I
NECESIDAD
El hangar era hosco y rudimentario. El arconte An’scur apenas pudo ocultar su gesto de desdén. Como tantas otras cosas que había soportado por mantener su existencia milenaria, encontraba la alianza con el mon’keigh desagradable pero necesaria.
Si alguna vez lo descubrían, le darían caza por esto. Sus primos eldritch en la Alta Commoragh verían cómo lo despellejaban y lo destripaban, y eso no sería más que los entrantes de un banquete de sufrimiento mucho más largo. Pero valía la pena correr el riesgo por lo que el hechicero prometía. Si había vivido tanto tiempo era porque sabía qué tratos aceptar y cuáles rechazar. Este gambito en particular estaba en el umbral entre ambos. Además, An’scur estaba sintiendo un hastío creciente últimamente. Se manifestaba como una sombra en los límites de su visión, una astilla de negrura que contrastaba contra los oscuros rincones de los pasillos vacíos…, que le perseguía. Necesitaba escapar de las tierras fronterizas. Llevaba demasiado tiempo confinado en el subreino del Arrecife de Volgorrah.
Había decidido que la eternidad era mucho tiempo. Agotaba su energía y consumía todo el sustento de su cuerpo de modo que necesitaba reabastecerse frecuentemente. La sombra lo sabía, y ansiaba el día en el que la restauración ya no sería posible para el arconte. Esperaba, pues la muerte eterna era muy paciente.
An’scur no entablaba ninguna relación con aquellos que estaban por debajo de él. Helspereth había estado literalmente debajo de él, y había establecido un vínculo con ella a sabiendas de que era un error. Había sido una criatura excepcional a la hora de cosechar almas. De todos los eldars oscuros presentes en el Puerto de la Angustia, ella era la mejor cuando se trataba de extraer cada ápice de dolor y de sufrimiento de sus víctimas. Se habían deleitado en ello, An’scur y su bruja favorita.
Ahora, ella había muerto a manos de una mano primitiva. Y aunque iba en contra de su naturaleza, quería vengar su muerte. An’scur obtendría mucho placer infligiendo dolor sobre aquel que se la arrebató, aquel de negro.
Ella había sido hermosa y atroz al mismo tiempo, el espécimen femenino perfecto. Su manera de hacer el amor era una tortura y un éxtasis al mismo tiempo. Muchos de los nobles con los que se había acostado no habían sobrevivido a la experiencia. Su pérdida había dejado dolor en el interior de An’scur, lo cual le sorprendía. No había sucedido de manera inmediata; fue más adelante, a solas, cuando empezó a notar su ausencia. Tal vez ésa fue la razón por la que había despachado a Malnakor; el muy desgraciado había codiciado la nacarada piel y la flexible figura de Helspereth. También había intentado asesinar a An’scur en más de una ocasión. Las represalias contra el advenedizo draconte eran inevitables, aunque fueron llevadas a cabo a través de la conspiración y la traición para eludir la carga de las pruebas y el tedio de la recriminación.
Las cavilaciones de An’scur terminaron cuando el hechicero entró en el hangar. Caminó por un frío y húmedo pasillo de columnas picadas y naves horribles, pasó a unos siervos aduladores y grotescos y a unos sirvientes indignos incluso para lamer la suela de la bota de un draconte inferior. Le acompañaba un grupo de guerreros acorazados, rojos y negros como el resto. Estos tres pretorianos se unieron al hechicero cuando por fin llegó y eran tan imperiosos como su señor.
An’scur reprimió su arrogancia y comprobó disimuladamente el dispositivo que llevaba en la muñeca. El Éxtasis Eterno seguía atracado en la nave insignia de los renegados. Contra toda lógica, había subido a bordo con sólo dos sirvientes. Uno era un simple sibarita que mantenía la mirada en el suelo y que portaba las armas del arconte. An’scur era tan paranoico que mantenía varios dispositivos homicidas ocultos en su persona de los que sólo él tenía conocimiento, por si el criado se volviese contra él o por si se separaban. El otro sirviente era una hemóncula: una criatura desecada compuesta de retazos con la espalda curvada y un rostro cosido que era una artista en cuestiones de tortura y resurrección. Como sucesora de su anterior hemónculo, Kravex, Lyythe no contaba con toda su confianza, pero había honrado los pactos de su viejo maestro.
An’scur habría preferido una compañía diferente y más abundante, pero sus guardaespaldas estaban en su propia nave para impedir cualquier posible motín en su ausencia. Los íncubos tenían una capacidad extraordinaria para disuadir a ciertos sujetos de lealtad ambigua de hacer algo imprudente. Era una lástima que Malnakor no hubiese aprendido esa lección.
El botín de esclavos y material bélico que el hechicero ofrecía era muy tentador; incluso podía llegar a cambiar su estado social. Aumentaría las fortunas de An’scur inmensamente y cimentaría su dominio en el territorio fronterizo de Volgorrah. Con unos cuantos trueques y muchos asesinatos, podría incluso llegar a la Alta Commorragh. Sólo por ese motivo había accedido a reunirse con el hechicero en persona. Pero se negaba a encogerse ante aquel cacique, por mucha fuerza marcial que hubiese amasado.
Se inclinó ante él manteniendo una expresión benévola aunque por dentro le asqueaba tener que verse obligado a mostrar deferencia a un ser que apenas tenía unos siglos más que él y que provenía de una cultura atrasada de monos pelados.
Conforme el hechicero se acercaba, An’scur advirtió algo diferente en él. Todos los gigantes aumentados poseían un aura de la disformidad, pero te hechicero era como un cáliz creciente.
Al instante, el arconte sospechó un poder oculto tras el trono del renegado.
—La armada que has reunido no está nada mal —dijo An’scur. El arconte era delgado, incluso a pesar de vestir su armadura segmentada, pero era alto. Miró al hechicero frente a frente.
—Supongo que eso es lo más parecido a un cumplido que vas a darme. Hagamos esto rápido.
An’scur sonrió, pero su gesto parecía más una mueca de desdén.
—Al menos estoy de acuerdo con eso. Tu lenguaje salvaje ofende a mi idioma superior.
Al arconte le divirtió ver que los silenciosos pretorianos se crisparon tras su último comentario. Supo que se estaba poniendo en auténtico peligro al hacerlo, pero no pudo resistirse. Unos simios por encima de una raza más antigua y más noble. Era casi ridículo, pero la necesidad apremia.
—Sigue en esa dirección, xenos, y te pararé los pies. —Los ojos del hechicero recorrieron la cobarde figura de la hemóncula—: ¿Es éste?
An’scur asintió.
—Tal y como lo solicitó, por muy irregular que fuese. —Sus ojos negros sin pupilas se entrecerraron—: ¿Para qué quieres a la criatura exactamente?
La mirada del hechicero no se movió mientras evaluaba a la torturadora xenos.
—Ya sabes todo lo que necesitas saber —dijo, mirándole de nuevo—. ¿Y qué hay de los exploradores?
—Van varios días por delante de la flota. Mi demonio nocturno me ha asegurado que estarán en la posición correcta para cuando se lance el asalto principal.
—Procura que así sea.
An’scur quiso golpearle por su insolencia, pero confeccionó una leve sonrisa en lugar de hacerlo.
—Por supuesto —ronroneó.
El hechicero se dio la vuelta, y An’scur tuvo que reprimir el impulso de arrancarle la espada a su criado y clavársela en la espalda hasta la empuñadura.
—Thark’n, Nor’hak… Traedlo con nosotros —dijo el renegado vagamente a sus acompañantes.
Dos de los gigantes avanzaron, con los ojos ardientes de ira y de violencia reprimida. An’scur les miraba desafiante, deseando que los simios se dejasen llevar por su evidente deseo.
—Debes devolvérmela, hechicero —gritó—. Intacta, tal y como acordamos.
La voz del hechicero se estaba volviendo cada vez más distante, y su actitud más desdeñosa.
—Estás siendo bien recompensado por prestarme a esta desdichada. Da gracias de que no cambie nuestro acuerdo. Y ahora —añadió—, fuera de mi nave.
An’scur cerró los puños mientras la hemóncula se alejaba. Era un riesgo. La criatura era valiosa, pero los dividendos merecerían la pena ya sólo cuanto al número de esclavos. Hizo una reverencia y se alejó.
—¿Lyythe posee todos los arcanos que necesita? —preguntó a su criado con un susurro, sin dignarse a establecer contacto visual con él.
El sibarita asintió.
—Sí, mi señor. Podemos extraerla a través del Éxtasis con facilidad.
—Bien —silbó sin molestarse en decirle a su criado que aquel rescate no iba a tener lugar. Después lanzó una última mirada al desagradable hangar. Y pensar que una raza tan bruta dominaba la galaxia. La idea hacía que An’scur quisiese matarlos a todos y bañarse en su sangre inferior.
—Estamos tratando con cerdos —dijo mientras entraban en el portal de acoplamiento del Éxtasis Eterno.
Pero la necesidad apremia.
* * *
Ekrine les dirigió por las cubiertas de artillería en dirección a la proa del Acechador del Infierno. El aire estaba cargado de hedor a sangre y aceite. Un hollín sulfúrico cubría los inmensos puntales de arco que sostenían los pasillos. Unas criaturas ciegas y decrépitas resoplaban en la oscuridad. Hacía calor en las cubiertas de artillería, y el ruido de las municiones que araban siendo preparadas lentamente mantenía un estribillo constante y soporífero. Los amos de los esclavos, bestias descomunales agrandadas genéticamente, les hacían trabajar más duro y con mayor crueldad cuando los señores pasaban por delante. Los gritos de estos canallas desdichados resonaban en un lastimero coro bajo los golpes de sus supervisores mientras que los muertos y los heridos se recogían con palas y se lanzaban a los hornos como combustible de sangre.
Aquella forja ennegrecida en las entrañas del Acechador del Infierno era un reino infernal. Era un lugar para los olvidados y los insignificantes, carne humana para el inmenso molino que nunca tenía suficiente. La carne y los huesos lo mantenían girando, sangre sobre sangre y el constante sacrificio de las almas inocentes.
El cuarteto de los Guerreros Dragón hizo caso omiso de todo aquello.
El hemónculo ya había partido, escoltado por un grupo de siervos armados, hasta una celda. Nihilan estaba a solas con su círculo interior. Sólo Ramlek, que estaba ocupado torturando a su prisionero, estaba ausente.
—El xenos es arrogante —dijo Nor’hak, irradiando una frialdad de hierro. Tenía un cuchillo de mondar de hoja gruesa en las manos y lo estaba afilando contra las placas de su armadura. A menos que tuviese un arma para desmontar, modificar o disparar en sus manos, sus dedos temblaban incesantemente. Ramlek le había clavado una bayoneta en cada mano en un intento de detenerlas cuando el problema empezó a crisparle, pero había fracasado. Después, Nor’hak le apuñaló en el omóplato con una de sus espadas más largas en represalia y se consideraron en paz.
Thark se limitó a asentir y su gorjal crujió por la presión que ejercía sobre él su cuello musculoso. Rara vez hablaba. Su lengua era un nido de lengüetas que se enganchaban en su paladar superior y usarla le resultaba terriblemente doloroso. Más útil para el Ojo era su inmensa figura. Thark era muy grande, incluso para ser un Marine Espacial del Caos. Gracias a ello podía cargar armas pesadas con facilidad. Se había colgado el cinturón de munición de su segador al cuello como una cadena. Bandoleras de granadas golpeaban sonoramente contra su armadura en el silencioso pasillo.
—Es una predisposición de su raza —explicó Nihilan.
—¿Podemos confiar en él? —preguntó Nor’hak mientras afilaba distraídamente una hoja diferente para evitar los temblores.
—Por supuesto que no, pero para cuando decida traicionarnos ya tendremos lo que vinimos a buscar. —Nihilan llamó a Ekrine, que iba por delante—: ¿Se sabe algo del herrero de guerra?
—Nada que no estuviese previsto.
Su cabeza se movía a la izquierda y la derecha con un movimiento sincopado típico de un reptil. Unas escamas cubrían gran parte de su piel. Se vislumbraban por encima de su cuello, lo que sugería una infestación más grande por debajo de su armadura, y fragmentada en su rostro y su cabeza. La carne en esa zona había empezado a extenderse hacia fuera como una especie de capucha de serpiente. A juego con su aspecto de reptil, Ekrine era veloz. Era eso lo que hacía que fuese tan buen piloto. Nihilan había invertido mucho tiempo y esfuerzo en adquirir la base clandestina que había puesto al revientaplanetas en sus manos. Más duro aún había sido obligar al Guerrero de Hierro a que le sirviese. La alianza en Scoria era un beneficio mutuo para ambos, pero ni siquiera así le había resultado fácil convencerle; esto volvía a ser diferente.
El final del pasillo daba a una enorme cámara abovedada. Un pórtico de metal resonaba con las fuertes pisadas de los renegados. A través del suelo entramado había un par de condensadores de gran capacidad. Criados, servidores y otras criaturas insignificantes estaban ocupadas en la oscuridad inferior con la radiación y el calor. Un leve zumbido emergía de un grupo de cables enroscados conectados a los condensadores y que flanqueaban un gran reactor de fusión con polvo de fyron refinado en su centro. El sistema alimentaba un inmenso barril segmentado con runas grabadas que era sólo visible parcialmente. El resto sobresalía en el vacío desde la proa del Acechador del Infierno como un ariete en un antiguo navío marino.
Irónicamente, el arma era realmente arcaica. Al menos, su patrón lo era. Procedía de una era anterior a la Vieja Noche, cuando todos los muchos secretos del universo se habían perdido. A través de su patrono y la obsesión del tecnócrata muerto Caleb Kelock, Nihilan había recuperado uno de esos secretos de la oscuridad. Incluso visto sólo parcialmente, el cañón sísmico era un objeto de extraordinaria belleza.
—Nuestra Lanza de la Retribución —anunció, como si estuviese bendiciendo una nave engalanada antes de su viaje inaugural.
Las manos de Nor’hak dejaron de temblar al verlo. Thark’n lloró. Sólo Ekrine, que había estado controlando de cerca la construcción del arma, mantenía la compostura y llamó a la criatura que estaba realizando los últimos rituales antes de disparar.
—Herrero de guerra…
Una bestia acorazada se volvió lentamente al escuchar su nombre. Iba ataviada de metal gris con unas insignias amarillas y negras pintadas. Unas enormes hombreras sobresalían con púas y unos remaches oxidados mantenían unido gran parte de la panoplia. Un odio antiguo brillaba en sus ojos mientras miraba a los cuatro renegados, pero era como una llama a punto de apagarse. Gran parte de su figura era mecánica y chirriaba de manera robótica cuando se movía.
Un aliento necrótico que combinaba con la condición de su carne pálida brotaba de la boca grotesca y de mandíbula floja del Guerrero de Hierro. Le costaba hablar. Tenía la lengua negra y le colgaba como una babosa gorda y torpe entre los dientes.
—Esssstá toddddo liiiisto… —dijo, arrastrando las palabras.
Nihilan entrecerró los ojos con aprobación.
—Fascinante…
El Guerrero de Hierro llevaba varios dispositivos de origen alienígena y esotérico implantado en el cráneo. Una runa con forma de ankh brillaba débilmente en la superficie de uno de ellos. Ayudaba a ocultar el hecho de que la criatura había perdido una parte considerable de la parte posterior de la cabeza, así como la mayoría de su materia cerebral.
—La reconstitución no ha sido fácil —dijo Ekrine—, pero Ramlek consiguió idear algo para animarla al menos.
—¿Está completamente revivificada? —preguntó Nihilan mientras la criatura miraba y babeaba.
—No. Es una cáscara con algunos comportamientos recordados para nuestro fin. Es como un servidor, sólo que sus protocolos esclavos se utilizaron únicamente para la construcción del arma.
Nor’hak frunció el ceño.
—Huele que apesta.
—Eso es porque está muerto, estúpido —contestó Ekrine, mostrando un destello de posible violencia entre ellos.
La voz de Nihilan la disipó.
—¿Ha terminado su misión? ¿La necesitamos para algo más?
—No, mi señor, ha…
El estruendoso de una pistola bolter terminó la respuesta de Ekrine. Nihilan enfundó su arma y miró al Guerrero de Hierro sin cabeza.
—Necesito los grilletes mentales que lleva tu muerto. Recupéralos de los trozos de cerebro que queden y después lanza sus restos a los hornos.
Ekrine hizo una reverencia e inmediatamente transmitió la orden a un par de criados que andaban cerca.
Nihilan volvió a marcharse por el pasillo y los demás le siguieron sin pronunciar palabra ni queja.
—Nuestro amanecer se acerca —les dijo—. Será atroz y ahogará todo Nocturne en sangre.