II: DESENCADENADO

II

DESENCADENADO

Emek no llegó al apotecarión fácilmente. Fuera de los confines de la cámara lugar una carnicería. Un ambiente de pánico apenas contenido dominaba el puerto espacial mientras que aquellos que lo ocupaban se esforzaban por entender qué es lo que había sucedido y cómo iban a contenerlo.

Había incendios en varias áreas, y secciones enteras se habían sellado con mamparos de emergencia para evitar la despresurización atmosférica. Muchos sectores ya se habían registrado como invadidos. Unas explosiones secundarias, causadas por el estallido de las reservas de prometio tras el impacto inicial como resultado de una lenta degeneración estructural, sacudían las cámaras y los pasillos de la estación.

Los propios hangares eran los que habían recibido el peor golpe. Si tenían alguna nave lista para despegar, era gracias a la previsión de Dac’tyt Aunque la información fluía terriblemente despacio por el puerto espacial asolado, estaba claro que el gran asteroide conocido como la Roca Negra se había desintegrado con una explosión y había desencadenado una tormenta de meteoritos sobre Prometeo.

Algunos de los fragmentos más lentos, atrapados en el pozo de gravedad de Nocturne, aún estaban por impactar. Otros golpeaban la estación constantemente en una granizada.

Emek salió despedido contra la pared a causa de un temblor especialmente violento y maldijo sus heridas por todo lo que lo debilitaban. Le habían convertido en un fantasma, y le habían confinado a su hospital y a las deprimentes salas de Prometeo. Se alegraba por ello. Pensar en la compasión de sus hermanos le ponía enfermo. En su día había sido un guerrero, en busca de un futuro glorioso. Pero todo aquello había terminado en ignominia en el momento en el que el fuego psíquico casi le destruye a bordo de la Proteica.

Ahora lo único que podía hacer era trabajar para reparar a los demás, para librarles del mismo destino.

«Nadie debería sufrir así», pensó amargamente mientras se obligaba a levantarse.

Aquellos pasillos casi nunca los pisaba nadie, y los primeros siervos con los que tropezó se encontraban a varios niveles por encima de las catacumbas. Con órdenes secas les dirigió al apotecarión, les dio instrucciones sobre qué hacer con los heridos y empezó a idear un sistema de prioridades antes de organizar la afluencia de los accidentados. Podría haber ya veintenas esperando su regreso. Si esto había sido de verdad un ataque, habría más.

Emek entró en el apotecarión a través de una cámara secundaria. Un largo pasillo que hedía a contraséptico lo condujo a una sala más pequeña que utilizaba como su solitorium. Mantenía aquel lugar alejado de la muerte y el sufrimiento. Tras haber echado a su sacerdote marcador hacía muchos meses, usaba la espartana cámara como un refugio para pensar, para practicar y para lamentarse.

En una esquina del oscuro solitorium había una estatua de madera, una imitación de un hombre sin rasgos, sobre la que Emek colgaba su armadura. Se la quitó él mismo, pieza por pieza. Cuando hubo terminado, la estatua estaba acorazada y él estaba desnudo ante la alta placa de obsidiana pulida. Sabía que aquello era una forma de masoquismo, torturarse con la visión del reflejo de su cuerpo destrozado, pero no podía evitarla.

Una figura que Emek no reconocía le devolvía la mirada. Aquel doble grotesco estaba cubierto de quemaduras y cicatrices. Todo su lado izquierdo estaba retorcido. Nudos de carne y trozos de piel rugosa describían los años de dolor que había soportado, pero no podían ni empezar a expresar su sufrimiento. Su propia pérdida, la pérdida de lo que suponía ser un Salamandra, un Marine Espacial, era el precio más alto que Emek había pagado a bordo de la Proteica. No pasaba una hora en la que no lamentase aquella misión. Las garras del rayo psíquico habían dejado su marca imborrable en él. Era sólo medio guerrero, tan cargado de amargura que casi se ahogaba en su propia bilis.

Su rostro, en su día joven y fuerte, estaba demacrado y destrozado. Habiéndose negado a recibir un sustituto biónico, el ojo izquierdo de Emek estaba hecho una pena. Su boca, ahora dada sólo a formar ocasionalmente una sonrisa sardónica, estaba curvada hacia abajo en una de las comisuras como si un peso sujeto a su labio inferior estuviese tirando de eIIa y desfigurándola.

Su cabeza, en la que antes había lucido tres galones de pelo rojo como el fuego, se había reducido a un desaseado conjunto de medías rayas.

Sentía dolor, pero un dolor mucho más profundo que cualquier cicatriz física.

Emek también usaba la cámara como gymnasium. Desde las heridas sufridas a bordo de la Proteíca, ya no entrenaba con los demás. Su desfiguración física le impediría seguir el paso de sus hermanos de batalla de todos modos. Varias piezas de equipamiento estaban almacenadas en estantes al fondo de la sala. Levantó un peso ligero; tenía la forma de un yunque y estaba forjado a partir de un metal oscuro. El esfuerzo de levantarlo era insoportable. Sentía como si los tendones de su brazo izquierdo se fuesen a partir. Dejó el peso caer sonoramente sobre el suelo, se puso en cuclillas y cerró los ojos.

—¿Qué estoy haciendo? —susurró a las sombras.

Había gente sufriendo que le necesitaba. Aquél no era el momento para compadecerse de sí mismo. Después se reprochó para sus adentros que nunca era el momento para eso. Se puso de pie, apoyándose en el peso del suelo.

Emek se estaba poniendo una túnica ligera con un hábito cuando escuchó un grito sordo en el exterior del sanctum. Apartando la mirada de la aberración que se reflejaba en la obsidiana y colocando un velo de tela negra sobre ésta, dejó la cámara y salió al pasillo. Atravesando un acceso más corto de paredes ásperas y blancas, llegó a la puerta principal.

Lo que le recibió cuando finalmente atravesó las puertas del apotecarión hacia sus salas y enfermerías era un mar de sangre y gritos.

Aunque principalmente cumplía las funciones de muelle, Prometeo era mucho más que eso. Pequeño en comparación con las inmensas estaciones de Ultramar o de Baal, tenía muchos niveles de profundidad y podía albergar cómodamente a toda la flota de Salamandras. También poseía lugares secretos, salas antiguas y criptas en las que los Dracos de Fuego llevaban a cabo rituales clandestinos, y los señores se reunían para deliberar en privado.

Tenía un cuartel entero para la 1.ª Compañía, así como una extensa armería.

El apotecarión se encontraba en el centro de todo, situado a un nivel superficial para facilitar el transporte a la instalación de aquellos que venían del propio planeta. Poseía su propia plataforma de acoplamiento, que era pequeña pero adecuada para Thunderhawks y naves de un tamaño similar. Hasta ahora estaba vacía, pero no estaría así por mucho tiempo.

Y menos mal, porque había muchos, principalmente miembros del personal de cubierta del hangar siete, que necesitaban la atención del apotecario.

Cadorian, medicae y uno de los médicos de Emek, se dirigió a él:

—Gracias a Vulkan que has vuelto —dijo, limpiándose el sudor de la frente con una mano ensangrentada. Dejó una línea rojiza, como pintura de guerra, sobre sus rasgos gastados. El hombre poseía un temperamento brusco e irreverente que encajaba con el apotecario. Además, podía dejarlo trabajando sin tener que darle instrucciones continuamente.

—Ya andamos justos, pero los heridos siguen llegando del otro lado del puerto espacial —resumió.

Emek pasó cojeando por delante de él, acelerando el paso entre los desesperados heridos que languidecían en grupos por el suelo del apotecarión. Cadorian le siguió de cerca. El hombre era claramente más bajo, pero no parecía sentirse intimidado lo más mínimo por el Marine Espacial.

Ésa era otra cosa que a Emek le gustaba de él.

—Son principalmente heridas, algunos desgarros y contusiones de los escombros y algunos traumatismos.

—Vendrán más —gruñó Emek—. Activa al resto de medi-servidores y requisa a cualquiera que venga y que tenga experiencia en medicina de campo. Asegura los bancos genéticos…

—Ya lo he hecho. Todo está bien.

Emek le miró. Se retiró el hábito con un susurro agitado. Un semblante fruncido y lleno de cicatrices se reveló bajo éste.

—Y despeja este espacio. Los que no estén heridos de gravedad deben regresar a sus puestos. El resto serán ingresados. Todos los que no puedan ayudar deben marcharse.

Se dirigió a las cámaras de aislamiento, al otro lado de la multitud de moribundos y sangrantes. Emek era inmune a su sufrimiento. Estaba demasiado preocupado por el suyo propio.

El médico se quedó atrás, y Emek supuso que se había dirigido a realizar sus tareas cuando le escuchó:

—Apotecario…

—¿Qué sucede ahora, Cadorian?

—Esa área ha sufrido algunos daños. Por eso estamos tan atestados.

Ahora que miraba hacia delante, centrado por primera vez desde que había regresado al apotecarión en lo que le rodeaba en lugar de en la exoneración de Dak’ir y en su propia amargura, Emek vio que parte del complejo estaba dañado. Varios sistemas estaban averiados, con iconos que indicaban los fallos parpadeando de manera persistente en una placa de control instalada en la pared. Estaba frente a una testaruda puerta de adamantio que se negaba a abrirse.

Cadorian se encontraba a unos pasos detrás de él.

—Me pareció prudente sellarla.

—¡Ábrela! —gritó Emek—. Hay algo ahí dentro. ¡Hazlo!

Cadorian toqueteó la placa de control y abrió los cerrojos sin cuestionarle.

La puerta se abrió por la mitad y se atascó. No obstante, el espacio abierto era lo bastante ancho como para que Emek lo atravesase.

—He bioescaneado toda la sección —decía Cadorian. Se había adentrado en los bancos genéticos en los que se aseguraba el legado del Capítulo cuando Emek se había marchado al consejo—. No había señales vitales.

—Entonces pueden haber pasado dos cosas —masculló el apotecario gruñendo, mientras se abría paso a través del interior siniestrado. Parte del techo se había hundido y los incendios seguían ardiendo en las áreas más profundas. El cristal blindado cubría el suelo hecho añicos, y varios instrumentos y maquinaria yacían destruidos. Había escombros por todas partes, apenas visibles a través de las ráfagas de vapor y las nubes de humo—: O ha muerto… —continuó Emek, abriéndose paso hasta la cámara de observación utilizando una espada sierra para cortar una viga derrumbada que no podía levantar. Finalmente descubrió el portal de visión. Una luz parpadeante sobre éste reveló la celda de aislamiento con una iluminación blanca intermitente. Estaba vacía—. O ha escapado.

* * *

Los Dracos de Fuego no tardaron en ser llamados a la guerra. Llegaban desde las cámaras, solitoriums y santuarios de sus barracones de manera rápida y eficiente.

Praetor ya había procedido a sellar la Sala de los Dracos de Fuego en la que muchas de las reliquias más sagradas del Capítulo se mantenían a salvo. Sólo dos más tenían la autoridad para abrirla, el Reclusiarca y el Regente.

Para cuando hubieron llegado a las inmediaciones del armorium, cerca de un centenar de guerreros de la pregonada 1.ª Compañía marchaban al paso del sargento veterano.

Se había dado la voz. Un auténtico ejército de artesanos y armeros estaba preparado y esperando para engalanar a sus señores con los uniformes de guerra. Una guerra en el vacío significaba que sólo un atavío era adecuado, y los Dracos de Fuego tenían el honor exclusivo de llevarlo.

Entraban con túnicas o servoarmaduras y salían como exterminadores vestidos con armaduras tácticas dreadnought.

Se llevaron a cabo ritos y bendiciones y los sacerdotes marcadores realizaron marcas de batalla en la carne. Antes de acabar, Praetor echó al rebaño humano, y su voz grave se escuchó por toda la inmensidad del armorium.

Aquella última parte la realizarían ellos solos. Sólo los Dracos de Fuego debían conocerla.

Con los guerreros que había elegido dispuestos ante él, y con su venerable chapa de batalla verde reluciendo, Praetor se volvió hacia Vo’kar.

—Enciende la llama… —profirió.

Vo’kar asintió con solemnidad, levantó su arma pesada y liberó un chorro de prometio sobrecalentado. Una estructura en el centro de la sala alrededor de la cual se habían reunido los Dracos de fuego cobró vida. El fuego atrapado en sus curvas de piedra vibraba y rugía, y se elevó, convirtiéndose en una poderosa columna que se alzaba en el aire y casi tocaba el techo.

—Primera escuadra, avanzad y recibid el ritual de fuego.

A la orden de Praetor, los guerreros que habían viajado al Arrecife de Volgorrah para rescatar al Capellán Elysius avanzaron.

—El fuego de Vulkan late en mi pecho…

—Con él golpearé a los enemigos del Emperador —concluyeron la invocación del sargento veterano al unísono. Después, cada uno de ellos golpeó el fuego con sus puños de combate. Los que no tenían, los que portaban martillos de trueno y escudos de tormenta, dejaron que las puntas de sus dedos cubiertos por guanteletes se ennegrecieran en la llama. Era un bautismo de guerra, una transición al estado del guerrero.

Una tras otras, las escuadras avanzaban y la letanía se repetía. Se hizo de manera metódica, exacta y de memoria hasta que todos los Dracos de Fuego estuvieron quemados.

—Todos nosotros nacimos en el fuego —les dijo Praetor—, de modo que hacemos la guerra con el fuego en nuestros puños cubiertos.

—¡Hasta el yunque! —bramaron los exterminadores.

—Un enemigo ha venido hasta nosotros —dijo Praetor con el eco de la estruendosa afirmación todavía desvaneciéndose a su alrededor—. Está decidido a destruir nuestro mundo. Muchos ya han muerto al servicio de Vulkan. Nosotros les recordamos a todos —dijo, señalando a Persephion, quien había sobrevivido a unas terribles heridas sufridas a manos de los eldars oscuros y que levantó su avambrazo.

En él, como en el de todos los Dracos de Fuego reunidos en el armorium, estaban inscritos los nombres de todos los héroes caídos de la 1.ª Compañía.

Empezando con Persephion, cada uno fue pronunciando un nombre en voz alta para que todos los miembros de la pregonada hermandad fuesen recordados antes de la batalla.

Se enumeró la larga lista de honor al completo, y cada nombre se pronunció con celo y con fervor. Siguiendo el ritual, Praetor fue el último, pero pronunció el último nombre de guerrero con callada melancolía.

—Zek Tsu’gan… Que regrese a la montaña y el Círculo de Fuego se rehaga.