura distante, tumbada boca abajo contra la arena ceniza, quemado e inmóvil. En el peor de los casos, Lorkar podría acabar con él como medida de castigo.

—Dejadle —decidió al final, retirándose de las erupciones letales y de la nueva lucha por la muralla de Hesiod—. Seguramente ya esté muerto de todos modos.

En su cabeza, las voces le decían lo que tenía que hacer. Le guiaban suavemente hacia su presa. Aquélla era la orden de Vinyard, ¿verdad? Pues la obedecería.

—No aceptes nunca un desaire sin castigarlo —masculló con una voz que no era la suya propia.