I: LEGADOS

I

LEGADOS

Ya era tarde, pero el sol nunca se ponía en el Desierto de Pira y brillaba sobre los aspirantes con un calor opresivo.

El Maestro Prebian estaba observando la cumbre de la Meseta Cindara. Aunque era viejo, incluso en los estándares de un Marine Espacial, no necesitaba magnoculares para encontrar lo que buscaba entre la bruma.

—¿Quién es ése? —preguntó con voz enérgica.

Durante más de cuatro siglos, Prebian había servido al Capítulo como Maestro de Armas. Como capitán de hecho de la 7.ª Compañía, un rango que había ocupado durante sólo más de cuatro décadas, poseía un legado pequeño pero augusto.

Ko’tan Kadai había sido uno de los alumnos más aclamados de Prebian, y su propio legado de honor duró tres siglos antes de su fallecimiento definitivo; Elysius, ahora del Reclusiam, había aprendido técnicas de lucha mano a mano del maestro, como también lo hicieron Pyriel y el Sargento Veterano Lok. Un número incontable de otros capitanes y luminares del Capítulo se habían beneficiado bajo su estimado tutelaje.

Desde la muerte Zen’de, el anterior maestro de reclutas, Prebian había llenado su hueco, pero estaba buscando un sucesor. Sólo sesenta exploradores componían la fuerza de combate completa de la 7.ª Compañía, una recuperación de la devastación sufrida durante el desafortunado asalto en Isstvan V que, como se sintió entonces y todavía se sentía diez mil años después, estuvo a punto de destruir a la Legión. Un sargento de instrucción consumado y experto en técnicas de combate cuerpo a cuerpo, como maestro de armas, a Prebian se le necesitaba en todas las compañías de Salamandras, no sólo en la Séptima. El manto del capitán era suyo sólo para otorgárselo a otro.

Sol Ba’ken entrecerró los ojos. Prebian era un anciano venerable, pero su vista sin duda no había disminuido.

—Se llama Val’in —respondió el sargento. El nombre del aspirante le recordó al instante a Ba’ken. Val’in descendía de los supervivientes de la nave expedicionaria 154 que los Salamandras habían encontrado en las profundidades subterráneas de Scoria. Fue una de las muchas otras revelaciones, cuya sustancia residía actualmente en una cámara en Prometeo. En cuanto al muchacho, Ba’ken le había rescatado tras haber guiado a los Salamandras a través de la miríada de sistemas cavernosos que había bajo la superficie de Scoria. Val’in y unos cuantos más habían sido extraídos de aquel mundo y traídos de vuelta a Nocturne. A diferencia de algunos, que consideraban la vida en el mundo muerto demasiado dura para sobrevivir, Val’in se había adaptado bien y había sido elegido como aspirante.

Era el décimo ascenso sin cuerda y sin piolet que hacía por los flancos repletos de peñascos de la Meseta Cindara. Sobresalía de las arenas cenicientas como una punta rojiza, pero con una cima aplanada que le daba su nombre, y sus laterales estaban plagados de agujeros de géiser. Un vapor abrasador emergía de las fisuras invisibles de la roca a intervalos esporádicos, lo que convertía aquella escalada ya de por si traicionera en algo mortal. Muchos aspirantes habían perdido el rostro o algo peor en aquel desagradable destino.

Por décima vez, Val’in llegó a la cumbre antes que el resto de sus aspirantes a hermanos. Permaneció de pie en la meseta, respirando con dificultad pero triunfante.

—Es fuerte —dijo Prebian.

—Y tiene mucha determinación.

—Y que lo digas. Como el guerrero que tengo a mi lado —dijo, mirando con recelo a Ba’ken—. Digamos que no todo el mundo podría haber vuelto de la paliza que te llevaste.

Antes de llegar a las fosas de Themis, Ba’ken se había pasado horas en la Llanura Arridiana cazando leónidos mientras el maestro de reclutas le ponía a pruebas. Al igual que el sargento, Prebian también saludó desde la Ciudad de Reyes Guerreros. La armadura que llevaba era ligeramente arcaica, una de las Mark V creadas milenios atrás, pero de una artesanía increíble. En muchos sentidos, Prebian era un anacronismo también y obtenía muchas de sus técnicas de lucha de antiguos métodos tribales empleados por los primeros jefes nocturnianos. Portaba varias espadas, como para realzar su proeza marcial. Llevaba una spatha dentada amarrada a su pierna y un gladius más corto envainado junto a su cadera izquierda. En el lado contrario enfundaba una pistola de fusión. El bolter de Prebian, que descansaba junto al generador de energía de su armadura a su espalda, completaba su mortífera indumentaria.

Prebian se cruzó de brazos. Su mente había tomado una decisión.

—Traed a los que queden activos.

El resto, los muertos o aquellos demasiado heridos como para continuar, serían abandonados en el desierto.

Ba’ken no sentía ningún remordimiento. Era como debía ser, como establecía la ley prometeana. Para un extranjero podría parecer contrario a las creencias humanitarias de los Salamandras, pero nada podía estar más lejos de la verdad. La fuerza y la resistencia eran vitales si el Capítulo quería cumplir su deber con el Emperador y con su mundo natal. La protección de los ciudadanos de Nocturne era una cosa; evaluar la idoneidad de los aspirantes dándoles golpes de martillo sin piedad era otra distinta.

Una espada roma o débil es tan peligrosa para su portador como su enemigo, según la filosofía de Zen’de.

Bramando, Ba’ken congregó a los aspirantes a los pies de la meseta. Cuando hubieron descendido la roca y se reunieron con sus maestros en la desolada llanura, sólo quedaban nueve de los veintitrés que habían sido escogidos en un principio. El índice de abandonos no era normal.

A pesar del hecho de tener que descender de nuevo desde la cima de la meseta, Val’in fue el primero en regresar.

Ba’ken asentía con la cabeza conforme llegaban. Prebian, con rostro severo, asomaba por detrás del sargento, con los brazos todavía cruzados. El arsenal que portaba sonaba cuando se movía en su armadura. Con este efecto pretendía desmoralizar a los aspirantes, que vestían ropa sencilla y portaban únicamente carabinas láser y cuchillos de caza themianos.

Por contraste, Ba’ken sólo llevaba un bolter y su martillo de pistón. El último era un arma que había forjado él mismo, y formaba parte de él como si de una extremidad adicional se tratase.

—Si vais a convertiros en nacidos del fuego, debéis tener aguante, debéis aprender a sobrevivir. Nuestra señora —dijo Ba’ken, señalando al desierto que le rodeaba— es cruel e implacable. Os templará bien para los desafíos que están por llegar.

Uno de los aspirantes, que parecía casi destrozado, se atrevió a lanzar una mirada a uno de sus compañeros que se había derrumbado antes de llegar basta los maestros y que estaba muriendo lentamente a causa del calor.

—¡No le mires! —ordenó Ba’ken al tiempo que se adelantaba y empleaba su inmenso tamaño para intimidarle—. Escúchame, aspirante. Mi instrucción y tu voluntad son lo único que se interpone entre tú y ese mismo destino. Él regresa a la tierra, partido por el yunque. —Después se postró sobre una de sus rodillas y cogió un puñado de tierra—: Esto es lo que debería preocuparos, lo que es real y tangible. Este desierto es vuestro enemigo y quiere mataros. Os matará si no lo respetáis.

La concentración de VaI’in nunca flaqueaba. Seguía todos los movimientos de Ba’ken, que no permitía que ningún rastro de su historia afectase a su actitud. No era más que otro aspirante, aunque aparentase tener mucho talento.

Tras haberse sometido a varias etapas de implantación biológica asociadas con el ascenso al humilde rango de explorador, Val’in ya no era un muchacho. Ninguno de ellos lo era.

Su piel ya empezaba a mostrar la degeneración melanocromática que lo haría ser como sus hermanos de batalla completamente desarrollados.

Una mutación en el genoma de los Salamandras hacía que su pigmentación reaccionara de manera más agresiva e irreversible al implante del órgano melanocrómico que los demás Marines Espaciales. Diseñada como una protección contra la exposición ultravioleta y radiactiva, reaccionaba con la radiación única de la atmósfera de Nocturne y creaba guerreros de piel de ónice. También afectaba a las células retinales y el brillo en los ojos de Val’in era casi rojo como el fuego. Su abultada musculatura mostraba una fuerte respuesta a la introducción de la ossmodula que aumentaba la masa ósea y la durabilidad, además de osificar la caja torácica de un aspirante hasta convertirla en una placa sólida.

Ba’ken sabía que necesitarían todas aquellas ventajas biológicas para sobrevivir a las siguientes pruebas. También sabía que para algunos aquello no sería suficiente. Val’in mantuvo su mirada penetrante sin estremecerse. «Eres tenaz», pensó con aprobación silenciosa.

—Ahí fuera… —dijo Prebian, tomando el relevo de la oratoria y señalando a las profundidades del desierto— hay un corazón de fuego. Marcharéis hacia él, hacia los terrenos de caza de los sa’hrk y los dactílidos, y lo haréis sin agua ni provisiones.

Ba’ken retiró las cantimploras a los aspirantes. Varios de ellos se lamieron los labios con ansia mientras les arrebataban los recipientes.

—Un guerrero debe saber luchar con la espada y con los puños —dijo con voz grave y severa mientras les confiscaba sus gruesas carabinas.

Haciendo caso omiso de las miradas de consternación de algunos, señaló el cuchillo de caza de uno de los aspirantes.

—Las garras de un sa’hrk son más largas y más afiladas. —Después señaló a su cabeza—: Aquí es donde debes derrotar a su baja astucia.

Prebian avanzó hacia ellos.

—Tenéis tres horas. Traed trofeos con vosotros.

Siguiendo el impulso de Val’in, los nueve corrieron hacia el desierto, siguiendo la dirección que el maestro de reclutas les había indicado.

Cuando estuvieron lo bastante lejos como para no oírles, Prebian preguntó:

—¿Cuántos crees que sobrevivirán a la prueba?

Ba’ken estaba mirando al horizonte.

—¿A ésta? Veo suficiente fuerza en ocho de ellos para lograrlo y vivir. Pero cuando hayamos terminado con todas… —dijo, haciendo una pausa a medias antes de terminar—: Sólo Val’in.

Prebian asintió lentamente, siguiendo la mirada del sargento.

—Bien dicho —dijo, y después añadió—. Voy a recomendarte para que te asciendan a Maestro de Reclutas, capitán de la Séptima.

A Ba’ken le desconcertó su brusquedad. Prebian no era dado a perder el tiempo con vanos preámbulos y era un vivo ejemplo de la franqueza themiana.

—Sólo soy un sargento…

—Eres un veterano, fuiste sargento mucho antes de recibir el rango. Tu experiencia en campaña casi no tiene parangón y se te da bien entrenar. Veo a un maestro de reclutas delante de mí, aunque tú no lo hagas.

—Es un honor, pero…

—Un honor al que no puedes negarte, hermano —le cortó Prebian—. Tengo que nombrar a un capitán para la 7.ª Compañía, y es a ti a quien nombraré para que el Señor del Capítulo lo considere.

Ba’ken inclinó la cabeza.

—Se lo agradezco, señor. Estoy profundamente…

De repente alzó la vista cuando algo en el desierto llamó su atención. Prebian se llevó la mano a la pistola enfundada. El Desierto de Píra era lugar peligroso, incluso para un Marine Espacial. Monstruos moraban llanuras, además de numerosos peligros ambientales.

—¿Qué ves? —susurró mientras escaneaba el terreno a su alrededor. Ba’ken se relajó, pero no del todo.

—Es una sensación…

Prebian intentó localizar exactamente de dónde procedía también, pero sólo veía un desierto monótono cocido por el sol.

—Es como si nos estuviesen observando —dijo Ba’ken en susurros, y después lo descartó—. Paranoias —masculló con pesar—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en el campo.

Prebian le dio unos golpecitos paternales en el hombro.

—Los espectros del crepúsculo tienen las garras muy largas, hermano, y las hunden profundamente. Tus heridas tardarán un tiempo en sanar por completo. Pero si eso te hace estar más alerta, bienvenido sea.

Ba’ken resopló sin humor.

—Creo que toda la 3.ª Compañía está de los nervios. La retirada, Dak’ir y la profecía… Quiero que la guerra vuelva a ser simple otra vez.

—Te enfrentarás a tus enemigos pronto. Ésta… —dijo Prebian, golpeteando la hoja de su spatha— y ésta… —añadió, tocando la culata de su bolter— son las herramientas que te ayudarán a centrarte de nuevo. Ten paciencia. Agatone hizo bien en reunir a la Tercera de nuevo. Geviox… Scoria y Stratos —dijo, nombrando los mundos en los que N’keln y Kadai habían hallado sus respectivas muertes— han sido muy duros con todos vosotros. Perder a dos capitanes en tan sólo unos años es duro para cualquier compañía de batalla.

—Debemos reforjarnos en el fuego de la guerra.

—Lo haréis, hermano. Cuando llegue el momento.

—Cuando llegue el momento…

Prebian se volvió. Un Land Speeder planeaba a corta distancia tras ellos, con los motores al ralentí y emitiendo un zumbido suave.

Ba’ken guardó las carabinas en el vehículo mientras que Prebian se subía al asiento del piloto. Era raro ver un Speeder en el Capítulo de los Salamandras, pero no inaudito. Éste tenía un bolter pesado instalado en una especie de cubierta deslizante. La boca del arma estaba inclinada hacia abajo y descentrada. Ba’ken estaba a punto de subirse al asiento del artillero cuando se detuvo, con un pie en el estribo del transporte.

La sensación paranoide que había sentido antes volvió a apoderarse de él, y de nuevo desapareció rápidamente como el humo en la brisa. Subió en la nave y Prebian inició los motores antes de partir para seguir el progreso de los aspirantes.

Ba’ken y Prebian no eran los únicos que observaban a los aspirantes.

* * *

Los extraños avanzaban sigilosamente, desafiando la luz del sol para no ser detectados. Sinuosos, gráciles, pero también letales, dejaban un rastro de nómadas igneanos muertos a su paso. Los pobres comerciantes habían tenido mala suerte. Al menos, su muerte había sido rápida. Los extraños hubiesen querido prolongar su fallecimiento, alargar el sufrimiento y el dolor de los desventurados nativos, pero la disciplina se anteponía al deseo. Continuaban avanzando, enterrando a los muertos en tumbas superficiales. Habían ocultado su nave gracias a tecnología infernal, además de utilizar la interferencia magnética de la Roca Negra para eludir la guardia del enemigo. Su infiltración era perfecta, y su sed de tortura nunca se saciaba.

El gigante blindado era consciente de su presencia, pero su inteligencia bruta estaba demasiado adormecida como para darse cuenta.

Con los ojos entrecerrados a causa del sol, y con su cruel espada cerca, el líder seguía con la mirada a los jóvenes soldados.

—Mon-keigh…

La hora de atacar se estaba aproximando.

Silbó una orden a su cohorte para que permaneciese quieto hasta que la aeronave hubiese pasado.

Después, en silencio, los extraños continuaron.