I: LLAMA DESATADA

I

LLAMA DESATADA

Ninguno de los presentes dudaría jamás de la sagacidad del Padre Forjador.

Hablaba con la sabiduría de Vulkan, e incluso compartía su nombre. Era la encarnación viviente de todo lo que significaba ser un Salamandra. Nadie personificaba los valores del Credo Prometeano mejor que él. El sacrificio personal, la resistencia, la confianza en uno mismo, la tenacidad frente a probabilidades imposibles. Su búsqueda de Los Nueve le había conducido a él a aquellos que habían llevado el manto antes que él a atravesar la galaxia y a las regiones más oscuras del espacio inexplorado. Disponía de la voluntad del Capítulo si la necesitaba. Había renunciado a la hermandad por seguir una llamada sagrada. A nadie se le alababa más que a él.

Y cuando hablaba, todo el mundo escuchaba.

—Está en nuestra naturaleza desconfiar de lo que nos es desconocido —dijo—. No conozco los pensamientos de nuestro primarca, sólo represento su voluntad. Él está con todos nosotros. Sus palabras nos guían, pero son incompletas. Debemos ganarnos el mensaje que nos dejó. Nosotros, los Nacidos del Fuego, debemos decidir su significado.

Dak’ir esperaba que su testimonio le absolviera. Nunca había conocido a Vulkan He’stan, aunque había oído hablar de sus hazañas. Sabía que en su día había sido capitán de la 4.ª Compañía, pero de eso hacía mucho tiempo. Por lo poco que Dak’ir le había sonsacado a Pyriel, había regresado al Capítulo hacía poco. Su viaje sagrado le había llevado muy lejos de Prometeo y de Nocturne. Que hubiese escogido este momento para regresar era algo auspicioso o un terrible presagio. De un modo u otro, no había duda de que no era una mera coincidencia.

Fue Zen’de, el viejo Señor del Reclutamiento, el primero en narrar la leyenda de Los Nueve. Al mirar el ensombrecido contorno del Padre Forjador, Dak’ir se vio a sí mismo de nuevo en el lectorium, cuando acababa de convertirse en explorador.

«—Hace años, Vulkan ocultó nueve artefactos sagrados por la galaxia. Sus profecías, enterradas en el Libro del Fuego no sólo revelan dónde residen los artefactos, sino qué forma adoptarán».

Las palabras eran tan calientes y claras como el fuego ritual de la mente de Dak’ir.

«—De Los Nueve, como se les conoce, sólo falta encontrar cuatro. Tres los lleva el Padre Forjador como parte de su panoplia de guerra, mientras que las demás reliquias recuperadas permanecen aquí, en Prometeo».

Zen’de se refería al Cáliz de Fuego, la nave forja en la que se creaban las armaduras y las armas del Capítulo, y al Ojo de Vulkan, un inmenso láser de defensa orbital que hacía guardia en el puerto espacial y en el propio Nocturne.

Lo único que se veía del Padre Forjador en la oscura cámara eran sus ojos, que ardían como el núcleo fundido de la montaña, y su mirada se posó firmemente en Dak’ir, como si le hubiese leído el pensamiento.

Era difícil aguantarle la mirada, pero Dak’ir no flaqueó.

—He realizado un viaje muy largo. Y me ha traído aquí, de vuelta con mis hermanos —dijo, señalando con el brazo a todos los reunidos. Algunos de los viejos señores asintieron con reverencia ante este comentario—. ¡Esto me llena de júbilo!

He’stan se inclinó hacia delante y en su rostro se mostraron sus numerosas cicatrices. Tenía un semblante noble, joven pero sabio. A pesar de su evidente celo, había un ápice de melancolía que templaba su tono.

—Pero también hay desesperación en mi corazón, porque soy un guerrero aparte, solo y sin par. Este sendero que he tomado sólo porta mis huellas, pero no creo que sea algo casual que me haya traído aquí de vuelta sin un motivo.

Se hizo el silencio mientras He’stan dejaba que los presentes asimilasen palabras.

Elysius fue el primero en hablar.

—Noble Padre Forjador, ¿aconsejas entonces la absolución del acusado?

He’stan miró al capellán con curiosidad.

—¿Absolverle de qué, hermano? ¿De los actos que podría cometer o de los que jamás cometerá?

—Una amenaza para la existencia de nuestro Capítulo, de Nocturne, se encuentra entre nosotros —intervino Emek—. No deberíamos pasar eso por alto.

Cuando los ojos de He’stan cayeron sobre el apotecario, estaban cargados de pesar.

—¿Estás tan empeñado en juzgarle que te has vuelto ciego, hermano? Emek prosiguió sin inmutarse.

—Si tenemos la oportunidad de evitar el cataclismo quitándole la vida a Dak’ir, deberíamos hacerlo. Arriesgarnos a no hacerlo es una insensatez. ¿Qué hay de la profecía y de la fatalidad que augura?

—Existen muchas profecías —le dijo He’stan—. Pocas son fáciles de distinguir o poseen un significado claro. Incluso los resultados rara vez son absolutos. Si renunciamos a nuestros vínculos de hermandad, estamos mejor muertos de todos modos. Es el yunque, hermano. Debemos soportarlo, por muy dura que sea la prueba.

—¿Y si nos rompe? —preguntó Mulcebar.

He’stan negó con la cabeza lentamente.

—Veo miedo en esta sala y la disposición de creer en la superstición por encima de lo que vemos con nuestros propios ojos. Somos guerreros de la tierra, que es sólida y tangible —el Padre Forjador cerró el puño—, no criaturas etéreas y efímeras. Somos Nacidos del Fuego, inmutables como la roca.

Algunos de los señores se revolvieron incómodos tras sus palabras. Otros no se avergonzaban tan fácilmente.

—Yo no temo nada, hermano —dijo Drakgaard tajantemente—. Lo que estamos tratando aquí es terrible, pero si tenemos que cometer un acto atroz para evitar que otro peor tenga lugar, deberíamos hacerlo.

—No me convence nada de esto, pero ¿realmente debemos dejar nuestra existencia en manos del destino? —preguntó Dak’tyr—. Una vida frente a millones… —Dejó la frase a medias mientras sacudía la cabeza.

El Señor de la Flota parecía que iba a apoyarle.

Dak’ir sintió un repentino cambio en la marea.

Vel’cona sin duda abogaba por su destrucción. Sólo su adherencia al ritual y al Credo Prometeano habían evitado que lo hubiese hecho ya. Tanto Mulcebar como Drakgaard opinaban como él, guiados por el pragmatismo hacia el camino más seguro.

Por lo que parecía, la ola había ascendido hasta el cuello de Dak’ir. Pyriel también lo pensó; sentía la resonancia de la ansiedad del epistolario en la leve aura psíquica que emanaba de su cuerpo. En el interior de Dak’ir, la llama se revolvió. Era sólo un susurro de desasosiego, un fuerte sabor a quemado en su lengua, el escozor del calor bajo las puntas de sus dedos, pero bastó para hacer que el Semántico quisiese cerrar los ojos. Finalmente cerró los puños y rezó.

—Pero ¿no depende eso de cómo influimos en la balanza? —preguntó Elysius—. Si ejecutáis a Dak’ir y él es nuestro salvador, entonces habréis condenado a todos esos millones que pretendéis salvar.

Vel’cona frunció el ceño.

—¿Dónde está tu convicción, capellán? No reconozco al guerrero que tengo ante mí.

—Vivita y coleando, Jefe de los Bibliotecarios, aunque por lo visto tú has perdido tu compasión. —Después se dirigió a Emek—. Al igual que tú la esperanza que poseías en su día, apotecario, ¿o acaso la Proteana lisió tu espíritu como lo hizo con tu cuerpo?

—¡Ya basta! —La voz de Tu’Shan reverberó por la cámara con tanta fuerza y vehemencia como un cuerno de guerra, pero sin gritar. He’stan no era el único que sabía hacerse escuchar.

Todas las partes inclinaron la cabeza obedientemente ante el Señor del Capítulo.

—Estamos divididos —continuó Tu’Shan una vez que los tres hicieron gestos de arrepentimiento entre ellos y hacia él—. Buscador —dijo, utilizando un término antiguo para referirse al Padre Forjador—, el sinuoso sendero de Los Nueve te ha traído de vuelta a Prometeo. Explícanos por qué.

He’stan asintió hacia su Regente.

—Estoy buscando cuatro —dijo—, cuatro de Los Nueve artefactos de Vulkan.

Todas las miradas estaban puestas en él le observaban en silencio.

—Esto —dijo, levantando un guantelete de gran maestría engalanado con el símbolo del draco— es el Guantelete de la Forja. Lo encontré en la bodega del jefe pirata Iath Bloodweaver. Y esto —dijo, empujando hacia delante una lanza que agarraba con el puño cerrado— es la Lanza de Vulkan, cuyo filo ardiente nunca se apaga. Yo porto el Manto de Kesare, la bestia asesinada a manos de nuestro primarca. —Se puso derecho y una gran capa de escamas se desplegó sobre su espalda—: El Ojo de Vulkan y el Cáliz de Fuego son los últimos —añadió—, y se encuentran aquí, en Prometeo.

Un fuego visceral se encendió en sus ojos, una vieja llama que reflejaba los horrores de los que había sido testigo y la oscuridad que había superado.

—Quedan cuatro. De ellos sólo se conoce su nombre. Ha sido así durante milenios. Muchos Padres Forjadores, y los Nacidos del Fuego a su servicio, han muerto buscándolos. —Sus ojos se tornaron calderas rojas y su fervor se intensificó—: Incluso el más mínimo indicio de su forma significaría un progreso que este Capítulo no ha visto en siglos. No creo que jamás lo conozcamos. Creo que el camino sólo se revelará cuando ya se haya recorrido.

He’stan miró a Elysius.

—Fe, hermanos. Nuestra fe en la sabiduría de Vulkan. ¿Y si estamos ya en ese camino?

—Ilumínanos, hermano —dijo el Capellán con voz de asombro. Estaba formándose algo trascendental. Y tendría lugar en aquella misma cámara en aquel mismo momento. Dak’ir sintió el latido de sus corazones y la chispa de un fuego naciente se formó de manera desesperada en sus manos.

«Quiero nacer», parecía susurrar la llama. ¿O era acaso una parte obstinada de su mente que se rebelaba contra su encarcelamiento?

—La Canción de la Entropía, el Carro de Obsidiana y la Máquina de Aflicción son tres —dijo He’stan. Después se dirigió a Tu’Shan—. Me has preguntado, Regente, por qué he regresado a Prometeo. Al principio creí que sería para ayudar a guiar al Capítulo durante este tiempo de juicio, pero ahora opino diferente. El camino me ha traído hasta aquí, del mismo modo en que me llevó hasta Iath Bloodweaver.

Los ojos del Señor del Capítulo se abrieron de par en par.

—Has venido hasta nosotros…

—Porque uno de los cuatro está aquí —concluyó He’stan. Vel’cona se quedó boquiabierto.

—Eso es imposible. Yo lo habría visto.

—Hemos estado todos ciegos —dijo Elysius.

Drakgaard no podía creerlo.

—¿Un artefacto de carne y hueso?

Todos los señores presentes sabían el nombre del cuarto de los artefactos perdidos de Vulkan. Sólo Tu’Shan tuvo el valor para pronunciarlo.

—La Llama Desatada.

Todas las miradas se posaron sobre Dak’ir.