I: VIEJOS AMIGOS

I

VIEJOS AMIGOS

Un puñetazo en la barbilla despertó a Tsu’gan. Al percibir el sabor de la sangre en la boca escupió antes incluso de abrir los ojos.

Al principio pensaba que había vuelto al taller de Ramlek. El aire hedía a cobre y estaba atado a una especie de mesa de nuevo. No obstante, había algo diferente. Esta vez vestía una armadura. Sentía su peso cubriendo cada centímetro de su cuerpo excepto su rostro. No llevaba casco, ni respirador ni máscara, pero tenía algo en la mejilla que le clavaba minúsculas agujas subdérmicas en la carne y que cubría una cuarta parte de su cráneo. De repente sintió una pulsación ahí y las puntas de las agujas le escocieron.

Hacía frío. No el frío natural que se sentía al estar a la intemperie, sino algo más invasivo. Entonces se dio cuenta de que era escarcha de vacío, y supo que estaba en la bodega de una nave. No era el Acechador del Infierno. Era demasiado pequeña para eso. Parecía una cañonera.

La oscuridad le rodeaba. Era densa y negra, un velo que sus ojos no podían atravesar. Sabía que no estaba solo, y no sólo por la violencia recibida en su rostro.

Había otros, varios de ellos, formando filas y listos para la batalla. Otro puñetazo hizo que le zumbasen los oídos.

—Ahora estás conmigo —rugió una voz familiar. No era de un renegado. Tsu’gan no lograba reconocerla al principio. Olía a aceite y a soldador, a metal viejo y a alambre.

—Déjame que le corte un trozo… —dijo de repente una segunda voz. Era aduladora, insidiosa y cargada de leve histeria. Sabía que éste no quería hacerle daño, sino matarle. Tsu’gan conocía la voz, pero le costaba organizar sus pensamientos y el nombre no le venía a la cabeza.

—Domina tu ira —masculló un tercero. La cadencia era áspera y parecía estar más alejado que el resto pero mucho más cerca al mismo tiempo—. Abre los ojos, Tsu’gan.

Pensaba que ya los tenía abiertos. El velo oscuro se levantó y se encontró de pie entre un compartimento de soldados atestado. Una lúgubre luz roja emanaba de unas tiras de luz parpadeantes en lo alto. Unas sacudidas constantes hacían sonar las paredes interiores y lo que tenía justo delante era el dorso del yelmo de batalla de otro guerrero. En la escasa luz era difícil discernir a quién rendía lealtad el guerrero.

—Siéntete honrado —le dijo la voz gruñona.

—Vuelve a herirle —dijo la insidiosa.

Esa sensación de familiaridad de nuevo. Tsu’gan quería volverse, pero su cuello estaba rígido. Todo su cuerpo lo estaba, como si estuviese petrificado. Se esforzó por hacerlo. Las venas del cuello se le hincharon, apretó los dientes, pero no sirvió de nada. Finalmente consiguió mover los labios y liberar un graznido:

—¿Dónde… estoy?

—Entre viejos amigos —se burló la voz gruñona.

Tsu’gan no estaba atado a una mesa de tortura; estaba asegurado en un arnés gravitatorio. Vio unos motivos en su armadura, marcas de muertes con las que no estaba familiarizado. Unos pesados remaches unían algunas de las placas, que se habían golpeado y resellado muchas veces.

No era su vieja armadura de Salamandra, pero tampoco eran las jaeces de los renegados.

—¿Qué me habéis hecho?

El desgraciado gruñón se estaba riendo.

Una ola de ira se apoderó de él y, lanzando un rugido, Tsu’gan se arrancó el arnés gravitatorio. Era viejo y decrépito de modo que el metal cedió fácilmente a su fuerza.

—¡No soy ningún prisionero! —bramó, desenvainando el gladius de su funda e insertándolo en la garganta del gruñón. La sangre inundó la rejilla de voz del Marine Espacial moribundo mientras buscaba agarrar a su asesino con los dedos de su guantelete.

Tsu’gan liberó la espada y partió con ella la garganta al guerrero insidioso mientras éste trataba de liberar su arnés. Había pánico en sus ojos. Debilidad. Un fluido rojo oscuro salpicó de la herida, bañando la armadura neutral del guerrero.

Empujado por la inclinación y el viraje de la descendiente cañonera, Tsu’gan se abrió paso a través del compartimento hasta la cabina de mando. A sus espaldas escuchó como los demás liberaban sus arneses.

Era demasiado tarde para ellos. Tsu’gan ya había abierto la puerta. Con un bolter desechado barrió la cabina de mando y a su tripulación. Sólo el piloto resistía, con el cuerpo medio tumbado sobre los controles mientras intentaba realizar un aterrizaje de emergencia.

—Soy la muerte… —Tsu’gan hundió el gladius en la parte superior del cráneo del piloto y lo dejó ahí. Después giró el bolter y usó su pesada culata para destrozar la consola de control. La cañonera inició una caída mortal. Los demás ocupantes del compartimento acababan de atravesar la entrada de la cabina de mando cuando se volvió.

—Nadie sobrevivirá —aseguró, levantando el bolter mientras hacía su última resistencia:

Sus rostros estaban compuestos de anodinos yelmos de batalla sin insignias ni marcas de Capítulo. Todos reían cuando la chapa del glacis reventó y el fuego entró a través de ella.

—¿Qué es esto? —dijo Tsu’gan, bajando el arma…

Y parpadeó.

Seguía asegurado en su arnés gravitatorio.

—Los últimos vestigios de tu voluntad —le dijo la voz gruñona—. Tu mente es fuerte, y está condicionada para resistir influencias externas…

—¡Suéltame!

—No puedo. Formas una parte integral de mi plan.

Nihilan… Tsu’gan cerró los puños a pesar de la parálisis que afectaba a su cuerpo. Le habían hecho algo; algo que estaba interfiriendo con sus conexiones neutrales y las estaba desviando al control de otro.

—¿Cuándo aprenderás, hechicero, que ninguno de tus métodos de coacción lograrán obligarme a cumplir tus órdenes?

—¿Qué es lo que tu mente te dice que hagas?

—Que mate a todos los hijos de perra a bordo de esta cañonera.

—Y aún así…

La ira de Tsu’gan era impotente, confinada a un cuerpo que no podía liberarla. Había furia en sus ojos y tensión en su mandíbula, pero el dispositivo arcano instalado en su rostro le mantenía quieto.

—Alimenta todo ese odio, toda tu ira. Lo necesitarás para sobrevivir a lo que se avecina.

—Te encontraré, Nihilan —prometió Tsu’gan entre sus dientes apretados—. Te arrancaré los corazones todavía latentes del pecho.

—Te creo, hermano. Pero de momento, no estoy a tu alcance. Otros, en cambio, no están tan lejos…

Tsu’gan giró la cabeza, ligeramente consciente de que el impulso que le había obligado a hacerlo no era totalmente suyo.

Iagon le miraba con odio desde el siguiente arnés gravitatorio. El asesinato se reflejaba en sus ojos despiadados y estaba atendiendo su guantelete derecho, rascándoselo con unos dedos augméticos. Tsu’gan se rió de él, y la decisión fue totalmente propia.

—Ya decía yo que apestaba a traidor. ¿Es que las botas de Nihilan están todavía tan sucias que tienes que seguir lamiéndole los huecos de las suelas?

—Soy su caballerizo —respondió con crédula satisfacción—. Tú eres el traidor —espetó Iagon, resistiéndose con todas sus fuerzas a ponerle las manos encima a su viejo sargento.

Un suspiro de auténtico pesar escapó de los labios de Tsu’gan.

—El hecho de que todavía pienses eso demuestra lo bajo que has caído. Sea lo que sea lo que te haya prometido para saciar este deseo de venganza, no sucederá. Eres un estúpido, Cerbius.

—No, hermano —masculló la voz gruñona.

Tsu’gan miró a su otro hostigador. De repente comprendió horrorizado de quién se trataba. No salía de su asombro.

—Tú eres el estúpido —le informó el sargento Lorkar—. Dije que ahora estabas conmigo, y no mentía.

Tsu’gan observó la armadura que vestía. Estaba pintada de amarillo, pero por debajo asomaba el gris del metal a causa de las numerosas reparaciones. Era un conjunto viejo que mostraba los patrones de una antigua Corvus, y presentaba una abrazadera de abertura octogonal en el centro de su peto en lugar del Águila Imperial.

Lorkar sonreía bajo su máscara, aunque sus ojos, apenas visibles a través de las lentes retinales, eran apagados y fríos. La burla era evidente en el tono de su voz.

—El hechicero pensó que aceptarías este atavío algo mejor que las jaeces de un renegado.

—No veo la diferencia —espetó Tsu’gan.

—A mí me da igual. Ahora eres un Marine Malevolente, y estarás matando Salamandras antes de que esto haya terminado —respondió Lorkar—. Dime, hermano. ¿Qué pensará entonces tu querido Capítulo de mutantes de ti? —preguntó antes de golpear a Tsu’gan en el rostro y hacerle perder la consciencia.

* * *

Era una tarea odiosa, y Lorkar necesitó toda su determinación para no ordenar a la artillería que abriese fuego contra las naves xenos que les precedían en la vanguardia. Sabía que la flotilla incluía eldars oscuros, kroots y media docena de alienígenas inferiores y naves mercenarias. Lo que más deseaba en aquellos momentos era borrarlos del vacío.

La crepitante voz de su piloto se escuchó a través del enlace de voz de su yelmo.

—Hermano sargento, algunos de los eldars oscuros se están separando de la primera ola.

—El hechicero les ha prometido carne —respondió Lorkar—. Mantenedlos en nuestro punto de mira hasta que estén fuera de nuestro alcance. No me fío de esa escoria.

Cortó la conexión, y por dentro maldijo el día en que puso los ojos en la Demetrion. Todo había cambiado después de aquella misión. Y si Lorkar estaba ahora en esa nave, era a causa de aquello.

No había sido difícil unirse a la partida de guerra de Nihilan.

La arrogancia del hechicero le había cegado ante el engaño de auténticos guerreros. Lorkar le mostraría su error.

El título de «renegado» le pesaba sobre los hombros como un abrigo que no le entallaba. Lorkar no se consideraba tal cosa. Para algunos, los métodos de los Marines Malevolentes podían parecer extremos, incluso excesivos, pero ésos eran los puntos débiles de herejes y traidores, de aquellos que rechazaban la auténtica luz del Emperador inmortal.

Lorkar sabía lo que se hacía.

A pesar de lo que les había sucedido a él y a sus guerreros.

Los fines siempre justificaban los medios. El odio era el arma más segura. Nunca aceptar un desaire sin castigo, éste era el credo de los Marines Malevolentes, y era esta última parte de su mantra belicista lo que le hacía estar en aquella cañonera, entre enemigos.

El caballerizo que el hechicero había enviado era una vergüenza de Marine Espacial. Lorkar veía su mirada taimada, la curva en su espaIda por escuchar a través de los cerrojos de las puertas y de realizar otros actos cobardes indignos de guerreros. Le recordaba vagamente como uno de los Salamandras con los que su partida de guerra se había topado a bordo de la nave del Mechanicus. El hecho de que le hubiese dado la espalda a la luz del Emperador convencía más a Lorkar de que lo hijos de Vulkan estaban contaminados. También le ayudaba a aceptar la hazaña que había jurado realizar.

Aún así, él no era quién para juzgar. ¿Cómo podía hablar de resistirse a la corrupción de las fuerzas oscuras sin sentirse algo hipócrita? Pero los Salamandras eran diferentes. Lucían su mutación abiertamente. ¡Se sentían orgullosos de ella! De haber podido ponerles la espada en la garganta lo habría hecho. Las órdenes de Vinyard habían sido muy específicas al enterarse del mal de Lorkar, así como la estipulación de que el capitán no se implicase de ninguna manera. La lealtad a su Capítulo primaba sobre todo lo demás para Lorkar. Se habían hecho promesas respecto a su excomunión pública. ¿Qué otra cosa podría haber hecho Vinyard sino condenarle? En privado le había prometido su ayuda.

Después abrió un canal cerrado en su yelmo de batalla.

Ni siquiera aquellos asegurados con arneses que había a su lado oirían sus siguientes órdenes.

—Vathek, Rennard…

Dos guerreros cercanos reaccionaron con un mínimo movimiento. Ya a bordo del Purgatorio, cuando todo aquello no eran más que palabras, le había dicho a Vinyard:

—Necesitaré hombres en los que pueda confiar…

Todos aquellos a bordo de la Demetrion habían jurado lealtad a su causa, incluso aquellos a los que no les afectaba.

Lorkar entrecerró los ojos.

—No sé qué es lo que ha planeado el hechicero. El otro no es nada para nosotros, pero vigilad a Tsu’gan. Es peligroso.

Vathek y Rennard asintieron mientras el grito de los motores en descenso inundaba el compartimento. Habían penetrado en la atmósfera de Nocturne. El ataque terrestre estaba cerca.