II
PRESA
Pegado a las dunas, el Land Speeder apenas levantó una nube de arena cuando Prebian minimizó el funcionamiento del motor. La placa de repulsión, que había reaccionado a la gravedad de Nocturne, se mantenía baja. Estaban siguiendo a los aspirantes y quería observarlos sin ser detectados. Incluso los propulsores traseros estaban al mínimo para poder avanzar en silencio.
Disminuyendo la velocidad, el vehículo gravítico ascendió una pequeña duna antes de hundirse en una profunda quebrada que había detrás. Iban al ralentí, con los motores zumbando con sólo la suficiente energía para mantenerse en el aire. Había otra duna a unos trescientos metros de distancia.
La bruma del desierto radiaba de la arena cocida y una ráfaga de arena se dirigía hacia ellos, arrastrada por vientos distantes que procedían del Mar Acerbian. Esto ocultaría su posición perfectamente.
—Anteojos —dijo Prebian, extendiendo una mano para coger los magnoculares que Ba’ken le ofrecía—. Deberían aparecer por esa elevación en cualquier momento… —murmuró como para sí mismo.
—¿Y si no? —preguntó Ba’ken, que observaba los picos de arena a cada lado de la quebrada. La paranoia que le había afectado anteriormente todavía perduraba.
—Entonces se han perdido en la Pira y ya están muertos. —Prebian le devolvió los magnoculares—. Val’in lleva la delantera.
Ba’ken echó un vistazo.
La vista estaba granulosa y teñida de verde, los datos de rastreo inundaban su visión, pero se podía ver claramente al aspirante. Los vientos calientes golpearon e iniciaron una tormenta de arena. Val’in mantenía la cabeza inclinada frente a ella y avanzaba con el hombro, dando largas zancadas a través del polvo creciente.
—Levanta la cabeza… —Ba’ken sabía que el aspirante no le oía, pero le reprendió igualmente.
Era una técnica de supervivencia básica. Mantener la vista en el suelo evitaba que vieses los peligros que se avecinaban. Ésa era la razón por la que muy pocos avances militares se realizaban contra una tormenta. Los desiertos eran especialmente peligrosos. Además del mal funcionamiento del equipamiento, que era bastante común, también había que enfrentarse al calor y al brillo del sol. Las tormentas de arena sólo eran un añadido a la letalídad del medio. Y sí se sobrevivía a todo eso, en la Pira todavía estaban las ventiscas de sulfuro, las fosas de arena y los géiseres de ácido que acababan con los imprudentes.
Aumentó la ampliación. El joven miraba hacia delante de manera intermítente, y mantenía la cabeza agachada para evitar la peor parte de la tormenta.
Ba’ken sonrió.
Aunque parecía cansado, Val’in progresaba de manera constante.
—Conserva la fuerza…
Las áreas de reproducción de los sa’hrk estaban cerca, y los monstruosos habitantes de la Pira eran tan despiadados como los demás peligros. Val’in necesitaría su cuchillo de caza themiano y lo que le quedase de inteligencia muy pronto.
—Mantén el cuchillo cerca…
—Tus instrucciones servirán de poco a tu protegido desde aquí, hermano sargento —dijo Prebian.
Ba’ken bajó los magnoculares y los aseguró en la cabina del Speeder. Era un variante de Storm con capacidad para el transporte a expensas de sistemas de artillería más letales. Cualquier aspirante que sobreviviese a la prueba podría al menos regresar cómodamente hasta la Ciudad Santuario más cercana. La Storm sólo tenía espacio para dos tripulantes y cinco pasajeros, lo cual decía mucho del pragmatismo de los Salamandras y de la dureza de las pruebas.
—Mis disculpas maestro. Parece que fue ayer cuando yo mismo estaba ahí fuera en la arena, cazando presas y ganándome mí caparazón.
Prebian puso una sonrisa feroz y en un instante pareció quitarse de encima sus muchos años.
—Es emocionante, ¿verdad?
Después activó los motores y salió de la quebrada a velocidad de crucero.
Cuando estaban acercándose al pico de la siguiente elevación, Prebian comprobó sus coordenadas en la pantalla del mapa instalada en la consola del Land Speeder.
—Será mejor que continuemos por ese cañón —dijo con la vista al frente—. Los sa’hrk andarán cerca.
Ba’ken cogió el bolter pesado, lo desbloqueó y deslizó el arma por su riel. Comprobó la carga, un cartucho completo de fuego pesado masarreactivo. Cualquier sa’hrk que recibiese un disparo se convertiría en vapor escarlata.
Ba’ken levantó las miras de hierro y ajustó su objetivo observando una cadena de dunas distante. Un reflejo del sol sobre el metal le llamó la atención. Fue efímero, pero definitivamente no había sido cosa de su imaginación.
—Contacto en lo alto —dijo, proporcionando la posición mientras dirigía el bolter pesado en la misma línea—. A unos quinientos metros aproximadamente.
Prebian viró el Speeder formando un arco amplio sin vacilar, añadiendo empuje para aumentar la maniobrabilidad. De este modo, la posición que Ba’ken había indicado quedó justo delante de ellos, donde su blindaje era más resistente y el cañón tenía mayor ángulo de tiro.
Deceleraron hasta casi detenerse, a medio camino de una elevación, con el morro señalando a una cadena distante por la que habían empezado a aparecer los aspirantes.
Prebian estiró la mano para coger los magnoculares.
—¿Confirmación?
—Todavía nada —respondió Ba’ken que seguía observando por la mira de hierro. Recorrió la cadena, de manera lenta y constante—. ¿Nos está siguiendo?
—La dirección sugiere que sí.
—No se ve nada.
Prebian dejó los magnoculares y esperó.
Aparte del leve zumbido del motor del Speeder, el desierto estaba en silencio.
Ba’ken sentía el latido de sus dos corazones. Era fuerte y regular, tranquilo. Su perspectiva se concentró en el mundo circular que se veía a través de las miras de hierro del bolter pesado.
Las motas de polvo formaban vagas espirales en la cima de la cadena, pero aparte de eso nada más se movía. Estaba salpicada de rocas volcánicas, grietas y peñascos, numerosos lugares donde esconderse.
—Mantén cubierta el área elevada —dijo Prebian mientras se levantaba del asiento del conductor—. Voy a mirar más de cerca.
Desenganchó un rifle de francotirador de la red del Speeder y se dispuso a observar la duna con su lado ciego de espaldas al posible enemigo.
Ba’ken no veía al Maestro de Armas con su visión periférica pero resistió la tentación de seguirle. Permaneció observando la cadena mientras Prebian abarcaba un área más amplia y más baja.
Vio ligeramente al maestro de nuevo unos minutos después, mucho más alejado mientras se acercaba al punto señalado por Ba’ken. Se mantenía agachado, pegado a las rocas. Quien quiera que fuese el que les estaba siguiendo le habría visto desembarcar; de modo que atacarían o se retirarían. Ambas acciones revelarían su posición a los Salamandras.
Prebian estaba utilizando su mira de francotirador para observar la cima de la cresta, y sólo miraba a través de ésta mientras avanzaba. Al llegar a la elevación desde un ángulo oblicuo, Ba’ken volvió a perderlo de vista. En ese intervalo, antes de que la cabeza de Prebian asomase de nuevo por encima de la línea de la cordillera y le indicase que estaba todo despejado, Ba’ken sintió un momento de tensión. Después se sentó en el asiento del conductor y aceleró el Speeder hasta la elevación para recogerlo.
—Fuera quien fuese ha desaparecido —dijo Prebian una vez reunidos.
Ba’ken frunció el ceño.
—He visto algo, lo juro por Vulkan.
—No hay necesidad de hacer eso, hermano. Mira qué he encontrado.
El Maestro de Armas extendió la mano. Era una daga, un utensilio extraño y dentado, completamente diferente a las hojas pesadas que utilizaba el Capítulo o cualquiera que vagase por el desierto.
Unos viejos recuerdos volvieron a la mente de Ba’ken como heridas reabiertas en su carne, y su rostro se ensombreció.
—Conozco la procedencia de esta arma —dijo—. Es un mensaje.
—¿Amigo o enemigo?
—No lo sé. —Prebian se sentó en el asiento del artillero—. No estamos solos aquí. Los eldars oscuros están en Nocturne, ocultos en este desierto.
Ba’ken aceleró el motor.
—Despacio —le indicó Prebian—. Si están acechando a los aspirantes, es posible que todavía no nos hayan visto, o al menos que no sepan dónde estamos. Avanza lento y en silencio, hermano sargento, pero estaré preparado para actuar.
—¿Quieres utilizar a los aspirantes de cebo?
—Ya son un cebo. Estamos solos en este desierto sin refuerzos, contra un enemigo que no vemos y de cuyo número todavía no podemos determinar. Tenemos que utilizar cualquier posible ventaja.
Ba’ken asintió, viró la Land Speeder y descendió de nuevo hacia la quebrada.
El entrenamiento había terminado. Ahora los aspirantes se ganarían el derecho a convertirse en Marines Espaciales Exploradores o perecerían.
* * *
Viviendo en las cuevas bajo Scoria, Val’in había desarrollado un sano respeto por las cosas peligrosas. De niño era muy consciente de la quitina y de la amenaza que aquellos monstruos representaban para su modo de vida. Se había hecho experto en evitarlas, y en saber cuándo estaban cerca. Podría describirse como un sexto sentido, aunque Val’in no era ningún psíquico, sin embargo, se le daba bien la supervivencia y había afilado bien sus instintos.
Confiaba en esa cualidad innata cuando se agachaba bajo un afloramiento escarpado de roca volcánica y se le encrespaba el vello de la parte trasera del cuello. Val’in no había nacido en Nocturne, pero había vivido y soportado el mundo infierno durante más de tres años, y había aprendido mucho durante tiempo. Conocía a los leónidos, los principales depredadores de la Llanura Arridiana, y a los sa’hrk, que ahora él también cazaba; había visto lo que bandadas de dactílidos hambrientos podían hacer a los viajeros solitarios y había escuchado el bramido de los grandes lagartos de fuego que habitaban bajo la superficie de la tierra. Nocturne poseía todos estos terrores y más. Algunos ni siquiera tenían nombre o no se habían visto en décadas; sin embargo, esto era algo diferente. No sabía por qué lo sabía. Era sólo una sensación, un temor que le recordaba que todavía era humano.
Val’in había escogido un saliente para protegerse del sol al tiempo que seguía avanzando por la cuenca del desierto. El suelo era firme también. Nunca había pretendido que se convirtiese en un refugio de lo que fuese que les estaba acechando.
Fundiéndose en las sombras de las escasas rocas, se limitó a esperar.
Heklarr fue el primero en atravesar la abertura, siguiendo la misma lógica, y posiblemente la ruta, de su compañero aspirante. Además de sus huellas, también se encontró con el cuchillo de Val’in pegado a su cuello.
Éste le indicó que guardara silencio, aunque la tormenta soplaba en el exterior. Un destello embrionario de fuego rojo iluminaba los ojos de Val’in cuando soltó al otro aspirante.
—¿Quién te sigue? —preguntó, cortando cualquier objeción por parte de Heklarr.
Heklarr frunció el ceño:
—¿Qué estás…?
—¿Quién? ¡Dime sus nombres!
Bien por el tono de la voz de Val’in o bien por el aspecto de sus ojos, Heklarr comprendió en ese momento la gravedad del peligro en el que se hallaban.
—Kot’iar, Ska’varron y Exor. No sé nada de los demás. Quizás se han quedado atrás; quizás ya están muertos.
Val’in ojeó la entrada, pensativo.
—Tenemos que dar por hecho que los han atrapado.
—¿Quiénes? ¿De qué nos estamos escondiendo, hermano?
—No lo sé, pero no es el sa’hrk ni nada que hayan ideado nuestros maestros de entrenamiento.
Inmediatamente, Val’in calculó el tamaño del saliente. Estaba parcialmente cerrado, casi como una cueva y sólo tenía dos vías de entrada y de salida, pero también era largo y estrecho. Cerrado en ambos extremos, quedaría poco espacio para maniobrar, pero de algún modo ser atrapado a la intemperie parecía algo peor.
—¿Cómo sabes todo esto? ¿Has visto algo? Las tormentas pueden gastarte malas pasadas mentales.
Heklarr era nativo, nacido de Epimethus en el Mar Acerbiano. Había visto como innumerables boyeros y balleneros habían perdido la cordura frente a los peligros elementos.
—He sentido algo. Un instinto, como cuando sabes que te están mirando. —Sus ojos se estrecharon mientras se esforzaba por recordar la sensación inicial—: Era casi como si quisiera que supiese que estaba ahí, que mi miedo a él le daría poder. Ninguna bestia caza así, ni siquiera en este lugar.
—¿Y qué propones que hagamos? —preguntó Heklarr. Había pasado suficiente tiempo con Val’in como para saber que generalmente había que fiarse de sus presentimientos. Después señaló su hoja—. Los maestros nos han quitado las carabinas. Sólo tenemos los cuchillos.
Val’in frunció el ceño. Todavía no tenía un plan completo.
—Avisa a los demás. Tráelos aquí si puedes. De lo contrario sugiero que intentemos sobrevivir.
—¿Ése es tu plan? —Heklarr no podía creerlo.
—¿Tienes tú otro mejor?
Un momento después, Heklarr se dirigió a la entrada e intentó encontrar a los demás en la rugiente tormenta.
Se había equivocado con respecto a los demás. No estaban muertos, al menos no aún.
Dukkar llegó hasta la cuenca del valle de arena antes de que su cuerpo estallase en una lluvia de sangre. Para Val’in, que observaba desde las rocas y deseaba que los demás llegasen hasta ellos, fue como si mil astillas minúsculas hubiesen explotado desde dentro de la carne del aspirante. Ralas’tan tuvo un destino diferente. Lo partieron de la ingle al cráneo al llegar a la elevación. El portador de la espada estaba oculto, al igual que la espada en sí. Era como si simplemente se hubiese partido solo y sus órganos se le hubiesen salido del cuerpo y hubiesen caído sobre la arena de manera espontánea.
De los rezagados, T’org fue el que más cerca estuvo de la salvación. El themiano poseía unas piernas fuertes que utilizó para superar a los demás. Heklarr, de pie en la entrada junto a Val’in, le animó a continuar. Estiró una mano para tirar de él, pero entonces T’org se quedó clavado en el sitio. Una expresión de terror absoluto se congeló literalmente en su rostro cuando partículas de escarcha se fundieron a su alrededor. Hielo en el desierto. El propio hecho de que fuera un anatema del orden natural hizo que Val’in se llenase de temor. Inmediatamente agarró a Heklarr de la mano antes de que la escarcha mortal le afectase a él también.
—¡Retirada! —silbó sin atreverse a respirar, y mucho menos a hablar.
Los cinco supervivientes se dirigieron al túnel de roca. Sólo habían llegado a mitad camino cuando los chillidos empezaron.
Algo se movía en el exterior, algo rápido y negro contra el sol. Val’in lo vio a través de las grietas de la roca. Iba a pie, o al menos eso parecía; su paso veloz y su destreza sugerían un movimiento totalmente hábil.
Había más de uno, aunque la velocidad de la sombra dificultaba determinar cuántos. Provocadores, corrían hacia delante y hacia atrás, arañando con sus filos la roca exterior.
—¡Formad un perímetro de defensa! —gritó Exor, que había decidido actuar como líder.
Los otros cuatro obedecieron, aunque los ojos de Val’in continuaron intentando seguir a las criaturas sombra que revoloteaban en el exterior.
—Yo cubro la parte norte —dijo Kot’iar.
—Yo la sur —añadió Ska’varron.
Sus maestros les habían enseñado bien. Estaban recurriendo a sus lecciones, aplicando bien las tácticas apropiadas para la situación. Pero no les serviría de nada contra su enemigo.
—Veo algo… —susurró Heklarr, señalando por encima del hombro de Kot’iar hacia la entrada norte de la que acababan de retirarse.
Fuera lo que fuese esa cosa que se deslizaba al interior del túnel, era sinuosa. Unas fosas olfativas se agitaban en sus orificios nasales, casi como si estuviera saboreándolos. El ser troglodita estaba completamente ciego, pero sus otros sentidos compensaban más que de sobra esa deficiencia. De color gris pálido, zigzagueaba hacia ellos con aspecto hambriento.
Fuera, las criaturas sombra habían dejado de moverse.
«¡Nos están observando!», se dijo con un estremecimiento de terror.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho… —empezó, confiando en que la letanía le impulsaría a actuar en la oscuridad cuando la abominación delgada y gris se aproximase.
Kot’iar se desmoronó. Rugió superado por el miedo y se entregó a un imprudente abandono. Abandonó el cordón de defensa, sordo ante las protestas de sus hermanos, y se abalanzó contra la bestia.
El ur-ghul reaccionó más deprisa. Eludió el cuchillo de Kot’iar como una serpiente que esquiva a un depredador. Media docena de superficiales chorros de sangre brotaron de la parte trasera del cuello del aspirante. Los demás tardaron unos segundos en darse cuenta de que la bestia había hundido sus garras como espinas en los órganos vitales de Kot’íar. Incluso a pesar de la fisiología aumentada de un pseudo Marine Espacial, estuvo muerto antes de que el ur-ghul empezase a comérselo. Las filas de sus afilados dientes molieron la carne del pobre Kot’iar y lo devoró en suculentas lonchas. Val’in necesitó toda su determinación para no atacar, y una presencia considerable para evitar que los demás lo hicieran también.
Si alguien más actuaba con imprudencia, acabarían todos muertos.
Aquel esperpento les sobrepasaba, pero por ahora, con las sombras de su lado, era a lo único a lo que se enfrentaban los aspirantes; juntos podían matarlo.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho —empezó Val’in de nuevo, manteniendo a la bestia en su punto de mira pesar de que le desagradaba ver lo que estaba haciendo con su hermano—. ¡Pronunciad el juramento! —rugió a los demás al recibir su silencio—. El fuego de Vulkan late en mi pecho… —dijo por tercera vez.
—Con él golpearé a los enemigos del Emperador —respondieron los demás a coro.
—Reunid todo vuestro valor, hermanos —Val’in se esforzaba por sonar seguro de sí mismo—. Puede que no seamos Nacidos del Fuego completamente desarrollados, pero tenemos la fuerza suficiente como para matar a ese monstruo y vengar a nuestro hermano caído.
Los jóvenes se desplegaron. Ska’varron vigilaba la retaguardia mientras Val’in y los demás se acercaban a la bestia. Su grotesca cabeza se sacudió hacia ellos cuando estaban cerca. El monstruo rugió y reveló sus dientes ensangrentados plagados de restos de la carne de Kot’iar.
Exor embistió, y la bestia se hizo a un lado como antes. Su respuesta mortal se evitó cuando Heklarr le hizo un tajo en una de sus pálidas extremidades. El animal atacó en respuesta, pero entonces Exor le cortó también. El dolor no parecía ralentizarla, aunque sus heridas sangraban profusamente y emitían un hedor asqueroso. Un furioso balido escapó de sus labios deformes mientras se disponía a enfrentarse con ambos atacantes a la vez, antes de que Val’in se colase tras su guardia y le insertase su cuchillo themiano en la garganta. Clavó la hoja hasta el fondo atravesando el cráneo de la bestia. El monstruo siguió resistiéndose pero Exor y Heklarr le atravesaron su aflautado torso.
No siguieron ningún plan, ninguna gran estrategia de la que ninguno de ellos pudiese proclamarse responsable. Era un acto desesperado y frenético, y sólo había tenido éxito porque habían atacado en masa. Era sucio y torpe, la clase de ataque por el que el Maestro Prebian les habría escarmentado. Pero estaban vivos y la criatura estaba a punto de morir. La primera norma del combate mano a mano era sobrevivir, y al menos eso lo habían cumplido.
Mientras se disipaba, los tres aspirantes cedieron ante un miedo agresivo y un alivio reprimido, destripando a aquel horror hasta que fue poco más que unos despojos. Para un mero observador podría parecer un acto de violencia gratuita; para los aspirantes era algo absolutamente.
Heklarr tenía el rostro cubierto de sangre. El joven escupió sobre los restos viscerales de la criatura y sonrió triunfalmente. El alivio se reflejaba en los ojos de los demás, pero Val’in sabía que aquello estaba muy lejos de terminar.
—Levantaos —les dijo. Tenía la mirada fija en la entrada norte y en la figura que estaba allí.
Vestía prendas de cuero angulosas y afiladas como filos de espadas. Una greba segmentada de metal cubría una de sus piernas, mientras que la otra estaba desnuda y mostraba la piel pálida. Y lo mismo sucedía con los brazos del señor de las bestias, uno de los cuales estaba en jarras con un látigo. Tenía un mechón de pelo lustroso y oscuro recogido hacia atrás y, al mirarla a los ojos, Val’in se dio cuenta de que era una hembra. Era aterradora, con una risa cruel y cadenciosa. Se sintió patético ante ella, insignificante.
Aunque no había nacido en Nocturne, Val’in había oído hablar de los espectros del crepúsculo. Asaltantes, esclavistas y ladrones de almas, eran los enemigos ancestrales de las tribus. El Capítulo de los Salamandras los conocía por otro nombre: los eldars oscuros.
La señora de las bestias dijo algo en su idioma, a medias entre una promesa lujuriosa y una maldición nefasta, antes de apartarse para recibir a su abominación.
Ésta era mucho más grande que el ur-ghul. Tenía un lomo ancho con extremidades largas y simiescas y estaba cubierta de una gruesa capa de pelaje. Musculosa y bestial, tenía el aspecto de algo de naturaleza lupina y quiróptera. Una cola gruesa que acababa en una lengüeta azotaba tras ella mostrando la excitación del monstruo. En una máscara de rojiza quitina había un nido de ojos que brillaban como maliciosas esmeraldas. Su morro delgado ondeaba mientras absorbía el aroma del miedo de los aspirantes.
Con los ojos brillantes, la señora de las bestias parecía imitar a la criatura cuando una ligera expresión de placer sádico escapó de sus labios.
—Atrás —ordenó Val’in a los otros. No quería huir. Ellos deseaban huir, y una parte de él se negaba a ello, pero permanecer ahí significaría su muerte y, tal vez, jugando al juego de la eldar oscura todavía fuese posible hallar una escapatoria para él y sus hermanos.
—Ska’varron…
—El camino está despejado —respondió el aspirante sin necesidad de que le hiciera la pregunta.
—Nos perseguirán por ahí —espetó Exor—. Fuiste tú quien nos trajo aquí en un principio.
La bestia estaba cada vez más cerca, inundando el extremo del túnel con su inmenso tamaño y su hambre de carne.
—Me he equivocado —respondió Val’in—. Aquí vamos a morir. Al menos ahí fuera les obligamos a esforzarse en su matanza.
—Por mí bien —coincidió Heklarr, y los cuatro aspirantes supervivientes huyeron, provocados a cada paso por la risa de la señora de las bestias.
La tormenta casi había cesado y el sol ardía en lo alto cuando salieron por el otro lado del afloramiento parcialmente encerrado. Val’in hizo una mueca mientras sus ojos se acostumbraban a la intensa luz repentina.
Era gris y deprimente con una orbe sangrienta palpitando en el rojizo De pronto hubo un relámpago que enmarcó las montañas distantes mientras el humo ascendía formando nubes desde sus calderas. Inmenso y extenso, el Desierto de Pira no ofrecía ningún refugio, sólo muerte.
Ska’varron fue el primero. A apenas unos pasos de la salida del túnel se desplomó. Exor intentó cargarlo, pero tenía unos fragmentos insertados en el cuello y el brazo que lo debilitaban. No era mortal, pero lo había dejado hecho un desastre y sangrando.
—¡Déjalo! —rugió Val’in—. ¡Tenemos que continuar!
El rugido de los motores de los vehículos que arrancaban zumbaba por las dunas. Aunque iba en contra de sus instintos, Val’in miró hacia atrás.
Primero vio como el inmenso demonio salía trotando del túnel y alcanzaba a Ska’varron. Después se quedó de piedra al ver a la docena de guerreros de armadura negra segmentada, que portaban espadas serradas y rifles finos como agujas. La señora de las bestias estaba entre ellos y mientras que ella iba en un patín gravítico de cuchilla afilada, los demás iban montados en un largo vehículo gravítico de proa de púas.
De algún modo, aquellas criaturas se habían infiltrado en Nocturne, habían traspasado sus defensas con algún propósito desconocido y estaban eliminando todo lo que pudiese delatar su presencia.
Val’in se había equivocado. En las dunas tampoco había esperanzas para ellos. Pero no se dejaría vencer como un perro, de modo que dejó de correr. Los demás le imitaron.
«Defenderemos nuestro territorio como Salamandras».
—No es así como había imaginado que terminaría —dijo Exor mientras los tres aspirantes se reunían—. Buscaba la gloria, no la ignominia.
—Como todos nosotros, hermano —masculló Heklarr.
Val’in no tenía nada. Ningún discurso, ninguna estrategia. La guerra y la muerte: así es como era, tal y como les habían contado en los lectoriums.
—Al menos moriremos de pie. —Fue todo lo que se le ocurrió decir al final, e incluso aquello parecía un comentario fácil.
La persecución había concluido y con ella la sed de deporte de los oscuros eldar. Los asaltantes se aproximaban ahora a los aspirantes con determinación. Sus burlas y provocaciones habían terminado. Cuchillas reales y no lengüetas escupidas por lenguas se encargarían de herirles a partir de ahora.
Val’in se preguntó brevemente si deberían abrirse ellos mismos la garganta antes de dejar que los oscuros eldar hiciesen lo que estaban a punto de hacerles, pero descartó la idea por considerarla innoble.
«Lucharemos, como debe de ser».
Los jóvenes levantaron la cabeza todos a una, desafiantes. Exor escupió flema al suelo, donde burbujeó amargamente.
—Al infierno con este destino, y al infierno con ellos.
Los eldars oscuros permanecieron impasibles.
Val’in, Exor y Heklarr se prepararon para recibirles.
El denso ladrido de un cañón pesado detuvo su agresividad.
Golpeó el vehículo gravítico con una relinchante tracería, destrozándolo y desgarrando su insignificante blindaje. Como un ser vertebrado con la columna rota, el vehículo se plegó sobre sí mismo y sus motores explotaron en una serie de ardientes estallidos que alcanzaron a la tripulación, devorando a los xenos que gritaban en una ola ardiente.
Algunos de ellos saltaron apuntando con los rifles y gritando obscenidades en su áspera lengua. Val’in siguió con la vista hacia donde apuntaban cuando otro disparo tronó desde el cañón. Vio un estallido en la distancia, como un relámpago en el sol. Provino de un cañón grueso y negro, una llamarada cruciforme compuesta de puntas de fuego. La bruma del calor y las corrientes del desierto impedían ver qué era lo que se avecinaba. Avanzaba deprisa, emergiendo desde una quebrada.
Heklarr gritó como desquite por la muerte de Ska’varron cuando el demonio desapareció en una nube de sangre.
Val’in entrecerró los ojos conforme sus salvadores se acercaban. Distinguió la señal del draco en la cola del Speeder mientras una columna de humo emergía del lanzamisiles bajo su morro aplanado.
Impulsados por una serpentina de fuego, los misiles detonaron entre los grupos dispersos de los guerreros eldar. El lanzamisiles Cerberus solía emplearse como arma de aturdimiento, para desorientar al enemigo. Prebian había hecho que uno de los tecnomarines modificase aquélla para que disparase bombas incendiarias. En el Despierto de Pira había algunos grandes depredadores a los que un bolter pesado ni siquiera rasguñaría. Sin embargo, una carga de misiles…
Los cuerpos de los enemigos volaron por los aires en densos géiseres de arena-ceniza. Otros salieron despedidos por los estallidos y aterrizaron, retorcidos y destrozados, junto a los cadáveres ennegrecidos por el fuego.
* * *
Vor’lessh sabía que aquello había terminado. Maldijo haber sido tan estúpida de haber escuchado a Skethe. Se suponía que el maldito demonio nocturno se había asegurado bien de que los jóvenes estuviesen solos. Ahora sabía que la había traicionado para sacar de su escondite a los guerreros que les estaban vigilando, cebo sobre cebo. Aquello era suficiente como para hacer que cualquier depredador se atragantase. Su pequeño grupo estaba muerto o mutilado. Era tentador permanecer allí para saborear su sufrimiento, tan dulce y fortificante, pero su instinto de supervivencia primaba sobre el deseo de placer sádico.
La eldar huyó dejando a los moribundos a su suerte.
Todo comenzó antes de haber empezado. De repente sintió una sacudida bajo sus pies cuando su patín volador se elevó y oyó el fuerte estallido del armamento principal de la terrible Speeder. Girando de manera vertiginosa sin esperanzas de recuperar el equilibrio, Vor’lessh aterrizó de golpe sobre el arenoso polvo del desierto mon’keigh.
Mientras yacía sobre sus propios fluidos vitales entendió el motivo de la traición de Skethe. Su muerte inminente la iluminó. Había descubierto que la lealtad del demonio nocturno hacia An’scur, su gobernador, estaba en duda. Servía a otro. Fue una lástima que no supiese a quién antes de hallar su desafortunado final.
Vor’lessh intentó moverse, pero tenía el cuerpo destrozado y empalado en un fragmento de caprichosa metralla. Entonces se echó a reír, escupiendo sangre a través de sus retorcidos dientes mientras el joven moreno se acercaba a ella con el cuchillo desenvainado. Sus ojos rojos como el fuego, casi ardientes, reflejaban el crimen que iba a cometer.
Había visto esa mirada en sí misma.
Aquélla era una raza bárbara, a pesar de su intención de aparentar lo contrario. Esos simios lampiños eran caníbales despiadados vestidos con harapos y nada más. Al final, cuando se les caía el velo, se comían los unos a los otros.
Ella intentó controlar su miedo. No temía al cuchillo. La Sedienta la estaba llamando, prometiéndole una eternidad de dolor, y no de la clase agradable.
«Hazlo rápido, perro».
Escupió un torrente de improperios para acelerar el cuchillo.
Exor no entendía el lenguaje mordaz de la señora de las bestias, pero sabía cuando alguien se estaba burlando de él.
—Cállate, zorra —dijo.
Le rajó la garganta y se apartó para ver cómo la abandonaba la vida.
—¡Hermano! —le llamó Val’in, advirtiéndole con su tono que no se descontrolase. Todos habían sufrido pero la malicia era lo que definía a los eldars oscuros, no a los Salamandras.
El Land Speeder planeó ante su vista con los motores rugiendo. Heklarr ya había subido a bordo y agarró su carabina mientras instaba a los demás que se uniesen a él.
—¡Subid! —gritó Prebian, dejando el bolter pesado a un lado para poder saltar del asiento del artillero. El viejo maestro procedió a rastrear a todos los xenos que habían sobrevivido y a ejecutarlos.
—Son sólo exploradores —les dijo a los aspirantes a su regreso—. Vendrán más. —Volvió al asiento de artillero y se volvió hacia Ba’ken—. Hesiod es la que está más cerca.
—Está a varias horas.
—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.
Reclinado sobre el panel del conductor, Ba’ken se dirigió a los aspirantes que tenía detrás.
—Agarraos.
Val’in se agarró a la barandilla más cercana. En la siguiente elevación vio una inmensa nube de polvo. Se estaba acercando. Y había algo más, algo que estaba mucho más cerca. A pesar del calor, una capa de escarcha cristalizó en la barra antivuelco vertical del vehículo. Era igual que en el exterior del túnel en el que T’org había muerto.
Dio gracias a Vulkan cuando el vehículo se apartó, rebotando por las dunas a toda velocidad y dejando atrás lo que quiera que fuera aquello que había provocado el hielo.
—¿Qué está sucediendo? —Exor tuvo que gritar para que le oyesen por encima del ruido del motor.
—Ningún enemigo ha pisado jamás el suelo de Nocturne sin ser detectado —respondió Prebian—. Esta emboscada precipita un ataque. Los asaltantes no hacen esto… es algo más.
El viento caliente que entraba con fuerza casi se llevaba las palabras, pero todos a bordo del vehículo las escucharon.
—Nos han invadido.