I: EL LUGAR DE LA MUERTE

I

EL LUGAR DE LA MUERTE

Este lugar era la muerte. Su sombra se aferraba con tenacidad a todas las hornacinas, a todas las columnas. Acechaba bajo cada entrada y entraba reptando en todas las antecámaras. Susurrando como la carcasa de un cadáver, era la última exhalación de polvo que envolvía el agrietado ladrillo en una pátina de edad y melancolía. El propio aire hedía a ello, con un sabor a cobre. La pegajosa escarcha bajo sus pies que suavizaba las pisadas de sus botas también suponía una prueba, así como la rojez de las paredes. El miedo lo acompañaba y cubría la atmósfera con un manto mortuorio grasiento. Sentía cómo intentaba adherirse a su piel desnuda: el miedo, y la anticipación.

La oscuridad ocultaba sólo parcialmente las formas arrugadas de aquellos que habían llegado antes que él. Algunas habían sido arrastradas hacia los barracones, destrozadas y con formas que tan sólo se asemejaban a las humanas. Otros se habían recogido con palas o más tarde se limpiarían del suelo reducidos a un fluido repugnante.

Para muchos lo peor era la espera. Brutales guerreros se convertían en farfullantes despojos en el silencio que antecedía a la muerte, durante la cual sólo se oian rugidod y gritos. Él no temblaba; apenas se movía, excepto para respirar. Su hora habia llegado. El que le precedía había sido aniquilado.

¿Cuántos llevaba la bestia? ¿Siete ya?

«Un número favorable», pensó mientras se ponía en pie.

Había visto como algunos luchadores unían las manos y murmuraban juramentos y promesas antes de enfrentarse a la muerte, con la esperanza de tener fortuna. Otros levantaban puñados de tierra como si saboreasen el campo de batalla e interpretasen sus fluctuaciones. Todo eso no eran más que distracciones. Sólo retrasaban el momento y se engañaban a sí mismos. Cuando se puso en pie, rotó los brazos en sus encajes y crujió los nudillos. Su armadura fragmentada emitió un leve ruido metálico mientras lo hacía; la cadena de su arma sonó suavemente. Cerró los ojos y observó a través de las estrechas ranuras de su yelmo transformado en otro ser. Ser un guerrero era ser proteano, la transición de un aspecto al otro. El dominio de ambos era el portal a la armonía y a la excelencia marcial. Abrazar cualquier otra cosa era una imprudencia. Si una espada permaneciese siempre desenvainada, acabaría cortando algo que no debiera. Cuando abrió los ojos de nuevo, su mundo estaba teñido de escarlata y estaba dispuesto a matar.

«Soy Helfist. Soy un gladiador».

Ascendió la arenosa pendiente al coro de su tintineante panoplia gladiatoria. Estaba confeccionada principalmente de cuero, una armadura de las Viejas Costumbres, como era tradición, pero incluía algunos elementos de chapa a modo de florituras estéticas. Al final de la rampa había una puerta con un par de guardianes de aspecto adusto engalanados de metal de los pies a la cabeza. A pesar de ser corpulentos, altos y musculados como si hubiesen sido creados genéticamente para cumplir esa misión, todavía tuvieron que levantar la cabeza para mirarle mientras pasaba por delante de ellos.

A través de las puertas reforzadas con metal, a través de sus barrotes, veía el lugar de la matanza. Era un lugar de arena, sangre y tortura.

Oía los gritos ahogados de aquellos que suplicaban y los aullidos de las bestias…

De un modo lento pero inexorable, las puertas se abrieron. Unas huecas calaveras colgadas de sus barrotes añadían un tintineante coro al intenso chirrido del hierro.

La luz del sol teñía el espacio, tan roja y visceral como las paredes del pasillo.

Dejó que bañase su cuerpo semidesnudo antes de atravesar corriendo el resto de la rampa que daba al lugar de la muerte. Haciendo caso omiso del crujido de los huesos bajo sus pies, Helfist entró en la arena y escuchó la ovación de la multitud.

No levantó la mirada de la arena. Era demasiado fácil ver su destino en los cadáveres de los demás combatientes. Había hombres desparramados sin extremidades sobre charcos de su propia sangre que se secaba, o con la cabeza separada del cuerpo y enconándose al sol, o hinchados a causa de una gangrenosa ponzoña, con los ojos saliéndoseles de las órbitas mientras sus extremidades todavía se sacudían en sus últimos estertores. Tal era el destino final de todos los guerreros.

«No somos más que cenizas en el viento que esperan para regresar a la montaña».

Un compañero de armas le había dicho eso mismo a él un día, antes de que la guerra le dejase incapacitado y hubiese hecho que su amigo pasase de ser un poeta a convertirse en un ulceroso solitario.

Un rugido le recibió en la arena, pero el gladiador de Themis no se inmutó. Que la turba gritase y se saciase, daba igual. Él tenía la mente puesta en su supervivencia. Helfist ajustó la visera de su yelmo y miró a través de una abertura de hierro picado a la monstruosa criatura que dominaba la arena con su tamaño y su violenta presencia.

El escórpido.

Estaba apurando los últimos bocados de su comida, otro gladiador parcialmente disuelto por el ácido intestinal de las rojas fauces de la criatura, cuando su atención se centró en Helfist. Anticipando una carnicería, los gritos de la beligerante multitud se tornaron un sordo murmullo.

Dejando caer su festín a medias, el escórpido avanzó con movimientos chasqueantes y sincopados.

Acostumbrada a vivir en la tierra, la criatura poseía minúsculos ojos de insecto que brillaban como un par de perlas negras en su rostro de aspecto crustáceo Unas placas de hueso superpuestas formaban una cascara quitinosa que relucía como un oscuro caparazón sobre su morro y su lomo. Sus ocho extremidades eran nudosas y escamosas, y su estriado vientre era grueso y de cuero.

Debido a su naturaleza subterránea, los escórpidos no eran fáciles de atrapar. Grupos de cazadores nómadas igneanos salían a la Llanura Arridian en grupos, tentaban a las criaturas con restos de saurochs y las hacían salir de sus grasientas madrigueras con la irresistible promesa de sangre. La recompensa del Gremio Gladiatorio Themiano era elevada para cualquier botín monstruoso, capaz de luchar en la arena, que se le entregase intacto. Era lo justo, ya que cazar un escórpido tenía una alta tasa de mortalidad.

Helfist fue consciente de ello al ver como el monstruo giraba su masa hacia él. Era inmenso, tanto que hacía que el gigante gladiador pareciese pequeño, y era muchas veces más pesado que él. El luchador retrocedió mientras la bestia avanzaba, lo que provocó las burlas de la multitud que presenciaba el espectáculo. No tenían nada que temer desde ahí arriba, mirando tras los elevados muros y las cúpulas de cristal de la anacrónica arena. Deseaban ver lucha y muerte, no poses.

Y eso es lo que les dio Helfist.

Tras provocar al escórpido con gritos y amenazas, dejó que éste atacase primero. El animal embistió con una garra cubierta de sangre seca que el gladiador sorteó agachándose y rodando hacia ella para clavarle una punta-puñal en la parte más carnosa de la extremidad del monstruo. Sus gritos de dolor se manifestaron como un desconcertante resuello desde sus fauces fruncidas, donde sus mandíbulas castañeaban agitadas.

Echándose hacia atrás, volvió a cargar contra él con su otra garra como una lanza, pero sólo consiguió atravesar la tierra. Helfist extrajo la punta y un chorro de icor salió con ella. El acerbo hedor a ácido biliar le quemaba en las fosas nasales y el arma salió ligeramente corroída. El gladiador dio un salto para evitar ser aplastado por las patas del escórpido mientras éste se daba la vuelta, y tras rodar se levantó justo a tiempo para ver cómo la cola cubierta de púas de la bestia se dirigía hacia él. Helfist la paró usando el guante de su punta-puñal pero sintió el impacto hasta el hombro. En cuestión de segundos, la protección de metal estaba podrida a causa del veneno del aguijón del escórpído, de modo que se deshizo de ella y dejó que el arma se disolviera lentamente en el suelo a sus espaldas.

Mientras se movía por el punto ciego de la criatura, ésta le seguía, moviéndose de lado alrededor de su centro y cargando contra Helfist mientras avanzaba. El polvo se levantaba tras los frenéticos ataques de garra que también enviaban pedazos de gladiadores muertos al aire como si de carnada aérea se tratase. Helfist se agachaba y avanzaba en zigzag, saltaba hacia atrás y volvía hacia delante frustrando todos los fuertes impactos de las pinzas del escórpido. Hambriento y cada vez más irritado, el monstruo empezó a combinar golpes de cola con mordiscos capaces de arrancar extremidades. Un chorro de baba de su boca tubular plagada de colmillos dejó una quemadura en la arena, pero Helfist lo esquivó también. Tiró del monstruo en círculos, arrancando pedazos de quitina con una hoja ancha con forma de media luna que llevaba encadenada a la muñeca y al antebrazo. El gladiador se agachó y abrió un corte sangriento en el vientre estriado de la bestia. La herida obligó al monstruo a lanzar otro resuello agonizante. Aquello excitó a Helfist. Sus corazones latían como martillos de forja en su pecho y, por encima de él, la multitud era cada vez más numerosa. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan enérgico, tan fuerte, tan invencible. Le gustaba la sensación; era adictiva.

Siete gladiadores habían perecido contra aquella bestia: siete hombres fuertes, con espíritu de guerrero y voluntad de hierro. Y Helfist estaba acabando con el escórpido como si nada.

El monstruo cargó contra él mientas salía de debajo de su vientre. Helfist embistió esta vez con su espada y abrió un profundo corte sangriento en la cola de la bestia. Ésta se elevó sobre sus patas traseras y se giró rápidamente, agarrando con impotencia el aire con las garras.

Helfist la miró, con una sonrisa apenas visible bajo la visera de su yelmo.

—Eres una bestia, horrible —dijo con voz profunda y abismal.

Después liberó la hoja que llevaba en el antebrazo y la dejó caer al suelo como un anda mientras la cadena alrededor de su muñeca se desplegaba.

Todos los eslabones estaban dentados, como el filo de un cuchillo, y cuando el escórpido descendió de nuevo estruendosamente, Helfist tiró de la hoja del suelo. Mientras atravesaba el aire emitiendo un sonido fuerte y agudo envolvía la pata delantera izquierda del monstruo.

Helfist tiró de nuevo y los eslabones dentados de la cadena se tensaron y empezaron a serrar. El escórpido tropezó y lanzó un balido de pánico desde su boca gorgoteante. El gladiador tiró de nuevo y la cadena se soltó cuando la extremidad se separó de su portador en una ráfaga de sangre verdosa.

Apenas tuvo tiempo de lanzar una respuesta débil e inútil antes de que Helfist cargase de nuevo, esta vez contra una de las patas traseras, y le arrancase otra extremidad. Escupiendo un fluido oscuro y viscoso desde los muñones destrozados de sus apéndices, el escórpido cayó sobre su vientre. Lanzó su cola contra Helfist mientras éste avanzaba hacia ella, que contraatacó con un corte de su cadena-guja y la punta de púas salió rodando por el suelo de la arena, separada del resto del cuerpo.

El sudor corría por el cuerpo del gladiador y ayudaba a definir su inmensa musculatura, y su pecho se movía a un ritmo profundo pero fuerte. El cuero negro curtido de su armadura combinaba a la perfección con su dura piel, y el sol lo hacía brillar como el aceite mientras éste se ponía en cuclillas para mirar al monstruo a los ojos.

—No ha sido una lucha justa —dijo con tranquila solemnidad.

Parte de la sangre del escórpido había salpicado la carne desnuda de sus brazos, uniéndose a las numerosas cicatrices que ya lucía.

—Será rápido —añadió mientras se ponía de pie.

Helfist dejó caer la hoja de media luna mientras echaba el brazo atrás sobre sus descomunales hombros para extraer un martillo de mango largo. Era un artilugio magnífico que relucía brillante bajo la luz. En la cabeza del arma había unos pistones que aumentaban su potencia y su impacto.

Agarrándolo con las dos manos, Helfist partió en dos el rostro lastimero del escórpiado y acabó con su sufrimiento. Después se volvió y sostuvo el martillo de pistón cubierto de sangre en homenaje a su oponente.

La multitud le aclamaba.

Cuando Helfist regresó a los barracones, alguien le estaba esperando.

—Pensaba que te encontraría aquí en estas… fosas —dijo, escupiendo la palabra como si le dejara un sabor amargo en la boca.

La figura era casi tan alta como Helfist, y vestía una armadura verde y voluminosa. Unos servos estriados conectaban las articulaciones entre las placas concomitantes y zumbaban conforme se movía. Todavía llevaba puesto el yelmo de batalla, que era blanco en contraste con el verde de su hombrera derecha. La izquierda mostraba la imagen de la cabeza de un draco naranja rugiente sobre un fondo negro que indicaba a quién rendía lealtad.

Helfist se estaba quitando cuidadosamente su cota de cuero y rascándose la sangre del cuerpo con una piedra afilada. Un siervo que vestía una túnica con capucha esperaba entre las sombras con la cabeza inclinada.

En lo alto, la luz roja del sol entraba por el techo entramado de los barracones formando una neblina de veteados. Iluminaba armaduras y equipos de guerra de distintos tipos. También había una enfermería, cuya puerta estaba oculta tras una cortina de cuero salpicada de sangre. Otro gladiador, un superviviente del escórpido, estaba dentro tumbado en una camilla mientras el médico llevaba a cabo su truculento trabajo. Bajo sus píes había grava y arena en homenaje a las Viejas Costumbres. El aire apestaba a metal y a sudor.

Helfist respondió sin levantar la vista de lo que estaba haciendo.

—¿No apruebas las fosas infernales themíanas, hermano?

—No. Sólo me quejo de tener que venir hasta aquí para encontrarte.

La voz del otro estaba cargada de una amargura que Helfist no lograba conciliar. No obstante, mantuvo la mirada en sus labores, desabrochando uno de sus avambrazos y dejándolo caer en un barril de aceite para que se empapase.

—Mantiene la piel flexible —dijo—, para que no se cuartee con el calor.

La respuesta fue cáustica.

—Sé cómo cuidar de una armadura, incluso de esos arreos bárbaros.

Helfist miró al otro a los ojos. Sus ojos ardían como hornos al rojo vivo.

—Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te vi empuñar un bolter y una espada que he pensado que tal vez necesitabas que te lo recordase, Emek. ¿Cuánto hace que no pisas las jaulas de entrenamiento o las arenas?

El apotecario, Emek, no respondió. Dio un paso hacia delante. No era un gesto deliberadamente agresivo, pero Helfist giró los hombros hacia él y cuadró su cuerpo listo para una pelea.

Emek se mofó:

—Llevas en estas chozas tribales demasiado tiempo, Ba’ken.

Ba’ken frunció el ceño y formó un puño.

—Estas son tus raíces, hermano. ¡Todo el tiempo que has pasado escondido en la oscuridad de Prometeo ha hecho que lo olvides! —Su ira menguó y se relajó—. Ya era hora de que sacaras la cabeza de las placas de datos de Fugis y de que te reunieras con tu Capítulo.

El apotecario era muy diferente del hermano que Ba’ken había conocido en su día. En la actualidad apenas se le veía sin su yelmo de batalla y rara vez se quitaba su armadura a causa de las terribles cicatrices de su cuerpo. No eran marcas de honor obtenidas con orgullo tras las victorias ganadas; eran un doloroso recordatorio de una misión abortada en la siniestrada Proteana y del ataque psíquico de una criatura xenos a la que se había enfrentado allí. Emek cojeaba cuando antes andaba a zancadas; estaba débil y deprimido, cuando antes había sido fuerte y alegre. Lo que Ba’ken tenía ante él era un fantasma, una sombra del Marine Espacial que el apotecario había sido.

La esperanza, de la que tan lleno había estado Emek en su día, había muerto en su interior en aquella nave.

Ba’ken se dio cuenta de que su rabia era contra eso, no contra su hermano.

Calmándose, relajó los hombros y bajó la voz.

—Disculpa. El calor de la arena todavía alimenta mi sangre.

Con el silbido de los cierres del gorjal despresurizando, Emek se quitó el yelmo. Tenía el rostro destrozado. Sus quemaduras no se habían curado bien. Algunos suponían que era por haber sido provocadas un rayo psíquico.

Los tejidos cicatrizados superpuestos se anudaban y se festoneaban en algunas partes, lo que le daba al rostro de Emek el aspecto de estar confeccionado a retazos, como si su semblante estuviese compuesto a partir de varias caras. Su ojo izquierdo estaba apagado y gris, mientras que el derecho brillaba con una llama amarga.

El apotecario inspiró hondo, y el sonido escofinó en su garganta.

—Disculpas aceptadas, pero tengo un trabajo muy importante que hacer en el apotecarión. Que su progenitor haya muerto no significa que deba desatender las labores de Fugis.

—No ha muerto, hermano.

Emek arqueó una ceja. Era un gesto poco agradable de ver.

—Tomó el Paseo Ardiente, Ba’ken. Está muerto.

Contrarrestar aquel pesimismo era inútil. Ba’ken lo había intentado miles de veces. En lugar de hacerlo, suspiró y continuó atendiendo su armadura.

—Pero tus heridas tienen buen aspecto —añadió Emek mientras lo examinaba. Después hizo una pausa, como si estuviese decidiendo con cuidado su siguiente comentario—. Cuando te vi después de que los Dracos de Fuego regresaran del Arrecife Volgorrah, me temí lo peor.

Ba’ken se tocó el pecho tras sentir un dolor fantasma. Las heridas infligidas en el enclave de la frontera de los eldars oscuros, el llamado «Puerto de Angustia», habían desaparecido, pero su recuerdo todavía permanecía. Así como la traición de Iagon.

—Me perdí en la oscuridad, pero me sentí aliviado cuando me desperté y vi que no estaba en una tumba de metal —dijo.

Emek rió, pero era un gesto vacío.

—El bioescáner daba resultados muy desalentadores, si quieres que te diga la verdad. Pero eres muy testarudo, Ba’ken.

—No más que cualquier otro Salamandra. —Después miró de nuevo a Emek—: Prométeme esto, hermano: si alguna vez estoy tan malherido que la única opción es acabar enterrado en el sueño profundo del guerrero eterno, adminístrame la Paz del Emperador y reclama mi legado genético para el Capítulo. No deseo ser como Amadeus o Ashamon.

—La mayoría consideraría un honor convertirse en Dreadnought.

—Yo no. Prométemelo.

Emek mantuvo la mirada de Ba’ken durante unos instantes antes de asentir. Después señaló la espada encadenada enganchada en el estante de las armas.

—¿Helfist, eh?

Algo parecido a una sonrisa se formó en la boca del apotecario mientras intentaba ser frívolo, algo que solía dársele muy bien.

Ba’ken frunció el ceño. La alegría que sintió al escuchar el toque de humor en la voz de su hermano superaba su vergüenza, pero no exteriorizó ninguna de las dos cosas.

—He oído a la multitud aclamar —explicó Emek—. Pensaba que no te iba la pompa y el teatro, hermano.

—La arena es un teatro. No es como luchar contra el yunque, en los fuegos de la batalla.

—Aún así, tienes unas buenas cicatrices —dijo. La conducta cáustica había vuelto.

Ba’ken le miró.

—Algunas cicatrices son más profundas que la mayoría.

—Y que lo digas.

Y como el viento que apaga una llama, la cordialidad entre ellos se redujo a humo. Ba’ken ya tenía suficiente.

—¿Para qué has venido, Emek? Supongo que no lo has hecho para hablar de los viejos tiempos.

—¿Por qué estamos cualquiera de nosotros aquí en Nocturne? Es él, Ba’ken. Quiere hablar contigo.

Ba’ken bajó la vista. Su voz se convirtió en poco más que un susurro.

—No hemos hablado desde su regreso…

—Tal vez quiera confesar.

Ba’ken levantó la cabeza rápidamente, con la mandíbula apretada de rabia.

—Era tu amigo, Emek. Los dos lo éramos… y lo somos.

Bajo el ojo izquierdo del apotecario se registró un pequeño temblor. Tal vez se debiera a los daños que había sufrido en el sistema nervioso. Ba’ken esperaba que fuese arrepentimiento.

Emek se volvió sin responder al tiempo que se recolocaba el yelmo.

—Date prisa —masculló a través de la rejilla de voz.

Ba’ken gritó algo cuando el apotecario se acercaba a la salida.

—¿Por qué tú, hermano? —preguntó—. ¿Por qué has venido tú a llamarme?

Emek se detuvo un momento, pero continuó sin decir nada más.