II: CIEGOS

II

CIEGOS

Argos avanzaba por el pasillo como si estuviese ebrio. Tal cosa era casi imposible para un Marine Espacial, la acción de unos implantes genéticos específicos lo evitaría, pero era lo más parecido a como se sentía el Señor de la Forja en ese momento.

Estaba… consciente, pero sus movimientos no eran totalmente suyos. Una fuerza externa le guiaba, un impulso, una infección en su psique. Le había cogido desprevenido y por ello se apoderaba rápidamente de él. Luchaba contra ella a cada paso, contra el impulso que se repetía como una baliza angustiada en su mente. Pero estaba perdiendo, y la compulsión que le corroía se estaba tornando más fuerte.

Pasó a servidores y tecnoadeptos semihumanos en su camino hacia el Ojo de Vulkan. Nadie le detuvo ni cuestionó su extraño comportamiento, y él no podía pedir ayuda. Nadie venía. El camino a sus espaldas estaba cerrado, y Ak’taro no llegaría hasta él. Su propia lucha por la supervivencia se acercaba.

El gran portal arqueado que daba a la cámara del Ojo de Vulkan se alzaba imponente delante de él.

Argos no recordaba cómo había llegado hasta allí. La lucidez iba y venía como una tira de luz que necesitaba ser reparada.

«Necesito que me reparen…»

Era algo hermoso, diseñado por los herreros artesanos Salamandras, tan majestuoso como imponente. Argos no vio ninguna de las filigranas del arco ni la aclaración inscrita en su extremo. No vio la imagen representada en la superficie de chapa de Vulkan y T’kell, el primer Señor de la Forja, juntos. Aquella puerta protegía un lugar sagrado, era un templo a la par que una estación de batalla, y Argos estaba a punto de profanarlo.

Tras una orden háptica de sus mecadendritas, la barrera se abrió deslizándose. La puerta, de un tamaño inmenso, se abrió muy despacio y los engranajes emitían un chirrido tremendo. La representación de Vulkan y T’kell se separó por la mitad, uno a cada lado, al tiempo que dos mitades de metal bruñido se mostraban y se separaban también.

Antes de haberse abierto por completo, Argos se dirigió hacia una luz gloriosa que emergía del interior. De esto tampoco fue consciente.

Era como si caminase dentro de una nube de ruido estático y su percepción se perdiese a causa de las interferencias externas.

«Sólo que proviene de dentro…, de dentro de mí…»

Luchaba contra ello, pero sus pies avanzaban por su propia voluntad como si de repente fuese una marioneta bajo unos hilos invisibles.

Someterse a la máquina y volverse uno con el Omnissiah tenía sus sacrificios. Se pagaba con carne a cambio de conocimientos e inteligencia. La voluntad no era uno de ellos. Aquél siempre había sido el mayor temor del Señor de la Forja, la rendición de su propio ser. Podía volverse duro de emociones, abrazar la frialdad del metal, pero siempre había sido el mismo, una decisión consciente y bien razonada. Aquello era una abominación.

Ahora estaba al otro lado del umbral de la puerta, la gran barrera volvía a cerrarse tras él. Con los dientes apretados intentó resistirse a la orden que le obligaba a hacer lo que sabía que no debía hacer. Pero era un acto evasivo y se estaba quedando sin tiempo. Lo único que logró hacer fue murmurar unas letanías entre sus labios tensos: ritos de depuración y de reparación, de purga y de función.

Había tuberías y cables, y el batir de máquinas inmensas. El incienso de unos braseros que se balanceaban en cadenas colgadas por todo el techo abovedado sobrecargaba sus sentidos. Las hornacinas albergaban reliquias y estatuas dedicadas al primarca y a los Señores de la Forja pasados y presentes.

«Éste es un lugar sagrado y estoy a punto de cometer un sacrilegio».

La impresión de la cámara se transformó en un borrón cuando los sentidos ópticos de Argos le traicionaron. Chirriando lastimeramente, su ojo biónico se centró en la figura acorazada esclavizada al asiento del cañón. El arma no se veía al completo; gran parte del láser de defensa sobresalía de una cúpula de metal, con el inmenso cañón apuntando hacia el cielo.

«Y de este modo Vulkan nos protege, con su ojo siempre abierto en la oscuridad de la noche…»

Los flancos del arma lucían símbolos y la antigua marca de los maestros herreros-artesanos. La mano de Vulkan era evidente en ella, pues fue él mismo quien la había forjado milenios atrás.

La figura unida a ella mediante un enlace de conexión mental no se movió cuando Argos se acercó. Estaba absorto en su trabajo, su trabajo eterno. Servidores y adeptos inferiores también vagaban por el área consultando cogitadores y examinando cascadas de datos u observando monitores y dispositivos augures.

Algo atribulaba a la figura sentada. Era mucho más grande que sus cohortes y vestía una armadura roja y verde. El símbolo del engranaje adornaba su peto. Estaba distraído. En su estado de semidominio, Argos tardó unos instantes en entender por qué.

Los augures no estaban funcionando. Nada funcionaba como debería. Vio como la interferencia que afectaba a su mente se reflejaba en sus pantallas fraccionadas. Oyó como el ruido blanco se transmitía también a través de sus salidas de audio. Argos intentó aislarlo para buscar de dónde procedía la perversa señal, pero llegaría demasiado tarde.

Una pantalla seguía intacta. Era la más grande y pendía sobre el cañón como una inmensa pieza de obsidiana. La imagen de un gigantesco asteroide había aparecido en el plano cristalino a varios kilómetros de distancia pero acercándose. La imagen se amplió como si estuviese avanzando la trayectoria de la roca. Unos riscos afilados se revelaban en una escabrosa esfera envuelta en un gas celeste. Su estela la seguía como los tentáculos de alguna bestia oceánica que emergía a la superficie en busca de presas. Y era negra, tan negra como el final de todas las cosas, un vacío contra el vacío, oscuridad sobre oscuridad.

Unos datos de objetivo invadieron la pantalla visual en una serie de runas y de diagramas geométricos que cambiaban a gran velocidad. Algunos de los símbolos parpadeaban en rojo mientras las miras de las armas se alineaban sobre el núcleo en expansión de la roca. Los ajustes se transmitían a la máquina y alteraban sutilmente la posición de impacto prescrita.

Argos ya estaba cerca. Se tambaleó hacia la figura acorazada que estaba sumida en su trabajo, apartando de un golpe a un servidor que se había interpuesto en su camino. El ser ciborgánico aterrizó contra una pared y empezó a perder sangre y fluidos.

Un mensaje apareció de manera beligerante en la pantalla retinal: «INOPERANTE».

Después redujo a otro, esta vez un tecnoadepto que había intentado deliberadamente impedir su avance. Era como si su mente ya no estuviese conectada a su cuerpo, como si fuese testigo de los hechos desde fuera y gritase de impotencia y de horror.

—Kor’hadron… —dijo, arrastrando la palabra, y la voz de la máquina estaba cargada de ruido estático y no sonaba como la suya propia.

Ahora, la figura acorazada se volvió. Las torvas lentes de su yelmo miraban a Argos iluminadas por una llama ámbar.

—¿Hermano? —preguntó la figura acorazada a la que había llamado Kor’hadron. Su miedo se disipó, sustituido por la confusión. Una nueva pregunta emergió de la rejilla de voz de su yelmo de batalla. Era una pieza adornada, como el resto de su armadura. Argos la reconocía, pero no lograba ubicarla, como un rostro fuera de su alcance, como si fuera la salvación de aquella pesadilla y no pudiera tocarla.

Las palabras de Kor’hadron se perdieron en el ruido blanco. La lucidez del Señor de la Forja le había abandonado de nuevo.

Debía de haber sido algo en su comportamiento, o tal vez la mínima señal de preocupación que Argos había logrado transmitir antes de perderse por completo lo que alteró al otro Señor de la Forja. Para cuando golpeó, Kor’hadron ya se había movido. Los cables sinápticos se soltaron con un destello de chispas furiosas y un silbido de vapor las hizo agitarse en el aire como víboras cuando el golpe impactó contra su hombro.

El hacha de energía se clavó en la hombrera de Kor’hadron, partiéndola. Se escuchó un repentino grito de dolor cuando el filo mordió la carne Todavía tambaleándose a causa de la desconexión sináptica forzada, Kor’hadron se movía de manera lenta y pesada; mientras tanto, toda la desorientación de Argos desapareció frente a un decidido impulso homicida. Volvió a golpear y lanzó al otro Señor un golpe que le partió el engranaje del peto y abolió su chapa de batalla.

Un puñetazo en la cabeza de Kor’hadron hundió el lateral de su yelmo. Una de las lentes retinales estalló hacia fuera en una lluvia de cristal super-endurecido y reveló un ojo ensangrentado y desorbitado de rabia e incredulidad.

No tuvo tiempo de liberar su furia, ya que Argos lo aporreó hasta tirarlo de la silla y contra el suelo, propinándole varios cortes de energía. Mientras intentaba recuperarse, un salvaje revés levantó a Kor’hadron por los aires y lo lanzó deslizándose boca abajo contra la pared. Y allí se quedó, inmóvil.

Otros tres servidores, en un intento de intervenir, murieron más rápido, antes de que Argos ocupase la silla de mando del Ojo de Vulkan y se conectase.

Al principio se reveló. Cualquiera que fuese el espíritu máquina que poseía al artefacto se dio cuenta del elemento cáustico en su nuevo compañero simbiótico. Fuera lo que fuese lo que estaba dominando a Argos, el impulso, contra el que seguía luchando con fuerza para ubicarlo y neutralizarlo, consiguió vencerlo finalmente.

Un torrente de datos apareció en su córtex dañado. Unas matrices de objetivo y soluciones de disparo alternativas se presentaron en un borrón sin restricciones de intercambio rápido de información. Él el cañón eran uno ahora. La interconexión mental se había completado.

Inconscientemente ajustó el objetivo del cañón, un procedimiento inmenso y complejo que tardó segundos mientras se alineaba en una inmensa distancia.

Una advertencia parpadeó en la pantalla. El núcleo del asteroide era altamente combustible. Un disparo directo originaría una reacción en cadena que desataría una explosión de tal potencia y magnitud que se sentiría en varias regiones planetarias. El pronóstico de sus efectos sobre Prometeo rayaba la catástrofe.

Un vestigio de resistencia emergió brevemente en la mente de Argos. Kor’hadron, su homólogo Señor de la Forja, había intentado disparar contra la superficie del asteroide para desviarlo de su actual trayectoria.

Los cálculos seguían descendiendo en la pantalla, ajustándose a favor de un disparo más directo y absolutamente destructivo.

«Estoy a punto de desencadenar un infierno…»

Era como un grito dentro de un vacío. Su cuerpo no reaccionaba.

Sus dedos temblaban mientras intentaba manipular los controles para un tiro al núcleo. Argos se resistía, y la tensión se manifestaba en la gruesa vena que sobresalía en su frente. Abrió la boca y liberó un torrente de angustioso lenguaje binario que resonó por las paredes de la cámara… pero la presencia extraña en su interior no cedía.

Los códigos de disparo inundaban el torrente de datos y descendían ante la vista de Argos como el primer acto de un guión apocalíptico establecido en las páginas del destino desde hacía más de cuatro décadas.

El Ojo de Vulkan se centraba en su presa.

Unos círculos de energía incrustados en la superestructura del arma alcanzaron los niveles óptimos mientras que el grito artificial de los condensadores a plena tolerancia inundaba la cámara con un ruido ensordecedor. Ningún humano podía soportarlo; incluso los Marines Espaciales sin aumentos genéticos experimentaban un inmenso malestar auditivo.

Aquélla era una deidad destructora, una asesina de monstruos. En las manos manchadas de Argos se había convertido en el monstruo.

En un chillido de energía liberada, el láser de defensa disparó.

El relinchante rayo salió del cañón a una velocidad pasmosa, impulsado por una fusión seminucleóníca. Su réplica se sintió en la resultante onda expansiva que hizo vibrar los paneles instrumentales y temblar extensiones de cableado.

El rayo atravesó el cielo y la Roca Negra al otro lado quedó atravesada por una lanza de luz pura.

La reacción fue instantánea cuando un segundo sol nació brevemente en el vacío de la noche, con una esperanza de vida cruelmente corta, pues pasó de ser una enana roja a una supernova en cuestión de microsegundos.

Argos no percibió nada de esto Nadie lo hizo. Sólo su ojo de la mente fue testigo.

Un falso amanecer iluminó Nocturne.

El infierno se había desatado.