II
JUICIO
A principió, la llama no ardía. Era brillante, incluso luminosa, y rugía como algo primitivo.
Aunque no hablaba, garantizaba destrucción. No necesitaba expresarlo con palabras, era elemental, la chispa que encendería el potencial violento del universo. Y estaba en su interior, ardiendo mansamente justo por debajo de la superficie.
En su ojo de la memoria intentaba evaluar sus olas, pero la llama era caprichosa y desafiaba todo intento de arrogancia. No poseía ningún patrón, ningún esquema que los mortales pudiesen predecir. Sólo asolaba; la fuerza de transición perfecta tan antigua como las propias estrellas.
La hora del fuego había llegado, y empujaba en las barreras de su subconsciente a pesar de los grilletes psíquicos. Una conflagración que consumiría un planeta se alzaría de la nada como la furia de un tsunami. En ese momento le invadió una terrible revelación… La llama era consciente de sí misma, y quería nacer.
Entonces ardió y el dolor que recorría sus venas le sacudió hasta el núcleo. Todo ardía…
Dak’ir abrió los ojos de golpe. Estaba de vuelta en el penitarium. La larga exhalación de sus pulmones iba acompañada de un temblor. Unas pequeñas gotas de sudor enfriaban su frente mientras el ardor del calor perduraba. Había relajado su vigilia por sólo un instante.
Era como medir la cara de un sol recién nacido sorteando sus tormentas de fuego mientras éstas azotaban desde su núcleo, recorriendo océanos fundidos que se extendían hasta el infinito. Era la llama, y le había mostrado toda su fuerza, conociendo la de Dak’ir al mismo tiempo.
«Yo estoy al mando, y no al revés».
Era una lástima que aquella declaración sonase tan vana.
Segundos después, la puerta del penitarium se abrió y reveló la figura acorazada de Pyriel.
—Están preparados para recibirte —dijo el bibliotecario.
Aunque lo ocultaba bien, Dak’ir percibía la preocupación de su maestro. Pyriel debía de haber sentido alguna resonancia psíquica de lo que acababa de suceder en la celda. Había visto pruebas de la potencia de la llama interior anteriormente, durante la cremación y en Moribar.
Dak’ir bajó la mirada, ocultando el brillo cerúleo que todavía no se había disipado.
—No les hagamos esperar.
Encadenado, Dak’ir esperaba el juicio de sus señores y maestros en una cámara pequeña y austera.
* * *
Pyriel le había guiado desde el penitarium escoltado por una escuadra de seis dracos de fuego que vestían una servoarmadura sauna sin marca. Todos ellos portaban una espada sierra ceremonial y una pistola de fusión. No podía ver su identidad, oculta bajo sus máscaras draconianas, y nadie hablaba ni habría dicho una palabra si alguien se hubiese dirigido a ellos. La procesión desde el penitarium resonaba con el incómodo silencio típico de una ejecución.
—¿Va a ser éste mi último paseo, Pyriel?
El epistolario no respondió, aunque mantener la boca cerrada no le resultó fácil.
Dak’ir se tomó aquello como que era totalmente posible que estuviese a punto de ser asesinado. Ocioso, se preguntaba quién y cómo lo haría. ¿Atravesándole el cuello con una espada en ángulo inclinado hacia abajo para perforarle el corazón? Ésa era la muerte de un soldado, una muerte honrosa, algo que los Ultramarines solían preferir en caso de que se diese semejante situación. ¿O tal vez le pondrían la boca dura y fría de una pistola bolter contra la sien? Aquello era sucio e indigno, un final que se reservaba para los traidores. Lanzado al fuego, de regreso al corazón de la montaña, así es como le gustaría que fuese. Lo haría voluntariamente si ése era el juicio del consejo; pues su sanción era absoluta.
Esos pensamientos tan morbosos habían perseguido a Dak’ir paso por paso desde que había salido del penitarium.
Para cuando hubo llegado a la cámara, todo estaba listo para recibirle.
Le engrilletaron los tobillos con unas cadenas que salían de un anillo de metal incrustado en el suelo. La obsidiana pulida permitía que Dak’ir viese su reflejo en la negra superficie de cristal.
«Al menos tengo aspecto desafiante».
Tenía las muñecas atadas a su espalda. Sus adustos guardias abrieron y cerraron de nuevo sus esposas. Nunca había sentido tan pesado el collar que rodeaba su cuello como hasta ahora. También estaba rodeado por un campo refractor con la pared de energía hacia dentro. Se habían tomado todas las precauciones con el encarcelamiento de Dak’ir.
«Me siento como un traidor, pero uno sin juicio ni pruebas de traición contra él».
Al levantar la vista reconoció los rostros de sus jueces.
Al igual que la Cámara del Panteón, en este lugar de deliberación y juicio había dieciocho asientos, uno para cada uno de los pregonados señores del Capítulo. Muchos estaban vacíos, los que pertenecían a los líderes de las compañías de batalla en el campo o a aquellos que tenían otros compromisos en alguna otra parte de Nocturne.
Los capitanes Mulcebar de la 5.ª y Drakgaard de la 6.ª Compañía estaban presentes. Ambos vestían servoarmaduras artesanales, el último con cota de malla en lugar de escamas para la ornamentación de las hombreras. Las pieles de draco estaban viejas y nudosas. A pesar de su estatus como compañías de reserva, ambos portaban las marcas de honor de Badab y Armageddon y las lucían con orgullo. Los trofeos de Drakgaard de aquellas campañas se extendían a una terrible herida facial que le había arrancado el labio inferior, de modo que se le veían los dientes incluso cuando tenía la boca cerrada. En cambio, Mulcebar estaba ileso, pero tenía una frente amplia que ensombrecía sus ojos y le proporcionaba una expresión de desaprobación perpetua.
Sus yelmos de batalla descansaban sobre una mesa de piedra que formaba un arco alrededor del área de los asientos y miraban al acusado con frialdad con lentes muertas. Los ojos de los capitanes de la reserva eran igualmente severos.
Junto, a éstos se encontraba otro, Dac’tyr. El Señor de la Flota de la 4.ª Compañía parecía meditabundo mientras observaba al prisionero. Como todos los pilotos del capítulo, lucía la marca de hierro de honor del dáctilo sobre su ojo derecho, aunque la cola de éste era más larga y sus alas tenían una envergadura mayor que la de sus camaradas para destacar su cacareado rango. Significaba «Señor del Cielo Ardiente», y sólo a los capitanes de la Cuarta se les permitía llevarlo. Su ojo izquierdo era augmético, y su apertura biónica se desplazaba hacia delante y hacia atrás como si estuviese examinando al acusado.
Agatone estaba sentado al lado de Dac’tyr. Su expresión era ilegible, aunque Dak’ir había oído hablar de su ferviente deseo de devolverle la gloria a la 3.ª Compañía, que tanto había sufrido en los últimos años. Ex sargento veterano que había servido en Scoria, era ahora el Señor del Arsenal y llevaba el manto con todo el orgullo estoico por el que se le conocía.
Esto dejaba sólo dos asientos vacantes para los capitanes de la compañía: Mir’san, de la Segunda, prófugo en algún lugar en la frontera del sector Uhulis o in absentia, y Prebian, Señor de las Armas y capitán en funciones de la Séptima, que se encontraban entrenando a los aspirantes en el Desierto de Píra. Hasta ahora, todos los intentos de contactar con Prebian habían fracasado. Se consideraba que la causa era una radiación magnética inusualmente elevada.
Además de ser el Regente, Tu’Shan también era el capitán de la 1.ª Compañía. Pero se sentaba solo. El Señor del Capítulo se recostó y apoyó la barbilla sobre su inmenso puño, sumido en una profunda reflexión. Era difícil discernir los detalles de su armadura delicadamente forjada, pero Dak’ir sabía que era magnífica. Un manto de escama de draco surgía desde su espalda y caía sobre los escalones de granito de su trono. Su porte era similar al de los jefes tribales del antiguo Nocturne.
A su derecha estaba Praetor, de los Dracos de Fuego. El sargento veterano de cabeza calva vestía armadura como el resto. A diferencia de los demás mayores, estaba sentado con la espalda recta, y con el martillo de trueno y su escudo tormenta a su alcance. ¿Sería él tal vez el verdugo de Dak’ir? Si algo salía mal los demás Dracos de Fuego no actuaban a tiempo, el veterano el plan de contingencia. Él se aseguraría de que se cumpliese la sentencia: ver al acusado muerto antes de que se convirtiese en el destructor que todos tanto temían.
Dak’ir pensó que aquella afirmación era optimista, incluso ligeramente ingenua. Una mota mínima de arrogancia había puesto ese pensamiento en su mente, y se preguntó por un instante si su voluntad era realmente la suya. Desde Moribar, aquella primera visita funesta hacía más de cuatro décadas, había sentido un diseño que modelaba su destino. Tal vez la llama siempre hubiese estado en su interior, parpadeando apenas al principio, pero ahora estaba encendida. Consciente de nuevo de que los ojos del Capítulo estaban puestos en él, ordenó sus pensamientos. Elysius estaba sentado a la izquierda del Señor del Capítulo. El capellán se había puesto la máscara ceremonial, y vestía la armadura negra del Reclusiam. Tenía las puntas de los dedos biónicos acorazados unidas. Nadie había sufrido tantos daños en combate como Elysius. Había perdido el brazo durante la batalla de Scoria, y a punto estuvo de perder también la fe en el Arrecife de Volgorrah al menos eso se rumoreaba. El Capellán había superado todas las pruebas y ahora parecía más fuerte que nunca.
«Ruego a Vulkan que mí voluntad sea tan fuerte».
Todos los Señores de la Forja estaban ausentes, de modo que las posiciones que ocupaban normalmente en la Armería estaban vacías, lo que dejaba sólo el Librarius.
La mirada de Dak’ir llegó finalmente hasta Vel’cona. No vio nada en sus despiadadas orbes más que un completo vacío de emoción. El pragmatismo corría por las venas del Maestro Bibliotecario como témpanos de hielo. Durante la cremación, Dak’ir había sentido la desaprobación de Vel’cona hacia él. Si había sobrevivido, había sido gracias a que Pyriel había insistido tenazmente en que él sería su maestro.
Percibía el malestar del epistolario incluso a través de las protecciones psíquicas. Apartado de todo el consejo, Pyriel estaba de pie. Había jurado hacerlo, estar al lado de Dak’ir o lo más cerca que su encierro le permitiese.
«¿Por qué siento que necesito más aliados?»
La voz de Vel’cona, a través de unos labios inmóviles en su mente, hizo que Dak’ir diese un respingo.
«Todos los presentes somos tus aliados, semántico. —Su cara no se había movido. En sus ojos apenas había un ligero brillo azul cerúleo que le delataba—. No se trata de ti, Salamandra. Si nos reunimos en este consejo, es por la conservación de Nocturne».
Dak’ir asintió, avergonzado por la sabiduría del maestro y de su propia arrogancia. El egoísmo y el egocentrismo iban en contra del Credo Prometeano. Decidiera lo que decidiese el Consejo del Panteón tendría que acatarlo, aunque eso significase su destrucción.
Los mayores habían tardado un año en reunirse, dándole tiempo a Tu’Shan para deliberar sobre los misterios de la profecía. Había sido un proceso lento y metódico, característico de los Nacidos del Fuego. Pero ese tiempo había llegado a su fin, y Dak’ir pronto conocería la decisión, cuando el último miembro de la congregación entrase.
Incluso bajo su servoarmadura, Emek parecía una versión marchita de su antiguo ser. El apotecario estaba encorvado y cojeaba. Mantenía el brazo izquierdo pegado al cuerpo. Bajo el derecho portaba un montón de placas de datos. Dak’ir intentó establecer contacto visual con su viejo amigo, pero Emek se esforzaba por evitar su mirada. Eso no auguraba nada bueno.
La circunferencia del anillo de piedra que delineaba los asientos del consejo se interrumpía en un punto en el que su artesano había diseñado un estrado elevado y un púlpito. Emek lo ocupó y dispuso las placas de datos sobre la plana superficie de éste. Antiguamente, los jefes tribales de Nocturne se habían reunido en consejos circulares similares cuando el tema a tratar era lo suficientemente importante como para concernir a más de una tribu. La cámara en Prometeo era una réplica que honraba esa tradición.
Dak’ir intercambió una mirada de preocupación con Pyriel. La expresión del epistolario se endureció.
Cuando estuvo preparado, Emek miró al Señor del Capítulo, que asintió para invitarle a proceder.
—Tengo ante mí los documentos del Apotecarión del Hermano Fugis, y comprenden tanto notas privadas como evaluaciones médicas escritas a la atención del ahora fallecido Capitán Kadai. Hablan del prisionero, Dak’ir.
«El prisionero». Aquélla fue una puñalada que Dak’ir no olvidaría fácilmente.
Ahora, el apotecario estableció contacto visual y había un pozo de hastío en su mirada. De repente, la camaradería que había existido entre los hermanos de batalla parecía muy, muy lejana.
Emek continuó, impertérrito.
—Aparte del hecho de que Dak’ir había sido aislado por el entonces apotecario de la 3.ª Compañía para… —el apotecario hizo una pausa para leer de una de las placas de datos—… «un reconocimiento especial», existen pruebas documentadas de «visiones sonámbulas» durante la meditación de combate en el solitorium. Inicialmente se describieron como recuerdos traumáticos, y más adelante se convirtieron en sueños apocalípticos.
El Capitán Drakgaard se inclinó hacia delante en su asiento. Tenía una voz rasgada, como unas garras de hueso a través de una piel de escamas.
—Luché con Kadai en Ulisinar. Era sensato a la hora de establecer juicios sobre todas las cosas. Yo sé cómo reaccionaría ante la evaluación de su apotecario sobre el prisionero.
Emek empezó a leer directamente las transcripciones de Fugis.
—«El espíritu de Dak’ir se verá depurado en el crisol de la batalla; ésa es la costumbre del Salamandra. De no ser así, lo enviaré al Reclusiam y al Capellán Elysius para su condicionamiento». Según nuestro hermano apotecario, éstas fueron las palabras exactas del capitán.
Una voz tranquila pero imponente se escuchó cuando Dac’tyr se dirigió a Elysius.
—¿Hermano capellán, estabas al tanto de esto? —Elysius sacudió la cabeza.
—La guía espiritual de Dak’ir no era diferente de la del resto de sus hermanos. A mi parecer siempre ha luchado con honor.
Aquello no se lo esperaba. Dak’ir había pensado que el capellán el más punitivo de la asamblea.
Drakgaard se volvió hacia Agatone, con quien compartía un fue vínculo.
—Tú fuiste su hermano de compañía, ¿cómo describirías su comportamiento?
Agatone liberó su mandíbula, se aclaró la garganta, descruzó los brazos y los apoyó sobre la mesa.
—Ante mí sólo veo a mi hermano encadenado. Dak’ir no tenía más problemas que el resto de nosotros y estoy convencido…
Mulcebar le interrumpió:
—Pero eres consciente de que hay una sombra sobre la 3.ª Compañía y también hay que tener en cuenta el legado de Nihilan.
Su mirada invitaba a Vel’cona a hacer un comentario.
—Conocido como un traidor y un renegado, ¿adónde quieres llegar?
—Existe un precedente de enemigos disfrazados de aliados, especialmente entre nuestro Librarius.
El capitán de la 5.ª Compañía era un tradicionalista acérrimo cuya opinión sobre los psíquicos y el uso de la disformidad era muy mordaz. Como historiador diligente, entre multitudes más partisanas ocasionalmente hacía referencia a las sanciones que se imponían hace diez mil años en Nikaea. Aquello era historia clásica para la mayoría de los que ahora recorrían los pasillos del Capítulo, pero Mulcebar estaba decidido a no dejar que sus ideales muriesen por completo.
Continuó:
—Sé que el Maestro Argos comparte mi preocupación a este respecto.
—Es una lástima que no esté aquí para expresarlo —respondió Vel’cona.
Existía una dura rivalidad entre la Armería y el Librarius. Era una rivalidad que se alentaba, como la que se daba entre las Ciudades Santuario y sus respectivas Compañías, pero en ocasiones pasaba a convertirse en algo más polémico.
—Independientemente de esto —continuó Mulcebar con obstinación—, el hecho de que Dak’ir pudiera ser presa de la disformidad no debería pasarse por alto. Esto, combinado con su… comportamiento inusual, es motivo suficiente de preocupación.
La respuesta de Vel’cona fue algo ponzoñosa.
—¿No te estás apartando de la agenda del día, capitán?
Mulcebar hizo caso omiso del espurio comentario como si no mereciese la pena contestar.
Drakgaard, que se había mantenido neutral hasta ahora, consideró el último punto de su camarada el capitán.
—Apotecario Emek, ¿hace mención el informe del Hermano Fugis de algún otro testimonio?
—No, pero yo tengo algunos propios.
Dak’ir entrecerró los ojos cuando su antigua amigo se dirigió a él directamente.
—Sólo era chatarra, me dijiste —dijo—. ¿Te acuerdas?
Dak’ir tardó unos segundos en entender a qué se refería. Antes de Scoria se habían encontrado en las forjas inferiores. El eco de Stratos aún perduraba, y sus heridas aún se sentían frescas. Dak’ir había creado algo que después destruyó en el horno.
—Viste la máscara de simulacro, ¿verdad?
Emek asintió al tiempo que un murmullo de interés inundaba la sala.
Agatone parecía profundamente incómodo.
—¿Qué máscara? ¿Qué significa esto? ¿Qué relación tiene?
—Cicatrices faciales —empezó Emek, señalando a la herida que Dak’ir sufrió en Stratos, la mancha de degeneración celular sufrida por el cañón de fusión de un renegado. Era el mismo estallido que había matado a Ko’tan Kadai. Todo el consejo podía verla—. Dak’ir forjó una máscara en secreto, como la que adorna su yelmo de batalla. La hizo para ocultar su herencia genética, para ocultar aquello que le hace uno de nosotros, un nacido del Fuego.
—¿Lo viste y no dijiste nada? —le cuestionó Elysius.
Emek se volvió para mirar al capellán.
—En su momento pensé que no significaba nada…
—¿Y ahora? —le interrumpió Elysius—. ¿Ahora crees que significa algo?
—A la luz de las notas del Hermano Fugis, sí. Lo creo. Al menos demuestra una debilidad en su carácter, una falta de confianza. ¿No se condenó a Nihilan a su destino por defectos menores similares?
Vel’cona respondió:
—Nihilan era una semilla amarga, y a él le ayudaron a renegar de los juramentos de su Capítulo y a traicionar al Librarius. —El bibliotecario miró a Pyriel, que conocía perfectamente la traición del Guerrero Dragón—. Él ansiaba poseer secretos y poder, confundido por los antojos de su maestro oscuro.
—Te refieres a Ushorak… —La afirmación de Mulcebar provocó la protesta de Agatone.
—¡No menciones su nombre! —saltó—. Es indigno de nuestra lengua. Incluso después de muerto, el legado de ese traidor ha condenado a la 3.ª Compañía.
Mulcebar alzó una mano para indicar que no pretendía ofender. Concluido aquel arrebato emocional, Vel’cona prosiguió:
—Dak’ir tiene poder. He sido testigo de primera mano de ello, lo he sentido. Pero sabed esto: no creo que él sea Nihilan con otra apariencia, pero es peligroso. Su presencia, su existencia me preocupa enormemente.
—Mi señor… —empezó a objetar Pyriel.
—Tú también lo has visto, epistolario —dijo Vel’cona, amonestándole—. Una profecía que predice la llegada de un destructor, un Ferro Ignis. Tenemos, todos, que ser sensatos o esa espada de fuego acabará con Nocturne.
—¿Queréis matarle entonces? —preguntó Elysius.
Los ojos de Vel’cona ardieron con feroz determinación.
—Yo lo habría hecho hace mucho tiempo de haber conocido la potencial amenaza a la que nos enfrentamos ahora, pero no era yo el que tenía en mis manos el poder de juzgarle.
—¿Y qué hay de Gravius? —respondió Elysius—. ¿Nuestro venerable hermano descubierto en las entrañas de Scoria cuya semilla genética se almacena ahora en nuestras cámaras? Su señal, de hace unos diez mil años de antigüedad, la descubrió Dak’ir a bordo de la Archimedes Rex, ¿no fue así?
—Fue una trampa infernal que casi acabó con los Nacidos del Fuego que estaban a bordo —respondió Drakgaard, aunque lo dijo sin pretensiones de acusación.
—¿Y quién habría descubierto la marca de Vulkan y la existencia de nuestro antiguo hermano sin haberse puesto en peligro? —añadió Pyriel, agarrándose a los argumentos del capellán para poder al menos elaborar una defensa—. Él grabó una armadura que nos llevó al tomo perdido del Libro del Fuego.
—La misma armadura que predijo la fatalidad que estamos discutiendo en este consejo ahora mismo —dijo Mulcebar, y sacudió la cabeza—. Yo opino igual que Vel’cona. Tanto si es consciente de ello como si no, el semántico representa un riesgo demasiado grande. —Sus ojos se entristecieron al mirar a Dak’ir—. Aunque no sirva de nada, lo siento, hermano.
—No puedo… —empezó Pyriel, pero el obvio disgusto de su maestro le hizo callar.
Elysius al ver lo que acababa de suceder reaccionó:
—¡Habla! Vel’cona no está por encima de ti en este lugar.
El jefe de bibliotecarios miró con furia al capellán, pero no intervino. Pyriel se lamió los labios, consciente de repente de lo seca que tenía la boca. La tensión en la cámara estaba aumentando, pues todos los presentes sentían la gravedad de la decisión a la que se estaban enfrentando.
—Dak’ir pasó las pruebas. Es cierto que le vi mostrar un dominio psíquico que ningún semántico tiene derecho a poseer. Pero me salvó la vida en Moribar. Veo en él la capacidad de realizar hazañas terribles, una destrucción a una escala increíble, pero le templa una voluntad noble. Si ese poder puede afinarse e inclinarse hacia una causa justa…
Vel’cona frunció el ceño.
—No cambia nada.
—Estoy de acuerdo —dijo Mulcebar.
—Yo también —coincidió Drakgaard—. Este riesgo es demasiado grande para cualquiera de nosotros.
Estaba perdiendo. No era necesario poseer una gran sabiduría para verlo. Dak’ir sentía que su vida se le escapaba como la arena del desierto se escapa a través de los dedos débiles. Lo único que le apenaba era pensar que no volvería a ver a Ba’ken. Su mirada recayó sobre Emek, con la esperanza de que su hermano se librase de su amargura y hallase la paz.
Elysius se dirigió a todo el consejo:
—Fui testigo de un milagro en el Arrecife de Volgorrah. El destino quiso que yo sobreviviese, que el sello volviese a nosotros y que se revelasen los secretos de nuestro padre. Estoy totalmente convencido. Un destino se nos está desvelando, y Dak’ir forma parte de él. Si eso augura algo bueno o malo, no lo sé, pero no deberíamos actuar regidos por el miedo. —Su declaración fue recibida con un silencio. Irritado, continuó—: ¿Queréis su muerte, entonces? ¿Vamos a condenar a este hijo de Vulkan y a lanzar sus cenizas a la Llanura Arridiana? ¡Hermanos! No os apresuréis. Aquí hay mucho más de lo que nosotros podemos ver. Siento la mano de Vulkan en este asunto.
Tu’Shan le miró pensativo. La balanza estaba igualada. Al final, fue otra voz la que respondió.
—Yo también.
Todos los ojos se dirigieron a la oscura figura sentada al final, apartada del círculo del mismo modo en que había sido apartado de su Capítulo porque lo requería su misión sagrada.
Vulkan He’stan habló y todos le prestaron atención.
—«Alguien de humilde cuna, alguien de la tierra, atravesará la puerta de fuego. Será para nosotros la condena o la salvación» —dijo, recitando parte de la profecía—. ¿Y si es nuestra salvación?