II
PIEL DE EXTRAÑO
Era como ser prisionero en su propio cuerpo. Podía verlo, sentirlo, sus sentidos estaban tan vivos como siempre, pero se movía de una manera que le era ajena. Hacía cosas, realizaba actos que él no le había ordenado. Era como si sus sinapsis sensoriales hubiesen sido redirigidas y Tsu’gan ya no estuviese al mando de ellas. Sus extremidades se movían ahora como por propia voluntad. Se había convertido en una marioneta que pendía inevitablemente de los hilos de Nihilan. Pero eso no era del todo exacto. Tsu’gan había oído que algunos psíquicos podían habitar los cuerpos de los demás y utilizar su voluntad para impeler sus acciones, llevándolos eficazmente como una pieza de la armadura. El grillete mental de Nihilan no era así. Tsu’gan sólo podía compararlo a los protocolos de mando que se daban a un servidor a través de sus láminas de doctrina. Era como si le hubiesen dado una serie de rutinas preestablecidas y ahora estuviese obligado a seguirlas. Pero una programación así no era infalible, podía superarse. Con la suficiente fuerza de voluntad, cualquier cosa era posible.
Tsu’gan hizo una mueca, la única evidencia de que estaba luchando por resistirse a aquel dominio mental. Su cuerpo seguía sin ser el suyo.
Estaba corriendo y disparando a sus hermanos en las almenas, y todos sus instintos le gritaban que en lugar de hacer eso volviese su arma sobre los traidores que le rodeaban. Un tiro directo rebotó en su hombrera y su peto, y gruñó. Al menos aquel gesto fue propio. Los disparos en respuesta de Tsu’gan forzaron al tirador a agacharse, mientras que un segundo estallido le alcanzó y desapareció en medio de un chorro de sangre.
Lorkar ordenó el avance y fue el primero en dirigir la línea. El renegado mantenía a Tsu’gan cerca, tal vez para vigilarle, o quizá porque estaba considerando intentar matarle durante la batalla.
«Estoy rodeado de enemigos».
Se preguntó si su cuerpo dominado por su mente le protegería o si se sometería al cuchillo del asesino sin oponer resistencia.
Otra de las máquinas de orugas de los tecnomarines disparó contra el almenaje. Seis ganchos de adamantio se clavaron profundamente en la muralla exterior de Hesiod. Cuando el lanzador de la máquina hubo recargado, disparó otros seis más, y los Marines Malevolentes corrieron a agarrar las colgantes cuerdas de cable.
Un kroot ambicioso fue a por la cuerda de Tsu’gan, pero el que en su día había sido Salamandra luchó contra el alienígena y le partió el cuello antes de empezar a escalar. Tres de sus hermanos fueron tras él en busca de venganza. Con una mano enroscada en el cable, Tsu’gan se balanceó por la pared y los hizo caer a todos con su bolter.
Una vez que se quitó de encima a los traicioneros, continuó su ascenso en serio.
Aunque luchaba contra cada metro, Tsu’gan pronto llegó hasta lo alto de la muralla y se vio enfrentado a un par de exploradores. Demasiado cerca para los bolters, extrajeron sus espadas de combate.
—¡Muere, traidor! —gritó uno de ellos intentando clavarle el gladius en el agujero que unía su guardabrazo y su peto.
Tsu’gan desvió el golpe con el brazo. La espada le abrió una muesca en el guantelete y el avambrazo antes de golpear al explorador en el rostro.
Le destrozó la mejilla al neófito, al tiempo que boqueaba los golpes frenéticos del otro con la culata de su bolter. Tsu’gan lo empujó hacia atrás y entró en el espacio que había creado al tiempo que extraía su espada sierra.
«Traidor…».
Tsu’gan no era ningún traidor.
«¡Fijaos, hermanos! —rogó—. Estoy atrapado en la voluntad de otro. ¡Ayudadme!».
Su grito de auxilio resonaba en su interior, pero sólo Tsu’gan podía oírlo. Aunque tenía el rostro hinchado y cubierto de sangre, el explorador con la mejilla destrozada volvió a cargar contra él. Esta vez, Tsu’gan bateó su golpe torpe y lo aplastó con tanta fuerza que cayó por el borde de las almenas y rodó hasta el suelo. El crujido de los huesos se perdió entre el sonido del combate.
Centrando toda su atención en el otro, Tsu’gan presionó la boca de su bolter en el pecho del explorador y apretó el gatillo. El estallido a quemarropa le chamuscó la armadura y la volvió negra por la llamarada de la descarga, pero le abrió el torso al neófito.
Tsu’gan dejó que cayese al suelo en un charco de sangre mientras dirigía a enfrentarse al siguiente combatiente.
Estaba espalda contra espalda con Rennard, un guerrero de los hombres de Lorkar que estaba agachado colocando cargas incendiarias. Parecía que los Marines Malevolentes pretendían abrir una brecha de dentro hacia fuera.
Ojeando su pantalla retinal, Tsu’gan vio que Iagon había logrado conquistar la muralla también. Su runa de identidad parpadeaba en rojo, a diferencia de las de los demás, que estaban amarillas. El perro traidor estaba ahora en su mira, pero no podía asesinarle. Al menos varios guerreros les separaban, de modo que Iagon no podría clavarle la espada por la espalda como había hecho con N’keln. Nueve renegados habían alcanzado la cima del perímetro de defensa de Hesiod y estaban luchando duro para dejar sitio a los que venían tras ellos. Había brechas similares por toda la muralla.
El impulso condujo a Tsu’gan hacia los exploradores Salamandras. La mayoría de los luchadores mortales, los soldados de la Guardia Imperial, los defensores del Santo Eclesiarca, considerarían incluso a los neófitos Marines Espaciales combatientes difíciles de vencer.
Para Tsu’gan era como luchar contra niños. Tras abrirse paso por la primera línea de defensores, vio que tenía espacio para maniobrar y que podía poner en práctica todo su entrenamiento de combate implacable.
Redujo a los primeros dos exploradores que corrían hacia él con bastante facilidad, aunque su mente clamaba contra su asesinato y ardía con impotente ira ante lo que la tecnomancia de Nihilan le estaba obligando a hacer.
Un tercero adoptó una posición de disparo y giró un bolter pesado para peinar el espacio que les separaba.
Tsu’gan echó los brazos hacia atrás y agarró a Rennard. El Marine Malevolente no esperaba aquel movimiento y para cuando empezó a resistirse, ya estaba siendo usado como escudo de carne y golpeado por proyectiles masarreactivos.
Los densos impactos mecían el cuerpo del guerrero yTsu’gan continuó avanzando tras él hasta llegar a su oponente, causando un terrible daño a Rennard en el proceso. Casi a quemarropa, la fuerza de la salva pesada les hizo caer a los dos.
Tsu’gan aterrizó con fuerza sobre su espalda, pero pronto se quitó al Marine Malevolente de encima mientras cargaba con su espada sierra. Pasó de estar tumbado boca arriba a ponerse de cuclillas justo cuando la siguiente ola de proyectiles llegó traqueteando desde el cañón del explorador. Tsu’gan lanzó su espada con la punta hacia abajo como si fuese una hacha. Ésta atravesó el cuerpo del explorador y lo empaló. Vomitando sangre, el neófito dejó de disparar y cayó al suelo.
Soltando su espada sierra del cuerpo con un sucio sonido a sangre coagulada, Tsu’gan pulsó el botón de activación y saltó por encima del cuerpo. La sangre golpeaba en sus oídos, como una ola que golpea la orilla. Oía su respiración rápida en su pecho, no por los esfuerzos del combate, sino por su intento de librarse de los grilletes que encadenaban su voluntad.
Estaba en Hesiod, que en su día había sido su hogar. Aquellos exploradores eran la sangre vital del Capítulo, su siguiente generación. Y él los estaba matando.
Tsu’gan estaba llorando, lágrimas de fuego descendían por su rostro por debajo de su yelmo de combate, peto no podía parar.
Dejando que Rennard se desangrase continuó en busca demás enemigos. Las cargas incendiarias del desafortunado guerrero estallaron tras él, emitiendo un estruendo ensordecedor e inundando parte de la muralla de fuego y metralla.
Echó la vista atrás. Apenas habían abierto una grieta.
En el interior de Tsu’gan, la parte de él que luchaba contra los grilletes mentales resopló ante la estupidez de los renegados.
La roca nocturniana, especialmente aquella extraída para el Asiento de tos Reyes Tribales, no era tan fácil de romper.
La línea de soldados de la muralla estaba menguando mientras luchaban por defenderla con su reducido número. El desgaste contra el ejército de Nihilan apenas había hecho mella en ellos, pero los Salamandras sentían profundamente cada una de sus víctimas.
Por delante de él, Tsu’gan vio a un explorador que manejaba con torpeza un lanzagranadas de cañón corto. Alzó la mirada, con la mitad de su mente concentrada en recargar y la otra mitad en el guerrero que corría hacia él.
Otra víctima fácil.
Tsu’gan luchó contra ello, pero la espada sierra formó un arco letal justo cuando el explorador estaba levantando los brazos para disparar.
Los chirriantes dientes echaron chispas mientras aullaban y gruñían contra una espada rival que bloqueaba su ruta hacia el cuello del neófito.
Un guerrero inmenso que vestía una armadura artesanal apartó al explorador y le gritó algo que Tsu’gan no entendió. Después le retorció el brazo y apartó la espada sierra de Tsu’gan, dejando su pecho expuesto, en el que insertó una spatha que había aparecido como por milagro en la otra mano del veterano.
El dolor hizo que Tsu’gan retrocediera, y el filo serrado de la spatha serró la carne y la chapa de batalla mientras era extraída a la fuerza.
—Lucha conmigo entonces, traidor —invitó el Salamandra veterano, adoptando una postura de lucha que Tsu’gan apenas recordaba a través del entumecimiento mental que le provocaba el grillete mental.
—Maestro…
Las palabras lograron salir de su garganta, pero se perdieron tras su yelmo de batalla y el nuevo y aterrador ataque del veterano.
Tsu’gan adoptó una postura de defensa de inmediato. Intentó elevar su bolter y lanzar un tiro a quemarropa para dañar a su oponente pero el destello de una espada envió el arma rodando desde unos dedos mordidos por su filo.
—Eres fuerte y hábil —dijo el veterano, avanzando y obligando a Tsu’gan a retroceder por las almenas invalidando los progresos que había hecho.
Conocía a aquel guerrero. Había aprendido de él, había sido su estudiante.
Tsu’gan respondió abriendo un corte en la hombrera del veterano, pero él a su vez recibió un corte en su costado. Tenía sangre en la boca y supo que estaba herido. Su vista se le nubló mientras la oscuridad se cernía sobre ella.
Tras interceptar un golpe descendiente de la espada sierra del veterano, intentó propinarle un puñetazo en la cabeza, pero falló y le dio en el antebrazo. Bastó para hacer que el veterano aflojase el agarre de su spatha.
Tsu’gan le sacó el máximo partido a la situación con un golpe propio de su espada sierra para desarmarle. Había utilizado el metal plano del revestimiento del arma pero fue suficiente para obligar a su rival a soltar la hoja, que cayó en el suelo traqueteando inútilmente.
—Muy hábil… —se corrigió el veterano, cogiendo su espada sierra con las dos manos. Fue entonces cuando Tsu’gan vio que estaba modificada con una culata más larga y una hoja más ancha, como una espada antigua. También le llamaron la atención otros enseres de la panoplia de guerra del veterano: la chapa de su armadura, la pistola de fusión enfundada y el gladius; el yelmo con forma de saurio y el timbre de su voz.
—Prebian…
Tsu’gan estaba luchando con el Maestro de Armas de los Salamandras. No era de extrañar que estuviese perdiendo. Bloqueó un fuerte corte que le hizo tambalearse. El golpe de hombro que le siguió le abolló el peto e hizo que Tsu’gan se tambalease aún más.
—Prebian… —dijo más alto esta vez.
Seguía bloqueando golpes, pero el último fue tan duro que atravesó sus defensas y envió la espada sierra rugiente de Tsu’gan contra su propio rostro. Las chispas y las esquirlas de metal de su gorjal salieron despedidas, pero los dientes rotatorios siguieron ascendiendo, dejando una línea irregular en su yelmo de batalla y desconectando una de sus lentes retinales. Una parte de la pantalla táctica de Tsu’gan se vio reducida a un crepitante ruido estático y por unos breves instantes se quedó ciego de un ojo.
—Ahí tienes el sabor que tanto ansiabas, desgraciado —rugió Prebian, empujando la hoja más cerca para que se hundiese más en la ceramita—. Veré tu rostro antes de que mueras —prometió mientras el yelmo de batalla de Tsu’gan se partía bajo la presión y caía dividido en dos mitades maltratadas.
Prebian se apartó al instante, con la boca abierta.
Sus ojos reflejaban remembranza e incredulidad, visibles incluso a través de las lentes de su yelmo.
—¿Hermano Tsu’gan?
La distracción momentánea proporcionó ventaja a Tsu’gan. Con un rugido, apartó a Prebian y levantó su espada sierra parcialmente desafilada. El mecanismo rotaba con fuerza, con los servos gastados por el esfuerzo de atravesar la ceramita pero todavía podía usarse para matar.
Quiso resistirse, detener su mano y apagar su hoja, pero el grillete mental no se lo permitía.
En lugar de ello, atacó con los dientes apretados y ríos de fuego de aflicción escurriéndose de sus ojos.
«Por favor —decían—. Por favor, hermano…».
Y continuó luchando en contra de su voluntad.
Prebian esquivaba todos los golpes y se contenía al darse cuenta de lo que estaba sucediendo.
—Lucha contra ello, hermano —silbó al ver el dispositivo alienígena instalado en el rostro de Tsu’gan—. Dame una oportunidad.
Tsu’gan entendió lo que quería decir. Hurgó en su interior e intentó utilizar cualquier cosa como un baluarte al que aferrarse, un lugar de su psique en el que pudiese defender su terreno y luchar.
Intentó recordar su primera víctima, cuando consiguió aquella piel de leónido de las dunas como trofeo; la primera vez que había forjado una espada y que la había blandido con ira; pensó en su padre, el Rey Tribal de Hesiod, y en el día en que había llorado ante su fría tumba en la cripta antes de que Zen’de fuese a por él. Pero todos eran recuerdos imperfectos de un tiempo que parecía pertenecer a otra persona.
Tsu’gan estaba perdiendo, y pronto Prebian tendría que luchar de nuevo con toda su destreza. El maestro se vería obligado a matar a su antiguo estudiante.
La hermandad, el honor, la gloria de su Capítulo, todos significaban algo para él, pero ninguno de ellos era lo bastante fuerte como para anular el grillete mental. Necesitaba centrarse en algo vital, en algo poderoso.
Recordó a Dak’ir.
No había visto al igneano desde Scoria. Sus caminos no se habían vuelto a cruzar desde que el Librarius se lo había llevado y él había ascendido a las filas de los Dracos de Fuego. Tal vez se hubiese olvidado Dak’ir en cierto modo, pero la ira no había desaparecido. Él, el de humilde cuna de la profecía, el destinado a ser el salvador o el destructor, seguía siendo la fuente de la destemplanza de Tsu’gan. Intentó sacarle partido, formó una lanza con su ira y atravesó con su punta la barrera que había entre su mente y su cuerpo.
Entonces bajó la espada sierra.
«Hazlo», dijeron a Prebian sus labios silenciosos.
El maestro no vaciló. Golpeó el grillete mental con su gladius y lo partió por la mitad. Pero en cuanto hubo retirado la hoja, el daño se deshizo. El dispositivo se había reparado solo.
Tsu’gan se dejó caer vencido al sentir de nuevo el adormecimiento en su cabeza conforme los tentáculos de esclavitud se restablecían. Su breve rebelión había terminado. El grillete mental había recuperado su influencia. Entonces levantó su hoja.
«Termina con mi sufrimiento…» Su lastimera mirada reflejaba lo que sus labios no podían decir.
Prebian se defendió de un puñado de ataques, pero aún no pensaba rendirse. Esperando otra oportunidad, golpeó de nuevo sin descanso con su gladius, esta vez insertándolo en el dispositivo. Pero el filo empezó a salirse solo. El agujero que había abierto se cerró inundado por el metal viviente, como un mercurio consciente de su existencia.
—La fuerza de Vulkan —dijo entre dientes apretados.
Tras soltar su espada sierra, Prebian utilizó ambas manos para volver a empujar. Su respiración se tomó costosa a través de la rejilla de voz acolmillada mientras presionaba con fuerza el mango del gladius con la palma de su mano. La otra mano envolvía la empuñadura con la fuerza del adamantio.
El metal alienígena era más fuerte.
—No puedo… —jadeó mientras el dispositivo continuaba extrayendo su hoja como la astilla que sale de una herida que se cierra. Los ojos de Prebian se cruzaron con los de Tsu’gan al darse cuenta de que iba a fracasar y que se iba a quedar indefenso.
—Hermano, intenta…
Tsu’gan cargó con la espada sierra todavía en su mano y la insertó con fuerza en el costado de Prebian.
—En el punto más débil —escofinó el maestro, repitiendo las mismas palabras que les había dicho a los aspirantes en las llanuras de ceniza. Tsu’gan había sido uno de sus mejores alumnos.
Después cayó, primero sobre una rodilla y después también sobre la otra.
La espada seguía clavada en su cuerpo y su sangre vital brotaba oscura por su armadura.
Con Tsu’gan de pie sobre él a punto de matarle, Prebian se llevó las manos a los cierres de su yelmo de batalla y se lo quitó.
Su viejo rostro estaba arrugado y su piel estaba pasando de ser del color del ónice a un gris carbón. Su cabello se había vuelto canoso y fino. El fuego ardía todavía en los ojos del maestro, pero se apagaba deprisa.
—Mis últimas ascuas —dijo, mirando a su asesino como si pudiese leerle el pensamiento.
Tsu’gan extrajo la hoja, provocando un gesto de dolor en el rostro de Prebian. Una ráfaga de sangre salió despedida con ella y la sostuvo en alto para darle el golpe final.
El horror inundó sus ojos al darse cuenta de repente de lo que estaba a punto de hacer.
«No soy ningún traidor…»
En retrospectiva, sonaba como una declaración falsa.
Estaba a punto de matar a su viejo maestro a sangre fría cuando una lanza de luz rugió en el rojo infierno superior y el cielo se volvió blanco magnesio.