I: CARNICERÍA

I

CARNICERÍA

Al principio intentó ocultar a sus víctimas, había empleado el sigilo para sorprender a los desprevenidos o a los que estaban solos. Ahora Tsu’gan había dejado un rastro de matanza a sus espaldas. Una vez que se había adentrado lo suficiente en la nave había empezado a dejar advertencias. Dejó cadáveres clavados en las paredes con sus espadas largas, o partidos de lado a lado y dispuestos en grupos como si estuviesen durmiendo. A otros los colgó de cables o de madejas de alambre y los dejó balanceándose como metrónomos. Al cabo de unas horas, para cuando la palabra y el temor se habían extendido, obtuvo el efecto deseado.

Los siervos aterrados iban ahora en grupo intentando detenerle. Esto solo jugaba a favor de Tsu’gan. Grupos más grandes significaba simplemente menos patrullas. Evadir el ser detectado de repente se volvió mucho más fácil.

En la sección del conducto donde estaba agazapado oyó una explosión. Metralla, tanto de hueso ensangrentado como de metal, hizo espuma contra la empalme que estaba vigilando.

Una sonrisa feroz se formó en las comisuras de su boca.

Con aquella mayor libertad de movimiento, había tenido tiempo de diseñar unas bombas trampa improvisadas. Era fácil pasar por alto grupos simples de granadas de fragmentación activadas por un cable trampa cuando se estaba asustado.

Se estaba esforzando por no disfrutar de aquello demasiado.

Su otro perseguidor estaba menos afectado. Tsu’gan oía cómo llegaba siguiendo el rastro de muertos y de siervos mutilados. Se detuvo para roer a los heridos, y escuchó un exigente aullido que se cortó de repente. Tsu’gan se puso de pie y continuó avanzando.

Al girar una esquina estuvo a punto de toparse con un Guerrero Dragón que se dirigía a los hangares. Debía de ser un rezagado. Sus técnicas de evasión eran buenas, Prebian le habían enseñado bien, pero Tsu’gan era lo bastante realista como para darse cuenta de que si los Marines Espaciales traidores hubiesen formado parte de la búsqueda, no habría durado tanto. Aquella asquerosa orden se estaba preparando para la guerra. Nihilan había lanzado su grito de guerra. Por eso ninguno le estaba buscando, por eso habían enviado a los behemoths. Consideró por un momento correr hasta el renegado. Si encontraba el espacio entre el yelmo y el gorjal tanto la laringe como la garganta eran objetivos viables. Insertar el cuchillo hacia arriba con la suficiente fuerza hace que penetre en el cráneo y corta el bulbo raquídeo. Es un golpe letal.

Al final optó por no hacerlo y volvió a sumergirse en las sombras. El pasillo se dividía en tres. No podía volver por donde había venido, el behemoth estaba cerca, de modo que tomó la tercera ruta. Avanzaba agachado y en silencio, pegado a las paredes de la oscura nave. Estructuralmente, el Acechador del Infierno no era muy diferente a cualquier barcaza de batalla del Adeptus Astartes. Tsu’gan incluso se dio cuenta de que había algunas marcas Imperiales reveladoras que se habían quemado u ocultado a medias mediante una manipulación maníaca. Sospechaba que la nave había sido leal en su día y se preguntó por un instante cómo los Guerreros Dragón se habrían hecho con ella. Como poco, aquello significaba que era parcialmente familiar con la probable distribución. Un piano se desplegó en la parte abstracta de su mente, su perspicacia táctica superior estudió posibles rutas y analizó en qué puntos podrían estar situados los sistemas más vulnerables.

Por supuesto, nada era seguro. Lo más probable es que se hubiesen realizado algunas modificaciones, pero incluso una nave renegada, especialmente una robada a un Capítulo leal, tenía que poseer algún sentido del orden. Por lo visto, estaba en un subnivel, posiblemente entre cubiertas. Los talleres, incluso aquellos que se utilizaban para interrogar y torturar, solían estar cerca del enginarium o de las cubiertas de municiones.

Sus cavilaciones concluyeron cuando una patrulla de siervos, armados con carabinas automáticas y espadas serradas, aparecieron ante su vista. Tsu’gan se ocultó en una hornacina para evitar el contacto con el hierro caliente de los puntales del pasillo. Tenían prisa, probablemente le estaban buscando, o tal vez evitando a los behemoths, de modo que los dejó marchar.

Tsu’gan no se hacía ilusiones de poder escapar, aunque la audacia de tal hazaña atraía a su ego; de todos modos, intentaría encontrar algo útil, algo vital que pudiese sabotear. Era una misión de rencor, más que de estrategia, pero al fin y al cabo resentimiento era lo único que le quedaba al Salamandra.

Un resoplido sucio emergió del pasillo que tenía detrás.

Había encontrado su rastro.

«Aunque retrase la acción, confía en el instinto».

Ésas eran las enseñanzas de Zen’de. Entre ellos, los dos maestros de combate habían acabado con veintenas de temibles soldados.

Tsu’gan corrió. La adrenalina en su sistema seguía dándole fuerza, pero empezaba a decrecer. Corriendo disparado hacia la patrulla, derribó a dos siervos contra el suelo antes de destripar a un tercero y de insertar su espada como una daga en el rostro de un cuarto. El resto abrió fuego. Un terrible dolor se apoderó del hombro de Tsu’gan cuando el proyectil le alcanzó. Un segundo le abrió la pierna, aunque sólo le había rozado.

Lo siervos vestían sucios uniformes de color gris carbón similares a unos monos de trabajo, con una coraza de cuero y brazales en la parte superior. Cuando Tsu’gan golpeó al primer tirador en el torso, su pecho se hundió. Algo salpicó contra la especie de enchufe que llevaba en la boca como parte de una máscara de piel. Había muerto antes de que el Salamandra girase su cadáver para que actuase como escudo humano. Un tiro limpio impactó contra la carne. Ésta se sacudía como si tuviera vida con la última salva desesperada del siervo. Tsu’gan se agachó detrás de él, con la cabeza contra el saco de carne y con el cuerpo de lado para presentar un objetivo menor. Cuando estuvo lo bastante cerca, lanzó el cuerpo contra el último tirador y corrió como un demonio justo cuando el behemoth aparecía por la esquina.

Era inmenso.

De carne rosada, con mirada ingenua y sudando, el behemoth era una criatura musculada y despreciable. Sus ojos eran minúsculos, ya que pasaba gran parte de su vida bajo tierra o en la oscuridad y habla evolucionado en consecuencia. Un morro ancho con amplias y ondulantes fosas nasales dominaba su rostro bestial. Unas protuberancias bulbosas mutaban sus extremidades y su lomo ya excesivamente desarrollados. Su cuello era grueso y macizo. Aunque no portaba armas, sus puños eran como martillos de pistón, y su cráneo deformado como un ariete era capaz de abollar el blindaje de un tanque.

El siervo aulló cuando el behemoth se estrelló contra él. Acabó convertido en pulpa, molido bajo su monstruosa masa. La bestia ni siquiera se dio cuenta. Ni siquiera disminuyó la velocidad de su paso.

Tsu’gan se escabulló por el siguiente pasillo. Afortunadamente estaba vacío. Golpeando la runa de apertura de una puerta, pasó a través de un arco irregular y vio que había llegado a las cubiertas de artillería. El taller de Ramlek debía de haber estado cerca, situado en un subnivel entre la cubierta de artillería y lo que estuviese encima tal y como Tsu’gan había imaginado. No recordaba haberse dirigido hacia abajo y no había utilizado ninguna escalera ni ascensor, pero de alguna manera había encontrado aquel lugar. Tendría que bastar.

Ante él se extendía una inmensa plaza de metal de suelo enrejillado con un techo estriado. Unas cadenas que acababan en unos ganchos o unos restos esqueléticos colgaban de la bóveda superior. Más oscuros que los pasillos exteriores, tenía un aspecto visceral. El aire estaba cargado de un aceite que engrasaba la piel al contacto. El calor, empalagoso y opresivo, irradiaba de los inmensos bancos de baterías de artillería, en los que unos descarnados marineros de cubierta trabajaban bajo la mirada de unos hinchados supervisores. De momento, sus escotillas estaban selladas, pero unas tolvas e inmensas cajas de munición estaban agrupadas y preparadas.

Era una especie de sala de máquinas, colonizada por engranajes de carne y hueso.

Unos tripulantes sudorosos, los esclavos de carne marcada de las cubiertas inferiores, le prestaron poca atención cuando pasó a toda velocidad por delante de ellos. Y aun así, Tsu’gan se mantenía oculto entre las sombras. Estaba buscando un arma, algo más potente que la espada que había robado. Las carabinas automáticas no servían de nada; diseñadas para ser usadas por humanos, eran demasiado pequeñas para sus dedos. Necesitaba algo más grande, un cinturón de proyectiles o un cañón centinela. Podría arrancarlo de su montura y utilizarlo bajo, pegado al hombro para absorber el inevitable golpe al disparar.

Los gritos resonaron tras él supo que el behemoth le había seguido. Los supervisores que observaban desde arriba se rieron o desaparecieron antes de que el monstruo decidiese derribar sus pórticos y comérselos también. Quería atrapar a Tsu’gan, y sólo mataba lo que se interponía en su camino.

Él se agachó en un pasillo secundario; la cubierta de artillería era un laberinto de conductos y túneles, de antecámaras y subniveles. Intentar eludirlo era imposible. Tenía que matarlo.

Una fuerte patada abrió la puerta a una cámara de armas. Su guardia ya había huido. Se coló dentro y miró a su alrededor. Había decenas de armas de abordaje, grandes cañones de orugas y cinturones de munición. De repente se escucharon las pisadas de unas botas en el suelo del exterior. Alguien con autoridad estaba intentando restaurar el orden.

Tsu’gan levantó un cañón de alimentación automática. Había un tambor en la recámara. Calculó que habría más de cuatrocientos proyectiles.

—Alabado sea Vulkan —susurró, sacando cañón del trípode sobre el que estaba instalado. Era pesado pero manejable. Como estar de vuelta en los Devastadores…

La patrulla llegó a la sala de municiones antes qué el behemoth. Cuatro siervos con escudos tachonados cubrían a cuatro carabinas pesadas.

«Qué estupidez…»

Tsu’gan disparó el cañón y llenó la entrada de ruido y fuego. Los siervos fueron reducidos a rojizos pedazos en cuestión de instantes. Otros, que ni siquiera estaban en la línea de fuego, recibieron el impacto de la metralla o fueron derribados por la mera fuerza explosiva del ataque.

Los destellos de los disparos iluminaban el rostro de Tsu’gan conforme éste avanzaba con la mandíbula apretada por la fuerza del retroceso, que impactaba sobre su hombro y su torso ya maltratados.

Avanzaba dando largas zancadas, de frente y con la mano libre estirada para mantener el equilibrio. Ante una furia tan increíble, los hombres de armas del Acechador del Infierno abandonaron su intervención.

Cuando llegó al pasillo de la cubierta principal de nuevo, Tsu’gan advirtió que los esclavos de artillería se habían retirado.

Entonces vio al behemoth.

Los hombres estaban desparramados en el suelo a su alrededor, siervos con picas y con electropuntas. Estaban muertos, aplastados y mutilados por una bestia que no quería ser enjaulada.

Quería a su presa.

Tsu’gan la ayudó.

—Por aquí, monstruo…

Sin prestar atención al cañón, el behemoth cargó contra él. Tsu’gan sintió su impulso de los pies a la cabeza mientras atravesaba la longitud de la cubierta de artillería.

—No pasarás de ahí —rugió, y descargó todo lo que quedaba en el cañón.

Avanzó unos cuantos metros más antes de caer al suelo para morir. El cuerpo grotesco del behemoth estaba plagado de agujeros de bala y de sangre que emanaba de innumerables heridas.

Tsu’gan había empezado a jadear al final, con el alimentador automático silbando vacío mucho antes de que soltase el gatillo. No había tiempo para celebraciones. Los gritos resonaban tras el monstruo asesinado en el exterior. Debían de haber estado esperando a que el behemoth matase o muriese. Ahora los refuerzos se dirigían hacia él.

Tsu’gan dejó caer el cañón. No había tiempo para coger otro. Bastante suerte había tenido ya con el primero; los demás podrían no estar cargados. El tiempo se agotaba.

«Tendréis que atraparme, desgraciados».

Y se adentró aún más en la nave.

* * *

Grupos dispersos de tripulantes y de esclavos de artillería esqueléticos se acurrucaban juntos en la periferia del pasillo de cubierta esperando a que el demonio de ojos rojos pasara.

Tsu’gan fulminaba con la mirada a cualquiera que se interpusiese en su camino, perfectamente consciente de la gravedad de sus heridas. Al tiempo que el dolor volvía, su destreza aumentada gracias a las sustancias químicas que había ingerido disminuía. Cojeaba con el brazo pegado al cuerpo. Estaba empapado de sudor, pero no se rendiría. Todavía no.

Con la vista cada vez más nublada llegó al final del largo pasillo y emergió a una gran cámara abovedada. Curiosamente estaba vacía y silenciosa. Incluso el sonido de sus perseguidores había cesado. La respiración costosa de Tsu’gan era más fuerte que los sonidos de la nave en ese momento.

Reconocía la inmensa arma que tenía ante sí. La había visto antes; o al menos había visto su diseño. En Scoria. Era una imitación exacta del cañón sísmico, sólo que varias veces más grande. Una frase le vino a la mente, de repente, mientras lo admiraba.

«Revientaplanetas».

—El fin de Nocturne…

Las palabras brotaron solas de su boca, ásperas, incrédulas. Nihilan había encontrado el modo de acabar con su mundo natal. Aquélla era su venganza definitiva contra el Capítulo que le había desdeñado.

Unas fuertes pisadas que sólo podían pertenecer a guerreros que vistiesen servoarmadura resonaron contra la cubierta tras él. Tsu’gan se volvió para hacer frente a sus agresores, y entonces se dio cuenta de que había dado varios pasos hacia la inmensa arma.

—La caza ha terminado —masculló uno de los Guerreros Dragón.

Portaba una spatha y un gladius en cada mano, afiladas y serradas. Parecía ansioso por hacer uso de las hojas, ya que éstas se movían de manera nerviosa en sus manos cubiertas por un guantelete. Aunque su yelmo astado estaba sellado, Tsu’gan advirtió un ápice de malicia en los ojos del renegado.

Le acompañaban otros dos más que vestían una armadura negra y roja, escamada y adornada con una malla que colgaba como una red metálica que iba de un lado a otro de las puntas. En su día había sido una servoarmadura digna de su nombre. Era de una marca reciente, no como la de los viejos traidores, los que todavía se consideraban a sí mismos como Legión.

Tsu’gan quiso destripar a los tres por profanar aquella chapa sagrada.

De los otros, uno era de hombros anchos e inmenso en general. Su tamaño rivalizaba con el de Ba’ken. El segundo era sinuoso y nervioso, como si estuviese incómodo en su propia piel.

—Tres contra uno —tronó Tsu’gan. Estaba casi agotado—. No me gustan mucho vuestras probabilidades…

El maestro de espadas se acercó.

—Por fortuna para ti, nuestro señor quiere intercambiar unas palabras contigo.

La arrogante sonrisa que se mostraba en el rostro de Tsu’gan se transformó en un gesto fruncido.

—Yo te reconozco…

Entonces, el mundo a su alrededor se volvió oscuro y sintió una extraña debilidad que afectaba a su cuerpo.

—Otra vez no —gruñó, sabiendo que el traslado sería peor para él si se resistía—. Nihilan, maldito…

Sentía como si estuviese cayendo.