II
DEVOCIÓN DE OTRO COLOR
La bajo cubierta del Acechador del Infierno resonaba a causa de los gritos.
—Hay más para desangrar… —prometía una voz que sonaba como el crepitante magma.
Tsu’gan tardó unos instantes en darse cuenta de que los gritos eran suyos. La espada incrustada en el grupo de nervios de su pierna le había hecho volver en sí. No recordaba cuánto tiempo había estado inconsciente, podrían haber sido segundos, u horas, ni cuántas veces lo había estado.
Un sabor a cuero y a cobre inundaba su paladar. La lengua le dolía como si la tuviese llena de cristales rotos. Se la había estado mordiendo cuando el dolor se había vuelto demasiado insoportable. Minúsculas tiras de cuero se le habían quedado entre los dientes cubiertos de sangre.
—Abre los ojos —rugió la voz de nuevo. Era profunda, resonante y sulfurosa, y el aliento pestilente de su torturador resultaba mordaz. Y también familiar.
Un duro golpe en los riñones hizo que Tsu’gan batiera los párpados. Éstos se abrieron y entonces vio el rostro de aquel que le infligía tanto dolor.
Ramlek.
Al perrito faldero de Nihilan pocas veces se le veía sin su yelmo de batalla. Durante los primeros días después de haber «ablandado» a Tsu’gan en las fosas de la arena, el renegado había explicado cómo dolía físicamente extraerla. Había dicho que quería que «el perro» le mirase a la cara mientras le hundía el cuchillo. Cuando su borrosa visión empezó a aclararse, Tsu’gan empezó a percatarse de otras cosas.
La cámara de tortura era pequeña y su intoxicante atmósfera empalagosa y caliente; la sangre impregnaba el aire y se adhería a todas las superficies, incluida la piel del Salamandra, como un residuo grasiento. Parecía un taller. Un gran reciclador de aire con aspas dentadas, empotrado en la pared izquierda, giraba lentamente. Su zumbido resultaba burlón en lugar de suave: zum, zum, zum, girando sin parar, removiendo el hedor a muerte.
Ramlek había convertido su espeluznante trabajo en una forma de arte. Había toda clase de herramientas sobre unos estantes o pendidas del techo en cadenas con lengüetas. Algunas habían sido confeccionadas por el propio torturador; todas estaban afiladas y muy usadas. Tsu’gan se imaginaba perfectamente a Nihilan ofreciendo restos de los siervos de la nave para satisfacer la tendencia sádica de Ramlek. No era muy diferente a lanzar desechos de carne a un perro para que los devorase.
El renegado respiró hondo, como si inhalase el dolor de su víctima, mientras volvía con otro instrumento.
—Voy a pelar tu carne noble…
Una nube de ceniza escapó de los labios del Guerrero Dragón. Era negra, como si estuviera manchada de hollín. Mientras hablaba, Ramlek exponía sus colmillos en una demostración salvaje y subconsciente de dominación. Unas oscuras venas que salían de las comisuras de la atroz boca del renegado se enredaban en sus escamosas mejillas. El ojo izquierdo de Ramlek era rojo, pero la córnea emanaba un fluido ácido y caliente que le dejaba marcas en carne viva en la cara. El derecho era como una piedra sólida, y no parpadeaba. Estaba tan destrozado que era difícil saber qué torturas se había infligido a sí mismo y cuáles eran causa de la mutación del Caos.
Tsu’gan no era ajeno al masoquismo, la pureza del autocastigo había sido como un bálsamo para él en los momentos más oscuros, pero aquello era mutilación.
Se rió por dentro.
«En los momentos más oscuros».
Era difícil pensar en uno peor que aquél en el que se encontraba en esos momentos.
Ramlek estaba a punto de comenzar de nuevo, ansioso por volver a ungir el delantal de cuero que llevaba en lugar de su armadura, cuando una voz detuvo la cuchilla del mondador cuando estaba a tan sólo unos centímetros de la piel de Tsu’gan.
—¡Atrás!
El tono era áspero como si alguien aplastase un viejo pergamino, pero dominante.
Era Nihilan.
Ramlek gruñó pero retrocedió.
«Buen perro…»
Tsu’gan no veía al hechicero, pero sabía que debía de estar mirándole.
De manera involuntaria, Tsu’gan sintió alivio e incluso satisfacción ante la obvia frustración de Ramlek.
—Levántalo y deja que hable.
La voz se escuchaba a través de una unidad de voz. Debía de estar instalada en la celda para permitir la comunicación entre ésta y alguna antecámara adyacente.
Un leve chirrido de engranajes anunció una sacudida en la mesa a la que estaba amarrado Tsu’gan. Estaba hecha de hierro picado y le abrasaba la espalda desnuda. Los grilletes que rodeaban sus muñecas se habían forjado a partir de un material similar, pero poseían minúsculas púas en la superficie interior que se clavaban en la carne. Más tarde se dio cuenta del óxido que tenía bajo las uñas tras haberse agarrado al metal.
Unos pistones neumáticos, lo bastante viejos como para haber pertenecido a una era anterior a La Purga, estaban inclinando la mesa en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Tsu’gan hizo una mueca de dolor cuando la luz de las lámparas de magnesio le quemó la vista.
Después hubo sólo oscuridad delante de él y los pistones se detuvieron.
—Tenía que hacerte daño, Tsu’gan —dijo la voz incorpórea de Nihilan desde el vacío sin forma—. De no haber dejado que Ramlek jugase contigo, seguramente habría intentado matarte.
El perro estaba asintiendo. Tsu’gan sonrió con soma al imaginarse que meneaba la cola en lugar de asentir. De repente sintió otra punzada de dolor y se dio cuenta de que le estaban quitando la mordaza de cuero. Tenía la boca dormida. Tardó un rato en recuperar la sensibilidad antes de poder hablar.
Tsu’gan se echó a reír. Era un sonido cascado y desagradable.
—¿Crees que me estabas haciendo daño? No sabes nada del dolor —dijo, arrastrando las palabras.
Ramlek fue a por una sierra, pero un grito de Nihilan hizo que se quedase quieto en el sitio.
—Como ya he dicho —prosiguió el hechicero después de atar a su perro verbalmente—, era por tu bien a largo plazo.
—Deberías matarme ahora —le dijo Tsu’gan, fracasando en su intento de vislumbrar a su némesis en la oscuridad. Sospechaba que su vista estaba ensombrecida por algún hechizo de la disformidad—. Porque si no lo haces, me liberaré de esta trampa y mataré a tu perro. Después iré a por ti, y a por todos los que están a tu lado ahora mismo. Y a ti, Iagon —dijo, rugiendo el nombre—, a ti te dejaré para el final.
En la antecámara, Iagon estaba furioso.
—Cuando Ramlek haya terminado, quiero tener mi oportunidad de cortarle.
La saliva salía despedida de su boca perpetuamente desdeñosa y embadurnaba el cristal oscuro mientras él observaba el interior de la celda de tortura.
Iagon era delgado y menudo para ser un Marine Espacial, y en su tiempo a bordo del Acechador del Infierno su espada había empezado a doblarse, de modo que caminaba encorvado.
Ahora vestía la panoplia de un renegado. Su armadura de Salamandra había sido destrozada y molida, el metal se había salpicado de sangre roja y teñido de negro en los colores de los Guerreros Dragón. Las cadenas y las picas abollaban lo que en su día habían sido las curvas nobles de una ceramita de un Capítulo de la Primera Fundación. Cortes de cuchillo aleatorios arruinaban las placas de batalla. Algunos de los golpes eran frenéticos, otros cuidadosos y considerados, reflejando la patología del renegado.
Su transición de sirviente leal del Emperador a traidor fue rápida y fácil. Nihilan se sorprendió a sí mismo encontrándolo desagradable.
—La libertad que tienes para exigir algo existe sólo en tu cabeza. —El hechicero le miró, añadiendo un poco de su voluntad psíquica en el gesto.
Iagon palideció pero se mantuvo firme.
—Todavía tienes que ganarte mi confianza o mi consejo —dijo Nihilan—. Da gracias de que te esté permitiendo que presencies esto.
Iagon no había perdido ni un ápice de su oleaginosa diplomacia y se arrepintió de su comportamiento de inmediato. Incluso hizo una reverencia. Nihilan volvió a centrar su atención en el prisionero.
—Estoy seguro de que nos matarías a todos, Tsu’gan. Tu ira es… incandescente. Puedo visualizar cómo te envuelve su aura.
Tsu’gan escupió un poco de sangre hacia la oscuridad, y recibió por ello una fuerte bofetada por parte de Ramlek.
—¡Espero que te atragantes con ella! —rugió el Salamandra—. ¿Quieres saber por qué te mantengo con vida?
—¿Porque tienes tendencia a repetir tus errores? Deberías haberme matado en Stratos cuando tuviste la oportunidad.
Nihilan hizo caso omiso de aquella provocación, pero guardaba un buen recuerdo de Stratos.
Kadai había muerto en Stratos, el primer eslabón de una cadena cada vez más débil que rodeaba la unidad y la fuerza de los Salamandras, erosionada por el rayo de un cañón de fusión. Tsu’gan había sentido profundamente su pérdida. Nihilan sabía muy bien que aquél había sido un daño irreparable.
«Un capitán por un capitán; Kadai por Ushorak». Era un equilibrio, una manera de igualar la balanza. Venganza, pero sólo en parte.
—No —dijo—. Eres demasiado valioso para eso. Veo un gran potencial en ti, Tsu’gan, una gran amargura.
—Estás muy equivocado.
—¿Tú crees? ¿Estás seguro de que no eres tú el que sirve al señor equivocado?
Tsu’gan se echó a reír, y era una risa sonora y estridente, con tanta fuerza que le dolía el cuerpo maltratado al sacudirse con la mera violencia.
Capaz de atravesar el velo, Ramlek miró hacia la oscuridad esperando instrucciones, pero Nihilan se limitó a mirar.
—Estás loco —dijo Tsu’gan por fin. Las lágrimas corrían por su rostro, no de alegría, sino de irrisión—. ¿Me has traído aquí para convertirme en un traidor? Estúpido. Mi voluntad no es tan débil como la de ese desgraciado que se esconde bajo tu sombra. Dile a tu perro que me destripe o que me libere; no obtendrás lo que deseas de ninguna de las maneras.
Nihilan pronunció su respuesta con una sonrisa. Esta tiraba dolorosamente del tejido cicatrizado que rodeaba su rostro.
La armadura que vestía era vieja y de color rojo sangre. Un cuerno curvo, estaba adornado por escamas y una cadena ennegrecida por la exposición al fuego, formaba un arco desde ambos hombros. Lucía las cicatrices reales de una campaña en lugar de las petulantes marcas infligidas como resultado de una cólera insignificante. Había sellos grabados y talismanes impíos que atestiguaban el dominio de Nihilan de las artes de la disformidad.
Sus ojos de párpados escarlata brillaban con una llama roja.
—Para serte sincero, me habría decepcionado bastante que cedieras fácilmente. Al menos, ahora sé que mereces toda esta atención. Pero me resulta interesante…
Tsu’gan no dijo nada, de modo que Nihilan prosiguió:
—Me resulta interesante que creas que tienes elección. No la tienes. Ni siquiera Horus Lupercal pudo resistirse a la tentación del Caos. ¿A caso es Zek Tsu’gan más poderoso que el primarca de los Lobos Lunares, el Señor de la Guerra de la Gran Cruzada? —se mofó.
Tsu’gan respondió con ligereza:
—Típico de un siervo de la Ruina citar un mito de hace diez mil años. Supéralo. La Guerra Eterna ha terminado.
—No terminará hasta que Terra arda y ese cadáver putrefacto que ocupa su Trono sea sacrificado.
—Me cuesta digerir tu histrionismo, brujo. La única sangre de la Legión en tu línea es la misma que la mía. —Tsu’gan sonrió y mostró sus dientes ensangrentados—: Ahórrate tus pantomimas para las marionetas que tienes a tu lado colgando de los hilos de un traidor, y entérate bien: soy un nacido del fuego, un auténtico hijo de Vulkan y guerrero de Nocturne. Tú renegaste de tus juramentos, hechicero. Tú mostraste tu debilidad a la galaxia. Yo no me venderé como tú lo hiciste por promesas de falso poder y de una gloria vana. Escupo en tu credo, escoria.
Otro pedazo de flema ensangrentada salió despedido hacia la oscuridad informe.
—Déjame con las cuchillas de tu carnicero; al menos puedo hacer como que no escucho sus estúpidos balbuceos.
Nihilan cerró el puño después de desconectar la unidad de voz. Iagon decidió llenar el silencio que le siguió.
—Señor, antes no pretendía ofenderte. Si he traspasado mis límites, es sólo porque estoy ansioso por verle sufrir.
Controlando sus emociones, Nihilan estiró una mano desganada hacia la adusta visión del taller.
—Ya está sufriendo. ¿No fue tu sargento en su día? ¿Tan rotos están tus vínculos de devoción, Iagon?
Iagon frunció el ceño y miró con recelo hacia Tsu’gan atado a la mesa de tortura. Su voz era grave y estaba cargada de malicia.
—Yo le adoraba. Incluso me libré de aquellos que se interponían en su camino para evitar su destino.
«Fugis, N’keln, Koto…» La lista crecía.
Después hizo una pausa y dejó que asomase su ira fanática.
—Al final me traicionó.
Con torturas y condicionamiento mental, Iagon lo había confesado todo, todas sus oscuras hazañas, todos sus actos deshonrosos, todos los secretos de los Salamandras de los que tenía conocimiento. La mayor parte de la información no servía para nada; de otro modo las estrategias, los planes de combate y las formaciones ya habrían cambiado. Eran los detalles personales los que Nihilan encontraba interesantes. El análisis psicológico del comportamiento de Iagon, sus manías y sus paranoias rozaban el reino de lo psicótico. De hecho, le sorprendía que un individuo así hubiese durado unto sin ser descubierto o sin llamar la atención por su desviada naturaleza. La mente era algo intrigante; el más ligero trastorno de su idea preconcebida del orden podía revolver una de carácter frágil. Nihilan todavía tenía que encontrar los puntos de presión mentales de Tsu’gan pero lo dejaría para más adelante. Ahora permitiría que Ramlek se saciase. Se lo había ganado.
Nihilan adoptó un tono más imponente mientras su rostro quemado adoptaba la luz oscura de unos recuerdos desagradables.
—Estoy familiarizado con el concepto de la traición, al igual que lo estaba mi maestro. Los dos estamos muy familiarizados con eso.
—¿Te refieres a Ushorak?
Nihilan le golpeó fuertemente en la mejilla. Sus guanteletes con forma de garra abrieron un feo corte en el rostro de Iagon.
—Te prohíbo que hables de él —dijo con una frialdad aterradora—. Tu lengua no es digna de hacerlo.
Iagon aplacó su indignación y su rabia e inclinó la cabeza.
—He hecho sacrificios —continuó—. Todavía puedo sentir el dolor en algunas ocasiones… —dijo, mirándose la mano biónica que llevaba en lugar de la orgánica que había perdido.
Nihilan se acercó. Estaba a punto de reprenderle de nuevo pero las palabras que había planeado decir habían sido usurpadas por otros, así como sus emociones.
—¿Todavía te duele el cuchillo del piel verde? —exhaló en su lugar. Había cierta resonancia en la cadencia del comentario. Algo en su interior, enterrado hondo bajo la superficie pero que empezaba a emerger le estaba influenciando—. Será mejor que te acostumbres al dolor, porque te espera mucho más. Mucho más. Ahora estás en el camino, Iagon, y seguramente pierdas más que un simple apéndice o extremidad, pero por ese precio… —exhaló Nihilan con un placer lascivo— las recompensas que se obtienen superan el entendimiento… —Su expresión cambió de nuevo, y la voz que emergía de la boca de Nihilan no sonaba a la suya—: Cuánto ansío saborear el mundo de nuevo…
La emoción y el miedo se apoderaron del rostro de Iagon. Nihilan se agarró la frente. Después retrocedió al tiempo que sacudía la cabeza como si intentase zafarse de algún paño invisible que le rodeaba.
—Tú no sabes nada del sacrificio… —sonaba borracho. Cuando levantó el rostro de nuevo, la conducta de Nihilan había cambiado otra vez. Entonces miró a Iagon a los ojos—: Espera aquí. Mira si quieres, pero nada más.
Al otro lado de las sombras, la mesa de tortura estaba descendiendo de nuevo.
Nihilan abandonó la cámara mientras Iagon continuaba mirando ansioso.
Nihilan sabía que estaba midiendo su resistencia. Invitar a algo a entrar, como él había hecho, significaba convertirse en su huésped, pero los invitados también necesitaban tener límites. Se estaba impacientando. Nihilan necesitaba un recipiente para él, y rápido.
Estaba recorriendo los pasillos oscuros del Acechador del Infierno por instinto. Pocos se aventuraban á llegar hasta allí, y menos aún permanecían allí durante más de unos momentos a la vez. Las cosas que acechaban en las criptas, las catacumbas del barco, siempre estaban hambrientas, pero temían a Nihilan, de modo que lo dejaban solo. Encontraba una paz extraña en el acto de recorrer aquellos pasillos. Era una vieja afectación de cuando había formado parte de una orden diferente que se permitía de vez en cuando. Ushorak le había mostrado la verdad. Le había abierto los ojos a las mentiras del falso Emperador.
No es que le importase realmente la Guerra Eterna. En eso al menos Tsu’gan había tenido razón. Sus objetivos eran mucho más realistas e infinitamente más personales. Que el cadáver se pudriese sobre su Trono Dorado, ¿qué le importaba eso a Nihulan? En el Ojo se había enfrentado y asesinado a varios señores de la guerra y jefes insignificantes que habían sido esclavos de aquel objetivo. Eran unos estúpidos cegados que actuaban siguiendo un instinto equivocado de milenios de antigüedad. Ahora, sus guerreros aumentaban su ejército y le rendían lealtad.
«Un guerrero que vive en el pasado debe morir a manos del imprevisible futuro».
Ushorak le habían enseñado eso.
La terrible santidad del lugar que ahora recorría Nihilan y sus moradores caídos eran precisamente las razones por las que había decidido que d santuario del Capellán estuviese allí.
Nihilan murmuró una palabra de poder, una palabra que se le dijo a él y sólo a él durante el «día de la ilustración», y una fisura en la mesa de hierro que había ante él se abrió para revelar una pequeña y oscura cámara oculta entre el mamparo.
La esencia a muerte antigua le asedió mientras entraba, con la cabeza inclinada, y el mamparo se cerró tras él con un sordo sonido metálico. Ni siquiera el Archa, el círculo interior de Nihilan, tenía permitida la entrada a aquel santuario impío. Se arrodilló ante el pedestal sobre el que descansaba un dedo disecado cubierto por un guantelete. Estaba quemado, pero de alguna manera seguía sangrando. Sobre él, un estandarte rasgado y podrido parecía flotar suspendido en el aire. Desde luego no lo hacía, pero la ilusión visual que creaban las condiciones de la sala del santuario era muy convincente. En él se mostraba la imagen de un capellán levantando su crozius y un campo de batalla tras él envuelto en un fuego sagrado. Su negra servoarmadura resplandecía y mostraba la imagen de un draco blanco enroscado sobre sí mismo. Unas cuchillas de hueso empapadas de sangre sobresalían de los avambrazos del demagogo.
—Ushorak… —entonó Nihilan. Pronunciar el nombre del capellán muerto era algo parecido a una invocación. El aire caliente del interior de la cámara se tomó frío hasta que una escarcha cubrió los extremos de la armadura del hechicero. Parte del ánima del viejo capellán fallecido permanecía allí.
La imagen del estandarte hecho jirones resplandeció. A Nihilan le pareció que el campo de batalla estaba moviéndose de nuevo, y sus personajes se animaron como si se tratase de una especie de función teatral ilusoria que se interpretaba sólo para la edificación de su espíritu. Y no se limitaba sólo a la vista. Nihilan oía el estallido de los bolters, los gritos de guerra; olía el fuego y el humo, saboreaba la sangre en una brisa que en realidad no existía.
Era real, y todo estaba sucediendo en el estandarte destrozado. Un ligero repiqueteo captó la atención de Nihilan hasta que se dio cuenta de que era sangre, pero ésta estaba salpicando el campo de batalla con cada golpe de maza de Ushorak. El visceral tapiz parecía exudar humo y el calor del fuego incendiario.
Una explosión estalló detrás del capellán y se expandió lentamente. Los detalles aparecían como si estuviesen siendo cosidos a una velocidad exponencialmente rápida.
Inclinando la cabeza por deferencia, Nihilan cerró los ojos y permitió que dominasen sus otros sentidos.
—Estamos cerca, mi señor —susurró—. Nuestra venganza está cerca, y pronto también lo estará tu gloria. Espero tu…
«Me hiciste una promesa…»
La voz incorpórea de su maestro muerto resonó en la mente de Nihilan interrumpiéndole.
Aquello nunca antes había sucedido. Nunca.
¿Habían traspasado el velo por fin sus súplicas y bendiciones? ¿Era eso posible? Nihilan se atrevió a esperar que así fuera… «¿Maestro? Me hiciste una promesa…»
—Señor Ushorak, ¿cómo es…?
«Y yo he mantenido mi parte del trato».
Nihilan frunció el ceño.
Era el otro.
—¿Por qué vienes a mí en este lugar sagrado?
«Para recordarte nuestro acuerdo y tu parte en él».
Su piel se había erizado como si miles de minúsculas manos estuvieran presionando desde el interior para intentar salir.
—¡Desiste! —gritó, resistiéndose a la necesidad de utilizar sus artes de la disformidad para evitar fortalecer involuntariamente al otro. Estaba presionando. Nihilan lo sentía. Era como un feto que había crecido demasiado y quería salir. El hechicero sentía una presión descomunal en el vientre.
—Desiste…
El dolor menguó, y Nihilan pudo respirar de nuevo.
«Nosotras, las criaturas del vacío, somos más viejas que el tiempo. Nuestros recuerdos son extensos y somos pacientes. Yo soy especialmente paciente, pero mi sanguinidad ha llegado a su fin, mortal».
—Tendrás tu recipiente. Todo está…
«¿Acaso no alteré la madeja del destino a tu antojo y te concedí la presciencia para tu guerra? Puse armas en tus manos y manipulé aliados por tu causa. Y lo hice porque teníamos un pacto de almas y sangre. Ha ardido en tu corazón, mortal».
Nihilan se agarró el pecho en un acto reflejo.
«Incluso ahora veo la marca que hice en él. Es larga y oscura, serrada y negra. Es eterna, Nihilan».
Cuando el dolor que sentía en el pecho se disipó, recuperó la voz.
—Como estaba diciendo, todo está preparado. Tendrás lo que quieres.
Los eones eran como instantes para la cosa que reptaba en su interior. Unas cuantas horas más apenas importaban. Sólo estaba jugando con él, imponiendo su dominio. ¿Quién era Nihilan para desafiarla?
Unas imágenes llameaban ardientes y agonizantes en su mente. El dolor era terrible, como si las granulosas escenas se hubiesen insertado en su consciencia mediante una aguja incandescente. Contemplaba flotas de naves, el Acechador del Infierno entre ellas con varias fragatas de renegados y las extrañas naves de los xenos con los que se veía obligado a unir espadas. También había un asteroide gigante que seguía una trayectoria inexorable hacia Nocturne, con las inmensas ondas de radiación magnética que emergían de su centro y enmascaraban el acercamiento de su armada muy bien. Como un reloj del día del juicio final haciendo la cuenta atrás desde el último minuto hasta el momento de su inicio, la última imagen era la de una nave forja cuadrada. Causa y efecto, una serie de acontecimientos que se habían desencadenado y el momento de dar sus frutos estaba a punto de llegar.
«Todo acto tiene una consecuencia».
Qué ciertas eran aquellas palabras y qué ciertas demostrarían ser.
El otro había influenciado estos acontecimientos, había moldeado el destino y lo había desafiado para dar lugar a esta confluencia. Nihilan tenía mucho que agradecerle, pero también odiaba a su benefactor, porque sabía que le haría pagar un alto precio por sus grandes favores.
Estaba a punto de intentar apaciguarlo más cuando se dio cuenta de que se había marchado.
—Qué sueños tan oscuros debes contemplar en tu sueño infernal —farfulló mientras le invadía una repentina sensación de alivio. Era consciente de que había potentes entidades al otro lado del velo que le considerarían a él y a sus preocupaciones como la mota más mínima del lienzo galáctico. Siempre presionado, siempre empujando contra la realidad; la humanidad se volvería loca si alguna vez fuese consciente de aquellas inteligencias caídas.
Nihilan abandonó el santuario, volvió a sellar las puertas al salir y reactivó el comunicador de su armadura. Ekrine tardó apenas unos segundos en contactar con él.
—Hemos atravesado la disformidad y nuestra armada está lista, mi señor. —La voz de su guerrero era sepulcral y reptil—: Los xenos también están abordo.
Nihilan caminaba deprisa, sólo periféricamente consciente de los ojos entrecerrados en la cripta del Acechador del Infierno que le seguían. Desde que habían penetrado en el espacio real, su hambre había disminuido.
—Voy para allá. Mantén nuestras naves en formación.