I: PIEL SALVAJE

I

PIEL SALVAJE

Tsu’gan estaba sufriendo. Se sentía como carne ablandada. Había perdido mucha sangre y tenía varios huesos fracturados, algunos rotos. No necesitaba el diagnóstico de ningún apotecario. Tenía el esternón partido y la clavícula destrozada; los carpios, metacarpios y las falanges de los dedos presentaban tantos traumatismos que le dolía hasta tensar, por no hablar de agarrar algo; tenía el cúbito y el radio fracturados; tres costillas unidas en su torso osificado estaban rotas; también tenía fracturas menores en la tibia izquierda y en el fémur derecho. Y eso sin contar los daños en el tejido muscular, los ligamentos y los tendones.

Ramlek había sido riguroso y había trabajado duro, dejándose llevar por todo su sadismo para infligir dolor a su prisionero. Quería que se desmoronara, quería hacer que Tsu’gan se arrastrase sobre su vientre y jurase lealtad al amo del perro.

¿Suplicar delante de un perro? No pensaba darle esa satisfacción a su torturador, pues Tsu’gan sabía algo que le daba una clara ventaja. Ramlek no podía matarle.

Por alguna razón, Nihilan le necesitaba con vida. Lo había secuestrado y había convertido a Iagon con el fin de capturarlo. El hechicero había hecho todo lo posible por su premio y no iba a dejar que un lacayo trastornado deshiciese ese plan tan minucioso. Tsu’gan sospechaba que ésa era la razón por la que Ramlek se había mostrado comedido.

Los golpes habían cesado. Habían pasado unos minutos, o eso le parecia a Tsu’gan. Era difícil saber cuánto tiempo había transcurrido. El pitido en su cabeza y la sangre de sus ojos y su boca le impedían concentrarse. Ramlek estaba buscando algo entre sus herramientas. Farfullaba para sí mismo, y las palabras se perdían en el leve zumbido del reciclador de aire. Tsu’gan lo veía girar, y cada rotación agravaba el hedor mortal que inundaba el taller. Los murmullos continuaban. Imaginaba que no serían más que divagaciones disparatadas.

Ramlek estaba loco. Absoluta y felizmente trastornado, pero no de una manera obvia y demostrativa. Su manía era de la clase silenciosa y peligrosa, de la clase que se manifestaba de repente sin previo aviso. Si Ramlek se dejaba llevar, podría no cumplir su palabra con su amo. Tsu’gan sabía que tenía que escapar.

El breve descanso le había dado algo de aliento.

El último golpe que había recibido había soltado uno de los grilletes de su muñeca derecha. En su frenesí, Ramlek no se había dado cuenta. Frustrado al ver que su «arte» no estaba teniendo el efecto deseado se apartó para buscar algo más afilado y más desagradable con lo que cortar a su prisionero. Tsu’gan comprobó la fuerza del agarre. En un primer momento no sucedió nada, pero después… una pequeña gratificación. El hierro se dobló un poco. Los Salamandras conocían muy bien el metal; lo trabajaban en sus forjas, conocían sus puntos fuertes y sus flaquezas. Por su tacto, por cómo se movía bajo la, tensión ejercida por su muñeca, Tsu’gan sabía que podía romper sus ataduras. Sus corazones empezaron a bombear más deprisa y a inundar su sistema de adrenalina para aplacar el dolor. Retorciendo la muñeca consiguió deformar el grillete un poco más, hasta que fue lo bastante ancho como para sacar la mano.

Cerca había una mesa quirúrgica con algunos de los utensilios descartados por Ramlek. Estaba cubierta de sangre. Unas salpicaduras oscuras coloreaban el metal falto de lustre. Y Tsu’gan vio algo más, una unidad de funcionamiento del reciclador. Era una caja rectangular pequeña y sucia. Un icono sencillo aumentaba la velocidad, y otro la reducía. El cable que lo alimentaba con energía de los reactores del Acechador del Infierno estaba enrollado alrededor de las patas de la mesa. Al tirar de él podía arrastrar la bandeja de herramientas cortantes que tenía a su alcance.

Solo necesitaba a alguien a quien apuñalar con ellas.

—¡Perro! —escofinó.

Ramlek estaba absorto, lanzando sierras y espadas por todas partes mientras buscaba la adecuada.

—¡Perro, te he llamado! —dijo más alto y con más agresividad esta vez. Ramlek dejó lo que estaba haciendo y se volvió.

Tsu’gan frunció el ceño.

—Eres de lejos el monstruo más feo con el que he tenido el disgusto de compartir oxígeno. Apestas, Ramlek, ¿lo sabías?

Ramlek rugió.

—Ten paciencia, pedazo de carne. Pronto volveré a infligirte más dolor. —Estaba a punto de continuar con su búsqueda cuando la voz de Tsu’gan le detuvo de nuevo.

—Dime una cosa. ¿Te da Nihilan de comer las sobras de su mesa cuando haces lo que se te pide? ¿Te obliga a hacer trucos para divertirse? ¿Cuál de todos: buscar o rodar?

Ramlek partió una cuchilla que estaba considerando usar con el puño cerrado y lanzó al suelo los restos rotos. Su boca despedía cenizas mostrando su rabia.

Tsu’gan sonrió.

«Ven a mí, salvaje desgraciado…»

—¿O te pide que te hagas el muerto?

—No habrá juegos para ti, pedazo de carne —dijo Ramlek—. Soy el sujeto leal de mi amo.

Dejó las herramientas y decidió golpear al prisionero con los puños.

—No hay duda de que eres un perro obediente —le provocó Tsu’gan—. Digamos que nunca he visto a ningún renegado rascarle las pelotas a otro, pero en tu caso…

Ramlek rugió.

Un perro siempre protegía a su amo.

Tsu’gan liberó su mano segundos antes de que Ramlek cargase contra él. En el mismo movimiento tiró del cable y la mesa quirúrgica cayó delante del renegado. Incapaz de detenerse, Ramlek fue a toda velocidad hacia ella y esparció los ganchos y los bisturís por toda la habitación. Iracundo, apartó la mesa a un lado. El golpe la levantó y la empotró contra la pared donde formó un montón de chatarra arrugada.

Cuando rodeó la garganta de Tsu’gan con sus carnosas manos, las lámparas superiores reflejaron un destello plateado. Ramlek gritó cuando el cuchillo de mondar se le clavó hasta el mango en el ojo. La córnea burbujeo en el filo, corroyéndolo, pero se mantuvo firme.

—¡Me ha arrancado el ojo! —gritó.

Bajo las férreas manos de Ramlek, Tsu’gan sentía presión en la garganta.

—Vas a perder algo más que eso —le prometió mientras extraía el cuchillo de mondar. Un chorro de sangre salió despedido de la cuenca del ojo al tiempo que el renegado lanzaba un grito de dolor antes de que el filo se le clavase en el cuello. Tsu’gan lo insertó con tanta fuerza que la punta irregular atravesó el lado contrario.

Escupiendo sangre, Ramlek cedió en su agarre.

—Te lo advertí —rugió Tsu’gan entre dientes apretados, levantándose delante de él—. Tenías que haberme matado cuando tuviste la oportunidad.

Partió uno de los grilletes de sus tobillos y apoyó la rodilla en el estómago de Ramlek. Esto hizo que el renegado le soltase del todo y Tsu’gan prosiguió con una fuerte patada que lo lanzó al otro lado del suelo del taller. Las perforadoras y las hojas de las archas zumbaban peligrosamente cerca del rostro del renegado mientras éste se tambaleaba. Estaba ciego, pero avanzaba hacia Tsu’gan con una precisión infalible. El Salamandra rompió el grillete de su otra muñeca y aplastó el último que retenía su otra pierna con el talón. Le dolía todo, pero también estaba extremadamente enfadado.

Con el antebrazo bloqueó el violento golpe alto de Ramlek y le aplastó con la palma el plexo solar en represalia.

De haber llevado puesta el renegado una servoarmadura, incluso a pesar de estar ciego, la lucha podría haber acabado de una manera diferente. Tsu’gan sintió como la placa torácica que protegía los órganos vitales de Ramlek se rompía. Todavía tenía la unidad de control del reciclador de aire en la mano y le dio más velocidad. El rotor empezó a girar a gran velocidad, despidiendo pedacitos endurecidos de vísceras hasta formar una nube de color del óxido.

Ramlek se tambaleó mientras mantenía un brazo de manera protectora sobre su pecho. Aquél último golpe le había herido gravemente. Antes de que el renegado pudiese devolverle el favor, Tsu’gan dejó caer la caja de control y saltó de la mesa de tortura. El impulso del salto le llevó adelante y cayó de pie contra Ramlek, que del empujón se precipitó de espaldas entre las chirriantes aspas del ventilador…

Tsu’gan giró la mejilla justo antes de que le salpicase la sangre. Era caliente y viscosa. Procuró que no le entrase nada en la boca y en los ojos, pero no retrocedió. Quería verlo. Quería ver morir a su torturador. El sonido de los huesos y la carne cortándose fue más fuerte que el horrible chirrido de las herramientas de Ramlek durante varios segundos. El renegado no gritó. Tsu’gan se esforzó por no respetarle por ello.

Flaqueó, cayó sobre una de sus rodillas y volvió a levantarse rápidamente. Un hedor había empezado a inundar el aire, más nauseabundo aún que un matadero xenos.

—No podrás decir que no te lo advertí —dijo antes de escupir sobre el cadáver sin cabeza de Ramlek. Todavía estaba sacudiéndose—. Al menos ahora estás más guapo.

Tsu’gan hizo una mueca al sentir de nuevo el dolor de sus heridas. Sentía pinchazos en las manos y en los pies. Sus extremidades palpitaban como si hubiese estado corriendo durante meses sin descanso, pero era el dolor sordo del pecho el que le preocupaba. Sospechaba que había sufrido daños internos y sabía que aunque su fisiología aumentada repararía parte el daño, necesitaría a un apotecario para el resto.

El renegado lo había golpeado y lo había rajado como si fuese un trozo de carne. Había llevado su cuerpo al límite. Miró alrededor del taller y sintió que las fuerzas le abandonaban, aunque su voluntad le gritaba que aguantase.

Ramlek no sólo había sido un carnicero; veía su vocación como un arte.

—¿Dónde está? —dijo Tsu’gan, arrastrando las palabras y luchando contra estallidos de oscuridad que afectaban a su vista. Lanzó un banco por los aires lanzando una perforadora por los aires. Otra la puso en vertical, volcando las lengüetas afiladas y las dagas uña en el suelo. Estaba a punto de destrozar una tercera cuando encontró lo que estaba buscando.

Era un pequeño recipiente con forma de pastilla. Parecía estar sellado herméticamente.

«¿Qué requiere un interrogador digno de su oficio?»

Soltó la tapa del recipiente y ésta saltó hacia atrás mientras el aire presurizado escapaba de la cámara acolchada interior.

«Un medio para mantener a sus víctimas vivas y despiertas».

Había sustancias químicas en el interior, frascos, filtros y pequeñas ampollas de un líquido moteado. Imaginaba que no todas las soluciones serían medicinales. Tenía el tiempo en su contra. Tsu’gan cogió un puñado de frascos, olió los contenidos e incluso los probó. Sus sentidos olfativos aumentados, combinados con la neuroglotis, le permitieron filtrar las toxinas hasta encontrar lo que necesitaba. Descartando el resto de frascos, conservó sólo uno y cogió la jeringuilla que estaba asegurada en la base del recipiente. Le temblaban los dedos mientras la llenaba con lo que había en el frasco. Necesitaba una dosis considerable.

Mientras preparaba la jeringa, Tsu’gan recordó a los cronogladiadores que luchaban en las colmenas bajas de numerosos mundos frontera. Durante un tiempo eran imparables, y sus fisiologías aumentaban exponencialmente, pero cuando el crono finalmente se agotaba…

—Hazme imparable —dijo, y se insertó la jeringa de adrenalina en el corazón principal.

Fue como si un fuego le atravesase las venas al tiempo que cíen soles explotaban en su mente. Los efectos fueron intensos e instantáneos. Con los corazones a mil y el aliento entrando y saliendo de sus doloridos pulmones a toda velocidad, Tsu’gan atravesó la puerta del taller y vio una presa.

El primer siervo murió antes de ser consciente de lo que estaba sucediendo. El segundo intentó dar la voz de alarma antes de que el Salamandra le partiera el cuello. A cuatro patas, Tsu’gan sujetó al hombre muerto en el suelo y guardó silencio mientras miraba por el pasillo. Estaba oscuro, pero sólo oscuro. Se levantó y siguió corriendo.

El crono apremiaba.