II
RETRIBUCIÓN
El mundo de Dak’ir se oscurecía. Sus brazos se volvían pesados, su visión se volvió negra y el forcejeo con Ghor’gan decayó.
—Eso es. Eso es. Encuentra la paz… —oyó decir a la voz como el magma crepitante.
Un temblor de tierra evitó que el Salamandra cayese al vacío eterno. Al agitarse el suelo, su violenta insistencia lanzó a los marines espaciales que forcejeaban.
Sujetándose el cuello, Dak’ir tosió y volvió a introducir aire caliente y humeante en sus pulmones. La sensación le recordaba a Nocturne y las cuevas de Ignea.
Ghor’gan se estaba poniendo de pie cuando la visión de Dak’ir se aclaró. El Guerrero Dragón se agarraba a las paredes de roca mientras la caverna entera temblaba. Una enorme brecha se abrió por un lado y géiseres de ardiente vapor y fuego rugieron a través del suelo que se fragmentaba poco a poco. Se abrían pequeñas zanjas y hendiduras en las paredes de piedra como bocas enormes, con sus lenguas líquidas ardientes y brillantes. El renegado se movió hacia ellas persiguiendo a Dak’ir, decidido a terminar lo que había empezado.
—Ríndete, pequeña salamandra —dijo en voz baja, agotado.
Ghor’gan llegó a ver la espada de combate que Dak’ir tenía en la mano cuando ya era demasiado tarde. La espada sólo tenía medio metro de largo, pero el Salamandra la hundió hasta el fondo del pecho del renegado. El preciso golpe buscó un hueco entre las placas de ceramita y atravesó la armadura, los huesos y la carne.
—Una vida por otra —espetó Dak’ir—. Tengo que vengar a mi capitán.
La boca de Ghor’gan se retorció de dolor: sus ojos eran estrechas rendijas de agonía. Dak’ir retorcía la espada en su interior en busca de órganos vitales y tejidos blandos mientras el renegado forcejeaba y clavaba de nuevo sus garras en el cuello del Salamandra.
Dak’ir gritó y dirigió un violento puñetazo a la oreja del Guerrero Dragón a la vez que hundía más la espada con la otra mano. Ghor’gan movió la cabeza y recibió el golpe en la mandíbula, mucho más dura, aunque la sacudida fue suficiente para obligarlo a aflojar su presa.
La sangre goteaba de la garra de Ghor’gan cuando una bola de fuego entró rodando por la ardiente pared de aliado, envuelta en llamas y dejando tras ella una estela de humo. De ella salió Pyriel, entre los confines protectores de su manto de escamas de draco.
Dak’ir vio con el rabillo del ojo que Pyriel se movía para ayudarlo, pero el sargento le habló al bibliotecario mientras mantenía inmovilizado al voluminoso Guerrero Dragón.
—Coge a Nihilan —rugió con la voz ronca al haber estado a punto de morir ahogado—. No dejes que ese cabrán se vuelva a escapar.
Pyriel ni siquiera se detuvo. El bibliotecario sabía lo que tenía que hacer y corrió tras Nihilan y su tropa.
—Otra vez solos tú y yo —dijo Dak’ir con desdén, oliendo el gas de azufre que emergía de un cráter detrás del Guerrero Dragón. Se le ocurrió algo de repente—. Tú no serás un Nacido del Fuego, ¿verdad, renegado…?
* * *
El ruido de los motores retumbaba mientras Pyriel se apresuró a entrar por el túnel tras Nihilan y el otro Guerrero Dragón.
Dak’ir tenía razón: no podían dejarlos escapar otra vez. Si tenían que acabar aquí, en Scoria, los renegados morirían con ellos. El bibliotecario se sintió en paz, como si supiera que era cierto.
Pyriel llegó al final del túnel demasiado tarde. En la extensa caverna que tenía delante esperaba una Stormbird. Los motores ardían con un fulgor rojo pálido. La escalerilla de la cañonera estaba bajada. El Guerrero Dragón con colmillos cargaba los últimos toneles de mineral de fyron en el camión de seis ruedas mientras su maestro lo vigilaba.
Antes de que Nihilan se volviese para ver al enemigo cerca de él, Pyriel miró hacia arriba y se dio cuenta de que el techo de la caverna estaba acorazado. De hecho, se estrechaba a lo largo de varios cientos de metros a través de una chimenea que salía a la superficie. Estrecha, sí, pero con el ancho suficiente para la envergadura de una Stormbird sí se pilotaba correctamente.
Un grito psíquico rasgó la garganta de Pyriel al reconocer que la oportunidad de detener a los Guerreros Dragón ya estaba fuera de su alcance. Dio forma a un rayo de llamas con la esencia de la disformidad y lo condujo a través de su espada psíquica para golpear a Nihilan. Por lo menos, lo abrasaría.
A unos cincuenta metros, el hechicero se volvió y escupió una veloz barrera de fuerza contra la cual el rayo de fuego chocó y se disipó. Tras la estela de humo y los remolinos de llamas, Nihilan emergió ileso.
Entonces el Guerrero Dragón liberó una respuesta psíquica. Un humo negro salió del suelo y se convirtió en unos zarcillos antes de llegar al Salamandra. Las enredaderas se enrollaban en las extremidades de Pyriel invadiendo la protección de su armadura y sobrepasando las salvaguardas de su capucha psíquica. Indefenso, en cuestión de segundos el bibliotecario quedó paralizado por completo. Rayos de furia ardieron en los ojos de Pyriel al observar a su némesis.
—Ha pasado mucho tiempo, Pyriel —dijo Nihilan con reminiscencias de pergamino seco en su voz—. Te he echado de menos en Stratos, hermano.
—Qué lástima. —Pyriel forzó una respuesta sarcástica. Hacía muecas contra el hechizo, tratando de deshacerlo con la mente.
Nihilan bajó de la rampa de carga casi con indiferencia. A pesar del ruido ronco del motor a su alrededor, sus palabras sonaban con una extraña claridad.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Más de cuatro décadas? Te he visto avanzar a ojos del maestro Vel’cona desde entonces. Un simple codiciario, si la memoria no me falta, y ahora un venerado epistolario.
La mirada rojo ardiente de Nihilan atravesó los sellos arcanos que adornaban la armadura de Pyriel con desprecio. El humor del hechicero cambió.
—Sigues osando negar el crudo poder de la disformidad. —Hizo una profunda inspiración y se detuvo en el icono de la llama de la hombrera derecha del bibliotecario. Enemistad, tal vez celos, surgieron brevemente y luego murieron como la triste sonrisa que curvaba el labio superior de Nihilan—. Ahora eclipsaré tus exiguas habilidades.
—Hablas como un auténtico títere del Caos —le espetó Pyriel con toda la crueldad que pudo en su respuesta—. Serás malvado, pero no eres más que un juguete para los Poderes Ruinosos. Cuando ya no seas útil, se desharán de ti.
Hizo una mueca de diversión.
—Creía que sólo la armadura de mis antiguos hermanos era verde. No tanto como la tuya, por supuesto, bibliotecario, pero tus ojos sombríos lo compensan, ¿verdad?
Los ojos de Pyriel ardieron con furia. Deseaba mirar desde arriba a Nihilan y envolverlo en el fuego de su ira.
—Si me vas a destruir, hazlo ya y deja la retórica antes de que me muera de aburrimiento.
Eso lo desquició. Parecía que Nihilan fuese a concederle a Pyriel su deseo. Sonaron interferencias del comunicador de la Stormbird y contuvo su respuesta.
—Carga lista, señor —dijo una voz áspera—. El hermano Ekrine está listo para despegar.
Molesto por la repentina interrupción, Nihilan consiguió no mostrar su enfado al responder:
—Entendido, Ramlek. Estaré contigo dentro de un momento. —Volvió a centrar su atención en Pyriel.
»Podría fulminarte aquí mismo, pero no sería adecuado. Quiero que sufras antes de morir, Pyriel. Igual que Vel’cona me hizo sufrir cuando traicionaste mi confianza.
La mandíbula de Pyriel se tensó. Las oscuras enredaderas que lo sujetaban se estaban aflojando.
—Los traidores no merecen confianza.
Pyriel se desprendió de los lazos del hechizo con un grito salvaje. Con la espada de energía en alto, el bibliotecario se lanzó sobre Nihilan, que simplemente se retiró a la bodega antes de que subieran la escalerilla. La risa burlona resonó hasta llegar a Pyriel mientras la Stormbird despegaba y la escotilla se cerraba con un golpe metálico. La ráfaga de disparos de la cañonera hizo que el bibliotecario cayese tendido, y la Stormbird ascendió por la estrecha boca de la chimenea de roca, por el aire contaminado de Scoria.
Sin hacer caso de los efectos del hechizo de Nihilan y murmurando un maleficio mudo, Pyriel se levantó y volvió al túnel para buscar a Dak’ir.
Volvió a tiempo para encontrar al sargento Salamandra y a su enemigo al borde de una ardiente grieta, que se abría bloqueada por el humo y las cenizas que ascendían.
Pyriel volvió a darle voz a su dolor:
—¡Dak’ir!
* * *
La roca negra explotó con toda la grandeza de una estrella hecha pedazos. De repente, el cielo rojo sangre se llenó de brillo, de un resplandor blanco y puro que lo cubrió todo con su extraño fulgor. El resplandor murió, pero el sol regresó con él, débil y amarillo pero más luminoso que el sombrío y amenazador eclipse.
Al hacerse trizas de forma abrupta y violenta, la roca negra se dispersó por el firmamento. Los fragmentos se convertían en nuevas estrellas que brillaban a la luz del día. Atraídas por la gravedad del planeta, las estrellas se hicieron más y más grandes hasta convenirse en grandes meteoritos, envueltos en fuego y humo.
El efecto que tuvo la destrucción de la roca negra sobre los orkos fue casi palpable. La horda se tambaleaba, con el ímpetu desinflado como un barco al que de repente le cortan las velas. Cuando descendieron las irregulares bolas de fuego del cielo, aumentó la desesperación de los pieles-verdes.
Los meteoritos golpearon simultáneamente la retaguardia de las filas de los orkos, extendiéndose a través de las dunas. La tormenta celestial causó estragos al matar a cientos de ellos bajo la furia de las rocas caídas y abrasando a varios cientos más en la ola de radiación resultante.
Tsu’gan observó todo esto durante las cada vez mayores pausas de la pelea. En cuanto el resplandor del cañón sísmico atravesó el cielo como una lanza radiante, N’keln ordenó a los Salamandras mantener la posición y consolidarse. Al estar dispersados, los astartes eran como islotes blindados de color verde en un mar de orkos, blandiendo sus bólters y sin dejar que ningún intruso penetrase más allá de sus paredes individuales de ceramita.
Tsu’gan, hombro con hombro con Praetor y tres de sus dracos de fuego, no pudo evitar observar sorprendido el fenómeno que tenía lugar sobre sus cabezas. La tierra repicaba con él, temblaba y se resquebrajaba. Grietas y abismos se abrían y engullían a miles de orkos. Los que no sucumbían a la fatalidad en la oscuridad del abismo eran consumidos por los torrentes de lava.
Los volcanes retumbaron cada vez más fuerte y al final entraron en erupción con una potencia infernal.
Las carcajadas de Praetor hacían competencia a sus bramidos. El cielo se oscurecía por el humo y la ceniza. Pronto se acabaría la noche artificial una vez más.
—Cuando llueva fuego del cielo y la ceniza asfixie el sol, será el fin de los días —gritó.
Tsu’gan tenía la mirada fija en el cielo turbulento.
—El cielo trae algo más, hermano.
Praetor siguió el dedo de Tsu’gan.
La figura de una nave emergió lentamente entre las nubes de humo. Tsu’gan pensó en un depredador gigante de las profundidades emergiendo entre un océano de niebla. Minúsculos meteoritos pasaban formando arcos en furiosas estelas mientras flotaba a mil metros de la superficie. La estela de sus motores ventrales empujaba a Tsu’gan a pesar de la altura. Era un crucero de asalto de los astartes.
* * *
Argos se levantó para salir del conducto del reactor ventral del enginarium. Estiró su espalda entumecida, aflojó sus músculos agotados y movió los hombros en círculos bajo las hombreras para recuperar algo de movilidad. Había hecho todo lo que había podido.
El cuarto banco de reactores ventrales, que seguía sin funcionar, estaba todo lo preparado que le fue posible. Había observado los ritos máquina, aplicado los ungüentos correctos y hecho ofrendas. Se había quedado ronco de las letanías de funcionamiento de ignición que había pronunciado junto a los tecnomarines. El maestro de la forja era parte de la nave: notaba sus molestias y conocía sus estados de ánimo. Si pudieran sustituir las partes que habían perdido llegarían a volar. Una vez libres de las dunas, los motores principales del Ira de Vulkan harían el resto.
El comunicador de su casco crepitó antes de que Argos oyese al hermano Uclides, de la escuadra del sargento Agatone, encargado de escoltar a los ciudadanos humanos a bordo.
Después de hacer un somero análisis geológico, Argos había establecido que la integridad tectónica del planeta se acercaba a la desintegración inminente. Prudente, había dado órdenes al auxiliar de que todos los heridos estuvieran bien sujetos a bordo de la nave por seguridad. A los heridos que no se pudieran mover se les aplicaría la paz del Emperador y se los conservaría en ataúdes médicos para el posterior sepelio en el pyreum.
—Todos los colonizadores de Scoria están a bordo, maestro Argos. ¿Cuáles son sus órdenes?
Argos iba a responder cuando observó la radiación de la atmósfera que habían detectado los sensores de la nave que todavía funcionaban y le llegaban a través de la interfaz directa.
—Id al hangar de cazas y ayudad a preparar las cañoneras —respondió. Cambió de idea al darse cuenta de que la roca negra había sido destruida. No había nadie con el Salamandra excepto los servidores. Ya había despachado a los otros tecnomarines a las Thunderhawk que seguían encerradas en sus plataformas dé tránsito.
—Nuestros hermanos necesitan que los saquemos inmediatamente y que los transportemos al Ira de Vulkan. —Uclides recibió la orden y cortó la comunicación.
Argos estaba a punto de salir trepando del conducto de acceso del reactor hundido cuando el comunicador cobró vida junto a él. Uclides debía de haber usado el comunicador del casco. La señal procedía de fuera de la nave.
—Hermano tecnomarine Argos, 3.ª Compañía, Capítulo de los Salamandras, a bordo del Ira de Vulkan —comenzó a decir siguiendo el protocolo—. Identifíquese.
Una voz entrecortada respondió con toda la calidez y suavidad de las uñas oxidadas.
—Al habla el hermano tecnomarine Harkane del más noble caballero Vinyar desde el crucero de asalto Purgatorio. ¡En nombre del Emperador, los Marines Malevolentes os traerán la salvación!
* * *
La orden del hermano capitán N’keln de mantener la posición había mantenido a las fuerzas alejadas del bombardeo y de las peores zonas afectadas por la lluvia de meteoritos. La tormenta celestial casi había terminado y los pieles verdes, aunque maltrechos y con las fuerzas bastante mermadas, seguían vivos y luchaban.
Durante una breve tregua, N’keln hizo un recuento a su alrededor. Sobre una gran duna con la Guardia Inferno y el sargento Agatone, que había aparecido junto a Fugis al volver al campo de batalla, N’keln supervisaba la matanza. Veía minúsculos grupos de armaduras de Salamandra entre la horda que atacaba, a la luz del fuego controlado de los bólters o las columnas de promethium ardiendo. La parte de atrás estaba cubierta por los devastadores. Lok estaba al mando a varios cientos de metros del avance. Ambos dreadnoughts funcionaban y patrullaban por los extremos de la zona de despliegue de los Salamandras. Ashamon había perdido su pesado lanzallamas y el cañón de fusión, pero seguía aporreando a los orkos con su martillo sísmico. Amadeus estaba ileso, pero tenía varias perforaciones profundas en su sarcófago protector, por donde los pieles verdes intentaban exhumarlo a la fuerza.
N’keln calculaba que habrían perdido alrededor del treinta y tres por ciento del grupo original. No sabía cuántos de estos heridos podrían volver a luchar. A la luz de las masas de orkos era un número menor de bajas de lo que esperaba. Los pieles verdes, sin embargo, habían perdido a miles. Un gran número de cadáveres yacía sobre las dunas, descomponiéndose poco a poco.
El estandarte de la compañía, en manos de Malicant, comenzó a ondear con fuerza bajo una repentina corriente de aire e hizo que N’keln alzase la mirada. Por encima de ellos, el hermano capitán vio el enorme casco gris de una nave conocida. Lleno de interferencias, el comunicador de su casco se encendió.
N’keln escuchó con atención la voz del hermano Argos, que reproducía exactamente lo que Harkane del Purgatorio le había dicho. Cuando estaba acabando, la expresión del capitán se volvió seria.
—Dile que tiene mi palabra —respondió con la mandíbula tensa. Cortó la comunicación y ordenó a los guerreros que volvieran a la lucha. N’keln, de repente, necesitaba liberar su ira.
* * *
Pyriel corrió hasta el borde de la zanja donde había visto caer a Dak’ir y se esperaba lo peor. Una vez allí, a través del humo, el calor y las llamas vio un punto entre un charco de lava burbujeante. La armadura de Ghor’gan se desintegraba poco a poco junto con el resto del Guerrero Dragón. No había rastro de Dak’ir.
Entonces, el humo y el vapor se aclararon ligeramente y Pyriel lo vio. Dak’ir trepaba por la cara rocosa de la zanja y ya casi había llegado arriba. Pyriel se inclinó y lo agarró justo cuando la corriente de lava subía para engullir el cuerpo del renegado.
—Eres aficionado a engañar a la muerte, hermano —comentó Pyriel. En su tono había una mezcla ambivalente de alivio y desconfianza velada.
Dak’ir asintió, demasiado exhausto para hablar en ese momento.
La caverna se desmoronaba con ellos. El fuego la envolvía y las rocas que se desprendían y las corrientes de polvo nublaban el aire. No había ningún lugar seguro donde quedarse. Se abrían nuevos abismos en las grietas irregulares del suelo y las lenguas de lava se agitaban caprichosamente desde las entrañas de la tierra. Tenían que salir y el camino hacia el túnel estaba bloqueado.
—Nihilan… —dijo Dak’ir con voz áspera a la vez que un géiser entraba en erupción cerca de él.
Pyriel negó con la cabeza. La oscura mirada del bibliotecario revelaba su furia.
—Quédate cerca —dijo tras un momento. Pyriel también estaba cansado. Romper el hechizo de Nihilan había sido agotador. Apeló a la fuerza psíquica que le quedaba y abrió la puerta al infinito.
Scoria se moría, y en su desesperación quería que los que estaban en su superficie cayeran en el olvido junto a ella.
Los temblores de tierra eran un rumor constante que precedía a brechas mayores que se iban abriendo sobre los cimientos del planeta condenado. Partes enteras de las dunas se desmoronaban y enviaban a miles de pieles verdes a una muerte cruel en las corrientes de lava. El humo giraba en espiral sobre el campo de batalla como si fuera una pira gigante, los guerreros se detenían en posición de combate para evitar que las llamas los alcanzasen. La lava lanzaba sombras rojas y ocres sobre la calima grisácea, con su resplandor arenoso y difuso en el aire denso e irrespirable.
Hasta la fortaleza de hierro empezaba a hacerse pedazos. Pocos minutos después de que Elysius y Draedius hubiesen salido del torreón, una enorme zanja se abrió en el centro y partió el bastión en dos. Después, varios meteoritos errantes impactaron contra ella. Una torre se clavó en el cielo rojo muerte como un fémur roto, y la otra quedó como un hosco muñón. Con las paredes medio desmoronándose y un enorme abismo en el patio, la fortaleza de hierro se tambaleaba casi en ruinas.
A la distancia que estaba del lugar y aunque apenas podía ver a través del humo, N’keln notaba el miedo que emanaba de la fortaleza de hierro: miedo y furia. El fin de Scoria significaba el fin de la entidad que poseyera las catacumbas del bastión. Al final, el fuego la purificaría, después de todo.
N’keln oyó un relámpago atravesar el cielo. Tenía forma de cañoneras, de los Salamandras y Marines Malevolentes. A través de la densa niebla, pensó en trazar la ruta de vuelo en un intento de evacuar a sus hermanos de batalla.
De vez en cuando aparecían lanzas de energía resplandeciente a través de la capa de nubes humeantes y ocultaban grandes extensiones del cielo mientras el Purgatorio disparaba sus armas contra las hordas distantes de pieles verdes. El velo gris se retiró durante un tiempo a medida que el calor de los, cañones del crucero de asalto lo disipaban. Volvió momentos más tarde, una vez concluida su furia.
Los orkos morían en manadas, y N’keln ordenó un último esfuerzo para la victoria, reforzado por las escuadras que Vinyar había designado para ayudarlo. El pacto se había firmado bajo cierta coacción por parte del capitán de los Marines Malevolentes y todavía le escocía, pero no había mucha elección.
Según la concesión de N’keln, un escuadrón de Stormbird salido de los hangares para cazas del Purgatorio se dirigía hacia el lugar del accidente y el Ira de Vulkan. A bordo iban el hermano Harkane y varios tecnomarines con su equipo de servidores. Traían con ellos las piezas necesarias para que Argos reparase el cuarto banco de reactores ventrales y permitiese volar de regreso al crucero de asalto de los Salamandras.
Los Marines Malevolentes también protegían el lugar del accidente. Entre ellos y las fuerzas de Salamandras que seguían luchando, rodearon a los orkos que quedaban y los aniquilaron. N’keln quedó encantado.
La batalla casi había terminado, el capitán se había separado de sus guerreros y permanecía en el campo rodeado de humo, aparentemente solo. Agradecido por la soledad, oyó el ruido de la batalla que terminaba: los disparos esporádicos de las bólters, el resplandor errante de las llamas o el rugido desganado de los orkos en vano desafío. Los pieles verdes habían sido derrotados. No caerían más astillas oscuras del cielo, no aterrizarían más naves asesinas. Se había acabado.
En el cielo, resplandecieron las cañoneras Thunderhawk y transportaron a los Salamandras de regreso al Ira de Vulkan. Anotó mentalmente elogiar al hermano Argos por su previsión y prudencia con respecto a este asunto. Llovía fuego del cielo con los últimos vestigios de la tormenta de meteoritos, y el mundo se estremecía con la llegada de la muerte final. El sonido de ros cánticos de los Salamandras llegó hasta N’keln en una calurosa brisa. Coreaban su nombre.
—¡Prometheus victoria! ¡N’keln gloria!
Era una vieja costumbre de la legión gritar elogios que habían tomado prestados de sus primos de Terra. N’keln se sentía honrado por su respeto y halagos.
Su corazón se llenó de orgullo guerrero al ver el Ira de Vulkan, visible a pesar de la distancia y el humo, ascender sobre las dunas con la roca y las cenizas resbalando por su casco, en alto una vez más.
Por fin era hora de irse y regresar a Nocturne. N’keln esperaba que las viejas servoarmaduras y la semilla genética del hermano Gravius les proporcionasen algunas revelaciones acerca del destino del primarca y tal vez descubriesen el propósito que tuvo el Libro del Fuego al traerlos a este mundo condenado. Por ahora, se contentaba con la victoria y la derrota de los enemigos.
N’keln estaba a punto de llamar a Argos a través del comunicador para felicitarlo y pedirle la extracción cuando un ardiente dolor azotó su costado. Al principio, el capitán no estaba seguro de qué había pasado hasta que lo volvieron a apuñalar y sintió que el cuchillo se hundía más. Indignado, se volvió para enfrentarse al que sería su asesino, pero fue apuñalado una y otra vez. La sangre fluía libre de las heridas por donde el cuchillo se había colado entre los huecos de su servoarmadura, medio destrozada por la incesante lucha.
Los iconos de advertencia biológica aparecieron en la pantalla de su casco mientras la servoarmadura lo avisaba, ya tarde, del peligro. La ardiente agonía invadía su costado y cayó de bruces; su cuerpo empezaba a entumecerse. El arma seguía sin estar a la vista de N’keln, al igual que su atacante. Con la carne desgarrada y medio jadeando, al capitán se le escapó un breve sollozo.
La mente le daba vueltas. Con la sangre que fluía efusiva pintándole los dedos de rojo, N’keln intentaba entender todo lo que estaba pasando. Los orkos seguían desplazándose con rapidez entre el humo, buscando una venganza menor. ¿Lograría alguno llegar hasta él para conseguir una victoria pírrica?
Tratando de respirar, con los pulmones perforados y el humo invadiéndolos, N’keln se arrancó el casco. Se forzó a levantarse mientras la hoja penetraba de nuevo. Intentó esquivar el ataque, sin estar seguro de dónde venía, pero sólo logró caer de espaldas.
Al final, N’keln miró hacia arriba y vio el rostro de su atacante. Los ojos ribeteados de sangre del capitán se abrieron de par en par. Trató de hablar cuando la ancha espada orka entró por su cuello expuesto. La sangre burbujeó en su garganta y escapó por la boca en un vómito incontenible. Los puños de N’keln se cerraron brevemente antes de que la espada entrara de lleno en su pecho y atravesara los corazones primario y secundario.
El capitán de los Salamandras murió con rabia en los ojos y los dedos curvados en señal de odio impotente.
Los sonidos de la victoria y los cánticos con su nombre se desvanecían en sus oídos a medida que la oscuridad lo invadía…
Fugis se movió entre la densa capa de humo, rematando orkos heridos o aplicando la paz del Emperador a los caídos y extrayendo sus semillas genéticas. Un débil llanto que hizo eco en la oscuridad llamó su atención y lo siguió a través del mundo gris que lo rodeaba.
Sobre una duna de ceniza empapada en sangre encontró al hermano Iagon. El Salamandra se encogía el muñón destrozado de su mano izquierda para intentar detener el flujo de sangre. Lo rodeaban los cadáveres de tres orkos. Un cuarto cuerpo yacía oculto en parte al haber caído en una profunda hendidura en las cenizas. Sus botas estaban teñidas de gris, pero bajo éste brillaba el color verde.
Fugis, por el momento, ignoró a Iagon. Sus ojos lo instaban a ir hasta el otro cuerpo. Corrió hacia el borde de la duna y vio a N’keln, con el rostro serio y enfurecido, yacer muerto debajo.
Consternado, el apotecario trepó y se dejó caer hasta la base de la hendidura donde yacía el capitán fallecido. Buscaba signos vitales, aunque sabía que no encontraría ninguno, cuando el resto de la Guardia Inferno llegó.
Praetor y los dracos de fuego, junto con Tsu’gan y algunos miembros de su escuadra, se reunieron con él. El veterano exterminador rompió el silencio de incredulidad.
—En el nombre de Vulkan, ¿qué ha ocurrido aquí?
Una rabia apenas disimulada tiñó la voz del draco de fuego, que dirigió su interrogatorio primero a Fugis y luego a Iagon.
Iagon negaba con la cabeza mientras que Fugis declaraba ignorar lo ocurrido e iba a ayudar al otro Salamandra.
—Los vi moverse entre el humo. —La respuesta de Iagon quedaba interrumpida por dolorosas pausas, ya que Fugis le estaba cauterizando la terrible herida—. Tres, envueltos en sigilo, rodearon al capitán. Cuando llegué, N’keln ya estaba muerto. Maté a dos de ellos, pero mi arma se quedó vacía y el tercero me cortó la mano. Lo rematé con la culata, pero fue tarde para salvarlo. —La voz de Iagon se fue apagando y agachó la cabeza.
Praetor observó el bólter ensangrentado con la culata manchada y el rostro destrozado del orko que estaba más cerca del Salamandra herido. Los otros dos tenían heridas de bólter y sujetaban en sus puños carnosos hachas cubiertas de sangre resbaladiza. La servoarmadura de Iagon estaba salpicada de oscuro carmesí.
Con rostro grave, Praetor asintió ligeramente y dio la espalda a la trágica escena. Abrió una frecuencia general en el comunicador y ordenó la retirada total. Sólo añadió que el hermano capitán N’keln estaba incapacitado y que él tomaba el mando la misión.
* * *
Da’ir conoció la noticia de la muerte del capitán N’keln sentado en la Cámara Santuarina de la cañonera Thunderhawk Dragón de Fuego. El soldado sintió cómo la melancolía se apoderaba de la tripulación a medida que la triste noticia se filtraba. Primero Kadai y ahora N’keln.
Dak’ir se preguntaba quién sería la próxima víctima de la 3.ª Compañía.
Pyriel y él habían aparecido en el campo de batalla entre un torbellino de rayos y ruido. Los efectos nauseabundos de la teleportación se disipaban al enfrentarse con la inmensidad del creciente cataclismo que estaba a punto de destruir Scoria. Una cañonera Thunderhawk ya se disponía a aterrizar. Dak’ir recordó sentirse ligeramente apenado al no tener la oportunidad de luchar junto con sus hermanos de batalla contra los orkos antes de evacuar. Pero no había tiempo para la introspección.
La escalerilla de la Dragón de Fuego descendió en cuanto la nave tocó tierra. Dak’ir, Pyriel y varios más próximos a ellos embarcaron sin decir una palabra. Momentos después, estaban en el aire y atravesaban el desierto de ceniza asolado que poco a poco consumía el fuego.
Era un viaje corto para el Ira de Vulkan. Su piloto, el hermano He’ken, avisó a la tropa, anunciando que el crucero de asalto iba por delante de ellos en el horizonte, listo para sacarlos de ese mundo condenado.
Ovaciones ahogadas recibieron la noticia, atenuadas por el comunicado anterior de Praetor diciendo que asumía el cargo y que N’keln había caído. Los comentarios de los Salamandras que seguían en el campo pronto llegaron y confirmaron que el capitán estaba muerto.
Al observar desde el puerto ocular a un lado de la cañonera blindada, que todavía tenía que seguir con el transporte, Dak’ir se entristeció más al ver cómo la tierra se resquebrajaba. Se imaginó la figura inerte del hermano Gravius, con la lava ascendiendo y rodeando al anciano Salamandra, engulléndolo bajo las fieras profundidades. El mundo entero ardía, olas de magma como tsunamis resbalaban por la superficie fracturada de Scoria y la convertían en un sol gelatinoso.
Dak’ir se dio la vuelta y encontró a Pyriel mirándolo. El resto de los Salamandras tenían las cabezas agachadas en homenaje. La expresión del bibliotecario sólo reflejaba sufrimiento. Le dijo a Dak’ir que el epistolario estaba pensando cómo el hechizo de Nihilan podía haberlo destruirlo y, en cambio, sólo afectar a medias al sargento Salamandra. No era posible. Y entonces Dak’ir se dio cuenta de que para él no había acabado, que habría un juicio antes de regresar a Nocturne.