I: INFECCIÓN

I

INFECCIÓN

Las puertas de acoplamiento se abrieron, anchas como una sima, en el irregular flanco de Prometeo para recibir a la Caldera en el hangar número siete. Una nube de presión se liberó desde la bodega previa a la estabilización atmosférica, conviniéndose en partículas en contacto con el vacío.

La cañonera planeó lentamente por la inmensa planta, con las luces de su fuselaje revelando tramos de cable, fosas de mantenimiento y escotillas de acceso hasta que llegó a la plataforma de espera. Los puntales de aterrizaje se fijaron de manera magnética al suelo una vez que estuvo en la zona de seguridad y aseguraron a la Thunderhawk en su sitio con firmeza. Se unía a otras varias que estaban esperando el despegue o pasando una inspección rutinaria.

Las luces de peligro continuaban parpadeando de manera intermitente por la pista de aterrizaje, tiñendo el extenso hangar con una luz ámbar granulosa. Ayudaba poco a aliviar el entorno oscuro cubierto de vapor, pero advertía a los equipos de servidores de que estaba llegando una segunda nave.

No era una cañonera.

La nave colectora del Adeptus Mechanicus había seguido la estela de la Caldera, y sus inmensos propulsores hacían vibrar las paredes. El cristal a prueba de impactos de la estación de mando que daba al hangar tembló antes de que el carguero más grande se asentase. Su bodega estaba repleta del diezmo mineral de las minas de Nocturne y necesitaría preparación y reabastecimiento para regresar a su nave forja.

Cuando las puertas de acoplamiento se cerraron y la integridad atmosférica se recuperó, la rampa de embarque delantera de la Caldera descendió sobre la cubierta.

Orgento fue el primero en descender por ella. Su ojo biónico transmitía datos a su córtex frontal en relación a la temperatura, la presión y la saturación de oxígeno. Un icono de fallo de sistema parpadeó brevemente, pero después desapareció. Lo consideró un fallo en el sistema y programó el sistema augmético para que volviese a ser santificado en cuanto tuviese oportunidad.

Varios equipos de aterrizaje que vestían trajes atmosféricos se dirigían ya hacia las naves acompañados de servidores técnicos. Un adusto grupo de cráneos cibernéticos planeaba en el aire sobre sus cabezas. Eran los restos de siervos que habían muerto hacía tiempo, inmortalizados en el relicario para que continuasen sirviendo al Capítulo.

Los equipos se dividieron ante el tecnomarine como una bandada de dactílidos interrumpidos en pleno vuelo por un depredador más grande, y volvieron a reunirse cuando éste hubo pasado. Unos lanzallamas rituales bañaban el casco a su paso mientras los supervisores pronunciaban ritos de función sobre la cañonera.

—El Credo Prometeano venera al Omnissiah —explicó a Argos, que le había seguido detrás de él.

El Señor de la Forja saludó a su piloto, Loc’tar, que se dirigiría al solitorium para la depuración de fuego antes de contestar:

—La Caldera estará dispuesta para el doble bautismo —dijo—. En cuanto a los efectos sobre esa nave, no estoy seguro.

Adjunta a la columna de acoplamiento exterior del hangar se encontraba la impresionante nave forja Archimedes Rex. Se alzaba imponente a través de un inmenso portal de cristal blindado transparente que era lo bastante resistente como para soportar golpes de meteoritos y descargas de naves estelares.

Argos había visitado Nocturne para asegurarse de que el diezmo mineral estuviese preparado cuando la delegación marciana llegase.

Era la primera vez que veía la nave desde que la habían rescatado del espacio profundo. Sus flancos todavía presentaban marcas tras la larga exposición al vacío. La erosión asteroidea había estropeado la chapa de blindaje y había manchas causadas por los efectos del viento solar. Gran parte del rojo marciano de su pintura estaba quemado y podía verse el metal gris de fondo. La cátedra mecánica, los mecatemplos, los santuarios de datos y el factorum de la inmensa nave forja parecían oxidados, casi fosilizados contra su escarpado casco. Unas prominentes baterías láser y torretas de macro cañones estaban desplomadas vagamente en sus estaciones. Toda la nave parecía exudar enfermedad. La Archimedes Rex era un gigante e incluso desde fuera su presencia dominaba el hangar.

Detrás de la nave, Argos sintió curiosidad por el batallón de marcianos que estaban de pie bajo su sombra. Un grupo de servidores, genetistas y adeptos inferiores formaba filas esperando el regreso de Xhanthix.

El mago y su cohorte ciborgánica acababan de desembarcar.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Argos mientras los marcianos se unían a ellos en la cubierta.

—Se me ha concedido permiso para visitar tu nave forja. Creo que el nombre que le puso tu Capítulo es Cáliz de Fuego. Siento curiosidad por su proceso de fabricación y me gustaría registrar datos con mis propias mecadendritas.

Por el rabillo del ojo, Argos advirtió que las enormes puertas de seguridad del hangar se estaban abriendo. Cerradas, sellaban el resto del puerto espacial y de las salas interiores de Prometeo, incluida la ruta al Cáliz de Fuego. Un grupo de recibimiento formado por cinco hombres de la 4.ª Compañía, con los bolters cruzados sobre sus pechos, esperaba fuera de las puertas.

—Hay más de cincuenta… —Una sacudida de doloroso ruido estática hizo que Argos se estremeciera. Su oreja Lyman se inundó de repente de ruido blanco.

Una runa de advertencia parpadeaba en su ojo biónico. Un mensaje se desplegó por su pantalla retiniana en lenguaje binario. Tardó una fracción de milisegundo en traducirse.

++Infección detectada… Infección detectada++

—¿Quien…? —La palabra brotó de su boca como una interferencia. Había visto la advertencia, había descifrado su significado, pero no podía reaccionar de manera cognitiva.

La voz de Orgento sonaba entrecortada y distante, como si necesitase sintonizarse.

—S… e… ñor…

Las puertas de seguridad estaban abiertas casi por completo. Algo estaba sucediendo en la cohorte marciana. Unas luces rojas parpadeaban en sus diodos y unidades ópticas. Unos servidores que se desplazaban mediante orugas pasaron de ser dóciles a prepararse para maniobrar, elevándose sobre sus pistones hidráulicos. Tardó otro segundo en darse cuenta de que estaban armados.

Argos estaba casi de rodillas. Sus ojos pasaban de la expresión estupefacta de Xhanthix, a la cohorte marciana que seguía armándose.

++Infección detectada… Infección detectada++ seguía deslizándose ante su vista, burlándose de él.

—Orgento… —Era como hablar a través de un impulsor de voz roto.

Sus ojos se dirigieron hacia la figura fea y desfavorecida que se encontraba al final de la columna de acoplamiento exterior del hangar número siete.

Algo no iba bien en la nave. Lo que fuese que afligía a la Archimedes Rex no había desaparecido. Sólo estaba dormido, esperando que un detonador sináptico lo liberase.

Xhanthix lo había propiciado, había cargado algún paquete de datos crucial en las runas.

El dato corrupto estaba en su interior, corriendo libremente por sus implantes cibernéticos, virulento como un contagio. Como compuesto binario, él estaba reaccionando a su catalizador. Aislados, los componentes eran inocuos; pero juntos eran letales.

Aquel hecho terrible se reveló en el cerebro de Argos despacio, demasiado despacio.

«Yo soy el detonador».

Como un archivo de datos lento que se había cargado finalmente, Argos se dio cuenta de que se había puesto en peligro. Algo le había sucedido la primera vez que había interconectado con la nave forja; algo tan poderoso e invasivo que podría infestar a una dotación marciana al completo. Ya lo había hecho antes, volviendo a sus tripulantes homicidas. La señal era intensa; había sentido su resonancia incluso en la superficie de Nocturne cuando la Archimedes Rex estaba atracada en Prometeo. Llevaba latente varios años. Lógicamente, ésa era la única manera en que podía haber pasado desapercibida. De lo contrario, la nave habría sido aislada, puesta en cuarentena y neutralizada durante uno de sus rituales de santificación.

—Hay enemigos dentro del perímetro… —Se estaba llevando la mano a su pistola bolter al tiempo que las luces del hangar principal cobraban vida. Sentía como le latían los corazones en el pecho mientras la parte biológica de su cuerpo se esforzaba por reaccionar frente a lo que estuviese sucediendo en su parte inorgánica.

Las puertas de seguridad estaban desconectadas. Cinco guerreros entraron a paso ligero a través de ellas.

El rostro de Orgento se arrugó hasta fruncir el ceño mientras sacaba su propia arma. Su cuerpo protegía a Xhanthix de su vista pero cuando se volvió Argos vio más allá del tecnomarine. Una luz de datos parpadeaba en la capucha del mago. Era una cuenta atrás que estaba a punto de llegar a su fin.

—¡Al suelo…! —rugió Argos, sabiendo que ya era demasiado tarde.

Tres pitidos agudos se emitieron desde el vocalizador de Xhanthix, sincronizados con los destellos de datos, antes de que explotase.

La cubierta se alejó de sus pies o, mejor dicho, él se elevó en el aire por la intensidad de la onda expansiva. Sus sentidos retinales se vieron inmediatamente sobrecargados por la furiosa llamarada de luz. Los indicadores de temperatura empezaron a parpadear conforme los niveles de tolerancia de su armadura alcanzaban su límite. El impacto le hizo girar a cámara lenta ciento ochenta grados, con las extremidades sacudiéndose sin sentido. Una fragmentación incandescente salió despedida desde la zona del impacto a la velocidad del fuego de bolter, destrozando a desventurados miembros de la tripulación y desgarrando a servidores en una confusión de sangre y aceite.

El rugido de Argos se fundió con la cacofónica explosión hasta que se transformó en un sonido agonizante. Los segundos parecían minutos mientras las furiosas e incendiarias ondas asolaban el hangar.

Impactó contra el suelo con una sacudida. En el acto perdió una hombrera y se arrastró unos diez metros más antes de detenerse por fin. Un zumbante sonido ensordecía su oído, pero Argos tenía miedo de usar sus otros sentidos. Había desconectado su ojo biónico. Tenía el lado izquierdo de su rostro adormecido por la desactivación. Tambaleándose para ponerse de pie, encontró su pistola bolter y apuntó con ella hacia el humo que enturbiaba el hangar.

—¡Orgento! —Era como gritar bajo el agua.

Había incendios, cuerpos desparramados entre ellos. Algunos estaban terriblemente quemados; otros se retorcían de dolor, atravesados por la metralla. Oyó unos gritos y después el constante staccato del fuego de armas automáticas. No veía a ningún enemigo, sólo a los muertos y moribundos. Unos sordos destellos de disparos coloreaban la penumbra, pero era imposible saber a qué distancia se encontraban o señalar sus orígenes exactos.

Las sirenas aullaban, resonando por las paredes del hangar, que estaban bañadas de rojo por las luces de advertencia de despresurización.

—¡Orgento!

Argos estaba sangrando. Los servos de su pierna derecha estaban dañados y no se movían con facilidad. Cada tres pasos tenía que arrastrar el pie. El ruido estático de su cabeza estaba disminuyendo, transformándose en un dolor sordo. Se arriesgó a reactivar su ojo biónico. Un espectro de calor cubrió su vista.

Unas matrices de escaneado biológico identificaron la señal de Orgento a la izquierda de Argos. Sólo les separaban unos pocos metros. El tecnomarine presentaba electroencefalograma plano.

Orgento estaba muerto.

Su generador de energía estaba destrozado, así como la mayor parte de la coraza que le protegía la espalda. Había perdido uno de sus brazos. Su sangre estaba coagulada, pero no había sido suficiente para salvarle. El escáner mostraba una hemorragia interna importante. El pobre Orgento había recibido toda la fuerza de la explosión y varios de sus órganos habían reventado.

—Que Vulkan te guíe… —murmuró Argos con tristeza, e hizo el Círculo de Fuego.

Su pesar se vio pospuesto al vislumbrar una voluminosa silueta que emergía del humo. Sus sistemas de objetivo seguían inactivos, de modo que disparó a ojo y provocó una línea de chispas en la estructura del arma de un servidor. Éste contestó con una salva de cañón automático, pero sólo consiguió rascar el suelo. Argos le metió tres tiros precisos en el torso y el ser ciborgánico explotó con una detonación masarreactiva. Sus impulsores de orugas continuaron hacia delante medio metro antes de detenerse por fin.

Más criaturas emergían desde la oscuridad; algunas ocupadas con rivales ocultos que atacaban desde otras direcciones. Argos avanzó hacia aquellos que le apuntaban a él.

El estallido de un proyectil le atravesó el hombro desnudo provocándole una mueca de dolor. Argos respondió con dos disparos en la cabeza antes de girar en la dirección contraria y derribar a otro servidor.

A pesar de la enormidad del hangar no se diferenciaba mucho de una guerra de guerrillas, acechando a través del humo y matando a todo lo que se interponía en su camino. Le tendió una emboscada a uno de los seres ciborgánicos. Estaba destripando a un miembro de la tripulación con una sierra giratoria. Un trabajo espeluznante. Argos extrajo un cuchillo de vibración de una funda abrochada a su peto y le partió el cableado del tórax. Se resistió durante unos segundos, chirriando lastimeramente antes de cortarle la cabeza y acabar con él.

Escaramuzas menores sin ninguna cohesión estaban produciéndose por el hangar. Conforme la lógica sustituía al instinto, Argos intentaba determinar el propósito del plan enemigo. Era un ataque, diseñado y premeditado, pero no tenía sentido. Incluso con la ruta hacia sus salas interiores abiertas, requería una considerable cantidad de fuerza conseguir entrar. Sólo los sistemas automatizados de defensa podían repeler un grupo de invasión considerable sin necesidad de refuerzos adicionales.

Argos acabó con otro servidor y se dio la vuelta para enfrentarse al siguiente rival, pero se detuvo una fracción de segundo antes de apretar el gatillo.

La figura endurecida por la lucha de un Salamandra de la 4.ª Compañía le saludó.

—Maestro Argos, gracias a Vulkan que estás vivo.

Argos analizó los significantes faciales únicos del guerrero para determinar su identidad.

—Informe de estado, Hermano Ak’taro.

—El hangar siete está contenido. Ek’thelar y Rodondus defienden la puerta de seguridad. He venido a buscarte por última orden del hermano sargento Kel.

—¿Última orden?

—El hermano sargento Kel ha muerto, mi señor.

Argos asintió. El fuego empezaba a menguar mientras los Marines Espaciales y los hombres de armas humanos recuperaban el control. Algunos tiros desperdigados todavía resonaban por el hangar, pero eran cada vez más espaciados y ya no era fuego sostenido. Los soldados de Dak’tyr habían reaccionado rápidamente, pero Argos seguía preocupado.

Miró a la Archimedes Rex.

—Que nada entre ni salga de esa nave. Selladla; sellad toda esta área.

Los equipos de emergencia habían logrado activar los escudos de estasis para evitar más ventilación y estaban represurizando el hangar. Todavía se estaba trabajando en las puertas de seguridad de las salas interiores más allá del puerto espacial. Hasta que ese trabajo estuviese terminado, la fortificación correría a cargo de Ak’taro y de sus hombres.

—Sí, mi señor —respondió el ahora sargento en funciones.

Argos lanzó una última mirada a la imponente nave forja.

—De hecho, reúne equipos y soldad todas las escotillas, conductos o tuberías.

Ak’taro trató de no palidecer.

—En una nave de ese tamaño, ésa es una tarea considerable, mi señor.

Argos ya estaba de camino. Necesitaba interconectar con uno de los centros de control de Prometeo para averiguar si la infección de ese código dañino que albergaba la Archimedes Rex se había adentrado más en el hangar siete.

—Entonces será mejor que empecéis ya —respondió.

Todavía no estaba claro cuál había sido el propósito del sabotaje marciano. Los esfuerzos por penetrar en las salas interiores habían fracasado, pero la puerta de seguridad estaba dañada, así como la puerta de acoplamiento al hangar, que había quedado muy deteriorada a causa de la explosión y estaba abierta. Los escudos de estasis mantendrían a raya el vacío y conservarían la integridad estructural, pero no evitarían que ninguna nave enemiga aterrizase.

—Somos vulnerables —se dijo a sí mismo mientras atravesaba el umbral de la puerta de seguridad.

Todavía cojeaba. La reparación de los servos de su armadura tendría que esperar. Desconectó una parte del mecanismo, que hacía que arrastrase más la pierna, pero disminuía la salida de presión hidráulica y detenía las chispas.

Los equipos de trabajadores y escuadras de hombres de armas que Ak’taro había reunido para asegurar y estabilizar el hangar se mantenían alejados de él mientras corrían en dirección contraria. Era como vadear la ola, pero con la lentitud de su paso a causa de sus heridas era más bien una corriente imaginaria.

Llegó hasta una segunda puerta de seguridad. Esta también se mantenía abierta mientras se requería a los siervos en otras partes del puerto espacial. Sabía que más adelante se encontraba el centro de control desde el que podría evaluar el alcance de los daños provocados por el virus. La otra dirección conducía todavía más al interior del complejo y le llevaría al sistema de defensa central de Prometeo.

Un pensamiento inquietante le vino a la mente al detenerse en el cruce.

«No puedo moverme».

No era el servo. Incluso sin ayuda, podía forzar la función motora de su servoarmadura. Sólo era más difícil.

El ruido estático volvió, invadió sus sentidos y se infiltró en su cognición La parte humana del cerebro de Argos se rebelaba al darse cuenta de que estaba siendo manipulado, mientras que la parte mecánica ya se había rendido.

Agarró el brazo de un siervo que pasaba en su último acto de voluntad libre.

—¿Cómo te llamas? —Argos ladró la pregunta, y su voz resonaba con tensión e interferencia mecánica.

El siervo de trabajo, sobresaltado, se sobrecogió y tartamudeó su respuesta al gigante cibernético que le había agarrado:

—S… sonnar, mi señor. —Parecía viejo, pero acababa de recibir tratamientos rejuvenecedores. Parte de la vejez de su cuerpo había regresado, restaurada al máximo. Cuando el bioescáner improvisado concluyó, Argos se dio cuenta de que le conocía—: Sonnar Illiad —respondió el siervo por fin.

—Busca ayuda.

La velocidad de su corazón estaba muy por encima de lo normal. Illiad estaba aterrorizado. La dilatación de las pupilas y el aumento del ritmo de la respiración se registraron rápidamente mientras Argos intentaba desesperadamente hacer cualquier cosa para evitar que el código dañino le infectase.

—Mi señor.

—Nuestros augures del espacio profundo han estado desconectados durante los últimos veinte minutos y… yo… yo no soy yo mismo. ¡Hazlo ahora!

Illiad corrió por el pasillo sin mirar atrás en dirección al hangar en el que sabía que el Hermano Ak’taro estaba esperando.

Argos avanzaba de nuevo, aunque no del todo por voluntad propia. Las mecadendritas salieron de las cajas de su guantelete; los implantes hápticos interconectaron con los controles de la puerta y la ajustaron en posición abierta. Sólo otro Maestro de la Forja podría anular la función. Después se dio la vuelta y se dirigió a las defensas centrales, saltándose su original destino hacia el centro de control.

Al sellar la puerta hacia el otro pasillo, una única obsesión se repetía en su subconsciente mecanizado.

Se dirigía al Ojo de Vulkan, el inmenso láser de defensa que protegía a Prometeo de un asalto orbital. Procedía de una era de la tecnología olvidada. No había ningún otro sistema de artillería igual que todavía funcionase. Nunca le había fallado al Capítulo.

Hasta ahora.