EPÍLOGO

EPÍLOGO

—No me tomes por tonto, capitán Vinyar…

La voz profunda y sonora del Señor del Capítulo Tu’Shan llenó la inmensa Sala de los Dracos de Fuego de Prometeo de poder y autoridad. Fue un principio poco auspicioso para su primera reunión.

Vinyar se quedó quieto y en silencio. Algo prudente teniendo en cuenta que estaba en la sala del trono de otro capítulo de astartes frente a su señor feudal tras haber forzado a uno de sus capitanes fallecidos a aceptar un compromiso que no aprobaba pero que no tenía más elección que cumplir.

—Sé que tú tus soldados seguíais al Ira de Vulkan —continuó el regente de Prometeo—. Si no, ¿cómo pudisteis oír su señal de auxilio y responder con tanta prontitud y ayudarlos con la evacuación del material de guerra?

El hermano Praetor y una escuadra de dracos de fuego observaban con furia apenas contenida. Los Marines Malevolentes habían ensuciado con el pacto el sacrificio del hermano capitán N’keln. Se habían aprovechado del salvamento a cambio del armamento que querían «liberar» del Archimedes Rex. Al parecer, Vinyar dirigía la operación para volver a apropiarse de lo que le parecía que le correspondía por derecho (una necesidad para sus beligerantes soldados en nombre del Emperador).

Si la pequeña comitiva de guerreros que había traído o el propio capitán sintieron algo ante tales manifestaciones, aunque dijera poco en su favor, no lo mostraron. Pero tampoco se atrevieron a hablar mientras el maestro del capítulo de los Salamandras lo amonestaba.

—No creo en las coincidencias, ni siquiera en la providencia —le dijo a Vinyar, inclinándose sobre el trono para dar énfasis a su frase. Tu’Shan bajó la voz y hubo un atisbo de auténtica amenaza—. Si creyera que tu intención al seguir a mi nave era la revancha por el Archimedes Rex, estaríamos manteniendo una conversación muy distinta, hermano capitán.

Un silencio tenso invadió la Sala de los Dracos de Fuego. Tsu’gan hizo que su mirada ardiera sobre Vinyar durante unos segundos antes de hacer una señal hacia las sombras.

Un deslizador gravítico apareció en el campo de visión, iluminado por los candelabros de la pared que mostraba decenas de gloriosos estandartes que loaban las hazañas de la 1.ª Compañía. Aparte de eso, era una cámara austera, con un trono y varios corredores abovedados que conducían a la oscuridad.

Los Marines Malevolentes habían seguido a los Salamandras durante todo el viaje de vuelta a Nocturne. La muestra de audacia de Vinyar era tan osada como increíble al insistir en que le concediera una audiencia el señor del capítulo antes de que les hiciesen entrega del material de guerra. Tu’Shan había aceptado sin preámbulos, ansioso por conocer a ese presuntuoso capitán marine espacial.

El deslizador era el primero de una larga fila. Acompañado por el maestro Argos con rostro serio y tres tecnomarines, colocaron todos los bólters, armaduras y demás municiones que los Salamandras habían sacado del Archimedes Rex en los deslizadores.

Cuando éstos se detuvieron, el maestro Argos y su cortejo se metieron entre las sombras y salieron de la cámara una vez más.

—Nosotros, los Salamandras, somos guerreros de palabra, pero prometo personalmente que éste no será el final, Malevolente. Has despertado la ira del señor del capítulo en este día y no es algo que se deba tomar a la ligera —dijo Tu’Shan con un gruñido a medida que su paciencia empezaba a decrecer.

Vinyar escuchó sus palabras y simplemente hizo una reverencia. Su lenguaje corporal era casi inescrutable al igual que su expresión, sin casco, descubierto ante el regente de Prometeo. Pero Tu’Shan notó su semblante arrogante, un aire desdeñoso en sus movimientos deferentes que lo irritaba.

—Salid —rugió, antes de verse forzado a hacer algo con su creciente ira.

El Marine Malevolente salió sin ceremonia, escoltado por Praetor y sus dracos de Fuego.

* * *

Tu’Shan se desplomó sobre su trono al quedarse solo. Una secuencia sobre una placa de datos en el brazo del trono hacía que se abriese una puerta secreta en una de las paredes contiguas. Dentro de la cripta, también iluminadas por candelabros, estaban las servoarmaduras recuperadas de las catacumbas de Scoria. Colocadas en hileras, todavía necesitaban que las arreglasen y las puliesen como material de guerra reverenciado. Tu’Shan las examinó. El frasco que contenía la semilla genética extraída de Gravius estaba cerca, en un tanque criogénico con los bordes de cristal rodeado de nitrógeno líquido helado.

Una voz que rebosaba energía salió de la oscuridad.

—Te preguntas por qué el Libro del Fuego nos envió a Scoria si eso es todo lo que íbamos a averiguar —dijo el maestro Vel’cona. El bibliotecario jefe de los Salamandras no necesitaba hacer uso de sus prodigiosos talentos psíquicos para adivinar los pensamientos del señor del capítulo.

No era una pregunta, y Tu’Shan no respondió. En lugar de eso, observó. Algo llamó su atención. Al principio estaba fuera de su alcance, pero al estudiarlo mejor, empezó a ver… Al colocar las armaduras de la legión en formación, Tu’Shan distinguió los fragmentos de una profecía simbólica. Sólo se veía al mirar el ejército entero desde cierto ángulo, los componentes de las formas escondidas confluían y conformaban un todo que sólo entonces cobraba sentido.

Después de reunir todas estas condiciones, sólo un señor del capítulo tendría el conocimiento, el intelecto y la perspicacia necesarios para reconocerlo.

—¿Qué ves, señor? —preguntó Vel’cona con un leve sonido de pasos que se acercaban y revelaban su impaciencia mientras Tu’Shan había comenzado a leer…

—Un gran compromiso. —Los ojos del señor del capítulo se entrecerraron al continuar—. Un acontecimiento memorable… Nocturne en juego… Alguien de humilde cuna, uno nacido allí, atravesará la puerta de fuego.

—La profecía habla de alguien de nuestras filas —suspiró el bibliotecario—. Sé quién es.

—Yo también —respondió con desagrado el señor del capítulo.

—¿Será bueno o malo, señor?

Tu’Shan se volvió para mirarlo con una expresión impasible dibujada en su semblante regio.

—Será para nosotros la condenación o la salvación. —El regente de Prometeo se permitió una pausa antes de seguir—. Maestro Vel’cona, vigila muy de cerca al hermano sargento Hazon Dak’ir.

Los ojos del bibliotecario jefe, pozos sin fondo del conocimiento, ardieron. Asintió e hizo una reverencia antes de escabullirse en la oscuridad.

Tu’Shan regresó con las armaduras, las examinó intentando discernir con más claridad su mensaje esotérico.

—Vigílalo… Vigílalo muy de cerca —repitió a una sala vacía, absorto en sus pensamientos.

* * *

Dak’ir se había encontrado con Ba’ken en un montículo de roca arenosa sobre el desierto de Pira. Pocos habían llegado a ver al hermano Fugis mientras hacía el Paseo Ardiente. No solía hacerlo. El peregrinaje, llevado a cabo por un Salamandra, era un viaje espiritual cuyo inicio se suponía que se hacía de forma aislada como el propio juicio. Normalmente, el viejo o el afligido seguía el Paseo Ardiente. Según la costumbre nocturniana y el culto prometeano, era una forma de que el guerrero no muriese durante la batalla y pudiese luchar por la gloria y reclamar algo de dignidad en sus últimos días. Fugis, como otros que habían ido antes que él, sabía que hacía falta una exención especial para poder pasar por el juicio y restaurar el espíritu dañado. Dak’ir sabía que ninguno de los del capítulo había regresado. Sus huesos blanquecinos yacían ahora bajo el desierto calcinado. Reconoció que en los lugares distantes del Pyre había marcas de sepulturas, y no sólo en el nombre.

Al emprender el Paseo Ardiente, Fugis ya no era un apotecario. Había dejado su servoarmadura y los demás símbolos de astartes. Llevaba puesta una capa para la arena con una malla y una bufanda alrededor del cuello y la boca. Una escopeta de caza nocturniana especialmente modificada colgaba a su espalda, porque había abandonado el derecho a blandir el bólter sagrado. Llevaba un machete atado a su antebrazo y escasas reservas de agua. No le durarían mucho. Después, tendría que buscarse la vida para sobrevivir en el desierto.

Su sucesor natural estaba cerca, solo sobre un montículo de roca adyacente, con la cabeza gacha y los ojos cerrados en silenciosa contemplación. El hermano Emek se había entristecido al tener que dejar a sus hermanos de escuadra, pero las necesidades de la compañía primaban sobre el sentimiento, y el apotecario jefe del capítulo tenía que entrenarlo en las artes curativas. Una de las mitades del casco de Emek estaba pintada de blanco para reflejar su condición.

En un último montículo, el más distante de los tres, estaba Agatone. Saludó a los otros dos inclinando levemente la cabeza. El inminente capitán de la 3.ª Compañía tendría un legado de sangre y una pesada carga. Se reflejaba en el peso de sus párpados caídos.

En cuanto Fugis desapareció de la vista, sólo quedó un resplandor en el horizonte del abrasador desierto.

—Un honor merecido desde hace mucho —dijo Dak’ir tras un largo silencio.

Ba’ken tardó un momento en darse cuenta de que se refería a él y al rango que el sello de sargento acababa de darle a su armadura por obra de los artesanos del capítulo. En contraste, la armadura de Dak’ir no tenía adornos y estaba privada por completo de sus anteriores honores. Ya no era sargento.

—No se me ocurre nadie mejor para liderar la escuadra que tú, Ba’ken —añadió con una palmada de camaradería sobre la hombrera del voluminoso Salamandra.

—Sí, es cierto —replicó Ba’ken.

Ambos rieron con su arrogancia burlona, pero el momento de frivolidad duró poco y al final fue doloroso al recordar ambos que no volverían a recuperar lo que habían perdido.

—La compañía se desmorona —murmuró Ba’ken—. Tú al servicio de Pyriel, Emek en el apotecarium. Mis hermanos, cenizas del pyreum —suspiró—. Hasta Tsu’gan…

—Agatone recuperará su fuerza. Se construirá sobre cimientos sólidos. Kadai y N’keln tienen a un valioso sucesor —dijo Dak’ir.

Una sombra cayó sobre ambos, interrumpiendo al antiguo sargento.

—Hermano Dak’ir.

Era Pyriel.

Ba’ken sabía que esto iba a pasar e hizo una breve reverencia al bibliotecario antes de dejarlos solos.

—Percibí tu energía hace mucho, Hazon —confesó Pyriel caminando hacia el borde del montículo y contemplando el desierto en apariencia interminable. Tras él, los sonidos tenues y lejanos de los volcanes estallaban sobre el cielo quemado por el sol.

»Lo que hiciste contra el hechizo de Nihilan… —comenzó a decir, dominando su impaciencia antes de darse la vuelta—. Ha sido algo milagroso. No debería. Tú no deberías —dijo, acercándose—. Durante más de cuatro décadas has sido marine espacial y tu potencial acaba de emerger. —Hizo una pequeña pausa—. Eres único, Dak’ir. Un enigma. —Pyriel volvió a darse la vuelta y le pareció más fácil observar el sol infernal—. El capellán Elysius quería que se te juzgase, que se te marcase y censurase. Yo me opuse.

—¿Y ahora qué?

—Tendrás que acompañarme.

—Lo haré aunque ellos no vengan —replicó Dak’ir, señalando al par de enormes exterminadores que acababan de aparecer a las órdenes del bibliotecario.

—¿Sí? —preguntó Pyriel, mirándolo—. Eres un misterio, y como en todo misterio una sombra de sospecha planea sobre ti, pero la retiraré si demuestras ser digno.

—¿Y cómo lo sabrás? —El tono de Dak’ir reveló su impaciencia. La respuesta del bibliotecario fue pragmática:

—Tras las pruebas, si vives, serás considerado válido.

—¿Válido para qué?

El parpadeo celeste regresó a los ojos de Pyriel como un gesto dramático.

—Para que yo te entrene —afirmó.

Dak’ir oyó los motores de una nave ponerse en marcha. Una nube de polvo subía desde abajo, donde el navío los esperaba.

—¿Adónde me llevas, Pyriel?

El bibliotecario sonrió, pero no lo miró a los ojos.

—Al librarium de Prometeo y a una audiencia con el maestro Vel’cona.

* * *

Tsu’gan siguió un camino largo y rocoso de oscuro carbón hasta una enorme puerta. Desde arriba, en las sombras de una cueva en la montaña, estaba sentado Iagon, observándolo.

La amargura llenó el corazón del Salamandra. Apretó los puños con fuerza.

—Maté por ti… —susurró.

Los sueños y planes de Iagon se habían desmoronado. Lo había abandonado su futuro mecenas después de que él hubiese despejado el camino para el ascenso de Tsu’gan. Aunque había ascendido, pero a las filas de los dracos de fuego y no a la capitanía de la 3.ª Compañía, donde habría tomado a Iagon como segundo. El hermano Praetor (Iagon resistió el azote de los celos) había pedido tal ascenso, impresionado por los actos de Tsu’gan en Scoria: su valentía y ética de batalla, su liderazgo y destreza. El sargento de los dracos de fuego no era consciente del arma quebradiza que había introducido en sus filas. Iagon se veía tentado a informarlo de la inclinación de Tsu’gan al masoquismo, su culpa destructiva interior, pero hacer eso sería muy fácil.

El culto al héroe se había tornado en odio en el corazón de Iagon. Quería que Tsu’gan pagase el precio justo por traicionarlo.

Al subir una escalera de piedra, Tsu’gan entró en un pequeño anfiteatro. Era un lugar sagrado; sólo a los dracos de fuego o a aquellos destinados a convertirse en uno de ellos se les permitía entrar en esta parte de Nocturne. A Iagon no le importaba. No lo seguían ni lo habían visto. Tenía que verlo.

Un relámpago siniestro abrió la estructura por la que Tsu’gan había desaparecido y emitió un resplandor que luego se apagó al activarse el teleportador. Tsu’gan ya no estaba en Nocturne.

Iagon se sentó durante un rato para dejar que el destello desapareciese de su visión cuando oyó un repiqueteo en el suelo que creyó que sería lluvia. Al ver el charco rojo a sus pies, se dio cuenta de que era sangre que goteaba sobre el suelo desde sus guanteletes fuertemente cerrados. Había apretado tanto los puños que los había perforado hasta llegar a la carne.

Frenético, desquiciándose poco a poco, un grito quejumbroso escapó de su boca y huyó. Sólo había una cosa que pudiese calmar la oscuridad de su alma. La anhelaba. Una única idea.

La venganza.