I: DESTINO

I

DESTINO

La apoteosis puede ser un estado mental además de corporal. El renacimiento de lo que era a lo que es, una transición de una cosa a otra, empieza comprendiendo la identidad.

Dak’ir nunca había estado seguro de eso. A diferencia de sus hermanos sus recuerdos de niño cazando en las cuevas de Ignea eran intensos. Muchos sentidos le poseían, se volvían un aspecto de su realidad como era ahora.

Ser un Marine Espacial no le había ayudado a aclarar eso; sólo le creado un conflicto interior.

«¿Cómo puedo ser humanitario si no soy humano?». No hacía mu tiempo que se había preguntado esto. Al ascender al Librarius y al rango de Semántico, su confusión no había hecho sino aumentar.

«Soy un arma, pero ¿acaso no lo somos todos?». Durante el último año, en la oscuridad y la soledad de su prisión, también se había hecho esta pregunta.

Estaban los que creían que tenía el poder de destruir o de salvar un mundo. No eran hombres que hablasen por hablar, ni tampoco crédulos paralizados por sus propias supersticiones. Eran pregonados campeones, un consejo de ancianos cuya sabiduría era incuestionable.

«¿Soy la Llama Desatada?».

¿De verdad debía creer Dak’ir que era un artefacto mitológico con forma humana, una llama eterna anclada en carne y hueso?

Y sin embargo, ahí estaba, aquella fuerza destructora en su interior. La había mantenido constreñida con las ataduras de su psique. Y lo había hecho mediante pura voluntad, no por los collares de anulación, ni las protecciones, ni los símbolos.

«Estoy cambiando», pensó mientras la última pieza de su armadura se fijaba en su cuerpo.

La apoteosis.

Se sentía bien siendo un Semántico de nuevo.

—Dak’ir… —La voz de Pyriel le sacó de su ensueño. El epistolario le estaba ofreciendo algo con las manos estiradas—. Ningún bibliotecario debería estar sin su báculo o su espada.

Era Draugen, su espada psíquica.

Al cerrar la mano alrededor de la empuñadura, Dak’ir recordó la fuerza que poseía y cómo blandirla con determinación letal. La espada era como una extensión de su ser; sin ella estaba incompleto.

—Gracias, mi maestro —dijo—, por esto y por tus palabras durante mi juicio.

—Poco conseguí con ellas, aparte de enojar a Vel’cona. Da gracias por la sabiduría de Tu’Shan y la conveniencia del momento —dijo. Después hizo una pausa y adoptó una expresión de preocupación—. ¿Cómo estás?

—Mejor… peor. Me siento como si estuviese a la merced de algún destino al que no puedo dar forma y sobre el que no tengo influencia. —Cogió su pistola de plasma mientras se la ofrecían y la enfundó también—: El Tiempo del Fuego ha llegado, y aquí estoy… sin cambios.

—A los fuegos de la batalla, hermanos —les recordó Elysius, que estaba observando desde las sombras del Reclusiam—. La guerra nos llama.

Pyriel asintió hacia el capellán antes de darle unas palmaditas a Dak’ir en el hombro.

—Sea cual sea nuestro destino, sea cual sea la prueba a la que nos enfrente el yunque, debemos encararlo juntos, hermano.

Los vínculos de hermandad ardían con fuerza en los ojos de Dak’ir.

—En el nombre de Vulkan.

—Sí, en el nombre de Vulkan. —Pyriel le dejó ir para que recibiese su bendición.

—Ven aquí entonces, Hazon Dak’ir —dijo Elysius, blandiendo su rosarius— y deja que el primarca te vea.

Con la cabeza inclinada, Dak’ir estaba a punto de arrodillarse cuando la ceremonia fue interrumpida.

Enmarcada por el arco de triunfo del Reclusiam, una figura desaliñada cuyo atuendo parecía completamente fuera de lugar entre la religiosidad y la estatuaria de la cámara les observaba. A pesar de su modesta indumentaria, cuando Dak’ir le vio, le reconoció al instante.

—Fugis… —Apenas dijo su nombre y los otros dos se volvieron. Dak’ir ya se estaba levantando—. Hermano, pensaba… vi… —Durante el Camino del Tótem, la última fase de su entrenamiento para el Librarius en el desierto, había tenido la visión de la muerte de Fugis y, sin embargo, allí estaba.

La respuesta del apotecario fue típicamente mordaz:

—Estoy vivo y estoy aquí de cuerpo terrenal presente para demostrarlo. ¿Por qué daban todos por hecho que había muerto? Esperaba que confiaseis un poco más en mis técnicas de supervivencia.

Elysius inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Pocos sobreviven al Paseo Ardiente. ¿Has recobrado tu fe, hermano?

Fugis se arrodilló ante su Capellán para recibir sus bendiciones, que murmuró sobre su cabeza inclinada.

—Estoy entero de nuevo —dijo, poniéndose de pie—. Pero he aprendido mucho en el desierto.

—Has vuelto en un momento auspicioso, hermano —dijo Elysius—, aunque imagino que es por eso por lo que estás ante nosotros ahora.

—Así es. —Fugis no podía apartar la vista de Dak’ir. El efecto era profundamente incómodo. Pyriel también se dio cuenta.

—¿Qué sucede?

Las siguientes palabras del apotecario apagaron la alegría del momento.

—Me gustaría regresar en mejores circunstancias, pero traigo un mensaje que no puede esperar a una reunión más sentida.

—Habla, hermano —le instó Elysius.

—Vi una señal en el desierto. —Su mirada seguía posada en el Semántico y no flaqueaba ni un momento—. Es sobre ti, Dak’ir, y sobre tu destino.

Pyriel se interpuso entre la mirada de Fugis para captar su atención.

—Habla rápido entonces, hermano. Nocturne está en guerra.

—Ya lo sé —contestó con brusquedad al epistolario—. Ya he estado luchando en ella.

Cuando la mirada del apotecario volvió a centrarse en el antiguo acólito de Pyriel, sus ojos se encendieron con el fuego de la remembranza.

—Deambulé por las llanuras de ceniza durante años. Se me hicieron siglos, hermanos, vagando sin dirección por aquellos terrenos yermos y grises. Sobreviví gracias a mis dones, a la herencia genética que todos compartimos, pero me vi obligado a adaptarme. Aprendí las costumbres de los boyeros y las empleé para cazar, para hallar refugio y para vivir como un nómada lejos del consuelo de las Ciudades Santuario. Y lo hice porque mi mente era un torbellino, y mi espíritu y mi fe habían mermado. Cada noche era igual que la anterior. Mataba y comía, vivía en armonía con nuestra terrible tierra, pero no encontraba lo que buscaba para salvar mi alma herida. —Su voz se ensombreció—: Una noche lúgubre, me encontraba en el Desierto de Pira, cerca de la Meseta Cindara. Esperaba que volver al lugar de mi ascenso a Marine Espacial me proporcionase providencia. Y lo hizo, pero no del modo en que yo había imaginado. En la duna más lejana, vi una columna de fuego que ascendía hasta el cielo ensangrentado, enroscada como una serpiente dispuesta a devorar los cielos. Elevándose por encima de los picos de las Agujas del Dragón, presagiaba una tormenta; no se parecía a nada que hubiese visto antes. —La mirada de Fugis estaba distante mientras revivía los hechos de la fatídica noche que estaba describiendo—: Abandoné mi campamento, mis presas, y el refugio que había hecho, pues estar en la Pira cuando golpease sería sin duda mi fin. Corrí, llevando conmigo todas las armas y provisiones que pude, sin saber adónde me dirigía. Sólo sabía que tenía que marcharme. Al principio comenzó como un viento, un céfiro que sentía sobre mi espalda a pesar de las ventajas que me había otorgado mi progenitor. Después se convirtió en un calor rugiente, una llama poderosa que arrasaba las dunas inmolándolo todo ante ella. Iba acompañada de unas lanzas de fuego que se convertían en serpientes de fuego mientras caían desde el cielo rojo infernal como una auténtica lluvia de conflagración. El calor me quemaba la ropa en la espalda y la reducía a polvo. Levantaba ampollas en mi piel. Desnudo y en llamas, me precipité por un barranco sin saber cuánto más sobreviviría. Cegado por el humo y con los oídos y la boca llenos de la ceniza del desierto, estiré el brazo y agarré algo en la oscuridad. —Fugis estiró la mano y agarró algo en el aire durante su narración, representando aquella noche de infierno para su audiencia—: Era una escotilla, y la escotilla daba a una nave.

Con el fuego a sólo unos segundos de arrasar el barranco y destruirme, me arrastré hasta el interior con las extremidades destrozadas y doloridas y cerré la escotilla. Entonces me dejé caer. Dentro, el suelo, al igual que el aire, era frío. Me quedé escuchando la tormenta mientras golpeaba mi santuario y envolvía su casco. Oía la frustración en la voz del fuego al ver que no podía tenerme. Mi mente se evadió a un lugar de sombras, de tierra que olía a sepultura, y recorrió carreteras de osarios que no se acababan nunca. Tras mis pensamientos enfebrecidos, la llama parecía insistir, dispuesta a hallar una entrada a mi tumba… —Fugis hizo una pausa. Los recuerdos le iban llegando más despacio ahora que se aproximaba al término de su experiencia. Cerró el puño y se lo llevó a los labios mientras trataba de recordar—: Creo que perdí el conocimiento durante un tiempo, porque cuando me desperté, estaba curado. Me levanté para observar lo que me rodeaba. Era una nave, pero no se parecía a ninguna que hubiese visto antes. Desnudo como un bebé, recorrí sus salas solitarias en busca de servidores, pero con cautela por si hubiera otros tripulantes que pudiesen estar esperándome entre las sombras con bocas hambrientas. Caminé durante horas, por el interior de una nave tan inmensa que no podría haber pasado inadvertida ni siquiera en el desierto de Pira, y aún así… —Fugis negó con la cabeza como si el misterio de la anonimidad de la nave todavía le desconcertase—: Cuando ya empezaba a perder toda esperanza de encontrar algo o a alguien a bordo, descubrí un pequeño campamento en una cámara que llevaba mucho tiempo sin utilizarse. Allí vi un abrigo de boyero, con su sombrero y demás pertrechos. Lo cogí todo. Sentía la tela fría contra mi piel purificada por el fuego. Entre las pertenencias del boyero ausente había una baliza, la que utilicé para alertar a la Dragón de Fuego para que viniesen en mi ayuda y venir hasta aquí, pero aquel viejo forastero también me había dejado un mensaje.

Dak’ir abrió los ojos de par en par al escuchar esto y sus dos corazones empezaron a temblar. Sentía que la llama en su interior se agitaba y luchó por suprimirla.

—Estuve a punto de no verlo, ya que la habitación estaba muy oscura —prosiguió Fugis—. Estaba grabado en la pared, un retablo sencillo representado con cera arcilla y con las ascuas de un fuego. Al mirar vi un trozo de madera en la base de la pared; era afilado como una pluma, con la punta quemada y ennegrecida por el carbón. Era la imagen de una roca oscura que se dirigía hacia un mundo rojo. En el siguiente vi un guerrero que emergía de la tierra. Y después lo mismo, pero diferente. En sus fauces había cientos de guerreros y estaba envuelto en fuego. Con una espada en la mano, el salvador en llamas estaba representado guiando a una horada de bestias draconianas del color de la sangre vieja que volaban con las alas extendidas. Después había fuego, sólo fuego. El resto de las paredes estaban cubiertas de él, ocultas al principio por las sombras, y sólo podían verse bajo la luz de una linterna.

Elysius intercambió una mirada de preocupación con Pyriel.

—Era una llama eterna —continuó Fugis—, un fuego que lo consumía todo.

El rostro de Pyriel se ensombreció.

—Esto guarda mucha similitud con la profecía del Ferro Ignis, la Espada de Fuego —dijo, muy consciente de repente de la presencia psíquica de Dak’ir.

Los ojos del Capellán se posaron sobre el semántico.

—Alguien de humilde cuna, uno de la tierra… Será para nosotros la condenación o la salvación y ahogará Nocturne en un fuego eterno.

—Pero yo soy el mismo de siempre —protestó Dak’ir—. Miradme. No soy ningún salvador, ni ningún profeta de la catástrofe. —Después se volvió al apotecario, cuya mente todavía no había regresado al Reclusiam—: Fugis, ¿decía cómo iba a convertirme en esta… Espada de Fuego?

Fugis alzó la vista. La lucidez tardaba en volver.

—Muchos se convierten en uno. Creo que esto es lo que cataliza el proceso del renacimiento.

—¿Renacimiento? —preguntó Elysius—. ¿Renacer en qué exactamente? ¿Estamos seguros de querer dar lugar a tal apoteosis?

Pyriel se volvió hacia él.

—Tenías menos dudas durante el juicio, hermano.

—Librar a un hermano de batalla de una muerte ignominiosa y sin sentido es una cosa, y formar parte de un… ritual para provocar una ascensión de la que no sabemos nada y sobre la que no tenemos ningún control es otra.

Fugis no estaba escuchando.

—¿Dónde está la semilla genética del anciano, la sangre vital de Gravius? ¿La poseemos? —dijo, hablándole a Dak’ir.

Aquello llamó la atención de Pyriel.

—Esta en una cámara acorazada a la que sólo se puede acceder a través de la Cámara del Panteón, bajo llave. Nadie excepto Tu’Shan puede a ella —respondió antes de que Dak’ir tuviese ocasión de contestar.

—Eso no es del todo cierto —dijo Elysius.

Todos miraron al capellán.

—La cámara que contiene todas las reliquias recuperadas de Scoria sólo puede abrirse con la autorización del Señor del Capítulo, pero el Sello de Vulkan —dijo, blandiendo el icono del martillo que se creía que en su día había formado parte de la armadura del primarca— nos abrirá el paso hasta lo que buscamos.

Fugis ya estaba en marcha.

—Debemos ir allí inmediatamente.

Elysius estiró el brazo para detenerle.

—¿Para hacer qué? ¿Cómo podemos estar seguros de esto? Estás delirando, hermano, medio muerto por los rigores que soportó tu cuerpo en el desierto. Puede que todo esto no sea más que locura.

—La baliza era muy real —respondió Fugis indignado, casi con violencia—. Hubo un tiempo en el que este Capítulo confiaba en mi palabra y valoraba mi consejo. ¿Ha cambiado eso tan de repente?

El capellán levantó una mano para calmarle.

—Nadie duda de ti, hermano.

—¿Dónde está tu fe, Elysius? —preguntó Fugis—. ¿Ya no crees en los milagros o en la posibilidad de la divina providencia?

Sí lo hacía. Elysius había sido testigo de ella en el Arrecife de Volgorrah en el Coliseo de las Espadas cuando el crozius roto se había encendido y había matado a la reina bruja, a pesar del hecho de que no debía haber sido capaz de hacerlo. Si había sobrevivido, había sido gracias a ello; y aquello le había hecho recobrar la fe y la determinación.

Él mismo había dicho que sentía la mano de Vulkan en los acontecimientos que se estaban desarrollando. El regreso del apotecario formaba parte de ese plan. Aquél no era el momento para vacilar.

El capellán se apartó.

Con el ceño fruncido, Fugis se dirigió a la Cámara del Panteón.

—Su epifanía en el desierto no ha conseguido mejorar su conducta —señaló Pyriel en voz baja.

Elysius vio cómo se marchaba. Su mirada era fría como el acero.

—Eso parece.

Sus instintos le decían que diese un paso atrás, que detuviese aquello y que se dirigiese a Nocturne inmediatamente. Él los silenció con un pensamiento. Había llegado la hora de confiar en la fe.