I: HANGAR SIETE

I

HANGAR SIETE

Un enjambre de Venoms atravesó la herida abierta del hangar siete con los cañones cristalinos rugiendo. Emergieron del vacío en medio de una cortina expansiva de oscuridad exudada de sus cascos insectoides y se extendían por la cubierta como una plaga. La fulminante respuesta de fuego de los defensores atrincherados era indiscriminada pero constante.

Los rayos láser y los proyectiles silbaban y estallaban desde sus cascos alienígenas pero no conseguían más que hacerlos rebotar en el metal dejando marcas de quemaduras. Los reactores gravíticos ametrallaban rápido por el extenso hangar, esquivando a toda velocidad los proyectiles de cuadradas cañoneras y otras naves, lo que hacía que lanzar un tiro certero fuese casi imposible.

La plataforma de acoplamiento era una inmensa chapa de metal plano plagado de fosas de mantenimiento y de estantes de maquinaria. Era amplia y con mucho espacio abierto para girar y aterrizar. Diseñada para naves tan grandes como escoltas y grandes cargueros, la puerta reventada del hangar era lo bastante ancha como para acomodar a las naves de asalto de los eldars oscuros. Estaba retorcida, y el adamantio se había combado hacia atrás a causa de la increíble onda explosiva, de modo que parecía una abertura enorme y derruida.

Los defensores no podían esperar proteger todas las vías de ataque, especialmente de un enemigo tan rápido, pero lo intentaban con todo su empeño.

Dispuestas en cuatro líneas y utilizando cajas, restos y fragmentos de fuselaje de cañoneras, las barricadas de defensa eran improvisadas pero no del todo inefectivas. Los emplazamientos semicirculares de artillería pesada estaban intercalados entre filas de rudimentarios rifles láser y ruidosos cañones manuales.

A pesar de sus escudos nocturnos, varios de los transportes de los eldars oscuros cayeron ardiendo. Uno, destruido por el estallido de un misil, rodó por la cubierta del hangar envuelto en llamas. Chirrió hasta detenerse y explotó, matando a los guerreros a bordo.

No obstante, un segundo enjambre llegó tras el primero, y después un tercero, seguido de un cuarto. La abrumadora fuerza enemiga y la diversidad de objetivos dificultaba una defensa coordinada.

An’scur fue de los últimos en entrar en el hangar a bordo de unos transportes envueltos en vacío y observaba, divertido, cómo los mon’keigh fallaban cada vez más disparos. La cámara estaba oscura y los destellos de las bocas de sus bestiales armas reflejaban el miedo en sus rostros. Sólo los creados genéticamente, los gigantes acorazados, conservaban su determinación al enfrentarse al horror.

Observaba desapasionadamente los cuerpos de sus guerreros cabalistas desparramados por el suelo como muñecos rotos. Su reacio sacrificio había abierto el camino para que las brujas cultistas saltasen por encima y entre la primera línea de barricadas improvisadas donde podrían acuchillar, apuñalar y matar por el placer mutuo de todos los eldars oscuros.

Los refuerzos se amontonaban tras ellas, con lanzas oscuras y desintegradores destrozando los destartalados afianzamientos en los que se refugiaban los humanos. An’scur saboreaba sus angustiosas muertes mientras volvía la mirada hacia las brujas.

Eran criaturas oscuras y hermosas, pero nada en comparación con Helspereth. Aquello le provocaba tristes recuerdos que le sorprendían con su intensidad. La melancolía del arconte despertó la ira en él rápidamente y se armó con una espada y una pistola cristalina.

—Sibarita, quédate cerca de mí, pero a mi vista en todo el momento —ordenó mientras bajaba la máscara de su yelmo de guerra.

Un rostro tan blanco como el alabastro y delgado como el filo de una espada con ojos grises como la ceniza, desapareció tras un semblante demoníaco forjado de metal oscuro.

La mano afilada de An’scur asintió lentamente y extrajo una archa de una funda de piel humana que llevaba a la espalda. Crepitaba con maldad mientras generaba una energía de luz manchada sobre su hoja afilada.

—Como desees, señor arconte —dijo con su voz descascarillada oculta bajo una máscara infernal de piel y carne.

An’scur no respondió. En lugar de hacerlo empezó a correr. Unos rayos incandescentes le pasaban silbando, demasiado lentos como para rozar su armadura. Estaban aproximadamente a noventa y siete pasos de la primera línea de barricadas. Las Venoms podrían haberles acercado más, pero eso no habría tenido emoción, no habría supuesto ningún desafío. Él saltó y rodó antes de que un ladrido de fuego pesado rasgase la chapa de cubierta donde acababa de estar. Ahora eran sólo setenta y uno.

Veloz, el sibarita seguía a su maestro como una sombra. Se movía en perfecta simetría con él, como si conociese los movimientos de An’scur antes de tiempo y los predijese. Al verle esquivar un rayo láser al tiempo que disparaba al tirador en el cuello con un estallido diestro de su pistola cristalina, An’scur empezó a pensar que tal vez el sibarita fuese demasiado bueno y empezó a planear deshacerse de él.

Después de todo no se podía confiar durante mucho tiempo en los mercenarios, ni siquiera en aquellos que se formaban en las cábalas de guerreros.

Sólo quedaban treinta y tres pasos.

Una de las Venoms del último ataque avanzaba con la esperanza de abrir un agujero en las barricadas más grandes hacia la parte trasera del hangar.

Más allá de este último reducto había una puerta fortificada que daba a una zona más interior del complejo y hacia el objetivo de An’scur. La nave insectoide era demasiado agresiva y se abalanzó contra un guerrero aumentado genéticamente que la partió en dos con una salva de luz incandescente. La nave estalló bañando el área a su alrededor en fuego y metralla. Al expandirse, la explosión envolvió a An’scur y a su lacayo. El arconte activó su escudo de sombra y voló a través de la carnicería, desapareciendo brevemente y apareciendo de nuevo al otro lado. Para su ligero disgusto, el sibarita también lo había logrado, aunque echando humo, con su armadura de Fantasma emanando calor.

—Sigo a tu lado, mi señor —repuso con un ligero toque de sarcasmo.

Por un momento, An’scur creyó reconocer el tono y el cimbre de su voz, pero unas amenazas más importantes captaron su atención inmediatamente.

Cuando quedaban sólo siete pasos, saltaron la primera barricada y cargaron con sus hojas envenenadas.

An’scur apenas se dio cuenta de su primer corte, que envió la cabeza de un sucio mon’keigh rodando como una granada hacia las filas más profundas dejando un reguero de sangre arterial.

Entonces destripó a un segundo y después una serie de golpes, lanzados a una velocidad pasmosa, acabó con las vidas de otro puñado más. Un círculo de sangre y de extremidades amputadas enmarcaba la carnicería. Juntos, el arconte y su sibarita saltaron la segunda barricada.

* * *

Ak’taro sabía que les estaban obligando a retroceder. El extenso número de eldars oscuros y su desenfrenada agresión estaba resultando muy difícil de frustrar en la inmensa plataforma del hangar. El siguiente punto de retirada estaba al otro lado de la puerta que había tras ellos, pero detestaba tener que ceder su posición.

«Defiende la línea». Ésas eran sus órdenes. Y pretendía obedecerlas. A su izquierda escuchó como el Sargento Balataro alababa a otro de sus hermanos de batalla.

—¡Envíalos de vuelta al infierno, Ikaron!

El artillero de plasma levantó un puño a modo de saludo mientras el vehículo enemigo en llamas que había delante de la primera barricada rodaba en una tormenta de escombros ardientes.

Varias figuras que aún tenían que desembarcar quedaron atrapadas en la conflagración y salían tambaleándose de los restos en llamas. Ikaron apuntó, pero Balataro le detuvo.

—Deja que ardan.

El artillero de plasma apuntó a otro objetivo y lanzó un láser de energía a otra horda de guerreros.

Ak’taro, que se había detenido para recargar, vio que algo emergía del fuego y el humo del vehículo siniestrado y lo señaló con el dedo cubierto por un guantelete.

—¡Hermano sargento!

Balataro siguió el gesto de su soldado y lo vio también.

Dos guerreros acorazados se dirigían hacia las barricadas a gran velocidad. Atravesaron la primera barricada con despreocupación y avanzaron a través de la línea de fuego derribando a los hombres que estaban tras él. Por fin llegaron a la segunda barricada y actuaron con la misma desgana que antes.

Los rifles láser de los hombres de cubierta, ni siquiera en manos de aquellos hombres bien entrenados, lograrían derribar a estos carniceros.

El sargento extrajo su espada sierra y presionó con el pulgar el botón de activación para que los dientes chillasen.

—Un señor insignificante y su sirviente —rugió. Balataro era testarudo y no alguien fácil de eludir en una lucha. La tasa de desgaste era inusualmente elevada en las escuadras bajo su mando. Tal vez ése fuera el motivo por el que no ascendía de rango, pero aquello le había hecho ganar muchos laureles.

—¡Escuadrón de combate Hyperion, conmigo! —ordenó, saltando la barricada.

Cuatro guerreros armados con bolters fueron con él.

Ak’taro se quedó atrás. Su propio sargento había muerto en el sabotaje del Mechanicus, de modo que había asumido el mando de lo que quedaba de su escuadra y de la de Balataro.

—¡Apollus y Venutia, estrechad filas y avanzad! —bramó, y las escuadras a medias obedecieron.

Él todavía tenía la pistola de plasma de Ikaron, de modo que disparó con ella a los xenos que avanzaban en los flancos derechos más alejados de sus emplazamientos.

Balataro tardó menos de un minuto en alcanzar superior insignificante. Ak’taro oyó gritar el nombre de Vulkan cuando las espadas chocaron y las chispas cayeron. Era difícil ver la refriega. Se había formado otra pelea a su alrededor mientras los guerreros eldars oscuros corrían tras sus nobles para sacarle el máximo partido a la incursión que habían hecho.

Los soldados de Balataro habían formado un círculo a su alrededor mientras los refuerzos del señor alienígena los rodeaban.

Ak’taro luchó contra la necesidad de avanzar y ayudarles. No podía disparar a discreción por si le daba a algún aliado.

«Defiende la línea», recordó, y gritó:

—¡Cumplid con vuestro deber!

La lucha cuerpo a cuerpo se había iniciado entre las dos primeras barricadas. A través de sus lentes retinales, los xenos parecían ligeramente alterados. Sus señales de calor eran diferentes, más frías. Los hombres de Nocturne estaban muriendo a montones, y el aura roja de sus cuerpos se oscurecía como velas que se extinguían lentamente. La luz menguaba conforme el nudo de eldars oscuros se estrechaba a su alrededor de manera inexorable.

Ak’taro buscó a Balataro pero no le veía. Durante un espantoso momento pensó que el sargento había sido asesinado, pero entonces apareció, ensangrentado y tambaleándose.

El creado genéticamente era atroz pero lento. An’scur le asestó un golpe torpe en el hombro con un diestro revés. Escupiendo oraciones que eran poco más que gruñidos bestiales a los oídos del arconte, el simio lampiño cargó de nuevo balanceando una pistola voluminosa. An’scur se apartó de la granizada y los proyectiles atravesaron primero el aire y después a los desventurados guerreros cabalistas que estaban tras él, que estallaron en mil pedazos tras la detonación interna, bañando a los combatientes en hueso y sangre.

«Qué guerreros tan escandalosos y horribles», pensó.

An’scur hizo una reverencia ante el mon’keigh, impresionado por la violencia de sus armas. Por lo visto, aquel gesto sólo logró enfurecer aún más a aquel perro, que cargó con su arma. Un fuerte golpe desportilló ligeramente la hombrera del arconte, lo cual le llenó de ira. Otro golpe llegó tarde y fue lento y pesado. An’scur lo esquivó y atacó dividiendo la rugiente espada sierra en dos. Oculto por las sombras activó la tormenta de dientes afilados y cargó hacia delante, insertándosela a su rival en la carne y el metal.

El mon’keigh se estaba extrayendo una de las hojas de la mejilla destrozada, con la cara empapada de sangre, cuando An’scur le amputó la muñeca y le clavó la punta de su bracamarte en la articulación del hombro contrario, cortándole, varios grupos de nervios cruciales.

El mango roto de la espada cayó de los dedos dormidos del mon’keigh con un estruendo en el suelo. Desarmado, sin poder usar uno de sus brazos y con el otro reducido a un muñón, el primitivo se abalanzó contra An’scur con la cabeza agachada como si fuese un ariete. El arconte se tomó otro segundo para admirar la tenacidad de la bestia antes de enfundar su pistola cristalina y extraer un agonizador que clavó en la boca del mon’keigh mientras éste gritaba.

Su muerte, inmensamente dolorosa, no fue instantánea. La última expresión del mon’keigh adoptó un rictus de dolor. Una capa roca cubría sus dientes desde donde se había cortado su propia lengua.

Dejando el cadáver todavía sacudiéndose, An’scur avanzó con el sibarita detrás. El mercenario había segado un buen número de cabezas con su archa, y había dejado un par de heridos para la manada que les seguía.

An’scur sonrió. Tal vez mereciese la pena dejar vivir al guerrero un poco más… La puerta no estaba lejos ya. La última barricada les esperaba.

Ak’taro estaba perplejo al ver como el cuerpo masacrado del Sargento Balataro se derrumbaba bajo la línea de la barricada y desaparecía de su vista. El señor xenos lo había descuartizado, pieza por pieza. Era indigno del noble Salamandra.

—Ak’taro… —Era el Hermano Rodondus—. ¡Debemos vengarle!

El deseo de hacerlo era fuerte, pero una rápida mirada a la línea de la barricada revelaba que se estaba rompiendo. Los apuñalamientos habían abierto agujeros en la tercera, mientras las dos primeras ya habían sido completamente superadas.

Los hombres de armas aterrorizados, lejos del alcance de los Salamandras, estaban siendo rodeados y masacrados. Más de la mitad de los emplazamientos de artillería pesada estaban en silencio, bien porque se había agotado la munición o bien porque los artilleros habían muerto. Nadie corría. Nadia podía correr. La única salida era a través de la puerta, y los xenos estaban convergiendo en ella.

Ak’taro retuvo a Rodondus. Todo su ser quería cargar, a muerte o gloria, contra el enemigo. Pero el pragmatismo y el saber que sería una vida perdida para nada se lo impedían.

«Defiende la línea». Ésas habían sido sus órdenes, pero la línea había desaparecido.

—Vamos a retirarnos, pasillo por pasillo. El hangar siete está perdido.

Rodondus parecía estar a punto de protestar, pero sabía que era lo más sensato.

Un fuego sostenido estalló desde las filas de los Marines Espaciales cuando Ak’taro dio la voz de retirada. Contactó con Draedius a través del comunicador.

—La retirada está en efecto, abrid el pasillo y preparaos para la llegada. Mantened la abertura estrecha, el enemigo está cerca.

La respuesta estaba cargada de ruido estático y apenas se entendía, pero unos segundos después el mecanismo de la puerta cobró vida y ésta empezó a abrirse. Rodondus rugió a los pocos humanos supervivientes y éstos corrieron a través de la nube de presión de los sistemas hidráulicos con la cabeza gacha. Un desafortunado miembro del personal de cubierta recibió un tiro antes de llegar y cayó desangrándose. Los demás le agarraron, pero entonces a un segundo hombre le abrieron un agujero en el pecho con un desintegrador, lo que instó a Rodondus a gritar:

—¡Dejad a los heridos! ¡Entrad! ¡Vamos!

A excepción de Ek’thelar, que estaba preparando cargas, Ak’taro fue el último en marcharse.

Se volvió por un instante:

—Veinte metros, pégate a las paredes y adopta una posic…

No terminó la frase, pues acabó con un tiro en la garganta. El gorjal de Ak’taro se abolió y se partió y una fuente de sangre y de metralla brotó de su cuello. Cayó justo cuando Ek’thelar estaba atravesando la puerta. La selló tras él, dejando la figura muerta de Ak’taro en el hangar siete.

Tras cerrar la puerta en el pasillo se hizo el silencio, interrumpido un segundo después por una sorda explosión mientras las bombas incendiarias colocadas por Ek’thelar estallaban.

Los hombres aguardaron.