II
VIEJOS ENEMIGOS
La experiencia es una serie de momentos anclados y unidos a través de la red del tiempo. La mayoría se ignoran, como temblores apenas perceptibles. Pero otros, los trascendentales, se sienten como sacudidas que amenazan a los demás momentos. Esas cosas suelen notarse antes de que sucedan: un escalofrío en la espalda, un cambio en el viento, una «sensación». Esos momentos se presagian, su llegada es palpable.
A medida que Dak’ir recorría los oscuros recovecos del mundo subterráneo bajo Scoria, sentía que se estaba creando un momento.
—Está todo despejado —anunció la voz de Apion a través del comunicador. Medio minuto después el Salamandra reapareció en el túnel sombrío tras haber terminado el primer reconocimiento.
Formaban el grupo siete de ellos: una escuadra de combate de cinco astartes y un guía elegido por Pyriel. El bibliotecario se mantenía a la sombra, como una figura silenciosa y meditativa mientras intentaba descubrir con sus sentidos psíquicos lo que pudiese rondar por las minas.
El muchacho, Val’in, había traído hasta aquí a los Salamandras. Al principio, Dak’ir se opuso a utilizar a un joven adolescente, pero Pyriel lo había hecho entrar en razón: Val’in conocía los túneles mejor que cualquier otro colonizador, y era posible que estuviera mucho más seguro bajo la superficie que arriba, con el ataque de los pieles verdes.
Había pasado casi una hora desde que entraron en el agujero de emergencia que habían dejado las criaturas de quitina fuera de los confines de la fortaleza y encontraron el sendero que los llevaría a las minas. Iban a paso lento y cauteloso. A Dak’ir le parecía prudente.
«Ceniza y metal quemados».
Sólo podía significar una cosa, Dak’ir pensó en sus compañeros de arriba, formando sobre la superficie de un mundo moribundo. La primera nave de los orkos ya habría aterrizado a estas horas y las hordas se estarían enfrentando con la última resistencia de N’keln.
Dak’ir contuvo la desesperación que lo invadía. Aunque consiguieran obtener el fyron que necesitaban para disparar el cañón y utilizarlo para destruir la roca negra, no tenían la seguridad de poder vencer a los orkos que ya hubiesen llegado. Y en el caso de que tal victoria fuese posible, los Salamandras seguían sin tener cómo abandonar Scoria, un planeta que se hacía pedazos irremediablemente. Podrían derrotar a sus enemigos y ser devorados por un creciente océano de lava o engullidos por las profundas fosas mientras la corteza de aquel mundo se agrietaba. A Dak’ir le pareció un epitafio adecuado para la compañía de los Nacidos del Fuego.
—A tus órdenes, hermano sargento —susurró Ba’ken, que estaba al lado de Dak’ir con el voluminoso lanzallamas listo.
Dak’ir fue consciente de repente de que Apion esperaba instrucciones. También los hermanos Romulus y Te’kulcar, que tomaban posiciones en la retaguardia, parecían esperarlas.
El sargento puso su atención en Val’in. Dak’ir recordó la valentía que había mostrado el muchacho durante el ataque de la bestia de quitina. Parecía igual de valiente, observando las sombras, escuchando y valorando los ruidos procedentes de la roca.
—¿A qué distancia, Val’in? —preguntó Dak’ir agachándose levemente para no intimidarlo.
El muchacho mantuvo la mirada puesta en la oscuridad del túnel que tenía por delante y la curvatura de la tierra, las formas. Aunque les resultaran indiferentes a Dak’ir y a los demás Salamandras, para él estaban tan claras como las señales de tráfico. Después de reflexionar un momento, dijo:
—Otro kilómetro, tal vez kilómetro y medio.
Otro kilómetro más de profundidad bajo tierra, donde el aire subía de temperatura a cada paso y el brillo de la lava parecía parpadear contra las paredes negras de la roca. Descender a la oscuridad era como cruzar el umbral a otro mundo: a un mundo de fuego y cenizas. Los Salamandras se sentían más en casa que nunca.
Dak’ir recordó el olor del humo y la ceniza que había notado en los túneles justo antes del combate con los orkos y de reunirse con sus hermanos de batalla. Se le vino a la cabeza, aunque no era un recuerdo sensorial, era real. Una corriente de aire emanó de algún lugar y se movió ascendiendo como una brisa amarga que olía a quemado y, en menor medida, a azufre.
Dak’ir pensó en escamas rojas, en un cuerpo serpenteante que se estiraba en medio de una capa de humo empalagoso. Era como si la cosa que habitaba en su mente hubiese emergido desde una fosa de fuego, terrible, de las semillas del infierno.
—Están cerca. —La voz de Pyriel emergió de la oscuridad. Sus ojos eran órbitas de llamas celestes cuando Dak’ir se volvió hacia él.
—¿Quiénes? —preguntó Te’kulcar. Él no estaba con la escuadra cuando lucharon en Stratos. El hermano Te’kulcar era el sustituto del fallecido Ak’son, reclutados ambos de una compañía diferente.
La voz de Dak’ir era siniestra.
—Los Guerreros Dragón.
* * *
Al mover el cerrojo de su combibólter, Tsu’gan sintió una ligera punzada en el pecho. La explosión del triciclo del kaudillo orko muerto le había roto la caja torácica y le había perforado un pulmón. La biología de los astartes hacía que sanara rápidamente, pero todavía sentía dolor. Tsu’gan lo ignoró. El dolor físico se dominaba fácilmente. Volvió a pensar en las palabras de Dak’ir acerca de la culpa y de la naturaleza destructiva. ¿Cuántos actos heroicos necesitaría llevar a cabo para hacer desaparecer el remordimiento que sentía por la muerte de Kadai? Odiaba reconocerlo, pero el igneano tenía razón. Tampoco fue la presencia en los muros de la fortaleza de hierro lo que habló esta vez.
Los Salamandras habían abandonado los confines del bastión de los traidores. Tsu’gan estaba contento: la protección que les brindaba no era suficiente y estaban mejor sin ella. Los Nacidos del Fuego formaron delante de la pared en sólidas filas con sus armaduras verdes, con la piedra y el metal de la construcción varios metros por detrás, protegiendo sus espaldas. Habían avanzado para cubrir y proteger el agujero de emergencia que Pyriel y el igneano habían despejado en las minas. Si querían el fyron, necesitaban tener el camino despejado hasta la fortaleza y las catacumbas del torreón del interior donde Elysius y Draedius los esperaban.
Al echarle un vistazo al ejército, Tsu’gan vio al capitán N’keln al frente en una posición destacada, con la Guardia Inferno formada a su alrededor. El estandarte de Malicant estaba bajo, pero seguía ondeando con la leve brisa.
El Yunque de Fuego y los demás vehículos, excepto el Rhino que se había llevado Fugis al Ira de Vulkan, formaban una línea cubriendo los lugares estratégicos. Los vehículos de transporte tenían poco que hacer respecto a la potencia de fuego, pero la protección móvil que brindaban resultaba útil.
Los venerables hermanos Ashamon y Amadeus se mantenían impasibles pero preparados. Las formas implacables de los dreadnoughts eran como enormes pilares armados entre el verde de los Salamandras. A medida que preparaban las armas siguiendo las rutinas ordinarias, las chispas ocasionales de electricidad que saltaban a través del armamento eran lo único que delataba su impaciencia por luchar.
Una nube de ceniza arremolinada que se formaba en el horizonte llamó la atención de Tsu’gan. Los orkos se estaban acercando como antes. Esta vez eran más. Las naves colgaban como una mortaja por encima de sus cabezas. Una plaga infestaba el cielo.
* * *
La primera cubierta del enginarium del Ira de Vulkan archa como una caldera humeante. La calima hacía palpitar el aire y parpadeaba como si no fuera del todo real, como si la revistiese un espejismo. Gotas de gas empapaban el aire denso mientras las pálidas luces de emergencia iluminaban partes de la maquinaria, los rígidos mamparos y los sudorosos siervos de la cubierta.
Fugis encontró al maestro Argos entre el gentío con una pareja de tecnomarines ayudándolo mientras reparaba los motores inferiores. Las lámparas de lume acopladas a su servoaparejo eran los únicos focos de luz en la sombría cámara sumergida donde trabajaba y que tenía capacidad para veinte astartes hombro con hombro. El apotecario reconoció la peste de ungüentos y aceites para apaciguar a los espíritus máquina rebeldes. Los tecnomarines que esperaban emitían lúgubres cánticos en una brisa reciclada y densa a causa del dióxido de carbono. Se intuían partes del motor, de metal oscurecido y piezas sueltas que se revelaban a media luz.
—Has venido desde el apotecarium, hermano. —La voz de Argos resonaba metálica desde el oscuro hueco donde trabajaba. El zumbido de las mecadendritas y las servoherramientas aportaba un agudo estribillo a la dicción automática del Señor de la Forja.
Fugis observó que no había formulado una pregunta. Aunque Argos no supiera que el apotecario volvía del Ira de Vulkan, conocía perfectamente cada palmo de la nave. Notaba cada movimiento en su subconsciente con la misma certeza que notaba los de su propio cuerpo.
El Señor de la Forja continuó:
—Las servoarmaduras están guardadas en el armorium de popa de la cubierta veinte. Has venido a preguntar si han sido en vano nuestros esfuerzos por recuperarlas junto con la semilla genética del anciano.
Fugis emitió una leve y triste carcajada.
—Has demostrado tanta intuición como el hermano bibliotecario Pyriel, maestro Argos.
La cabeza del Señor de la Forja salió de la penumbra por primera vez. Llevaba la cabeza descubierta y Fugis vio cómo el ojo biónico se contraía al enfocarse para observarlo desde la posición de la minuciosa tarea que fuera que hubiese estado analizando.
—Es pura lógica, hermano —continuó—. Estoy reparando el Ira de Vulkan lo mejor que puedo sin mano de obra del Mechanicus a mi disposición. No ha cambiado nada. Nos siguen haciendo falta cuatro bancos funcionales de motores ventrales. Tres están en óptimas condiciones y listos, el cuarto, el del conducto de acceso en el que estoy, no. Las partes importantes dañadas por la colisión no se pueden recuperar de otras partes de la nave y son necesarias para que funcione. Es un procedimiento relativamente rápido y rudimentario, los rituales correctos son breves y fáciles de realizar, pero no convenceremos al espíritu máquina para que regrese a un cuerpo que sólo funciona a medias, hermano apotecario.
Fugis escuchó impasible la respuesta breve y precisa del tecnomarine.
—Pues esperemos que algo cambie para poder esquivar nuestro destino —dijo.
Fugis no estaba seguro de creer en el destino. Como apotecario, era práctico y ponía la fe en sus manos y en lo que veía con sus propios ojos. Estos últimos días previos a la condenación de Scoria lo habían cambiado. Cuando más lo notó fue en el puente en ruinas de la vieja nave expedicionaria donde Gravius se había sentado como una estatua yacente. Según las leyes de la naturaleza, el anciano Salamandra no podía seguir vivo.
A medida que Fugis se acercó a él, lo invadieron el respeto y la veneración, que ralentizaron sus pasos. Gravius se acercaba al fin de su existencia. Parecía haber resistido durante milenios esperando el regreso de sus hermanos.
Fugis no sabía qué quería decir este descubrimiento. Seguía las órdenes de su capitán, pero experimentaba un peculiar sentido de aflicción al aplicar la paz del Emperador a través de la inyección de suero nervioso. Casi como si se tratase de una profanación, desgarró la armadura del anciano y extrajo sus progenoides. En ellas estaba el código genético de la legión, sin modificar por el tiempo y las generaciones de antepasados. La experiencia era de auténtica humildad y reconfortaba su espíritu malherido.
—El hermano Agatone y yo volvemos a la fortaleza de hierro —le dijo a Argos. El sargento y su escuadra de combate habían acompañado a Illiad en el Rhino. Agatone los esperaba fuera del puente cuando Fugis fue a encontrarse con Gravius. Ahora, él y sus soldados dirigían la evacuación de los colonizadores. Los que habían luchado contra los orkos incluidos. N’keln había decidido que no perderían más vidas humanas enfrentándose a los pieles verdes si podían evitarlo. Regresarían todos al Ira de Vulkan con la esperanza de que la nave quedase operativa de nuevo y los llevase a la salvación.
Fugis y Agatone, que habían dejado la escuadra de combate para proteger a los colonizadores y escoltarlos hasta la nave, regresarían y ayudarían a sus hermanos de batalla si podían. Por el momento, los orkos no habían atacado el lugar del accidente ni mostraban signos de interés hacia él. Eso estaba bien. Eran los únicos que ahora lo defendían.
—Los sensores indican que los pieles verdes ya han aterrizado, hermano. Llegarás muy tarde a las filas a no ser que tengas pensado matarte de camino entre un mar de orkos —replicó Argos. Curiosamente no había sarcasmo en su tono.
—Iremos por los túneles, traza nuestra ruta para que salgamos en la fortaleza de hierro.
—Entonces será mejor que te vayas. Nos queda poco tiempo a todos, hermano —dijo Argos antes de volver al sombrío conducto.
Fugis le dio la espalda al salir del enginarium. El apotecario se preguntaba si sería ésta la última vez.
* * *
El ruido de la batalla en la superficie llegó a las catacumbas del torreón interno como relámpagos ahogados. Los orkos habían traído a su hueste de guerra y luchaban contra los Salamandras con uñas y dientes por las dunas salpicadas de sangre.
El capellán Elysius se había desprendido del lanzallamas, aunque seguía oliendo al amargo hedor del promethium. Los soldados servirían mejor arriba contra la horda de pieles verdes que ahí abajo entre oscuridad y susurros.
El capellán notó cómo crecía un picor por la parte de atrás del cráneo. Al principió lo sintió levemente y murmuraba letanías entre dientes mientras observaba a Draedius ponerse a trabajar en el cañón sísmico, tratando de limpiar y purificar los espíritus máquina. El tecnomarine tendría que visitar el reclusium tras la tarea, para que Elysius pudiera evaluar su espíritu y asegurarse de que no estuviese mancillado. El picor se hizo más insistente, un cúmulo de susurros sibilantes se acercaba y se alejaba y sonaba como si estuviese junto a su mente. El capellán se armó de valor. Las fuerzas oscuras se esforzaban en las paredes de la fortaleza de hierro. Trataban de romper sus defensas, pero el fuego purificador las había debilitado por ahora y sus letanías las mantenían bajo control.
Draedius, delante del cañón, llevaba a cabo sus propios rituales. Restaurar el espíritu máquina del arma no iba a ser fácil, pero era necesario. Sin él, el cañón no dispararía o incluso podría no funcionar correctamente y tener consecuencias nefastas. La única bendición era que el arma no estaba poseída por el demonio.
Le dolía como a Elysius haberse visto obligados a utilizar las armas del enemigo. Sonaba a compromiso y a depravación. Pero aunque devoto, el capellán no era tonto. El cañón era la única forma de destruir la roca negra y detener a la casi inagotable oleada de orkos. La parte racional de su cerebro se preguntaba por qué los Guerreros de Hierro habían construido una arma así. Su propósito en Scoria parecía limitado. Sentía que lo observaba a través de una lente sucia, con los bordes cubiertos de mugre. Su mirada era de miope, pero el instinto le había enseñado a Elysius a percibir no sólo con los ojos. Había algo al acecho en esa mugre, más allá de la visión, y sólo al verlo se revelaría la auténtica verdad de las maquinaciones de los Guerreros de Hierro. Le molestaba no poder hacerlo.
—«El fuego de Vulkan late en mi pecho» —entonó cuando la presencia de las catacumbas detectó sus dudas e intentó alimentarse de ellas, utilizándolas para ensanchar las minúsculas brechas de la armadura de su fe—. «Con él azotaré a los enemigos del Emperador» —concluyó el capellán, y agarró la empuñadora del Sello de Vulkan y cogió fuerzas de la proximidad del icono del martillo.
Por mucho que se concentrase observando el cañón, seguía viendo la oscuridad de la «lente».
* * *
El estruendo metálico de la maquinaría se filtró en el túnel hasta llegar a ellos. El ruido venía de una abertura resplandeciente de lo alto. La lava fétida y el agobiante calor llegaban con él. Las minas estaban justo encima.
—Quédate atrás, Val’in —advirtió Dak’ir, adelantándose al chico y protegiéndolo con su voluminosa figura blindada.
El muchacho hizo lo que le dijo, pero emitió un grito ahogado al descubrir una sombra cerniéndose sobre ellos en la base del túnel.
El hermano Apion también la vio al moverse para tomar posición y apuntó con el bólter, listo para disparar.
—Ya está muerto —informó Pyriel, en cuyo ojos se desvanecía el azul cerúleo.
—Una coraza de Guerrero de Hierro —observó Dak’ir ajustando su visión para distinguir la ceramita del metal desnudo y los distintivos galones negros y amarillos que adornaban la armadura.
—Los mismos que los de los reductos. Avanzad con mucho cuidado, hermanos.
Apion bajó un poco el bólter y siguió adelante.
En la base del túnel, los Salamandras encontraron una galería natural de piedra. El ruido de las máquinas (chirriar de las brocas y traqueteo de excavadoras) se hizo más fuerte. Unas formas en movimiento proyectaron grandes sombras desde una cámara más amplia más allá de las paredes del final de la galería.
Había más «centinelas». Las fuerzas disuasorias con armadura de hierro estaban en posición y destacaban contra las paredes. Val’in se encogió por el temor natural que le inspiraban los cuerpos que llevaban muertos mucho tiempo aunque seguían muy vivos para él.
Ba’ken lo atrajo hacia sí, se agachó todo lo que le permitía su volumen y susurró:
—Quédate junto a mí, muchacho. Los Ángeles del Fuego no permitirán que te hagan daño.
Val’in asintió y se tranquilizó un poco al acercarse al pilar de ceramita que era el hermano Ba’ken.
Dak’ir no llegó a oírlo. Tenía la atención puesta en Apion, que había llegado al final de la galería y estaba preparado en la entrada de la cámara. Dak’ir se reunió con él segundos más tarde y observó una enorme extensión de roca. Aquí y allá, puntales de metal sustentaban el techo de la caverna. Los armazones inservibles del equipamiento de la mina estaban esparcidos por la caverna como en un cementerio de máquinas, quemados y desechados una vez que su utilidad se había acabado. Dak’ir vio motores perforados, excavadoras con forma de cubos, perforadoras y plataformas de taladro sobre raíles. Los servidores, desplomados sobre los vehículos o apilados en montones de cuerpos, eran el testimonio del trabajo incesante en las minas.
Además de las máquinas, había tres plataformas de metal que se elevaban a un metro del suelo sobre sólidos soportes. Dos de las tres estaban vacías. Sobre la tercera había pilas de voluminosos toneles de metal. A Dak’ir no le hizo falta mirar en el interior para saber que rebosaban mineral de fyron. La tercera plataforma estaba más cerca de la fuente del ruido de la máquina: un corto pero enorme túnel bañado por la oscuridad. Los Salamandras habían entrado en la caverna formando un ligero ángulo, y a través de su visión agudizada Dak’ir había visto dos perforadoras manejadas por servidores, como las que los colonizadores habían usado en su emboscada, y una voluminosa plataforma excavadora de raíles anchos que apartaba la roca inútil y la tierra que expulsaban las máquinas. También la controlaba un servidor, encorvado y conectado a la máquina con cables como si fuera parte de su ser. Los tres autómatas se parecían a los zánganos fantasmagóricos que encontraron en la armería del cañón.
La baja iluminación de unas lámparas de sodio suspendidas de cables atornillados al techo de la caverna enmarcaba los rostros grotescos de los autómatas. Sus señores no andaban lejos.
Tres Guerreros de Hierro permanecían a la entrada del túnel supervisando el trabajo. Llevaban combibólters con sarisas montadas en los cañones colgando de sus hombreras con pinchos. Fragmentos de roca chocaban contra sus armaduras de lo cerca que estaban los guerreros de la mina. Estaban cubiertos de polvo gris.
A lo lejos, un camión de seis ruedas transportaba un cargamento de barriles de mineral de fyron en su plataforma extensible. El vehículo hacía un gran estruendo a causa del dibujo de los neumáticos al llegar hasta una abertura de la parte de atrás de la mina que conducía a una desconocida oscuridad…
Un segundo camión de seis ruedas hacía el viaje de vuelta y se acercaba con la plataforma vacía donde otra carga de barriles lo esperaba. Un par de servidores de carga cuyos brazos habían sido sustituidos por dobles pinzas elevadoras se arrastraban a medida que el camión se acercaba.
Tras el camión apareció un grupo de siluetas.
La mandíbula de Dak’ir se tensó y sintió cómo una ola de furia atravesaba su cuerpo.
Los asesinos de Kadai, los Guerreros Dragón, estaban allí.
Había tres, con armaduras de escamas de ceramita rojo sangre, como si las propias armaduras hubiesen mutado. Sus guanteletes terminaban en garras ensangrentadas y un fuerte hedor a cobre emanaba de sus cuerpos. Estas criaturas habían sido marines espaciales: ahora eran renegados al servicio de los Poderes Ruinosos. Esclavos de la oscuridad y la condenación.
Uno llevaba un casco con la forma de un antiguo saurio. Dos cuernos se rizaban como espadas rojo oscuro desde los laterales del casco de batalla. Una nube de brasas escapaba a través de la boca rabiosa flanqueada por una reja de colmillos al compás de la agitada respiración del renegado. El vapor que despedía el cuerpo del Guerrero Dragón daba a su silueta un sentido irreal.
Otro de ellos protegía un cañón de fusión arcaico, con cicatrices de las muertes ocasionadas. Su casco de batalla era abierto, pero llevaba los bordes recortados y hechos de hueso. Calaveras atadas a cadenas ensangrentadas colgaban de sus hombreras con escamas, y lo que parecía un lagarto rojo oscuro lo tapaba la armadura abdominal. Derramaba partículas de polvo a través de las juntas de su armadura con cada movimiento. Con la vista agudizada de Dak’ir parecían copos diminutos de epidermis, y al Salamandra le recordaron al momento a una serpiente mudando de piel.
Dak’ir conocía bien al último. Flanqueado por sus dos guerreros, con los dos ojos en llamas, como si estuviera constantemente enfurecido. Su ardiente ira estaba reflejada en las escarificaciones de su cara, que era un horrible remiendo de laceraciones y piel quemada. Viejos verdugones y trozos de carne fundida devastaban su rostro negro ónix. De cada una de sus hombreras sobresalía un cuerno curvo y agarraba un báculo psíquico con un guantelete en forma de garra.
Era Nihilan, hechicero y artífice de la destrucción de Kadai.
—Renegados —dijo Apion gruñendo y Dak’ir oyó crujir los puños del Salamandra.
—Ba’ken —llamó el sargento sin quitar la mirada de su némesis. Debería haber rastreado los túneles hacía días. Dak’ir había notado algo. Sus visiones lo indicaban. Hasta Tsu’gan lo había sospechado, y no habían hecho nada. En fin, el tiempo para no hacer nada se había agotado.
Un icono apareció en la pantalla del casco de Ba’ken. Lo había enviado Dak’ir con un guiño de su ojo.
—Objetivo preparado… —resonó la voz del voluminoso soldado, que se inclinó hacia adelante para equilibrar el pesado lanzallamas.
El camión casi había llegado a la plataforma, y los autómatas se acercaban cuando una gota de promethium sobrecalentado atravesó la cámara y la incendió. Las llamas incendiaron al par de zánganos, pero no fue más que de refilón. Su objetivo, el propio camión, explotó unos segundos más tarde, cuando sus celdas de combustible se calentaron y el líquido volátil de su interior ascendió de forma espectacular. El camión voló por los aires y volcó; la carrocería en llamas aplastó a los autómatas que seguían ardiendo y los destrozó en medio de una rabiosa conflagración en la brutal caída.
—¡Salamandras, atacad! —rugió Dak’ir mientras llenaban la caverna con el estruendo de los bólters.
Los Guerreros de Hierro estaban más cerca y reaccionaron rápidamente. No obstante, uno de ellos no fue lo bastante veloz y el disparo de plasma de Dak’ir lo alcanzó en el pecho abriéndole un boquete del tamaño de un puño de astartes. La munición del combibólter del traidor barrió el techo y alcanzó una plataforma envuelta en llamas mientras sus dedos temblaban al sujetar el gatillo.
Los otros dos Guerreros de Hierro se cubrieron y empezaron a devolver los disparos, cuando los Guerreros Dragón tomaron posiciones. En el fragor del combate, a Dak’ir le pareció ver a Nihilan riéndose.
Los Salamandras tuvieron éxito: Da’ir, Pyriel y Ba’ken por la derecha, mientras que Apion, Romulus y Te’kulcar fueron por la izquierda. Val’in, que no quiso quedarse sólo en el pasillo con el cadáver del Guerrero de Hierro, corrió a esconderse tras la carrocería de un camión en desuso, desguazado para aprovechar sus piezas como recambio.
—Yunque, ve a la plataforma y protege el mineral de fyron —ordenó Dak’ir a través del comunicador con las señales que habían establecido antes de entrar en el agujero de emergencia. Tras los rugidos de los bólters, vio con el rabillo del ojo a Apion y a Romulus que se apresuraban entre la chatarra de las máquinas para llegar a la plataforma del mineral, Te’kulcar avanzaba cubriéndolos con sus disparos.
—¡Martillo, estamos avanzando! —Dak’ir dirigió a los demás hacia adelante. Las llamas mantenían agachados a los Guerreros de Hierro, que buscaban donde cubrirse. Al echar un vistazo al enemigo, Dak’ir vio que Nihilan dejaba que sus subordinados hicieran el trabajo. Un fulgor incandescente abrasó la carrocería del vehículo tras el cual se había agazapado Pyriel. El bibliotecario se retiró justo a tiempo. El bólter del otro renegado empezó a disparar, y su dueño parecía deleitarse al dejar que el arma se desatase. Era como un perro rabioso que tensaba la correa.
Mientras tanto, los zánganos extraían mineral sin cesar.
Un pequeño estruendo azotó la cámara deteniendo el ataque de los Salamandras. Resbalaban fragmentos de roca desde el techo y los puntales de metal protestaban amenazantes.
Dak’ir cayó sobre una rodilla al perder el equilibrio. Lo mismo le sucedió a uno de los Guerreros de Hierro, que quedó al descubierto durante un momento. Lo suficiente para que Ba’ken, que permanecía en pie apuntalado sobre sus piernas, lo calcinara. Un chirrido metálico salió del casco de batalla del traidor antes de que acabara desplomándose sobre un montón de metal carbonizado. Los violentos temblores aumentaron de intensidad y ni siquiera Ba’ken podía sostenerse en pie. La lengua de fuego de su lanzallamas se apagó.
Los Guerreros Dragón también estaban en el suelo. Dak’ir había perdido de vista a Nihilan pero notaba su presencia. Calculó que estarían a unos sesenta metros, alrededor de la mitad del ancho de la caverna. Un ataque decidido una vez que hubieran remitido los temblores los sorprendería al bajar la guardia. Alcanzarían a los renegados antes de que su cañón de fusión volviese a disparar. Como psíquico, Nihilan era impredecible, pero Dak’ir estaba dispuesto a correr el riesgo. Los iconos de estrategia se iluminaron en las pantallas de los cascos de batalla de los Salamandras expresando el plan del sargento.
Romulus y Apion ya casi habían llegado a la plataforma. El único Guerrero de Hierro que la protegía tenía la atención dividida entre dos grupos de atacantes al mismo tiempo y no le prestaba a ninguno la vigilancia que requería. Los disparos del bólter de Te’kulcar, tendido boca abajo en una posición adecuada para mantener la estabilidad, mantenían en el suelo al Guerrero de Hierro para que los demás Salamandras pudieran alcanzar su objetivo.
Se tambaleaban de camino a la plataforma cuando un profundo sonido de ruptura resonó por toda la caverna como si se resquebrajase el mundo. Un resplandor bañó el túnel de perforación con un furioso fulgor y, tras las sacudidas, se abrió una grieta formando una línea irregular. La grieta se convirtió en una fisura y luego en un abismo lleno de lava burbujeante. El fulgor infernal del interior del túnel se expandió hacia el exterior velozmente. Precedió a una ola de lava expulsada por donde la mina había reventado y fluía la sangre del interior de Scoria.
Flotando sobre la fuerza de la ola, la maquinaria de la mina salió del túnel. Languidecía en la corriente de lava letal y no resistió mucho. Se hundió como islotes de metal entre la chatarra derretida en unos instantes, rodeada por sus autómatas de expresión sorprendida.
Había un enorme abismo de lava entre los Salamandras y su objetivo. Una fina hilera de roca irregular la atravesaba, flotando en la superficie. Su ancho sólo permitía que dos astartes cruzasen al mismo tiempo. Los violentos temblores remitieron, pero nuevas brechas formaron una telaraña en el suelo y chorros de polvo y rocas caían constantemente del techo. Tenían que hacerlo antes de que la caverna entera se les viniera encima.
Romulus y Apion llegaron hasta el mineral y se lo sujetaron a las servoarmaduras. Dos barriles cada uno era lo máximo que podían llevar sin comprometer su habilidad para la lucha.
Dak’ir esperaba que bastase con cuatro barriles mientras salía corriendo hasta el saliente de roca para cruzar el abismo de lava. Justo antes de que llegase al borde de la corriente, un resplandor de luz ardiente pasó por delante de él y el icono de Te’kulcar del casco del sargento parpadeó y se apagó. Una mirada atrás le mostró al hermano de batalla en el suelo a unos metros de su posición anterior con parte del torso fundido.
—¡Sacadlo! —gritó Dak’ir al reconocer los brutales efectos del cañón de fusión. Como sabía que Apion y Romulus se retirarían con Te’kulcar y el mineral de fyron. Dak’ir corrió obviando el peligro hasta el saliente de roca. El calor intenso de la corriente de lava a ambos lados hacía que se sobrecalentase la servoarmadura y los iconos de advertencia de su pantalla se iluminaron.
Ignoró el inconveniente y estaba a medio camino cuando el Guerrero de Hierro del otro lado salió de su escondite. Un fogonazo del bólter de Pyriel, unos pasos por detrás del sargento, alcanzó la hombrera del traidor y lo derribó.
Pero otro enemigo entró en el campo de visión de Dak’ir.
Nihilan sonreía, con una extraña y grotesca expresión a causa de las cicatrices de su rostro, mientras su báculo psíquico rebosaba energía. Lo apuntó hacia Dak’ir, que no pudo evitar el rayo sombrío del arco que salía de la punta y lo golpeó en el pecho. Era la energía en crudo de la disformidad, canalizada a través del hechizo de Nihilan. Nadie podía sobrevivir a un golpe así.
Dak’ir dio un grito de agonía.