II
NAVEGANTES DE TORMENTAS
Los temblores bajo las cubiertas cesaron y Praetor susurró una alabanza al Emperador.
La plataforma de despegue era un espacio enorme, pero estaba compuesto de poco más que metal con un techo muy apuntalado. Una inmensa plataforma de teleportación estaba bien protegida en el centro de la cámara donde los Dracos de Fuego habían sido recibidos desde Prometeo. También estaba a oscuras, iluminada únicamente por las luces de emergencia que llegaban, en tiras de luz con forma de arco, a medio camino por el interior negro ónice. Las dos paredes a los lados estaban salpicadas de escotillas de acoplamiento circulares. Al otro lado de cada puerta sellada herméticamente e intercaladas había un torpedo de abordaje. Treinta y dos torpedos estaban listos para despegar, todos con una perforadora-volcán instalada en el morro capaz de penetrar el blindaje de una nave espacial. La zona de abordaje delante de todas las escotillas de acceso estaba delineada por unas líneas con forma de uve de advertencia. En aquellos momentos estaban todas ocupadas.
Praetor y una escuadra de mando de Exterminadores estaban anclados magnéticamente en una; Halknarr y sus Dracos de Fuego en otra.
En total eran veinticinco unidades listas para embarcar. La mayoría portaban escudos de tormenta, martillos de trueno y armas de fusión. Vo’kar llevaba su lanzallamas pesado.
Un guerrero de la escuadra de Halknarr llamado Un’gar portaba un cañón de asalto. El despliegue de una única escuadra de la 1.ª Compañía representaba una grave amenaza; llevar a la guerra a la sección completa para una única acción parecía un uso excesivo de la fuerza, pero aquella era una misión de necesidad, y su precio era la supervivencia de su Capítulo. Un uso excesivo de la fuerza era justo lo que necesitaban.
—Confía en el Señor Dac’tyr —dijo He’stan. Se había reunido con la escuadra de Praetor y había estado esperando en silencio al lado del sargento veterano desde la traslación a la Llama Forjada.
—No es mi hermano capitán lo que me preocupa —admitió Praetor—, son los caprichos del destino y la antojadiza naturaleza del vacío. He luchado en guerras en el vacío antes, y tienen la costumbre de no salir casi nunca como se había planeado.
El comunicador del yelmo de batalla de Praetor cobró vida.
—Al menos aún estamos de una pieza, lo cual es signo de que Vulkan está con nosotros, si es que lo ha estado alguna vez.
En la siguiente zona de abordaje, Halknarr alzó su puño sierra. Un destello de fuego iluminó las lentes retinales de su yelmo de draco.
—¿Por qué será que eres tan obstinado y tan cascarrabias en campaña hasta que te enfrentas a la idea de una muerte inminente, hermano?
—Culpo de ello a los años de mi veteranía —dijo, y se dio unos golpecitos en la frente con los dientes afilados y en reposo de su puño sierra.
«Todos estos guerreros son muy valiosos, todos —pensó Praetor—. Deja que les honre; déjanos honrar a Vulkan y al Capítulo en este día tan importante».
Después alzó la vista hacia las luces preparadas sobre el portal. Un icono se iluminó en verde, indicando que los torpedos de abordaje estaban listos para el lanzamiento. Dos más seguían a oscuras.
—Da la señal —rogó para sus adentros—. Libéranos a los fuegos de la batalla…
Una segunda luz se unió a la primera.
—Dracos de fuego, adoptad posiciones de abordaje y anclaos y abrochaos inmediatamente —ordenó Praetor a través del canal de la Compañía.
Las escotillas de acceso se abrieron en una rápida sucesión. Con un silbido de presión liberada, las hojas de metal se retiraron como un iris en expansión que daba a la oscuridad interior de la cápsula de abordaje.
Los tecnomarines y sus equipos de servidores empujaron las artillería centinela en los cañones de señuelo. Los últimos dos estaban ocupados por Ashamon y Amadeus, Dreadnoughts descomunales y guerreros eternos.
Las inmensas máquinas de guerra estaban equipadas con martillos sísmicos. Donde el Hermano Ashamon portaba un lanzallamas pesado, Amadeus llevaba un cañón de asalto mediante sus rutinas previas al disparo. Ambos se veían obligados a doblarse al entrar en sus respectivos cañones.
—¡En el nombre de Vulkan! —bramaron al unísono.
Praetor inclinó la cabeza a modo de reverencia hacia los venerables campeones mientras la escotilla se cerraba tras ellos, bloqueando la plataforma de lanzamiento de la vista hasta que sólo se veía el interior del torpedo de abordaje. Tras murmurar unas letanías de activación, encendió una pequeña consola de objetivo fijada en el centro de la plana línea de cubierta del interior del tubo. La simple imagen aparecía en azul y marcaría su progreso al objetivo. Los demás iconos representaban a las otras naves y los escombros de su trayectoria hasta el Acechador del Infierno.
El objetivo de la misión requería un punto de inserción y una irrupción muy específica. El margen de error era limitado, de modo que comprobó que los pequeños retrorreactores instalados en el cañón tenían potencia manual y suficiente combustible en caso de tener que corregir el curso.
Todo estaba preparado.
Praetor levantó la mirada para mirar a todos y cada uno de los Dracos de Fuego a bordo con él. Gathimu… Hrydor… Nu’mean… ya había perdido a muchos.
«¿Quién traerá mi cadáver de regreso a la montaña?», se preguntó sombríamente.
La mano de He’stan sobre su hombro acorazado eliminó toda duda.
—Vulkan está con nosotros, hermano.
El pesar de Praetor desapareció quemado por una virtuosa llama. La tercera luz del interior del torpedo se tomó verde.
Y salieron despedidos.
* * *
En el puente del Acechador del Infierno, Nihilan consultó un mapa hololítico de la superficie de Nocturne. Sus cohortes estaban luchando en dos ciudades Santuario. Themis y Hesiod se llevarían la peor parte del ataque, pues eran estos dos baluartes los que tendría que arrasar primero. Mientras miraba por la granulosa proyección del asalto terrestre, fue en la última en la que centró su atención.
La artillería estaba bien atrincherada y bombardeaba los escudos de vacío de los Salamandras sin descanso. Decenas de miles de soldados de infantería presionaban hacia el umbral de los resplandecientes escudos barrera mientras luchaban por traspasar las murallas. Era una lucha encarnizada, incluso desde la distancia, y cientos de muertos cubrían ya la base de las defensas de Hesiod.
Sabía que los Nacidos del Fuego eran tenaces. Defenderían su territorio hasta su último aliento. Una trituradora era la respuesta a sus problemas. Nihilan había imaginado que las ciudades no serían fáciles de conquistar, pero ése no era realmente su objetivo, y tenía una solución para la obstinación de los defensores de todos modos.
Ajustando la imagen de su sensorium pasó a una vista más amplia y después volvió a centrarse de nuevo en el Monte del Fuego Letal, que ensombrecía ambas ciudades con sus escarpados flancos. Gases tóxicos emanaban de las inmensas calderas. Nihilan casi podía escuchar el lamento de los dracos de fuego, aullando su ira al igual que la tierra.
—Acabaremos con ella antes de que todo esto haya terminado —prometió con los ojos fijos en una estrecha abertura en la cima de uno de los picos del Fuego Letal—. ¿Estás seguro de que se encuentra ahí? —preguntó a las sombras.
Una voz que sólo Nihilan podía oír respondió:
Sí le clavas tu lanza, le arrancarás su corazón todavía latente y bañarás a sus hijos en sangre.
Estaba más distante que antes, como si sólo permaneciese un vestigio de su ser. La espeluznante sensación bajo su piel había desaparecido, y la presión en su mente estaba ausente. Había una conexión, pero ya no estaba forjada a través de la simbiosis.
—Tienes mi eterno agradecimiento.
El pacto está sellado. La gratitud es innecesaria. Mi hambre pronto será saciada…
La voz se desvaneció como arrastrada por una brisa que no se había sentido y Nihilan estuvo solo de nuevo.
Se puso derecho en su trono de mando y desconectó el hololito.
—Nos estamos poniendo a tiro, señor —gruñó la voz de su timonel.
La criatura estaba oculta en la penumbra, con la cabeza inclinada y las garras alrededor de la consola de control.
Nihilan estaba satisfecho. Las naves inferiores habían cumplido bien con su trabajo manteniendo ocupado a Dac’tyr y a su flota. Al mirar la pantalla del tacticarium vio que las señales de la Llama Forjada y el Serpentina avanzaban hacia ellos acompañadas de una hora de escoltas más pequeños.
Se inclinó sobre el sistema de voz de la nave.
—Ekrine, ¿está preparada la Stormbird?
—Y esperando, mi señor.
Thark’n y Ramlek estaban de pie, uno a cada lado.
Arrodillado ante él estaba Nor’hak.
—¿Sabes lo que te espera? —preguntó Nihilan.
El suplicante alzó la vista para mirar a su hechicero a la cara.
—Voy a matarlos a todos.
En su armadura de Exterminador sus temblores homicidas se mantenían quietos. Todavía tenía que ponerse un yelmo acolmillado de batalla, que llevaba cogido con una mano y que descansaba sobre su rodilla doblada. Sus ojos reflejaban sus intenciones de matar y su deseo de infligir dolor.
—Es difícil saber cuál de vosotros es el más sádico —dijo Nihilan, lanzando una mirada a Ramlek. El guerrero más grande parecía querer demostrarlo incluso a pesar de que su rival llevase puesta una Armadura Táctica Dreadnought.
—Detenles, Nor’hak, eso es todo lo que necesito que hagas. Hazlo y morirán en esta nave. Todos ellos, incluido el peregrino.
Nor’hak asintió y Nihilan se levantó de su trono.
—Es toda tuya —dijo—. Sólo necesito ver una cosa más antes de marcharme. —Entonces se volvió hacia el infeliz encogido al timón del Acechador del Infierno.
—El arma está en posición, señor.
Nihilan sonrió, pero la expresión no llegó a alcanzar sus ojos. Cuando dio la orden, lo hizo con calma.
—Entonces, disparad.
* * *
Lejos, bajo el puente de mando del Acechador del Infierno, en las cubiertas de artillería inferiores, el cañón sísmico cobró vida. Los metales empleados en su construcción temblaban mientras los mecanismos de su diseño arcaico cambiaban como un titán durmiente obligado a caminar. No lo hacía tan fácilmente. Esta mano de dioses, esta arma que había sido desenterrada después de que los eones de oscuridad la hubiesen enterrado, se estiraba a regañadientes, como si fuese consciente de la devastación que podía causar.
Según los adoradores del Omnissiah, el gran Dios Máquina marciano, toda arma posee un espíritu. Y es esta alma la que debe calmarse y aplacarse para hacer que funcione. El cañón sísmico poseía una consciencia antigua. Tenía la perspectiva de una era terrible en la que existían armas destructivas capaces de aniquilar razas enteras. Su espíritu era malicioso y terrible. No podía aplacarse, y sólo era capaz de desatar ira.
Los capacitadores cargados al completo generaron un lastimero aullido cuando el polvo ferron reaccionó en una fusión molecular devastadora. La energía ascendió por el inmensa cañón, sólo apenas contenida. Al llegar a la boca hubo una llameante corona de energía, como un sol naciente que bañaba el cielo de un blanco magnesio.
Después rugió con una voz atronadora y abrió una herida profunda en el corazón de un mundo.
Con su carga letal liberada, Dac’tyr se preparó para retirarse y enfrentarse al resto de las naves enemigas desde la distancia. A través del oculipuerto delantero observaba el avance del Acechador del infierno con sobrecogimiento.
Era inmenso, y hacía parecer pequeña incluso a la Llama Forjada. Ninguna arma que él poseyese podría detenerlo. Tal vez el cañón nova, si se disparaba desde una distancia corta y conseguía impactar contra algún sistema vital, podría ralentizar al gigante, pero se trataba de un asesino de flotas.
Dac’tyr había visto naves parecidas antes, pero hacía muchos años de eso. Era una nave construida para las cruzadas, tan inmensa y poderosa que podía acabar con las flotillas rivales sin ayuda de nadie y navegar durante siglos sin necesidad de atracar.
En su día había sido una auténtica nave de guerra, pero una cuyo noble linaje se vio corrompida por el Caos. La nave estaba cargada de cañones adicionales, lanzatorpedos y plataformas de cazas. Su blindaje, engrosado y reatornillado varias veces, engordaba sus recargados bancos y el vientre. El Acechador del Infierno era una nave grotesca, forjada para la carnicería sacrificando la velocidad y maniobrabilidad. Ganaría simplemente golpeando a su enemigo hasta someterlo y le obligaría a vaciar su almacenamiento de munición hasta que no quedase nada más que desesperación.
Entonces también aplastaría eso y escupiría los restos de vuelta al vacío para que se uniesen a otros cascos flotantes y sin vida.
Y al igual que la nave, su arma principal era una cosa puntiaguda y horrible que sobresalía de su proa como la garra de una arpía.
Dac’tyr estaba transmitiendo órdenes de evasión al timón cuando vio la crepitante energía alrededor de la inmensa boca del cañón sísmico.
En ese momento contactó con el torpedo de abordaje principal.
—Hermano Sargento Praetor, está sucediendo algo…
Una potente luz estalló desde el flujo de energía. Se mantuvo ahí, ardiendo durante unos segundos antes de ser liberada en un único rayo concentrado.
Un escolta que se encontraba en su camino en un intento de llegar hasta el Acechador del Infierno desde abajo resultó aniquilado. La nave se desintegró al contacto con la lanza de energía que se desenrollaba desde el cañón sísmico. Un destello de luz inundó el oculipuerto de la Llama Forjada y cuando se desvaneció, la nave había desaparecido. Un escuadrón de cañoneras más pequeñas que iban detrás del escolta y que se habían apartado al ver la destrucción de la nave que acompañaban fueron arrastradas por la onda expansiva. Sus cascos se deshicieron en cuestión de segundos. El metal se fue soltando capa tras capa hasta que sólo quedaron átomos.
También golpeó a la Llama Forjada provocando que los iconos de advertencia inundasen la pantalla del tacticarium. Varias cubiertas inferiores habían sufrido daños; las secciones de babor informaban de que la cosa era grave.
«Si eso alcanzase a los Dracos de Fuego…»
Dac’tyr rezó para que los torpedos de abordaje siguiesen volando bajo el amparo de los escudos de vacío de la nave insignia.
Todas las comunicaciones se cortaron dejando sólo un zumbido de ruido estático.
—¡Reabre un canal con el Hermano Sargento Praetor inmediatamente! —Una serie de señales muertas le respondieron.
* * *
Los torpedos de abordaje salieron despedidos a una velocidad increíble desde sus cañones de lanzamiento hacia un campo de escombros.
El torpedo a la cabeza de Praetor, como la punta de una flecha, se llevó la peor parte.
Secciones rotas del blindaje de la nave impactaron sonoramente contra el casco, las cajas y los tambores degollados de las plataformas de carga partidas sobre su morro acorazado, mientras que los cuerpos congelados de los miembros muertos de la tripulación simplemente rebotaban. Cada impacto mecía el tubo, pero no consiguió desviarlo. Era sólo cizaña atrapada entre los escudos de vacío de la Llama Forjada.
Utilizando la consola de orientación para navegar, Praetor realizó unos pequeños ajustes para evitar las piezas más grandes de restos flotantes. Encendía los retrorreactores al máximo esporádicamente para corregir la trayectoria del tubo y mantenerlo en ruta.
Los kilómetros pasaban en una esquina de la pantalla contando hacia atrás la distancia hasta el objetivo.
Se estaban aproximando al borde del área protegida del vacío en una formación dispersa cuando la instrumentación de todo el despliegue se sobrecargó. El torpedo se sacudió violentamente y Praetor hizo una mueca al brotar chispas de la consola antes de apagarse.
Un segundo temblor golpeó la diminuta nave de abordaje y la hizo rodar. El chirrido del metal alertaba de las posibilidades de sufrir una fractura. Si eso sucedía, sobrevivirían, pero quedarían a la deriva como todos los demás restos flotantes del espacio. Los sellos aguantaban pero estaban bajo una inmensa tensión; minúsculas fisuras, que permitían diminutos escapes de presión, plagaban el casco interior. De pronto les alcanzó una monstruosa turbulencia y el torpedo tembló como un búnker expuesto a una descarga de artillería constante.
—No podremos aguantar mucho más —masculló Persephion—. Manteneos firmes y confiad en el primarca —dijo He’stan con la mirada fija hacia delante, como si pudiese ver a través de la proa perforadora un punto más allá del conocimiento de sus hermanos—. Debemos soportarlo.
Praetor golpeó la consola apagada y formó una grieta en el cristal.
—Hemos perdido el sistema de navegación —dijo como si no fuera importante.
Los temblores estaban cesando, lo que significaba el regreso de las comunicaciones.
La voz del Capitán Dac’tyr estalló a través del ruido estático, tensa y excesivamente alta.
—¡… liento de Vulkan y de todos los malditos infiernos de Nocturne!
En los muchos años que Praetor le había conocido, Dac’tyr jamás había perdido la compostura. Y allí estaba despotricando como un fanático.
—Hermano capitán…
Al escuchar la voz de Praetor, el tono de Dac’tyr cambió, invadida por el alivio y la sensación de supremacía:
—¡Praetor! Hermano sargento, han disparado.
—¿El arma? —Incluso el estoico líder de los Dracos de Fuego sonaba ansioso.
—El Acechador del Infierno ha desatado el cañón sísmico —confirmó Dac’tyr—. Nunca había visto…
—¿Qué está sucediendo? —Praetor tenía dificultades para concentrarse. Aunque ya había pasado la peor parte, la traslación a la nave insignia de Nihilan seguía siendo dura y, sin orientación, incierta—. Háblame, hermano capitán.
Todos a bordo del torpedo estaban extasiados con la conversación.
Hasta ahora, lo único que sabían era que Nocturne había sido atacado por el arma del apocalipsis, que era justo lo que pretendían evitar con su intervención.
El silencio continuó.
—¡Dac’tyr!
—Infierno y llamas, hermano, ha sido algo terrible. Tenía tanta potencia…
—¿Y qué hay de nuestro mundo, de nuestro hogar? ¿Sigue vivo?
La consternación se transformó en adusto pragmatismo.
—No lo sé, hermano. Los augures están dañados, pero Nocturne ha recibido el ataque del arma. He visto cómo atravesaba la atmósfera y la superficie. No quiero ni imaginarme lo que… —dijo, dejando la frase a medias. Nadie quería ni pensar en tal desgracia, y mucho menos ser testigo de ella.
Praetor estaba taciturno.
—Entonces no debemos permitir que disparen por segunda vez —dijo al tiempo que pulsaba los retrorreactores al máximo con la intención de atravesar el campo de restos de inmediato o morir empalado en ellos.
—Ya estamos sobre el yunque, hermanos —dijo al resto de su escuadra, gritando por encima del chillido de los reactores. La inercia hizo temblar las paredes curvas de la minúscula bodega mientras toda la nave intentaba sacudirse.
He’stan fue el único en responder.
—Demostrémosle a Vulkan que somos dignos de su temple.