I
MUERE LA ROCA NEGRA
Se mantenía la línea de defensa. Pocos astartes podían estar orgullosos de mantener una tenacidad tan imperturbable como los hijos de Vulkan. Contra la persistente y, en apariencia, interminable horda de orkos, la 3.ª Compañía prevalecía como nunca.
Pesadas armas apuntaban desde la formación de los Salamandras, debilitada por los pieles verdes que pretendían acercarse a sus oponentes y explotar sus mayores destrezas: la agresividad y la fuerza bruta.
Pero los Salamandras eran igual de expertos, si es que no eran superiores frente al enemigo. Los lanzallamas que les habían entregado recientemente eran armas definitivas contra los orkos que conseguían salvar el tiroteo de los devastadores.
Al contrario que en los primeros asaltos contra la fortaleza de hierro, los orkos se desplazaban sobre todo a pie, reforzados por su maquinaría de pistones, burda analogía de los dreadnoughts de los marines espaciales. Evitaron los camiones, motocicletas y vehículos de guerra de las anteriores cargas de su raza. Las armas de mayor potencia también estaban ausentes, y, en su lugar, una combinación de sierras de cadena, hachas y estacas golpearon a los Salamandras para someterlos.
Los orkos sólo encontraron furia y resistencia férrea donde esperaban sometimiento y una espiral sangrienta. En conjunto, los Salamandras podían ser casi invencibles a la hora de proteger el terreno relativamente reducido donde estaba situada la fortaleza de hierro.
Fueron pocas las bajas; los que ya no podían servir al capítulo quedaban relegados tras la insalvable línea de fuego, y sus hermanos cubrían su ausencia…
Tsu’gan abrió de un balazo el pecho de un orko a unos diez metros de distancia, derrumbando a la bestia como si fuera un saurio. Otro ocupó su lugar y también lo mató de un tiro preciso en la rabiosa cabeza. Les siguieron bastantes más, pieles verdes corriendo en busca del castigo de las armas de los Salamandras. Habían sido casi borrados del mapa cuando el escuadrón de asalto del sargento Vargo se desplegó sobre ellos. El encuentro fue rápido y salvaje. Vargo y sus soldados atacaron por el aire entre lenguas de fuego menos de un minuto después, buscando otros enemigos aislados por las ansias de matar del grupo principal de los pieles verdes. Cadáveres caídos por los proyectiles o la espada y una parcela de tierra quemada fueron lo que quedó después del ataque del escuadrón de asalto.
—Presionad hacia adelante.
La orden que gritó N’keln llegó hasta Tsu’gan a través del comunicador, pues el capitán quería aprovechar el hueco que habían ido dejando a través del reciente ataque.
La línea avanzó como una sola. Tsu’gan sintió las fuertes pisadas de los exterminadores junto a su escuadrón a través de sus botas.
—Sobre el yunque, hermano sargento —dijo Praetor con una oscura expresión en su cara mientras blandía su martillo relámpago contra la siguiente horda de pieles verdes.
Riéndose a carcajadas, Tsu’gan volvió a disparar y el resplandor del fuego del bólter le iluminó la cara. Se reía al unísono con el rugido del arma.
En el cielo, los naves de los orkos se ramificaban como venas cancerígenas. La roca negra saltaba astillas constantemente. Pronto no habría suficientes dunas de cenizas para todos los pieles verdes expulsados de su superficie.
Tsu’gan se rio todavía más al pensarlo, pero su histeria por la batalla decayó al darse cuenta de algo: mientras la roca negra resistiese, no podría haber victoria. Si no la destruían pronto, morirían todos.
* * *
Dak’ir estaba envuelto en rayos negros, las energías oscuras de las fuerzas de Nihilan recorrían su armadura. Gritó y cayó de rodillas, con los puños cerrados sobre sus armas mientras se estremecía por el terrible hechizo.
Cuando Dak’ir estaba a punto de perder el conocimiento, oyó a Pyriel gritar su nombre en un tono angustiado y afligido. Los ojos del sargento se cerraron de golpe y volvió a ver la meseta Cindara, su ascenso a la cumbre, la última etapa de su entrenamiento para convenirse en neófito. El salobre olor del mar Acerbian hacía que le picase la nariz, y las cálidas corrientes de aire de las cuevas igneanas templaban su piel.
Luego regresó y el tormento destructor de los rayos remitió; las terminaciones nerviosas que antes ardían en llamas ahora estaban quietas y templadas. Dak’ir abrió los ojos y se dio cuenta de que seguía vivo.
La cara de Nihilan mostró una expresión divertida, el poder de sus fuerzas fue decayendo, entonces retrocedió y volvió con sus hermanos traidores.
Lazos de humo hechizado abandonaron el cuerpo de Dak’ir cuando empezó a levantarse, empujados por la corriente de aire de Pyriel al pasar corriendo a su lado.
Sintió la presencia de Ba’ken que reducía la velocidad justo detrás. Dak’ir se quedó de pie, tambaleante.
—Detened a los renegados —gritó, intentando recuperar sus fuerzas.
—Creía que estabas muerto, Hazon —murmuró Ba’ken antes de ir tras Pyriel.
—Debería estarlo —dijo Dak’ir con voz áspera, recuperando poco a poco los sentidos. Estaba a punto de ponerse en marcha cuando vio el amenazante resplandor del cañón de fusión entre la oscuridad. Pyriel dio un grito, con el hombro abrasado por el arma letal que lo había alcanzado en la hombrera. El bibliotecario casi se desplomó, pero logró resistir.
Con los dientes apretados de rabia, Dak’ir localizó al agresor de Pyriel. Reconoció la forma sombría del templo de Aura Hieron, en Scoria. Al principio no se dio cuenta; pero ahora ya lo sabía. Era el asesino de Kadai, el que había matado a su antiguo capitán.
—Ghor’gan… —gritó Nihilan al Guerrero Dragón del cañón de fusión que estaba junto con el resto del comando.
Él y los demás renegados se retiraron en la oscuridad. El llamado Ghor’gan sólo asintió y se quedó en su sitio. Nihilan intentaba escapar.
No podía permitir que pasara. Dak’ir se lanzó hacia la corriente de lava. Parecía un salto imposible, pero, por increíble que pareciese, llegó a la otra orilla con los talones de las botas raspando el borde de la roca, que se deshacía por el calor. Ignorando al Guerrero del Hierro, Dak’ir aprovechó el momento para seguir al Guerrero Dragón que llevaba el cañón de fusión. Ghor’gan reaccionó a la repentina amenaza blandiendo el arma letal que ya tenía un halo de energía en el doble cañón.
Pyriel estaba cerca del estrecho puente de piedra cuando el último Guerrero de Hierro se interpuso en su camino. El bibliotecario oyó en su cabeza el sonido del lento movimiento metálico del gatillo cuando el traidor le disparó con el bólter.
El bólter es rápido y cruel. Más veloz en el disparo que un abrir y cerrar de ojos. La mente de Pyriel todavía era más ágil.
Los proyectiles de bólter estallaban en balde al chocar contra un escudo invisible. Densos destellos de luz ondeaban entre el cielo y la tierra con cada impacto.
Pyriel siguió corriendo mientras veía a Dak’ir al otro lado. Alcanzó a su asaltante. El Guerrero de Hierro cambio de táctica y dejo de disparar para utilizar su sarisa. Pyriel había desenfundado la espada de energía y esquivado la estocada que iba a atravesarlo. Cuando el Guerrero de Hierro perdió el equilibrio se impulso y lanzo la cuchilla de su extraña arma contra el estómago del traidor. Las placas de ceramita se fragmentaron con facilidad con la estocada al desactivarse su resplandeciente campo de energía antes de que el bibliotecario bajase el escudo invisible y dirigiese su fortaleza mental hacia el filo del arma.
El Guerrero de Hierro se desplomó al mismo tiempo que su alma se separaba y caía en el olvido, en la disformidad que alimentaría a los demonios. Las cuencas de los ojos del traidor destilaban humo y una profunda luz brillaba en su interior. Emitió un largo gemido que resonó más allá del reino de la realidad y se hundió en la nada.
Después de la muerte del traidor, Pyriel miró a su hermano de batalla.
Impulsado por la furia, Dak’ir se abalanzó sobre Ghor’gan. La boca del cañón de fusión resplandeció, pero el objetivo del renegado ya había desaparecido. El rayo de luz impactó en el borde del casco de Dak’ir, que se lo quitó antes de que los efectos corrosivos lo devorasen del todo y alcanzasen su rostro.
El casco destrozado cayó al suelo, medio desintegrado, a la vez que Dak’ir golpeaba a Ghor’gan con un rugido. Blandiendo la espada sierra con ambas manos, el Salamandra desgarró el arma pesada que había acabado con la vida de Kadai, partiéndola por la mitad.
Pyriel llegó al final del estrecho puente a través de la corriente de lava y después se dio cuenta de que Ba’ken ya no estaba con él. Se dio la vuelta y miró de reojo a Dak’ir, que golpeaba con el martillo al enorme Guerrero Dragón antes de ponerse a buscar a Ba’ken.
Los guerreros que llevaban el armamento pesado se retiraban puente de piedra abajo.
—¡Hermano! —gritó Pyriel con cierto tono acusador.
Ba’ken giró la cabeza a medias.
—No puedo dejarlo, bibliotecario. —Fue su única explicación. Pyriel estaba a punto de gritar de nuevo cuando vio a Ba’ken dirigiéndose hacia Val’in, el muchacho.
Géiseres de fuego y lava empezaban a erosionar la superficie de la caverna, las grietas bifurcadas del suelo se ramificaban y hacían que la sangre de Scoria se colase a través de ellas. Val’in se había retirado a una esquina de la caverna, con la cabeza agachada y bien escondido. Las gruesas vetas de lava complicaban su camino de vuelta hacia la entrada y esporádicamente surgían lanzas de llamas del suelo a su alrededor. El muchacho estaba agazapado sobre los restos de una excavadora luchando por su vida y con demasiado miedo para moverse.
Pyriel, en su empeño por llegar hasta los Guerreros Dragón, y tal vez por la herida del hombro que le causó el salvaje destello del cañón de fusión, no pudo oír el llanto quejumbroso de Val’in. La vida humana era importante: Vulkan se lo había enseñado. Los Salamandras eran tanto defensores como guerreros.
Ba’ken había oído al muchacho y respondió a su noble llamada como Nacido del Fuego de Nocturne.
—En el nombre de Vulkan, hermano —murmuró el bibliotecario. El fuego se iba expandiendo por la caverna y le dificultaba la visión. La gigantesca forma de Ba’ken quedó oculta entre el gris y el negro.
Al volver su atención a Dak’ir, Pyriel acababa de dar un paso en el estrecho rocoso cuando una vera bífida quebró el suelo sobre el que se encontraba y un muro colosal de intenso calor y fuego le cerró el paso.
Empujado por la fuerza del géiser de llamas, Pyriel tuvo que forcejear para no caer en la corriente de lava. Los iconos de advertencia de su guantelete se iluminaron en rojo. Indeciso, fue a tocar la barrera de fuego, pero retiró la mano cuando los sensores de calor de su armadura se destruyeron. El guantelete quedó calcinado y medio fundido.
Detrás de la neblina ardiente, la lucha entre Salamandra y renegado se convertía en una visión amorfa.
—¡Dak’ir! —gritó, mostrando su impotencia y frustración. No podía hacer nada; el muro de fuego se expandía a lo ancho de la caverna. Dak’ir estaba solo.
El Guerrero Dragón dejó caer los trozos resquebrajados de su cañón de fusión y clavó su garra izquierda en el cuello de Dak’ir como si fuera una espada, mientras que con la otra mano lanzaba un tajo a la muñeca de su asaltante. La gorguera del Salamandra se llevó la peor parte del golpe, pero Dak’ir quedó aturdido y dejó caer la espada sierra cuando las garras de Gor’ghan arrancaron un trozo de ceramita de su guantelete. El golpe seco del arma al caer al suelo y los dientes que se movían cada vez más lentamente para luego dejar de hacerlo, sonaban como las campanas de un funeral.
Dak’ir se recuperó rápidamente, casi sin darse cuenta de que detrás de él había surgido una barricada de fuego. Golpeó con la cabeza el casco del Guerrero Dragón a pesar del dolor que le causó al romperse la nariz. Ghor’gan retrocedió con un gemido de dolor ahogado y se quitó el casco para mostrar un rostro con escamas, oscuro como un tímalo quemado. Arrancó los pedazos de ceramita que tenía incrustados en su cara de reptil y apartó los despojos ensangrentados antes de lanzarse hacia Dak’ir.
El Salamandra fue a su encuentro y ambos quedaron enzarzados en un frenesí salvaje.
—¡Bestia asesina! —gritó Dak’ir, rabioso y a punto de escupir ácido a través de la glándula betcher en el rostro del renegado. Ghor’gan lo detuvo con un golpe del antebrazo en la barbilla del Salamandra que lo obligó a cerrar la boca. La bilis cáustica burbujeaba, inofensiva, sobre el labio inferior de Dak’ir.
—¡Lucha con honor! —lo increpó el Guerrero Dragón con la voz como magma crepitante. Durante la frenética pelea, Dak’ir vio una herida abierta, a medio curar en su cuello, y supuso que ése sería el motivo del tono gutural de su voz.
—Sé que eres el asesino que disparó a mi capitán cuando se dio la vuelta —le espetó Dak’ir al apartar al renegado de su cuello.
El rostro de Ghor’gan se ensombreció, quizá de arrepentimiento.
—Soy un perro de la guerra, igual que tú —replicó con voz áspera. Luego asintió mientras intentaba aprisionar la garganta de Dak’ir con una mano. El Guerrero Dragón era grande, posiblemente del tamaño y peso de Ba’ken. Para Dak’ir iba a ser una dura prueba—. Obedezco órdenes. Incluso con las que no estoy de acuerdo. Así es la guerra —concluyó.
—¿Estás pidiendo clemencia, renegado?
—No. —La respuesta de Ghor’gan fue categórica, con tono desganado—. Sólo quería que lo supieras antes de morir. —El Guerrero Dragón utilizó toda su fuerza para obligar a Dak’ir a agacharse y le deslizó las garras alrededor del cuello.
Dak’ir notó que su garganta se cerraba por la fuerza de la presa. Con el guantelete puesto, arañó con los dedos el rostro de Ghor’gan, tratando de que lo soltase, pero solamente consiguió arrancarle un trozo de piel. Ghor’gan gruñó ante la herida abierta en su mejilla, pero siguió aumentando la presión y extendió los brazos para obligar a Dak’ir a apartarse. El Salamandra fue a coger el arma que tenía enfundada, pero el renegado, al ver el movimiento, lo aplastó contra la pared de la caverna. Destellos de fuego blanco brillaban en los ojos de Dak’ir mientras cuchillos ardientes atravesaban el costado donde lo había golpeado la roca.
—No te resistas —dijo Ghor’gan en un tono casi paternal—. Tu sufrimiento ya casi ha terminado.
Dak’ir notaba que sus pulmones eran como dos sacos marchitos metidos en el pecho, mientras que su garganta se aplastaba lentamente. La oscuridad empezó a teñir su visión y notó cómo se deslizaba…
Extendió la mano, intentando sobreponerse a lo inevitable. Pyriel estaba lejos, tras el muro de fuego. Dak’ir estaba solo con Ghor’gan, el asesino de su antiguo capitán, que estaba a punto de añadirlo a su lista de víctimas.
* * *
Ba’ken llegó al borde del creciente charco de lava que poco a poco acorralaba a Val’in en su isla de metal. El muchacho se ahogaba con los vapores de azufre, y el humo rodeaba su pequeño refugio. Ba’ken tenía que saltar. No podía hacerlo y volver con el muchacho si llevaba el pesado lanzallamas. Sin pensárselo dos veces, se aflojó las correas y retiró las voluminosas latas de su espalda. Las dejó con cuidado en el suelo junto con el arma.
Murmuró una dolorosa letanía mientras pasaba la mano por el cañón del arma que había forjado y fabricado. Ba’ken se puso de pie y saltó hasta Val’in.
—Sube, muchacho —dijo, una vez que hubo llegado al otro lado. El esqueleto de la excavadora ya se hundía bajo el peso del Salamandra y a su alrededor la lava crepitaba cada vez más cerca.
Val’in trepó por los hombros de Ba’ken y se agarró desesperado al cuello y a las hombreras del Nacido del Fuego.
—No te sueltes —dijo el Salamandra al muchacho, y saltó de nuevo justo cuando la corriente de lava empezaba a engullir la excavadora. En unos segundos la devoró.
La corriente derretida rugía a través de la caverna y la partía en dos con la cinta ardiente y viscosa que se había derramado por el tramo rocoso. No había marcha atrás para Pyriel y Dak’ir. Ba’ken apenas podía verlos entre el humo y los escombros.
—¡Hermanos! —gritó.
Una llamarada emergió del suelo cerca de donde estaba. Ba’ken se apartó con una mueca.
—¡Hermanos! —volvió a gritar. El suelo crepitante se tragó su voz. Sólo respondió el rugido del fuego.
El fin de Scoria estaba a punto de llegar. Ya no quedaba nada de este mundo. Tal vez tampoco quedase nada para Dak’ir ni para Pyriel. Les rogó al Emperador y a Vulkan para que pudieran volver a salvo. Ba’ken se apartó reticente.
Val’in se estaba ahogando; el Salamandra oía la respiración jadeante del muchacho. Le temblaba el pecho.
Ba’ken dio la vuelta y se dirigió a la salida.
—Aguantad —dijo con un gruñido, y corrió hacia el túnel de vuelta a la superficie.
* * *
En medio de la pelea, a Tsu’gan le había parecido ver a Romulus y a Apion regresar por el agujero de emergencia llevando al hermano Te’kulcar herido apoyado en sus hombros. No podía ver el mineral de fyron, pero tuvo que centrar su atención en el combate.
Se ordenó un asalto completo y los Salamandras presionaron a los orkos con todo el fuego y la furia que pudieron. La estrategia de ataque había cambiado; había dado paso a ataques exhaustivos desde puntos estratégicos situados por toda la horda de los pieles verdes. Vistos desde arriba, los asaltos parecían trayectorias de balas obligadas a atravesar lentamente la carne verde oscuro de las bestias.
Líderes de clan, portadores de tótems y psíquicos: éstos eran los objetivos de los Salamandras. Cercenar el liderazgo de los orkos. Mostrarles que su mayor fortaleza podía caer ante las llamas y la espada de un Nacido del Fuego. En eso les llevaban ventaja los escuadrones de asalto. Vargo y Gannon dirigían ataques por sorpresa contra puestos vulnerables o líderes expuestos por la muerte repentina o retirada de sus hermanos.
Miles de pieles verdes yacían muertos con escasas contrapartidas. Por otro lado, cada baja de los Salamandras era muy lamentada. Fugis había vuelto a la lucha con el hermano sargento Agatone. Ambos lucharon mano a mano, con una valentía merecedora hasta de los elogios de Vulkan. Pero el apotecario, por muy héroe que fuese, no podía sustituir a todos sus hermanos caídos. Si sobrevivían a esta lucha, Fugis tendría mucho trabajo que hacer después.
Tsu’gan los había perdido de vista después de la orden de asalto de N’keln y se preguntaba si aún seguirían luchando.
Se prolongó la pelea, y las dunas de ceniza ya parecían un desierto de cobre de lo teñidas que estaban de sangre. Unas convulsiones agitaban el paisaje ondulante casi de forma constante, y los rayos oscuros abrían franjas en el cielo mientras los volcanes se desahogaban. Sus voces de condena recordaban los más retumbantes truenos del cielo.
—El mundo se acaba, hermano —rugió Tsu’gan. No se había ido del lado de Praetor, aunque el escuadrón del sargento se hubiese fragmentado en la terrible batalla. Probablemente Iagon estaba en algún otro lugar del campo de batalla. Tsu’gan esperaba que siguiese con vida.
—Es un final apropiado para nosotros —respondió Praetor, aplastando a un orko con un golpe crepitante del martillo de trueno—. Consumidos por el humo y el fuego. Llegado el fin de los días en ceniza nos convertiremos, hermano.
Tsu’gan sonrió. Era algo que podría haber dicho el hermano Emek.
—En ceniza nos convertiremos —asintió Tsu’gan, y siguió luchando.
* * *
Por encima del tumulto de la última tormenta de Scoria, se oía sobre la ferviente batalla la respuesta del metal que resonaba en el interior de la fortaleza de hierro.
Observando desde el reborde del muro, emergía el extremo del cañón forjado por los Guerreros de Hierro y purificado por los Salamandras. El polvo y la roca resbalaban en cascada por su cuerpo de metal en grandes cantidades. Su plataforma neumática lo elevaba por encima de las profundidades del torreón para que se alzase con ira y autoridad sobre Scoria como el dedo metálico de un dios oscuro y vengativo.
Durante un momento, sólo un segundo, la pelea se ralentizó, mientras todos los que contemplaban la aparición del cañón se quedaban boquiabiertos. Su ojo apuntaba fijamente hacia el cielo como si quisiera destruir un sol negro.
Los condensadores de fyron recargaron el aire, emitiendo su pulso como una oleada de fuerza, como si le hubiesen dado potencia al cañón y segundos más tarde se la hubiesen quitado.