II
ASEDIO
Las murallas que rodeaban Hesiod estaban atestadas de soldados. Desde que el Capitán Agatone había dado su discurso, una silenciosa resistencia se había apoderado de la guarnición que personificaba la determinación nocturniana. La milicia, algunos soldados, y los recolectores de rocas o comerciantes de ceniza, estaban codo con codo con los Nacidos del Fuego. Unidos, se aferrarían a aquella ciudad con uñas y dientes hasta su último aliento.
Tras ellos, atascando pasillos y conductos, plazas y pórticos, había rostros nocturnianos asustados pero estoicos. Sus gentes miraban a los defensores del mundo, a sus delgadas líneas verdes, y rezaban al Trono porque fuese suficiente.
Val’in se encontraba entre los exploradores junto al Maestro Prebian, que inspeccionaba la llanura cenicienta al otro lado de las murallas a través de sus magnoculares. No hacía mucho que habían llegado desde Prometeo en la Dragón de Fuego. Una vez vaciada su carga, la Thunderhawk se dirigió hacia Epimethus y hacia el Mar Acerbian. Desde las torres de vigilancia se habían divisado aviadores mercenarios que iban en dirección a la Ciudad Joya. Escuadrones de speeders y cañoneras se habían enviado a enfrentarse a ellos. Que cualquier fuerza enemiga hubiese conseguido llegar tan cerca de los Santuarios sin ser detectada confirmaba la infiltración de los eldars oscuros.
Agarrando un bolter cerca del peto de su caparazón, Val’in observaba con ojos nerviosos a las fuerzas terrestres enemigas que se aproximaban. Todos los exploradores, incluidos él, Exor y los aspirantes, portaban bolters y otras armas de largo alcance. Prebian había ordenado que se abriesen las armerías de los Bastiones del Capítulo y que se distribuyese su material. El Señor del Reclutamiento había complementado su arsenal ya de por sí impresionante con una espada sierra que pendía de la correa de una vaina alrededor de su cadera. Entre la 7.ª Compañía había bolters pesados y lanzamisiles también, con baterías de cartuchos y cajas de misiles a mano.
* * *
—Hay blindajes —dijo Prebian a nadie en particular—. Muchos, que vienen por el oeste de la Pira. —Después bajó los magnoculares y se los pasó a Val’in—. Toma, míralo tú mismo.
A través de unas granulosas miras, Val’in vio una densa nube de polvo que presagiaba una numerosa cantidad de vehículos armados e infantería. También había remolques de orugas, vehículos inmensos que arrastraban piezas de artillería de gruesos neumáticos tras ellos. Las disciplinadas filas de Guerreros Dragón marchaban junto a una multitud alienígena: criaturas aviarias de extremidades delgadas que avanzaban montadas en brutales bestias de carga o en camiones elevadores sin techó. Val’in se horrorizó al ver a otros renegados entre la multitud. Sabía que no eran Guerreros Dragón porque su armadura era diferente, aunque todos llevaban la marca de lealtad a Nihilan, pero desconocía a aquellas otras partidas de guerra.
—Hay una horda de renegados, todos vestidos con servoarmaduras. —Aunque lo intentaba, no podía ocultar el miedo en su voz.
—Traidores, todos son iguales —respondió Prebian—. Nihilan ha reunido a descarriados y a perros desde el Ojo para aumentar sus lilas. Pronto estaréis matándolos.
—¿Cómo? —Nunca antes había luchado contra otros Marines Espaciales. Apenas acababa de empezar a ser consciente de que quizá lo haría algún día.
Prebian le bajó los magnoculares y señaló a las estriadas articulaciones que conectaban las secciones de su armadura.
—Éste es el punto más débil, y si luchan sin yelmo, apuntad a la cabeza. Recordad vuestros rituales de puntería. Usadlos. —Se estaba dirigiendo a los dos aspirantes—: Una vez que hayan atravesado los escudos de vacío, ninguna arma que pueda ser portada por un hombre logrará atravesar estas murallas. Tendrán que escalar. Entonces tendréis ventaja. Mantened las miras en ángulo bajo, cuanto más verticales estén, mejor. Un proyectil que penetre en algo que no sea fatal como un hombro o una rodilla se hundirá más en su cuerpo. Con suerte detonará cerca de algún órgano importante.
El maestro se señaló los corazones, la garganta, y finalmente la cabeza.
—Disparad a matar —explicó—. Sin piedad, sin compasión. Estamos luchando contra el Gran Enemigo. Un Marine Espacial, incluso uno corrompido por la Ruina, tiene mucho aguante. Si no actuáis así, atravesarán estas murallas; y si eso sucede, todo habrá acabado.
Val’in asintió y siguió observando.
Justo tras la infantería, manteniendo el paso y volando bajo, estaban las cañoneras. A diferencia de la Dragón de Fuego, estas naves eran viejas y maltrechas y presentaban un diseño algo anticuado.
El rebaño de metal oscuro descendía dejando estelas de fuego y envolvía el desierto en su sombra. Zumbando como batidores estaban los eldars oscuros en sus motocicletas planeadoras y una horda de plataformas gravíticas que había visto antes.
Este no era más que un ejército. Otros estarían reuniéndose por todo Nocturne y avanzando hacia las ciudades. Hesiod, según le había dicho Prebian, sería la primera.
Conocida como el Asiento de los Reyes Tribales, se alzaba sobre un montículo de granito y se recostaba contra un amplio hombro de basalto que hacía que el sur y el este fuesen casi imposibles de asaltar. Por eso Prebian había dispuesto a sus tropas en las caras norte y oeste. Como la primera línea de defensa, gran parte de la 3.ª Compañía estaba también guarnecida allí.
Val’in no veía a sus hermanos de batalla, pero sabía que estaban formando filas abajo, listos para el combate. Algunos estaban también estacionados en la muralla norte, pero lo bastante lejos como para distinguirlos. Sabía que una vanguardia de soldados de asalto se escondía entre las dunas donde hostigarían y neutralizarían objetivos clave para ralentizar el avance y conseguir más tiempo para que los defensores les golpeasen. Se habían traído cañones tormenta de la armería y se habían instalado a intervalos alrededor de la muralla. Val’in nunca había visto disparar uno, pero sabía que eran mortíferos.
Aunque había estado poco tiempo como aspirante, y ni siquiera era todavía explorador, sabía que aquélla no era la manera de hacer la guerra de un Marine Espacial. Eran soldados de asalto, rápidos y adaptables, capaces de lograr cualquier misión en cualquier zona de combate. Aquel asedio se les había impuesto.
Prebian se había apartado de las almenas y estaba en plena conversación a través del comunicador. Val’in se volvió hacia Exor.
—No esperaba entrar en combate tan pronto —admitió.
Mientras que la táctica y la supervivencia eran la especialidad de Val’in, Exor destacaba con las armas. Llevaba un lanzagranadas de cañón corto y una bandolera de gruesos proyectiles atada alrededor del torso. No era exactamente el armamento estándar, pero al fin y al cabo ésta tampoco era una batalla estándar. Estaba comprobando la mira instalada al final del cañón cuando alzó la mirada y miró a Val’in.
—Yo tampoco. Hoy honraremos a nuestro Capítulo —dijo con solemnidad sin mostrar ni un ápice de la ansiedad del otro aspirante.
—Vengaremos a Heldarr, a Kot’iar, a Ska’varron y al resto de los que han caído bajo las hojas de los espectros del crepúsculo.
—Por todos ellos —dijo Exor, y estiró la mano.
Val’in le agarró del antebrazo como hacían los guerreros y así establecieron su pacto.
—Venganza.
—La tendréis, aspirantes —les dijo Prebian, descolgándose el bolter—, eso y el caparazón negro, si sobrevivís a esto. —El maestro tiró de la corredera del arma y comprobó el indicador de la munición—: Pronunciad vuestras oraciones a Vulkan. He recibido noticias del Capitán Agatone. Va a comenzar el combate —dijo antes de señalar al horizonte, donde las primeras armas enemigas habían empezado a disparar.
A lo largo de los escudos de vacío, la descarga de artillería era como una tormenta de relámpagos iridiscentes. Los proyectiles más pequeños creaban pequeños fogonazos en la membrana transparente del escudo cuando golpeaban, mientras que las salvas más pesadas formaban inmensos estallidos cegadores que duraban varios segundos, como el aceite sobre el agua. Un ozono caliente y hediondo inundaba el aire, arrastrando una brisa mordaz a la muralla mientras las defensas se ponían a prueba.
Les estaban golpeando con todo lo que el inmenso arsenal de Nihilan poseía, pero de momento estaban aguantando.
Val’in hizo caso omiso de aquello y siguió disparando hacia las sombras que había por debajo de él. Estaba totalmente apoyado sobre el almenaje, manteniendo el ángulo de su bolter bajo, tal y como le habían instruido.
Los escudos de vacío proporcionaban una protección excelente contra los proyectiles de alta velocidad y las armas de energía instaladas en torretas, pero no actuaban como barrera contra la infantería, que avanzaba lentamente. Las primeras oleadas que habían sobrevivido a la tormenta bajo el umbral del escudo emergían como versiones pálidas de ellos mismos e iban apareciendo lentamente para acabar siendo reducidos sin piedad antes de que tuviesen la oportunidad de llegar hasta las murallas.
Prebian y Agatone habían organizado las defensas para que hubiese un espacio de muerte entre donde terminaba la muralla y empezaba el escudo de vacío. Cualquier cosa que estuviese en esa zona sería aniquilada mediante armas de fuego de corto alcance. Los rifles de fisión y los lanzallamas eran especialmente adecuados para esta tarea, el terreno bajo Val’in estaba cargado de humo y ennegrecido por el fuego.
Un estallido golpeó su hombro con feroz retroceso, pero lo tenía tan dormido y magullado que apenas lo notó. Algo chilló por debajo. Era un sonido alienígena que se alejaba lentamente conforme caía. Un segundo estallido, más medido para conservar la munición, soltó su rezón. La infantería enemiga había desgastado la cortina de las murallas y había empezado a atacar en serio.
Al principio, sólo unos pocos habían logrado pasar sin ser inmolados en el espacio de muerte, la carne de cañón que Nihilan estaba dispuesto a sacrificar para agotar las armas de los defensores, pero ahora llegaban en gran número. Los renegados se habían unido a las filas en una segunda ola de élite, pero aquéllos eran guerreros todavía más inferiores. Hasta ahora, ninguno de los Guerreros Dragón había participado en la lucha. El último que Val’in había visto antes de que el escudo de vacío le cegase había sido durante la marcha enemiga hasta Hesiod.
Tras él, los cañones tormenta mantenían un ritmo constante que tronaba por las almenas y levantaba nubes de tierra, humo y cuerpos a una distancia media. Tan estruendosa era la descarga que Val’in casi no se dio cuenta de que se estaba quedando sin munición.
—Me estoy quedando sin munición… —dijo al ver que el indicador mostraba cifras de un solo dígito. Un explorador llamado Tk’nar acababa de recargar y tomó la posición de Val’in mientras el aspirante iba a por más munición. El reabastecimiento estaba estrictamente racionalizado. Tenía que durar lo suficiente como para abatir a los sitiadores, doblegar su voluntad y obligarles a dar media vuelta. Hasta ahora, el enemigo había demostrado ser tenaz.
En el breve descanso de la muralla, Val’in logró ver a través de los parpadeantes escudos de vacío. Las escuadras de asalto de la 3.ª Compañía estaban atacando los márgenes de la línea enemiga, centrándose en formaciones aisladas. En los pocos segundos de claridad visual vio como unos guerreros angelicales vestidos con armaduras verdes descendían desde lo alto y destruían un convoy de tanques que estaban reposicionándose. Antes de que los bloques de infantería que protegían al vehículo blindado pudiesen tomar represalias, los saboteadores habían desaparecido, elevados sobre chorros de una llama grasienta e inundando el aire de humo de reactor.
«Para estar entre los Nacidos del Fuego, que libraban guerras sobre alas de fuego…»
Era una visión gloriosa, pero duró poco, ya que una salva de misiles estalló furiosamente contra el escudo impidiendo verlo.
Val’in regresó a su posición en la muralla y la línea estuvo completa de nuevo, mientras la tormenta de fuego de bolter continuaba incesante.
—¡Muerte a los traidores y a todos los enemigos de Nocturne! —rugió Prebian, barriendo con su metralleta la base de la muralla.
El grito de guerra de su capitán cargó de energía a Exor, que disparó sus descargas contra la oscuridad. Explosiones múltiples iluminaron las sombras, removieron el suelo y destrozaron cuerpos. Antes de que el polvo se asentara lanzó una segunda descarga cuando Prebian le detuvo.
—Sé metódico y preciso —le dijo—. Conserva tu munición, no durará eternamente.
La agresividad, una vez desatada, era difícil de dominar, y más difícil todavía de controlar y dirigir. Val’in sintió que la adrenalina le inundaba a él también, el deseo de matar a todo lo que tuviera a la vista, de deleitarse en el poder que sus atributos aumentados genéticamente le proporcionaban. Pero Prebian tenía razón. Templanza, conciencia y autocontrol: éstas eran las características que distinguían a los Marines Espaciales de los traidores.
Entonces escuchó al Señor de los Reclutas a través del comunicador.
—Estamos defendiendo nuestra posición, Capitán Agatone, pero todavía tenemos que atacar a alguna de las fuerzas de élite de Nihilan.
Hubo un momento de silencio mientras escuchaba al comandante. Prebian se había colocado la mano sobre el oído para intentar bloquear el estruendo de la batalla.
—Estoy de acuerdo, hermano. El hechicero está planeando algo. Lo único que podemos hacer por ahora es defender. Tu’Shan viene de camino. Debemos convertirnos en el yunque de su martillo.
«Somos el yunque». La idea era como una isla de calma en medio de un mar de auténtico caos. La guerra era algo brutal, sin forma, desprovista de razón o incluso de un propósito obvio. Estaban los que vivían y los que morían, y en medio no había nada. Dak’ir se dio cuenta de que aquello estaba cambiándole. Mientras el bolter rugía, ya lo sentía en el hierro de su mandíbula y en el acero de su corazón. En aquella caldera, se convertiría en Adeptus Astartes o perecería.
Cientos de bolters granizaban hacia abajo por las murallas en un frenético martilleo de pólvora. El sonido grave de los bolters pesados y los cañones automáticos tronaba bajo sus rugidos. Los agudos estallidos de los misiles acentuaban la brutal sinfonía al salir disparados de sus cañones. Las notas más graves, el estallido pesado de las granadas expelidas, se intercalaban entre ambos. Y más grave todavía era el sonido de los cañones de asedio, que lanzaban muerte y tronaban hacia los cielos.
Para Val’in se convirtió en una disonancia que se fundía estridentemente con una cadena de ruido blanco sin sentido, incapaz de diferenciarse.
Su bolter corcoveaba y rugía en sus manos como un ser con conciencia propia, sediento de sangre. Con los dientes apretados, lo sostenía fuertemente hasta que los nudillos se le pusieron blancos y ya no los sentía, y las manos se convirtieron en una extensión del arma. Iba cambiando a cada minuto alimentado por la violencia y recibía el cambio con los brazos abiertos. Necesitaría evolucionar si quería sobrevivir.
«Me convertiré en el yunque».
La batalla continuaba.