I: SUPERADOS EN ARMAS

I

SUPERADOS EN ARMAS

Mientras el Speeder rebotaba por el Desierto de Pira, Val’in intentaba encontrar su carabina.

El piloto conducía pegado al suelo del desierto y atravesaba cañones de arena ceniza y sorteaba dunas llenas de riscos a una velocidad vertiginosa. Eso daba poco margen para el error. Un despiste, una roca sobresaliente que golpease la placa de propulsión, un giro mal calculado y todo habría terminado.

Los chacales de ojos rasgados que les perseguían no tendrían piedad con sus cuchillos y lengüetas silos Salamandras se estrellaban.

Val’in les vio a través de una granulosa luminiscencia verde, a través de las miras de su rifle láser: tres vehículos gravíticos con forma de flecha idénticos al que habían derribado antes. Sus proas segmentadas estaban armadas con arietes acabados en puntas que relucían al sol. Un grupo de guerreros vestidos de negro oscuro atestaban la cubierta de cada uno de los vehículos, riendo y cacareando.

Y estaban ganando.

Val’in disparó y falló.

Exor y Heklarr tuvieron más o menos la misma suerte.

—Es como disparar a serpientes de fuego etonianas en la oscuridad con una mano atada a la espalda —gruñó el primero.

—Ba’ken, intenta mantener el vehículo estable —gritó Prebian contra d viento. Habían cogido aún más velocidad, con los propulsores al máximo con la esperanza de dejar atrás a sus perseguidores. Lo único que habían conseguido hasta ahora era dificultar la comunicación y convertirse en un objetivo más difícil—. ¿Has intentando arponear alguna vez a ballenas gnorl en el Mar Acerbian agitado? Esto es más difícil.

Serpientes de fuego, ballenas gnorl: todos asesinos. Incluso una manada de leónidos o una colonia de escórpidos sería preferible a los cazadores que se aproximaban a ellos mientras el sol pintaba el cielo sobre sus cabezas del color de la sangre.

El problema no eran sólo las sacudidas del Speeder. Los vehículos gravíticos estaban protegidos por una especie de campo parpadeante que enmascaraba sus auténticos movimientos y les proporcionaba un camuflaje antinatural. Sin duda había sido así como habían conseguido infiltrarse hasta ahora en el desierto sin ser detectados.

Ba’ken mantenía su atención centrada en la ruta que tenía delante, alternando entre ésta y el mapa vectorial que se desplegaba rápidamente en la consola de control. La placa del augur mostraba una versión virtual en tres dimensiones del terreno que estaba por delante, y los contornos presentaban una delineación hexagonal que le permitía saber cuándo girar o a qué distancia estaban de una quebrada o una cresta. Era un instrumento básico pero increíblemente exacto.

Pero a pesar de la maestría de Ba’ken en el desierto, de su conocimiento del medio y de la atronadora aceleración del Speeder, no era capaz de quitarse a los oscuros eldar de encima. Imaginaba que podían alcanzarles en cualquier momento, pero habían decidido atormentar a su presa primero. Deseaba fervientemente detener los motores y enfrentarse a ellos en una batalla honrosa, pero incluso eso se le negaba. Sin ayuda, superados en número y en armas, parecía que les aguardaba una muerte segura. Pero no permitiría que aquellos salvajes le torturasen. No se sometería a las cadenas o a ninguna otra trampa. La muerte en combate sería el único resultado que estaba dispuesto a aceptar.

«Soy Hellfist. Soy un gladiador».

Incluso fuera de las fosas infernales themianas, sintió como los primeros tentáculos de transición acariciaban su psique.

A través de su visión periférica, Ba’ken vio un relinchante estallido de oscura energía que iluminó el lateral del Speeder y que le obligó a dar un giro brusco. Dirigió el movimiento hacia lo alto de una cresta de rocas afiladas y la placa de propulsión chirrió al rozarlas. Un segundo estallido hizo que girase a la izquierda dando un bandazo del que un Ala de Cuervo se habría sentido orgulloso, pero lo mandó en dirección a una duna más empinada.

—¡Impacto! —rugió mientras el morro del Speeder se hundía en la arena ceniza y enviaba ráfagas de polvo sobre el casco. Una nube cada vez más gruesa impedía la visión, de modo que Ba’ken dependía de los augures para navegar por el terreno. Consiguió elevar el morro de nuevo usando los propulsores para liberarse de la duna. Estaban dejando un rastro de fuego y humo. Varias runas de advertencia parpadeaban en la consola de control en rojo.

—Ya lo sé, ya lo sé —masculló entre dientes.

A su espalda oyó como Prebian maldecía mientras él y los aspirantes se esforzaban por sujetarse.

Hubo una breve sensación de ingravidez cuando salieron despedidos en el aire como un proyectil de mortero. La aguda parábola los hizo descender de nuevo en cuestión de segundos. La dura arena ceniza se acercaba a gran velocidad para recibirles con una fuerte sacudida. Se alejaron de la cresta. Ba’ken conducía de manera salvaje siguiendo su instinto y se zambulló en un profundo cañón plagado de arroyos de ácido.

Al instante, el aíre ya acre de por sí se tomó sulfúrico.

La pintura verde del Speeder se empezó a cuartear y pelar conforme se erosionaba.

Una pila de ácido, por muy superficial que fuera, no era el lugar ideal para aterrizar. Era uno de los peligros más mortales de Nocturne. Ba’ken les había llevado hasta allí adrede.

Desde la parte de atrás del Speeder, Val’in observaba mientras el primer vehículo gravítico alcanzaba la cima de la cresta y descendía hacia la quebrada. Su piloto no estaba preparado para lo que le esperaba allí. El aspirante continuó mirando con adusta satisfacción al escuchar los gritos repentinos. Los eldars oscuros que no llevaban casco sintieron el ácido de un modo más agudo que el resto. Era una lástima para ellos que el piloto del vehículo fuera demasiado presumido como para llevar alguna protección facial. Todavía parpadeando por la acción de su generador de campo alienígena, la nave giró y dio varias sacudidas hasta enterrarse de morro en una ciénaga de ácido sulfúrico.

El hedor a carne quemada inundó la caliente brisa, así como los aullidos de los xenos moribundos.

Cuando el Speeder se niveló y salió de la quebrada, Prebian abandonó su posición en cuclillas y se ayudó de la barandilla para ponerse de pie. Tenía el rostro intacto.

—Nacimos en la forja de Vulkan —dijo a los eldar que perecían. Incluso los aspirantes, que todavía no habían alcanzado toda su apoteosis, sólo presentaban quemaduras leves—. Conocemos la verdad del fuego.

Era sólo una pequeña victoria. Los demás vehículos gravíticos advirtieron la trampa y esquivaron la quebrada, dejando a los moribundos a su suerte.

—Son unos malditos depravados —dijo Heklarr, siguiendo a los dos vehículos mientras adoptaban posiciones opuestas en lo alto de la cresta que rodeaba la caída.

—Ellos opinarán lo mismo de nosotros —les dijo Prebian. Después giró la cabeza—. Ba’ken, hemos conseguido unos minutos cruciales. Aprovechémoslos.

—Hemos sufrido daños. Puede que los motores no duren mucho, y la placa de propulsión… —Ba’ken señaló con la mirada la consola de control plagada de mensajes escarlata parpadeantes.

—Hasta el yunque, hermano… —dijo Prebian, poniéndole una mano en la hombrera—. Haz lo que puedas.

Los cañones alienígenas empezaron a disparar de nuevo, y una luz oscura arañó el aire al lado del Speeder. Ba’ken conducía el vehículo valientemente hasta que un rayo alcanzó la cola y lo desequilibró. Estaban deslizándose a toda velocidad por una amplia llanura de ceniza y dando violentas sacudidas. Estaba peleando con los controles para intentar que el vehículo volviese a seguir una especie de línea cuando el cielo que tenía por delante estalló de repente en un blanco magnésico. La llamarada de luz aún rugía en lo alto cuando un segundo sol cobró vida. Una onda expansiva llegó con él. Aunque el epicentro se encontraba en el espacio profundo el efecto se sintió incluso en la superficie. Golpeó al Speeder como un puño divino, volcó al vehículo y lo lanzó con desgana por la arena ceniza.

El arnés mantuvo a Ba’ken en su asiento, amarrado a la rodante masa de fuego y metal mientras que los demás salieron despedidos. Sintió que se acercaba el fin cuando los flancos, el casco y el techo del Speeder se doblaban y se abollaban cada vez que golpeaba el suelo. Apretó los dientes, confiando en que su resistencia aumentada genéticamente le salvase.

Sin saber por qué, las palabras que le había dicho Dak’ir anteriormente volvieron a su mente en medio de una corriente de sensación caleidoscópica.

«Quería ver que estabas vivo e ileso, hermano… Al menos una parte de eso es verdad».

Mientras el mundo de Ba’ken se descomponía en fragmentos de luz, sonido y dolor se dio cuenta de que aquellas palabras habían sido exactas. «Todavía no estoy entero. Todavía no soy inviolable».

El mundo alcanzó el equilibrio de nuevo, el tiempo fluía como de costumbre. Ba’ken olía el fuego. Percibía el sabor de la sangre. En varias partes de su cuerpo sentía huesos rotos. La negrura se apoderó de él.

De los aspirantes, Val’in fue el primero en levantarse. Un momento después se dio cuenta de que había sido el Maestro Prebian quien le había levantado.

—Ponte a cubierto —le decía, aunque lo oyó como a través de una densa niebla que tardara en disiparse. Se tambaleó hacia un pequeño tramo de roca y se resguardó allí mientras los eldars oscuros cargaban de nuevo.

Prebian consiguió guarecer a Heklarr y Exor en las rocas antes de que empezasen los disparos. Era un fuego sostenido con el que pretendían acorralarlos, no herirlos ni matarlos. Val’in vio como observaba los restos siniestrados que atrapaban a Ba’ken en su abrazo de metal, pero no podía llegar hasta ellos.

Su respiración se estaba volviendo rápida y pesada, en parte como reacción a la repentina subida de adrenalina por el accidente, y en parte por la fisiología aumentada que le preparaba para la batalla inminente.

Los vehículos gravíticos disminuyeron la velocidad, alzaron sus armas y planearon delante de los Salamandras asediados, provocándoles.

Val’in se inclinó sobre las rocas para estabilizar su puntería, pero después retiró las manos rápidamente al ver que una capa de escarcha empezaba a cubrir el arma.

—Maestro…

Prebian inspeccionó los agujeros entre los asaltantes y el espacio muerto resplandeciente a cada lado.

—Se llaman mandrágoras, aspirante.

No explicó nada más, pero Val’in siguió su mirada y divisó vagamente algo revolviéndose entre las largas sombras que proyectaban los vehículos. Saltaba de sombra en sombra, como una parte concomitante de éstas, corriendo de un modo casi imperceptible entre ellas hasta posarse sobre la de las rocas donde los Salamandras estaban agazapados. Una sombra se transformó en varias, como negros cortes de hoja antropomorfoseándose delante de él.

—Mi señor… —murmuró Exor. La escarcha cubría su avambrazo y su greba.

Prebian también lo había visto.

—Retiraos —dijo en voz baja—. Coged vuestras hojas.

Los aspirantes extrajeron sus cuchillos de caza con un leve chirrido de acero.

Estaban retrocediendo, dejando la protección de las rocas tras ellos. Los eldars oscuros no querían dispararles como perros; pero los mandrágoras querían destriparlos como cerdos y llevarse sus humeantes entrañas como trofeo.

—No los veo —silbó Heklarr, buscando con la mirada en dirección a los vehículos gravíticos que esperaban.

—Están cerca —susurró Exor.

Val’in imitó a Prebian, que estaba callado y alerta.

—Cómo podemos luchar contra algo que ni siquiera podemos… ¡arrrgh!

Heklarr se tambaleó hacia delante escupiendo sangre. El cuchillo themiano se le deslizó de entre los dedos muertos mientras una hoja salida del éter sobresalía por su espalda. Delante de él, de pie ante el oscuro charco de su propia sombra había un mandrágora.

Un pelo blanco y liso caía en cascada desde el cráneo del alienígena. Tenía un cuerpo ágil y cubierto de harapos y no estaba del todo fijo en este plano de la realidad. Parpadeaba dentro y fuera de resolución como una señal de imagen débil, sincopado y encendido con runas eldritch grabadas en la carne.

Prebian atacó un segundo antes que Val’in e hizo que la espantosa criatura emitiese un chillido ahogado mientras que el aspirante sólo atravesó el aire.

—¡Abrid fuego! —rugió, levantando su bolter y salpicando el área de proyectiles. El pobre cadáver de Heklarr daba sacudidas bajo los impactos explosivos, pero Prebian no quería arriesgarse—. Vigilad vuestra sombra —dijo mientras los dos aspirantes que quedaban abrían fuego con sus carabinas.

El fuego automático arañó la arena ceniza y estalló entre las veloces figuras intermitentes de los mandrágoras mientras que el resto de los eldars oscuros devolvían los disparos.

—¡Atrás! ¡Atrás!

Prebian les instó a retirarse, pero tuvo cuidado de no dejar que cediesen a sus instintos y huyesen. Todavía no eran exploradores, y mucho menos Marines Espaciales; sus predilecciones humanas todavía podían ejercer cierto dominio sobre ellos.

Val’in recibió un disparo en el hombro, dejó caer su cuchillo, pero siguió agarrando su carabina. La célula de energía estaba casi agotada. Tenía otra, pero no tendría la oportunidad de cambiarla. Tras el tiroteo, parecía que los mandrágoras se habían retirado, pero eso todavía dejaba al par de vehículos gravíticos y a los guerreros que los ocupaban.

Ahora avanzaban velozmente, sacrificando la precisión por la velocidad de disparo y de avance. La ancha llanura de ceniza se estrechaba en un cuello de botella de rocas y de altas crestas. Después descendía en una zanja oculta que hizo que Val’in resbalase por el cambio repentino del terreno. Durante unos instantes estuvieron fuera de la vista del enemigo gracias al elevado saliente de la boca del cañón. La leve velocidad que les proporcionó les llevó al centro de la cuenca antes de que los vehículos enemigos llegasen por encima de la elevación en fila india.

Unas sombras acechaban en las cimas cubiertas de humo de las crestas, pero no eran mandrágoras.

Incluso con su silueta oculta, Val’in reconocía a los sa’hrk cuando los veía. Se dio cuenta de que en sus prisas por dejar atrás a los oscuros eldar debían de haber atravesado la frontera de la zona de alimentación de los sa’hrk y habían acabado adentrándose en el territorio de las criaturas.

—Señor… —empezó.

—Quedaos en el punto más bajo de la cuenca —silbó Prebian sin dejar de mirar ni por un instante a los eldars oscuros que se acercaban pero consciente de que había otros depredadores cerca—. Los de la cresta no están solos.

El humo envolvía el punto más bajo del cañón. Venía de ninguna parte, canalizado por las ventiscas de ceniza y avanzaba por las llanuras superiores creando un niebla tóxica densa y asfixiante. Los xenos intentaron planear por encima de ella, pero pronto incluso ellos se vieron obligados a adentrarse en la masa gris para cazar a sus presas.

—Ba’ken escogió bien esta ruta —murmuró Prebian.

Val’in asintió, pero no podía evitar temer que el sargento estuviese muerto. Incluso si había sobrevivido al accidente, nada evitaría que los mandrágoras lo torturasen y lo ejecutasen.

Sus mórbidos pensamientos se vieron interrumpidos cuando el tripulante de uno de los vehículos gravídicos gritó algo en el mordaz dialecto de los eldars oscuros a su capitán. Val’in vio como señalaba las altas crestas. Tras el ladrido de una orden, unos cuantos guerreros apuntaron y dispararon sus rifles hacia las rocas envueltas por el humo.

Los sonidos agudos de los impactos revelaron un puñado de intentos fallidos, pero las acechantes sombras se dispersaron. El tripulante que había divisado a los merodeantes sa’hrk estaba riendo cuando una figura delgada saltó de entre la niebla y reclamó al artillero del vehículo gravítico. Un grito ahogado resonó desde el humo antes de que el xenos y la bestia hubiesen desaparecido.

Fue entonces cuando los tiros empezaron en serio. Los guerreros a bordo de los dos esquifes descargaron sus rifles y armas de asalto en una granizada que atravesó la niebla.

Más sombras brincaron desde la oscuridad, una de ellas detenida en pleno vuelo, atravesada por un oscuro rayo de luz; otra derribó a un xenos sobre el suelo. Varios de los sa’hrk aterrizaron sobre las cubiertas de los vehículos gravíticos. Arrancaron extremidades y destrozaron torsos antes de caer bajo la combinación del fuego de rifle y de las dentadas hojas de las espadas.

Una avalancha de criaturas descendía ahora por la ladera de la cresta, bruscas y ululando gritos guturales mientras organizaban a la manada. Pero no eran nómadas igneanos ni aspirantes a exploradores hartos de estar en el desierto; también eran depredadores, sólo que de una clase diferente.

Avanzando entre la refriega, los mandrágoras regresaron. Val’in veía sus contornos entre la niebla. Era imposible seguirlos, pero ningún sa’hrk pudo hincarle el diente o clavarle la garra a las apariciones y su número empezaba a mermar.

—¿Debemos atacar o retirarnos? —preguntó Exor contrariado.

—Ni una cosa ni la otra —respondió Prebian—. Permaneceremos juntos, espalda contra espalda, formando un círculo.

Val’in miró hacia los eldars oscuros. Era difícil saber si había tres o treinta mandrágoras, pues se movían rápido y sin problemas. Distraído, casi no vio a un sa’hrk que corría hacia ellos antes de que un tiro láser certero acabase con él. Los depredadores del desierto no hacían distinciones y no estaban de lado de sus nativos.

Pero estaban perdiendo.

Un grito gutural más profundo de un gran sa’hrk oculto dio la señal de retirada. La manada huyó por la cuenca del desierto antes de volver a refugiarse en las paredes del cañón para buscar una presa más fácil en alguna otra parte de la Pira.

Los eldars oscuros habían resultado gravemente heridos por la emboscada, y sus guerreros se habían reducido a la mitad en cuestión de unos sangrientos minutos. Ilesos, los mandrágoras avanzaron por fin, habiendo decidido reclamar la cabeza de los Salamandras para ellos. Mientras que los demás seguían lamiéndose las heridas, lo que parecía ser una hembra cobró vida ante los supervivientes. Su pelo blanco grisáceo que parecía flotar alrededor de su estrecho rostro le cubría los ojos.

Unas runas brillaban en su piel negra como el carbón, y un velo de escarcha la precedía, llegando hasta Val’in y los demás.

—Correr no servirá de nada. Hasta aquí es hasta donde hemos llegado —dijo Prebian con la esperanza muriendo en su voz—. Defended vuestro territorio.

Lanzó un disparo con su bolter, pero la mandrágora desapareció. Para cuando la llamarada se hubo apagado, ella ya estaba a distancia de atacar.

Prebian cargó contra ella con su gladius, pero ella esquivó el golpe como una serpiente y le apuñaló en el hombro con su espada. El Señor del Reclutamiento lanzó un grito de dolor cuando la maléfica arma atravesó sus defensas.

Val’in y Exor acababan de empezar a moverse cuando una segunda hoja se materializó en la otra mano de la mandrágora en dirección al cuello de Prebian para darle una muerte rápida. Ya estaba encima cuando su cabeza dio una violenta sacudida y la sangre empezó a brotar por un lateral de su cráneo formando una columna roja.

Ella parpadeó una vez en vano, con la boca congelada en un grito silencioso y se desplomó sobre el suelo.

Val’in escuchó un segundo disparo que sonó como un látigo de aire desplazado que derribó al artillero del segundo vehículo gravítico y que neutralizó así los cañones de luz oscura.

Para entonces, los xenos se habían dado cuenta de que los sa’hrk precedían a una amenaza mayor y estaban disparando a la cresta de nuevo. Deberían haber estado vigilando la boca del cañón cuando una estampida de saurochs salió disparada hacia él aullando y bramando.

La mayor parte del ganado fue detenido por el fuego frenético, pero las demás continuaron avanzando, aplastando a los muertos y cargando contra los vehículos gravíticos. Los sauroch eran bestias corpulentas y musculosas con morros duros y acolmillados y con unos cuartos delanteros potentes. Los vehículos quedaron apartados y destrozados por sus lomos acorazados, y los que iban montados en ellos quedaron aplastados bajo sus fuertes pezuñas.

—¡Escalad! —Prebian dirigió a los aspirantes por la cresta. Algunos de los xenos intentaron hacer lo mismo, pero o era demasiado tarde o acababan abatidos por disparos.

Para cuando la estampida hubo terminado, los vehículos estaban destruidos y los xenos reducidos casi a un eldar. Algunos de los supervivientes habían conseguido llegar hasta el borde del cañón y habían huido al desierto donde serían presa de los sa’hrk; el resto yacía ensangrentado boca arriba, atravesados en los restos de los vehículos o medio aplastados.

Uno de los heridos intentó levantarse y agarrar su arma. Su cabeza cayó hacia atrás en una nube escarlata antes de haber llegado a tocar la culata.

Val’in siguió la trayectoria del disparo y vio una figura que avanzaba descaradamente por la ladera con un rifle de francotirador descansando en su mano. Era corpulento de espalda ancha y parecía un boyero. Con las bufandas y el sombrero era difícil distinguir su rostro. Todas sus facciones estaban ocultas. Descendía por la boca del cañón, desde la que había iniciado la estampida. Guardándose el rifle en la espalda, donde se lo colgó sobre el hombro izquierdo de una correa, se abrió su largo abrigo de boyero y desenfundó un gladius.

Aquello fue lo primero que detuvo a Val’in mientras seguía al extraño a través de las miras de su carabina. Lo segundo fue ver que se detenía para abrirle la garganta a un eldar oscuro y que hubo un breve destello de fuego rojo que iluminó las sombras tras el sombrero.

Prebian sonreía mientras bajaba el arma de Val’in.

—Tranquilo, aspirante. Estás apuntando a un aliado, aunque no puedo creerme lo que estoy viendo.

—¿Quién es ése? —preguntó Exor en voz baja mientras Prebian se dirigía a reunirse con el extraño.

—No tengo ni idea —confesó Val’in—. Pero creo que sé lo que es.

Ambos observaron como Prebian se acercaba al boyero, que había terminado de ejecutar a los heridos y se puso de pie para recibirle.

—Hermano —dijo el maestro a modo de saludo.

El boyero asintió, se desenroscó las bufandas y se retiró hacia atrás el sombrero para revelar un rostro delgado y negro como el ónice.

—Maestro Prebian —dijo.

Prebian se echó a reír.

—Apotecario Fugis, pensaba que estabas muerto.