I
CONQUISTANDO LA MURALLA
Lorkar emergió de una nube de polvo levantado por la cañonera que se retiraba alzándose en el aire tras ellos sobre estruendosos turbofanes.
En lo alto, unas explosiones nublaban el cielo y lo inundaban de ensordecedores truenos. Fuego antiaéreo pesado y fuego trazador descendían formando un entramado sobre las elevadas almenas de la ciudad.
Avanzando trabajosamente por las dunas, puso mala cara al ver a los distintos miserables formados con ellos en la segunda ola. Lorkar poseía un excelente conocimiento de las criaturas xenos. Conocía una infinidad de maneras de infligirles dolor y de acabar con ellas. La debilidad era algo que detestaba profundamente, pero conocer los puntos débiles de la armadura de los demás, sus enemigos, era infinitamente útil.
Reconoció a las criaturas aviarias que tenía en su flanco derecho como kroots. Eran mercenarios, y no mucho mejor que caníbales. Como bestias salvajes, croaban y chillaban mientras se entregaban a la lujuria de la guerra y conducían por delante del avance más lento de los Marines Malevolentes.
Aquello a Lorkar le venía bien. Dejaría que aquellos cobardes llegasen primero ante la artillería de los Salamandras. Pronto verían la necedad de su salvaje abandono.
También había, kharategs de espaldas peludas y reptiles loxatl, los galthitas saurios; todos ellos mercenarios, bandidos y renegados. Nihilan había puesto a los hombres de Lorkar con la escoria, y estaba reservando a sus propios Guerreros Dragón para cuando la furia de los defensores se hubiese aplacado por la chusma.
Tras atravesar el umbral del escudo de vacío, los Marines Malevolentes entraron en una zona de muerte sobre la que los Salamandras estaban descargando su fuego. Los fuertes estallidos de los disparos se fundían con el traqueteo de los bolters y la tos gutural de las granadas de propulsión a cohete lanzadas desde cañones que llevaban al hombro.
Se metieron en un lodazal de muertos, un campo de cadáveres alienígenas que empezaban a descomponerse y los cuerpos destrozados de renegados humanos. Parte de la segunda ola había conquistado secciones de la muralla, y la descarga de los defensores que estaban arriba menguó cuando parte de la guarnición de la ciudad se vio obligada a detenerse y a ocuparse de las brechas en la seguridad.
Y aún así, seguía siendo intenso.
Cualquier guerrero corriente se habría mostrado reacio a meterse en esa caldera. Hombres inferiores habría huido con sólo ver y oír aquello y se habrían meado en los pantalones mientas gritaban a sus falsos dioses buscando su liberación.
Algunos lo hicieron, y Lorkar los mataba si se acercaban demasiado.
—Maldita escoria… —mascullaba, disparando desde la cadera a un grupo de idólatras que huían tras haber perdido su determinación.
Echando a correr con fuerza mientras la arena ceniza se hundía bajo sus botas, Lorkar reconoció que nunca se había sentido corriente. Y ese hecho era especialmente cierto en aquellos momentos, desde que descubrieron el Demetrion y todo lo que había sucedido en el interior de sus paredes.
—¡Adelante, en el nombre de los Marines Malevolentes! —gritó a sus guerreros.
Sus hombres dejaron el campo de cadáveres atrás y entraron en un espacio abierto de arena y ceniza.
Sus hombres también distaban mucho de ser corrientes, al menos algunos de ellos. Al igual que Lorkar, se aferraban a la indumentaria de su viejo capítulo. Como una soga en medio de un ciclón, los mantenía con los pies en el suelo, y mantenía las voces a raya.
Lorkar las rechazaba con todo su ser y su voluntad, pero ellas le habían seguido hasta allí, a lomos de su profundo odio por los Salamandras, y no había conseguido acallarlas.
Aunque no se atrevía a admitirlo en voz alta, Lorkar sabía que estaba perdido.
Su partida de guerra la conformaban treinta guerreros, todos los que habían sobrevivido al Demetrion y algunos que no, pero que todavía caminaban y podían disparar un bolter. Miró a Tsu’gan a su izquierda. El que en su día había sido un Draco de Fuego mantenía un paso firme. Su yelmo de batalla prestado ocultaba el dispositivo que ataba su voluntad a la de Nihilan.
Sólo el Trono sabía dónde estaba ese desgraciado y qué estaría haciendo. El hechicero tenía aliados desde el Ojo y, a pesar de su reciente disparidad con las fuerzas del éter, Lorkar todavía le odiaba por ello. Detestaba su impureza, de modo que también se detestaba a sí mismo. Tal vez él y Tsu’gan tuviesen más en común de lo que había pensado en un principio.
El otro, el chaquetero, también estaba con él. Iagon estaba en las retaguardia, y era el único guerrero que no estaba bajo las órdenes directas de los Marines Malevolentes. Se hacía llamar caballerizo, pero Lorkar supo de inmediato que aquello no era así. Iagon no era más que un peón. Ya había decidido que cuando el asedio hubiese terminado, mataría a ese perro despreciable, e imaginaba que Nihilan había dejado a su pequeña mascota a su cargo porque sabía que lo ejecutaría.
Daba igual. Cuando se librase de las voces, Lorkar se vengaría de todos ellos.
A cien metros por delante, las murallas de Hesiod estaban aguantando.
Aumentando la ampliación de su pantalla retinal al máximo, vio las escuadras de exploradores acuarteladas en las almenas y el lanzamisiles que apuntaba en su dirección.
Con el puño cerrado levantado ordenó a la partida de guerra que se detuviese y se agachase de inmediato, refugiándose en las onduladas dunas de ceniza y en los restos de la batalla mientras el cohete pasaba de largo por encima de sus cabezas. Al hacerlo levantó terrones de tierra y arenilla que empañaron las lentes del yelmo de Lorkar, pero aparte de eso salieron todos ilesos.
Tras haber encontrado su posición, el explorador pidió otro misil mientras ajustaba su mira para un segundo disparo.
Lorkar no pensaba permitir que eso sucediese.
—¡Harkane!
El tecnomarine ya estaba preparando el cañón Rapier que había traído con ellos. Era arcaico. La plataforma de artillería había sobrevivido a varia generaciones de guerra de Marines Espaciales. Las orugas sobre las que avanzaba por las dunas estaban diseñadas para terrenos duros y soportaba bien los rigores del desierto. Incluso había superado la montaña de muertos. Mientras Harkane manipulaba la consola de control manual, un par de brazos de artillería del cañón se desplegaron desde su centro y giraron para adoptar posiciones. Los cartuchos de proyectiles cayeron a ambos lados de los cañones automáticos gemelos, desplegándose los cinturones como lenguas de metal desde sus aberturas.
Con el furioso rugido de los engranajes el Rapier rotó para ponerse en posición.
Lorkar sonrió mientras el explorador daba la señal a su cargador de que estaba preparado. El otro seguía agachado mientras los Marines Malevolentes bramaban su orden.
—¡Silenciad a ese lanzador!
Un intenso traqueteo de disparos estalló desde los cañones automáticos gemelos, peinando las almenas y transformando el aire delante de los exploradores en una tormenta arenosa. Al cabo de unos segundos y de varios cientos de proyectiles, la boca del Rapier se apagó y el polvo se dispersó. Los exploradores habían desaparecido.
Otros a su alrededor estaban gritando y arrastrando algo que habían perdido bajo el borde de las almenas y cerrando el sangriento agujero que había dejado.
Los Marines Malevolentes estaban ya en la frontera del escudo de vacío y a distancia de tiro de la muralla en sí; no había tiempo que perder.
—¡Avanzad! —gritó Lorkar a sus soldados.
Avanzaron en tres líneas, agachados y disparando hacia arriba, hacia la neblinosa cima de la muralla. En lo alto, el cielo estaba veteado de sangre y envuelto en una nube piroclástica. Aquello era un mal augurio.
Alguien se tambaleó y cayó. Lorkar pensaba que era Rygor. Sus hermanos pasaron de largo, y el artillero de plasma se levantó y volvió a unirse a la batalla en la retaguardia.
Rygor era fuerte, un auténtico Malevolente. A diferencia de algunos, como el infiltrado en sus filas.
Los Marines Malevolentes no se detenían para levantar a sus hermanos si éstos caían, pero se habrían parado para acabar con éste si hubiese flaqueado.
Era una pena que el tiro no le hubiese atravesado la armadura.
* * *
El escozor había empeorado tanto que ahora eclipsaba el dolor fantasma que Iagon sentía en la mano que le faltaba. En los años posteriores a la amputación para eliminar las sospechas que rodeaban el asesinato de N’keln, un asesinato que había cometido a sangre fría, había sentido un tormento en el muñón de la muñeca. Cauterizado y con las terminaciones nerviosas adormecidas y cerradas, todavía le dolía. Incluso ahora que una mano augmética remplazaba la que había sacrificado, el dolor persistía. Era psicológico, una especie de sentimiento de culpa o paranoia por ser descubierto que le perseguía.
Tsu’gan era un masoquista, había elegido desollarse y quemarse el cuerpo para aplacar el dolor que le roía por dentro. Iagon sólo sentía ese alivio infligiendo dolor a los demás y por ello su condena estaba asegurada. Había cogido el espejo de su alma y lo había girado para que reflejase en los demás. Era un sádico y era consciente de ello pero no le importaba. Lo único que había querido siempre era saborear la gloria, incluso deleitarse en el resplandor de los otros. Y poder, por supuesto. Sí, ansiaba el poder por encima de todas las cosas.
Siendo lo bastante consciente de que no era un ser brillante, Iagon había decidido pegarse a los que sí lo eran y subirse a sus espaldas. Tsu’gan había ascendido en reconocimiento a sus habilidades. Él era brillante.
Y al hacerlo había dejado a Iagon solo, amargado y sin mano.
A través de la suciedad de sus lentes retinales, sus ojos no se apartaron ni por un momento de la espalda del traidor. Incluso con el grillete mental, Tsu’gan era un guerrero formidable. Iagon no podía ni soñar superarle con el bolter y la espada. Pero N’keln también lo era, y eso no le impidió desangrarse…
«Y pensar en todo lo que sacrificaste», susurró para sí mismo mientras las bombas caían y los disparos levantaban la ceniza arena alrededor de ellos. Para Iagon fue como pasar a través de una brisa, pues estaba en otro mundo.
Era el escozor. Dominaba sus pensamientos y alimentaba su odio, agravándolo hasta que…
Encontró un punto en la espalda del traidor. Era un golpe al corazón, un golpe mortal.
Lo único que necesitaría sería un pequeño empujón.
Un sonrisa torció su boca perpetuamente desdeñosa, pero con la persistencia del escozor, Iagon no se había dado cuenta de que la voz de su interior no era realmente la suya.