II
RESCATE
—No estaba muerto, sólo ausente —respondió Fugis.
Había hecho todo lo posible por ayudar a Ba’ken y estaba agachado a su lado. Extraer al sargento herido de los restos del siniestro era difícil pero no imposible. Por fortuna, los eldars oscuros habían dado a Ba’ken por muerto. O eso o pretendían volver a por él más tarde, cuando hubiesen terminado con los demás. Fugis había frustrado esos planes considerablemente. Prebian estaba de pie a su lado, peinando la línea del horizonte con sus magnoculares. Junto a Ba’ken, era casi lo único que habían logrado rescatar del Speeder.
Los aspirantes estaban agachados, reunidos alrededor de la baliza débil e intermitente que Fugis había clavado en el suelo en cuanto habían conseguido liberar a Ba’ken.
—Siento no haber llegado hasta vosotros antes —dijo, comprobando las señales vitales del Salamandra herido. Sin un escáner biológico tenía que realizar un análisis médico a través de la vista y el tacto. Tenía algunas fracturas, incluso posibles roturas en el esqueleto ossmodula y algunas hemorragias internas. Ba’ken estaba inconsciente, pero no había entrado en coma. Lo cual era buena señal.
—Encontré la baliza en una nave siniestrada, en pleno desierto —dijo a propósito de nada—. Pensé que los esqueletos de dentro no la necesitarían.
Prebian bajó los magnoculares.
—Y también nos dejaste un mensaje.
Fugís seguía ocupado con los cuidados de Ba’ken.
—Ah, la daga… Sí. Se la quité a un rezagado que se había quedado atrás para torturar a un comerciante themiano del desierto. No logré salvar al humano, pero asfixié al xenos con bastante facilidad. Ya habían perdido a algunos guerreros en la Pira. Supuse que no echarían de menos a otro más. Existe una jerarquía. A los de los escalones inferiores se les hace poco caso.
—¿Cuánto tiempo llevabas siguiéndonos?
—Bastante. Pero llevaba mucho más tiempo siguiendo a los xenos. Prebian hizo una pausa para pensar.
—¿Ha tenido esa explosión algo que ver con ellos?
—No estoy seguro. Es posible.
—Creo que hay muchos más xenos en las regiones remotas, lejos de las torres de adivinación cercanas a las ciudades.
—Yo también —dijo Fugis—, pero los que hemos matado son los únicos que he visto. Imagino que se trata de una incursión más grande, y que los eldars oscuros no son más que la vanguardia de una fuerza mucho mayor.
Prebian asintió y después volvió a mirarle:
—¿Qué te ha hecho volver? ¿Has encontrado lo que buscabas en el desierto?
Fugis le miró a los ojos.
—Mi Paseo Ardiente terminó. La nave que encontré no sólo tenía una baliza dentro. Había algo más. Una señal.
—¿Qué señal? ¿Descifraste su significado?
—Todavía no estoy seguro, pero tengo que hablar con el Señor Tu’Shan inmediatamente. Por eso he vuelto.
Prebian frunció el ceño.
—Has dicho que encontraste esta señal en una nave. ¿A quién pertenecía?
Fugis sonrió. El gesto estiró sus rasgos y lo hizo parecer más intimidante todavía.
—No me creerías si te lo dijera.
El fuerte zumbido de los motores de una cañonera acercándose impidió más preguntas cuando una Thunderhawk apareció en respuesta a la baliza de emergencia. La conocían muy bien.
Era la Dragón de Fuego.
Val’in había escuchado el intercambio de palabras entre Fugis y Prebian atentamente, intercambiando miradas de vez en cuando con Exor, que estaba haciendo guardia.
—¿Quién es? —preguntó Exor.
Val’in negó con la cabeza.
—Un apotecario que formaba parte de la 3.ª Compañía, creo. Le he oído nombrar antes, y estaba en Scoria, pero eso es lo único que sé.
—¿A qué se refería cuando ha dicho que había encontrado «una señal»?
Los motores de la cañonera aporreaban la brisa formando calientes remolinos en las corrientes descendientes que generaba. Los dos aspirantes miraron hacia arriba cuando la sombra de la Thunderhawk les eclipsó. Los puntales de aterrizaje empezaron a extenderse al tiempo que la rampa de embarque se abría lentamente.
—Sé lo mismo que tú, hermano —respondió Val’in.
En lo alto de la rampa había un Salamandra vestido con una armadura artesanal. Fugis la reconoció a ella y al guerrero que la lucía, aunque el guerrero no le reconoció a él.
Era un Guardia Inferno, la escuadra de mando desintegrada de Adrax Agatone y de la 3.ª Compañía. La cabeza de draco rugiente de color naranja lucía orgullosa en su hombrera y un yelmo de batalla con colmillos descansaba en el hueco del brazo.
—Bienvenido seas, Hermano Malicant.
El Salamandra inclinó la cabeza humildemente.
—Me alegro de haberos encontrado cuando lo hicimos. Sube a bordo, mi maestro, hay mucho… —Hizo una pausa y observó con atención al boyero. Entonces frunció el ceño sin podérselo creer—: Por el aliento de Kesare. Fugis, ¿eres tú?
Fugis asintió. Él también había formado parte en su día de la Guardia Inferno. Ahora parecía que hacía una eternidad.
Malicant bajó de la rampa y le abrazó con afecto. Después cogió al apotecario de los hombros.
—¡Por el primarca, todos te dábamos por muerto!
—Parece tratarse de un error bastante común —dijo, lanzándole una mala mirada en broma a Prebian.
El Señor del Reclutamiento dio unos pasos hacia delante.
—Tenemos un herido y debemos dirigirnos a Prometeo de inmediato. Malicant puso una cara larga.
—¿Qué sucede, hermano? —inquirió Prebían.
—Prometeo ha sufrido muchos daños. Podría no ser posible atracar.
—¿Un ataque? ¿Tan pronto? —Prebian intercambió una mirada de preocupación con Fugis, que permanecía serio.
Malicant negaba con la cabeza.
—No, maestro. Una explosión en el espacio profundo, pero la comunicación se ha interrumpido y los detalles tardan en mostrarse.
«La llamarada magnésica», cayó en la cuenta Prebian. Para que se hubiese sentido con tanta intensidad en la superficie del planeta, la magnitud de cualquier combustión que la hubiese precedido debía de haber sido inmensa.
—¿Dónde está Dak’ir? —preguntó Fugis con tono cortante.
—En Prometeo, hermano. El Consejo del Panteón se ha reunido para decidir su destino.
—Debemos alertarles de inmediato —dijo, y se acercó a él con fuego ardiendo en sus ojos—. No tengo palabras para expresar lo importante que es que llegue de inmediato a Prometeo y hasta Hazon Dak’ír. El destino de Nocturne podría depender de ello.
Skethe estaba solo cuando regresó al cañón. Lo hizo ocultándose entre las profundas sombras y en los tramos de oscuridad que había entre los grises peñascos. Se desplazó como un susurro por la llanura de arena con mucho cuidado de que la nave que partía no le viese. Era espantosa, de extremos planos y de aspecto torpe. El vehículo se alejó rugiendo sobre sucios reactores y dejando al demonio nocturno seguir con su tarea.
Había estado cerca. La estampida había sido un movimiento inteligente para un mon’keigh, pero un auténtico sirviente de la vieja ciudad era más inteligente. Skethe había sobrevivido cuando todos los demás habían perecido. Las bestias negras del desierto habían matado a los cobardes. Eso significaba que al menos él no tendría que hacerlo, y podría deleitarse en los ecos psíquicos de su sufrimiento antes de que La Sedienta los reclamase.
El bocado bastaba para aplacar la sed de almas durante un tiempo; en realidad le mantendría hasta que llegase a su nave. La desvencijada Razorwing esperaba cerca de allí, cubierta de demonios nocturnos y de otros reflectores visuales para evitar ser detectada. Nunca había pretendido unirse al asalto terrestre, quería dejar que el mon’keigh aumentado genéticamente y sus cohortes pereciesen en aquella trituradora. Skethe quería cabezas. Muchas cabezas. Le gustaban los trofeos de carne, y conservaba los muchos que había conseguido a lo largo de los años en una cámara secreta cuya ubicación sólo él conocía y que se encontraba entre dimensiones. Lenguas, dedos, incluso había coleccionado voces y latidos durante los milenios de su existencia. En el puerto espacial afectado había una especie de hospital. En sus salas pronto habría un gran número de heridos, todos listos para ser segados con el filo de su hoja de verdugo. Lo haría en honor a Kheradruakh, el gran Decapitador. Tal vez algún día, Skethe añadiría la cabeza de su patrón a su colección también.
Sus pensamientos vanagloriosos se evaporaron cuando encontró lo que estaba buscando.
—Siliathe… —ronroneó en un susurro que sólo podía confundirse con la brisa.
La moribunda se volvió. Se fundía con las sombras de un saliente rocoso, pero Skethe la localizó sin problemas.
—¿Estás muriendo, hermana? —preguntó, bebiendo de su dolor como si fuese un néctar.
Los labios de Siliathe se movían, pero no podía hablar. Se aferraba a su alma con dedos resbaladizos, pero no rogaba ni suplicaba. Como mandrágora que era, ella habría mostrado el mismo desdén despiadado si fuese él quien yaciese en su lugar.
—Ella vendrá pronto —prometió él—. Tu sufrimiento será largo, aunque no puedo quedarme a disfrutarlo. Pero debo preguntarte algo. ¿Sabe él a quién sirvo?
Los ojos de Siliathe se abrieron de par en par, pero su sorpresa fingida no resultó convincente ni siquiera en sus últimos estertores.
—No mientas —le advirtió—. Los tres formamos un aquelarre y compartimos nuestros secretos. —Los símbolos grabados en la carne de su cuerpo medio desnudo latían furiosamente mientras se nutrían del dolor de Siliathe—: Syarrth ha muerto, ya mora en el tormento eterno, de modo que no puedo preguntarle a ella. Contéstame: ¿sabe a quién sirvo?
Lentamente, de un modo casi imperceptible, Siliathe negó con la cabeza.
Skethe sonrió, pero su gesto no tenía nada de benévolo.
—Gracias, hermana —dijo—. Te creo. —El demonio nocturno se acercó a la mandrágora moribunda—: Y ahora voy a confesarte algo. Te he mentido. —Skethe le colocó una mano en el pecho—: Voy a verte morir y te arrebataré todo lo que te quede por dar…
Siliathe intentó respirar, pero ya estaba muerta, y su alma descendía hacia un abismo de dolor eterno.
—Tu último aliento —susurró Skethe, cerrando el puño como reteniendo y devorando aquel último grano de fuerza vital en la mano—. Delicioso…
Después desapareció, como el humo en el viento, como una sombra apenas recordada, y se dirigió a su nave.