II: UN REGRESO

II

UN REGRESO

Los dedos del nómada formaban garras y su piel era seca como el pergamino mientras se descomponía bajo el sol ardiente. Un sa’hrk jugueteaba con su carne de cuero, y tiraba de las capas endurecidas para llegar hasta la carne más blanda que había debajo. Una bandada de dactílidos que sobrevolaba en círculos sobre el depredador se vio interrumpida por una sombra inmensa y creciente. Emitiendo un chillido de pánico, los carroñeros alados se dispersaron en una nube de cenizas.

Un estrepitoso sonido precedía a la sombra, que se extendía como una ola por la llanura Scoriana. La tierra vibró, desmoronando dunas y abriendo fisuras de arena que se tragaron extensiones enteras de desierto. Parpadeando, el sa’hrk elevó su rojizo morro hacía el cielo mientras la arrolladora oscuridad lo engullía también. Balando de repentino terror, la criatura se puso a la defensiva, olvidando su comida. Los cuartos traseros musculados se hincharon en un frenético esfuerzo por escapar, pero la sombra era inmensa y consuntiva. Más de una docena de soles en miniatura se abrieron en la oscuridad y hedían a aceite, a metal y a incienso. Apenas acababa de amanecer y los soles en miniatura se convirtieron en supernovas, escupiendo fuego a la arena y convirtiéndola en vidrio con el calor de su llegada.

El sa’hrk fue reducido a unos restos ennegrecidos que se desintegraron cuando la nave colectora aterrizó. Los propulsores de descenso del casco de la nave ardieron durante varios minutos después de llevar a cabo la recalada. Su potente corriente de aire hacía surcos en los bancos de arena alrededor del punto de contacto cristalizado de la nave colectora desenterrando otros cuerpos que el sa’hrk inmolado no había visto. Estos hombres y mujeres eran también comerciantes igneanos, pero las graves heridas que les produjeron la muerte habían sido causadas por una especie de depredador completamente distinta, una que llevaba cables-hoz, bracamartes y cuchillos de sierra.

Era como un trozo grueso de metal escarlata, cuadrado y funcional. Incluso desde el otro lado del Mar Acerbian, los pescadores en sus pequeños esquifes de vientre metálico se pusieron de pie en sus botes para mirar. Los aparejadores de los petroleros, las procesiones de nómadas y los grupos de cazadores themianos que recorrían la Llanura Arridian, los colectores de rocas en las montañas… todos fueron testigos de la llegada de la inmensa nave.

Y hubo alguien más. Ajustó el enfoque de sus magnoculares a pesar de los daños que habían sufrido las lentes a causa de las intermitentes tormentas de arena del Desierto de Pira, y reconoció la particular iconografía de la nave. Recorrió los flancos con la mirada y observó las muchas cámaras de almacenamiento y los tanques de colección, la escasez de artillería de defensa y el grosor del blindaje. Era un carguero, no un buque de guerra. Después de haber visto lo suficiente, cerró las miras y dejó los magnoculares colgando de una correa de cuero alrededor de su cuello, mientras se colocaba un par de gafas protectoras de arena sobre los ojos. Un largo chaquetón de arriero protegía el resto de su equipamiento y un sombrero de camuflaje de aspecto resistente y de alas amplias y malla mantenían su frente y su cuello a la sombra. Tras levantarse se cubrió la nariz y la boca con unas bufandas que llevaba hasta que su rostro estuvo completamente oculto.

Había dejado un sauroch en la cuenca del desierto más abajo y sujetaba una cuerda con la que había atado a su presa. Al regresar de la duna se percató de que no estaba solo. En la periferia de su visión, una manada de sa’hrks se acercaba sigilosamente a él decididos a devorar su comida. Después de colocar el rifle largo en su espalda, extrajo una hoja de la funda que llevaba en la pierna y dejó que los depredadores se acercaran.

Todo terminó muy deprisa.

Tras limpiar la hoja de nuevo, enfundó su gladius. Después se adentró aún más en el desierto, arrastrando consigo a su primera presa y dejando a los sa’hrk muertos atrás. Todavía tenía un largo camino por delante.

* * *

Los supervivientes nativos de Nocturne. Desde la antigüedad de las tribus, cuando los chamanes de la tierra fundaron los cimientos sagrados sobre los que establecieron sus asentamientos, sus gentes habían sido fuertes. Pero la fortaleza y el cauteloso respeto por los elementos no eran suficiente para mantener a una raza en un mundo volcánico de muerte. La tecnología les proporcionó unas ventajas cruciales, los medios para utilizar escudos de vacío para proteger sus ciudades, sistemas avanzados de advertencia sismográfica e instalaciones médicas que podían soportar bombas atómicas. Todo esto y otras cosas eran posibles gracias al diezmo.

De pie sobre una baja cadena de colinas que daba al lugar del aterrizaje, el Señor de la Forja Argos giraba el trozo de cristal que tenía en la mano una y otra vez. Ésta resplandecía de un modo maravilloso al sol. Era un pedazo muy raro de piedra que había quedado desenterrado tras el último temblor.

—Produce riquezas como ésta —murmuró.

—Cuando la tierra se abre y el fuego llueve del cielo —concluyó la letanía Orgento mientras se colocaba junto a su maestro. La mira ocular de su ojo biónico se centró en el trozo de cristal que Argos tenía en la mano—. Un espécimen raro.

Sus voces eran frías y mecánicas, aunque la de Argos poseía una resonancia más profunda, con un leve zumbido mecánico subyacente.

—Por eso estamos aquí —respondió el Señor de la Forja al otro tecnomarine mientras paseaba la mirada por la llanura de arena.

Orgento le seguía.

—El pacto.

—Así es, y de este modo se mantienen fuertes nuestros escudos de vacío y nuestras armerías llenas.

—¿Siente nostalgia, maestro? —preguntó Orgento, mientras la nube de despresurización engullía la voluminosa nave colectora que tenían delante—. Me refiero al planeta rojo y a la fraternidad marciana.

El sello del Mechanicus engalanaba claramente el flanco blindado de la nave: un cráneo bifurcado, un lado de hueso y otro mecánico, rodeado por un engranaje. Gruesos pedazos de plastiacero rojo y negro cubrían la nave en un caparazón picado. Era fea y funcional.

Argos sacudió la cabeza, lo que hizo que los servos de su cuello y su cabeza chirriasen.

—Éste es mi hogar, Orgento. Son los cielos ardientes de Nocturne los que echo de menos cuando me alejo de ellos. Tú y yo, y nuestros hermanos tecnomarines, compartimos un entendimiento único entre el Capítulo, pero somos Salamandras antes que ser sirvientes del Ornnissiah.

Orgento inclinó la cabeza ante la sabiduría del Señor de la Forja y lo siguió cuando éste saltó a la llanura arenosa inferior.

Cuando llegaron al umbral de la zona de aterrizaje, a los dos tecnomarines se les unieron un par de servidores transportistas con orugas, y llegaron justo a tiempo para ver descender la inmensa rampa de embarque de la nave en medio de una nube secundaria de despresurización neumática. Saliendo de entre los confines ensombrecidos del casco había una criatura de túnica roja que llevaba un engranaje talismánico colgado de una cadena alrededor del cuello. Tenía las manos unidas sobre su pecho, justo debajo del símbolo, pero ocultas entre los pliegues de su túnica. Una gruesa capucha ocultaba la mayor parte de su rostro y el revelador brillo de los sistemas cibernéticos tan sólo era visible en las sombras que proyectaba. De un modo parecido a como lo hacía Argos, el mago del Adeptus Mechanicus viajaba con un séquito. La reunión de criaturas ciborgánicas de carne pálida a los pies de la rampa era bastante extraña.

Argos inclinó la cabeza, lo que hizo los servos de su armadura artesanal chirriasen de nuevo. A diferencia de los marcianos, la pareja de tecnomarines vestía una lustrosa armadura verde. Sólo sus hombreras derechas eran rojas, como el yelmo de batalla de Orgento, para mostrar su afiliación con los adeptos de Marte. Argos se quitó el yelmo. La mitad del rostro del Señor de la Forja estaba oculta tras una placa con el símbolo de un draco de fuego grabado en el metal. Un ojo biónico miraba con frialdad desde la cuenca en la que el orgánico había estado en su día. Serpenteantes cables salían del dispositivo y terminaban en unas entradas que tenía implantadas en el cráneo.

—Saludos desde Marte, Adepto Argos —dijo el mago de la túnica. La «voz» salía de un amplificador de voz que estaba en el lugar de la boca de la criatura. Unos brillantes tentáculos de metal chasqueaban a ambos lados de la rejilla-altavoz en conjunción con la dicción—. Alabado sea el Omnissiah.

Argos hizo el símbolo del engranaje por respeto.

—Bienvenido de nuevo a Nocturne, Xhanthix.

El mago asintió imitando el gesto humano.

—Han pasado casi dos siglos, ciento ochenta y seis coma treinta y cuatro años Imperiales, para ser exactos. Has abrazado al Dios Máquina enormemente desde la última vez que nos vimos —añadió tras observar los sistemas cibernéticos faciales del Señor de la Forja.

—Ha sido más bien por necesidad que por elección —confesó Argos—, aunque lo agradezco.

Primero, en las colmenas sumidero de Ulisinar y después otra vez en la luna desolada de Ymgarl, Argos había perdido su rostro. Ambas veces, la especie alienígena conocida como tiránidos, en concreto una subespecie denominada «genestealers», había sido la responsable. Parte de su cráneo y de su cerebro habían sido interconectados con los sistemas biocibernéticos que sustituían a su rostro. Había salvado la vida, pero había cambiado de otras maneras también. En ocasiones, un extraño recuerdo alteraba sus sentidos olfativos y le recordaba el hedor a bioácido y a carne quemada incluso cuando estaba encerrado en el solitorium. Al principio, aquello le había desconcertado; ahora le resultaba meramente interesante. Aquella reacción, o la falta de la misma, provocaba otra línea de razonamiento para Argos que no tenía ninguna solución clara.

Cuando no estaba ocupado con los ritos del Omnissiah y las letanías arcanas empleadas para despertar a los espíritus máquina, Aegos se preguntaba si la pérdida de su identidad física le había alejado un paso más de la humanidad. Desde luego era más distante que sus hermanos de batalla Salamandras, y tal vez más que Orgento y que los demás tecnomarines del Capítulo. Aquella idea no le preocupaba; más bien era un interrogante que no podía resolverse mediante la lógica. En un Capítulo preocupado por la humanidad, tanto de manera literal como figurada, era una posición curiosa que mantener.

El Señor de la Forja le ofreció el cristal sobre la palma de su mano a Xhanthix.

—Es de nuestras minas —explicó Argos—, una fuerte cosecha para el diezmo.

Unas mecadendritas que semejaban mandíbulas se extendieron desde el interior de la capucha del mago, retorciéndose al acercarse al cristal.

—Es perfecto… —exhaló, describiendo más su composición atómica que su calidad estética. Mientras los instrumentos multiarticulados acariciaban la superficie del cristal obteniendo información sobre su masa, su tamaño y sus propiedades geológicas, había una ligera conexión entre las mecadendritas y los implantes tácticos de la mano de Argos.

Incluso aislada con su guantelete, el Señor de la Forja sintió una sacudida de transferencia de datos que se manifestó como un doloroso ruido estático en su cabeza. Argos hizo una mueca mientras Xhanthix cogía el cristal que llamó la atención de Orgento.

—¿Estás bien, maestro? —preguntó el tecnomarine.

Argos se recuperó y le quitó importancia a la sensación.

—No es nada, sólo una peculiaridad sináptica.

Xhanthix apenas se dio cuenta; sus cohortes miraban hacia delante a ciegas, todavía menos afectados. El mago estaba concentrado en el cristal, viendo todas las posibilidades tecnológicas que ofrecía.

—¿Tu nave forja está atracada en Prometeo? —preguntó Argos.

Se refería al bastión lunar de los Salamandras, un cuerpo celeste hermano de Nocturne que era el responsable de la fragilidad tectónica del planeta. Además de su función principal como puerto espacial, Prometeo era también una cámara para las reliquias del Capítulo y sus muros sagrados eran dominio de los Dracos de Fuego, de la Primera Compañía de élite de los Salamandras.

El mago terminó su valoración antes de responder.

—Sí, la Archimedes Rex y el resto de la tripulación están a bordo en su fortaleza, preparándose para mi regreso.

—¿La Archimedes Rex? —En una extraña expresión de emoción, el lado derecho del labio de Argos se frunció—. Esa nave estaba siniestrada. Lo sé, pues yo vi cómo la recuperaban de las profundidades del espacio. Los Marines Malevolentes la saquearon.

—El Adeptus Mechanicus la reclamó y la restauró.

—Eso también lo sé. Me encargué de su regreso al sacerdocio marciano, no hace tanto tiempo, de hecho.

Xhanthix frunció el ceño todo lo que sus músculos faciales se lo permitían.

—No veo la relevancia del periodo de tiempo espurio. Fue hace un año y tres coma seis meses según las unidades Imperiales estándar de tiempo, para ser exactos. Yo fui el responsable de su restauración. A pesar de su tiempo a la deriva en el vacío, los daños que había sufrido no eran irreparables.

Argos sintió que le invadía una nueva sensación que hacía que la sangre corriese por su cuerpo y le llenase de adrenalina.

—Pero su tripulación sí que lo era. He visto pruebas de ello. Incluso quemé los restos de esas criaturas en nuestros hornos.

Orgento se revolvió ligeramente, observando a los servidores del mago con repentina sospecha mientras su mano se deslizaba hasta su arma. No sabía qué estaba sucediendo ni por qué el comportamiento de su maestro había cambiado de un modo tan abrupto, pero las razones no eran necesarias en esta situación, sólo la disposición para actuar.

Incluso libre de su inmenso servoarnés, Argos era un guerrero inmenso e imponente y hacía parecer pequeño al diminuto mago.

—Estaban contaminados, Xhanthix. Eran homicidas, de hecho. Uno de tus hermanos marcianos a bordo, un mago, se volvió loco e intentó asesinar a mis hermanos de batalla.

—También eran tus hermanos —respondió Xhanthix sin recriminárselo.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—No, no lo sé. ¿Qué quieres decir exactamente? Tu argumento no es lógico, y probablemente está empañado por tu parte humana. Tal vez no eres uno con la máquina como había pensado en un principio.

Aquello era algo muy parecido a un insulto por parte de un Adepto del Mechanicus.

Argos cedió: estaba dejando que su humanidad dominase su estado emocional. Y en parte se alegraba de ello.

—Sólo me sorprende que volvieses a poner en servicio la nave —dijo—. Esperaba que se la despojase de cualquier valor tecnológico y que os deshicieseis de ella.

—¿Mantuviste una nave esperando que la reclamasen creyendo que sería destruida?

—No era decisión nuestra si la Archimedes Rex debía ser retirada del servicio.

—La nave poseía valor tecnológico —afirmó Xhanthix con el mismo tono neutro—. No habría tenido lógica destruirla, no basándonos en las pruebas de un fallo en un mago en particular que fue transferido a sus subordinados. La corrupción mecánica está documentada y las láminas de doctrina tienden a degradarse con el tiempo si no se realizan las prácticas adecuadas al espíritu máquina.

Argos no veía ninguna línea de razonamiento concreta para discutir eso, pero aún así preguntó:

—¿Por qué has vuelto a traerla aquí?

—La simetría me resultaba interesante —respondió Xhanthix—. Admito que es una especie de predilección humana, pero incluso así. ¿Responde esto a todas tus preguntas? Porque estoy ansioso por continuar. Mi nave ha detectado niveles excesivos de radiación magnética creciente en la atmósfera de tu planeta y no me gustaría que ningún retraso imprevisto afectase a mis instrumentos.

Argos ya había observado esto antes de abandonar Prometeo. Esas fluctuaciones eran comunes, pero las estaba controlando de todos modos. Xhanthix tenía razón, por supuesto, la radiación magnética podría alterar los resultados geológicos de sus instrumentos de codificación. Finalmente asintió.

—Hay algunas muestras esperándote en las minas. Hemos venido para escoltarte.

Xhanthix inclinó la cabeza para indicar su conformidad antes de lanzar un conjunto de código binario mecánico a sus servidores, que empezaron a animarse.

—Ir delante.

Argos se volvió en dirección a las minas. No estaban lejos. Orgento le seguía a su lado mientras dirigían al grupo.

—Maestro, estoy preocupado —confesó—. ¿Qué ha pasado? Por un momento he pensado que…

—Yo también, hermano —le interrumpió Argos—. Yo también.

Después guardaron silencio, pero el velo de ruido estático persistía.