II: PROPOSICIÓN

II

PROPOSICIÓN

La sala en la que había emergido estaba a oscuras. Ni siquiera el ocuglobo de Tsu’gan conseguía atravesar la penumbra y se dio cuenta de que era brujería disforme la que obstaculizaba su visión. Estaba postrado sobre una de sus rodillas, y decidió permanecer así hasta que los efectos de la teleportación desaparecieran. No detectaba ninguna puerta, sólo unas paredes desnudas de metal en todas las direcciones. Ni siquiera de eso estaba seguro. Podría ser una inmensa y resonante cámara o una mazmorra. Sin ninguna referencia espacial las dimensiones exactas de la habitación eran un misterio, pero suponía que era de metal por el tacto del suelo bajo sus pies.

—¿Es éste tu plan? —gritó en la oscuridad—. ¿Quieres aburrirme hasta que me someta?

La única respuesta fue el silencio. No es que hubiese tranquilidad, sino que había una ausencia de sonido total. De no ser por la solidez que sentía debajo, Tsu’gan podría haber pensado que había entrado en alguna especie de vacío o de reino de las tinieblas.

—¡Nihilan!

Un chorro de fuego interrumpió el silencio e iluminó una hornacina delante de él. Un brasero ardía sobre una abultada figura que había debajo y proyectaba danzantes sombras sobre una armadura.

Era una servoarmadura. Tsu’gan reconocía las cicatrices en la chapa; unas cicatrices que ni batiéndola ni restaurándola desaparecerían del todo. Geviox y la perfidia del oscuro eldar se reflejaban en sus arañazos y abolladuras. Conocía aquellas marcas tan bien como su propio rostro. Era su armadura. No la había visto desde su captura. Incluso en las sombras no parecía diferente al último momento en que la había llevado puesta.

Sin saber por qué, se puso de pie y se acercó al conjunto vacío. Sus dedos estaban a punto de tocarla…

—¿Estás seguro de que ésa es tu elección?

Tsu’gan se volvió con una espada robada en la mano.

Nihilan estaba de pie tras él.

—Estoy desarmado, Tsu’gan —dijo, extendiendo los brazos y exponiendo su cuerpo a un golpe mortal—. Puedes matarme si quieres.

Tsu’gan avanzó hacia él.

—Pero ¿es realmente conmigo con quien estás furioso?

—Déjate de acertijos, renegado. —Tsu’gan inspeccionó la oscuridad, esperando una emboscada—. Si te matase ahora, ¿qué detendría a tus guerreros de entrar aquí y matarme?

—Nada.

Nihilan se detuvo. El hecho de que aún no estuviese muerto demostraba que tenía la atención de Tsu’gan.

—Eres un guerrero inteligente. Sabes que no hay modo de salir de esta nave; e incluso si lo hubiese, tus hermanos sospecharían que estás contaminado. ¿Un año entero desmontado y recompuesto por el enemigo? Como poco se te arrebataría tu grado como Draco de Fuego. En el peor de los casos, Elysius te entregaría a la no tan agradable merced de sus cirujanos interrogadores. De modo que, ¿por qué sigues intentando escapar?

Tsu’gan estaba bajando la espada.

—Porque debo hacerlo.

—Ah —sonrió Nihilan. No era una expresión agradable de ver—. La legendaria tenacidad de los Salamandras. Qué característica tan sobrevalorada. Ninguna causa está perdida, ninguna batalla ha terminado hasta que Vulkan así lo decrete. —El tono del hechicero se volvió rencoroso—: ¿Dónde estaba esa actitud cuando yo esperaba mi rescate en Lycannor? ¿Dónde estaba esa tenacidad cuando mis hermanos yacían muertos y moribundos a mi alrededor?

Tsu’gan no sabía nada de Lycannor. Pocos lo sabían, excepto Kadai, que estaba muerto.

—¿Para qué me has traído aquí? ¿Para lloriquear? ¿No tienes a tus sirvientes para escuchar tus interminables gimoteos? —preguntó, y tiró al suelo la espada. No le serviría de nada allí. Nihilan no dejaría que Tsu’gan le destripase—. Si es para matarme, hazlo ya y acaba con estos juegos. Son tediosos.

—Tú siempre tan fatalista, hermano.

—¡Tú no eres mi hermano!

—Pero podría serlo. Dime, ¿cuánto tiempo tarda en volver el dolor? ¿Cuándo les pides a los sacerdotes marcadores que te quemen la piel para ocultar el dolor de tu alma?, ¿cuánto tiempo tarda en volver? ¿Un día? ¿Una hora? —El renegado se acercó y bajó la voz—: ¿Un minuto?

Tsu’gan no tenía respuesta. Se sentía impotente.

—Es una enfermedad, Tsu’gan. La has mantenido oculta mucho tiempo, pero tus superiores son intolerantes. La fuerza y sólo la fuerza es lo que único que respetan. La debilidad…, en fin…

—¡Yo no soy débil! —rugió Tsu’gan.

—Arrodíllate.

Aunque quiso rebelarse, acabó obedeciendo la orden de Nihilan. El hechicero le miraba con arrogancia, como un rey a su vasallo. Su voz era sepulcralmente tranquila.

—Tus hermanos te abandonaron en el Arrecife de Volgorrah. Te dieron por muerto, asumieron que te habían perdido sin una sola prueba que indicase tu fallecimiento. ¿Dónde estaba la tenacidad nocturniana entonces?

Se vio sobrepasada por el pragmatismo nocturniano.

Una gruesa vena en la frente de Tsu’gan palpitaba. Se esforzaba pero no podía levantarse. Tampoco podía hacer que su pesada lengua hablase.

—Ya te hablé en su día de tu destino y de quién se interpone en tu camino.

—Dak’ir… —La palabra brotó con aspereza.

—El hijo elegido de Nocturne, la razón por la que necesitas marcarte y cortarte. No puedes eliminarlo, Tsu’gan. No así.

Un segundo brasero cobró vida e iluminó otra hornacina junto a la primera. En su interior había una armadura, igual que antes. Sólo que ésta era negra y roja: la armadura de los Guerreros Dragón.

Todavía sometido bajo el hechizo de Nihilan, Tsu’gan no podía creerlo.

—Te he dicho que tenías elección —le dijo Nihilan—. Y es ésta. Piensa qué es lo que quieres. Conozco el dolor, conozco la sed de venganza.

Desde lo alto descendió un haz de luz amarilla y neblinosa como una grieta en la tapa de un ataúd e iluminó un eviscerador.

Tsu’gan vio su reflejo en la superficie caja de metal del filo serrado. Una pelada calavera de ónice con una barba roja puntiaguda que sobresalía beligerantemente de un rostro noble le devolvía la mirada. Era el linaje patricio de los reyes de Hesiod.

«Soy indigno de él».

El mandoble sierra era inmenso. Sus dientes monomoleculares eran capaces de atravesar el adamantio.

De algún modo, Tsu’gan había conseguido darse la vuelta. Estaba de pie, aunque no recordaba haberse levantado.

Nihilan le observaba en silencio, aunque su voz retumbaba en el subconsciente de Tsu’gan.

«Decide».

Tsu’gan cogió el eviscerador. La empuñadura estaba forrada de cuero y era sólida y pesada. Necesitó toda su fuerza menguante para levantarla por encima de su cadera. El destino tiraba de él. Había estado tan cerca de conseguirlo. Vulkan He’stan había estado a punto de salvarle, pero la necesidad masoquista estaba regresando. Bajo su piel sentía el deseo de recibir dolor para aplacar el dolor.

—Ya estoy condenado —susurró, e hizo trizas su servoarmadura.

Fragmentos de la venerable chapa verde salían despedidos por los aires, y la línea de sus anteriores cargos quedó destrozada en una orgía de un auto-odio destructivo. Para cuando hubo terminado, un despojo de metal yacía donde antes había estado una digna reliquia de un Capítulo todavía más digno.

Tsu’gan jadeaba intensamente. Le costaba respirar. El sudor cubría su cuerpo desnudo.

—Debo confesar —empezó Nihilan justo cuando Tsu’gan se daba la vuelta para cargar contra el rostro del hechicero con el eviscerador que todavía giraba.

Tsu’gan hizo una mueca esperando la salpicadura de trozos despedidos de hueso y carne, pero las afiladas hojas chirriaban impotentes a unos milímetros de la nariz deformada de Nihilan.

Ni siquiera ejerciendo más presión todavía podía Tsu’gan acercar más el arma. Un escudo cinético la bloqueaba.

—No me decepcionas —dijo Nihilan.

La espada sierra se alejaba de él en contra de la voluntad de Tsu’gan, y se acercaba a su propio rostro y cuerpo. Sus manos le traicionaban. Él se resistía, pero ya estaba débil. No tenía escapatoria.

—Esperaba algo así —dijo Nihilan con una mano estirada como un marionetista controlando las extremidades rebeldes de Tsu’gan—. Tu traicionero hermano dijo que capitularías, pero yo te conozco mejor.

—Iagon… —el nombre brotó de su boca como un gruñido—. Sin duda eres un maldito rebelde.

Tsu’gan dejó de resistirse y cerró los ojos.

La hoja dejó de girar y sus dedos entumecidos la dejaron caer al suelo.

—¡Mátame! —rugió—. Mátame si ése es mi destino.

Nihilan negó con la cabeza muy despacio.

—No.

—Entonces, ¿qué es? ¿Qué es lo que quieres de mí? Yo no soy Dak’ir. No soy el elegido de Vulkan. Soy…

—Justo lo que necesito —le interrumpió Nihilan.

Un dispositivo había aparecido a su izquierda. Estaba hecho de plata, pero la superficie parecía fluir como el mercurio. Con una figura inicial ovoide, su forma cambió cuando tres pares de apéndices como garras emergieron de su cuerpo. Ahora parecía un insecto con extremidades y un caparazón en cuyo lomo brillaba el minúsculo símbolo de un ankh.

Tsu’gan frunció el ceño al ver el dispositivo, sabiendo que era de origen alienígena, pero poco más que eso. Sintió la necesidad de rebelarse de nuevo, pero estaba en los límites de su resistencia.

—Mantén esa porquería lejos de mí… —dijo, arrastrando las palabras.

—Yo también he mentido, Tsu’gan. —Nihilan avanzaba hacia él, impasible—. Nunca tuviste elección.

* * *

Cuando la puerta de la antecámara se abrió, Iagon logró vislumbrar a Tsu’gan agonizando. El roce del cuchillo contra su brazal ya destrozado se aceleró.

A diferencia de la tortura a la que Ramlek le había sometido, aquélla era una tortura mental y un lugar en el que el destrozado Salamandra era mucho más débil.

—Quiero verle sufrir de nuevo… —escofinó.

La puerta se cerró cuando el filo del cuchillo se clavó en la muesca que él había hecho.

—No —respondió Nihilan sencillamente—. Ya has visto suficiente.

—Lo necesito…

Iagon se dirigió a la puerta, pero Ramlek se interpuso en su camino.

—¿Debo acabar con él, mi señor?

Nihilan negó con la cabeza.

—Eres muy retorcido, ¿verdad? —dijo.

Iagon se zafó del bestial Guerrero Dragón para suplicarle a Nihilan.

—Me prometió un ascenso —dijo—. ¡Mira!

El traidor levantó su guantelete augmético, el que sustituía a su mano desde que se la había cortado en un ataque de desquiciada devoción. Estaba cubierto de cicatrices de cuchillo.

—Mira lo que entregué. Mi carne y mis huesos. Y él… —Iagon señaló hacia la puerta—: Él me dejó atrás. Me traicionó y se deshizo de mí como si fuese escoria. —Su rostro se oscureció, la manía empezaba a revelarse como un instinto más homicida—: Y yo no soy escoria —masculló en un susurro gutural.

Nihilan aparentaba considerar aquello.

—Tsu’gan es leal a su Capítulo y a sus lugares por encima de todas las cosas. Creo que vio lo que había en tu interior, Iagon, y le repugnó.

Iagon chilló y, blandiendo su cuchillo fue hacia Nihilan.

El carnoso puño de Ramlek lo alcanzó y presionó inmediatamente su propia hoja contra la garganta de Iagon.

—Podría arrancarle la cabeza —ofreció.

—Ya hemos tenido bastante de eso por hoy.

Casi de manera instintiva, Ramlek estiró el cuello donde el tejido regenerativo todavía le molestaba.

—A mí ni me disgustas —dijo en un tono conciliador—. Sé que no eres escoria. Yo te convertiré en algo más. ¿Qué te parece eso, hermano? Iagon bajó su filo y asintió lentamente.

—Te escucho…

Nihilan alzó una de sus manos.

—Entonces acércate —dijo—, y abrázame como tu señor.

Algo en la sonrisa forzada del rostro del hechicero debería haber advertido a Iagon, pero su sentido de supervivencia estaba empañado por una sobrecogedora ambición. Hizo lo que se le pidió, se arrodilló y aceptó la mano extendida de Nihilan.

Sin que él la viera, la expresión de Nihilan cambió cuando el suplicante dirigió la mirada al suelo en deferencia a él. El odio inundó sus osos y su sonrisa se transformó en una delgada línea que expresaba su adusta satisfacción.